Capítulo 6

Aunque estaba al borde de la bancarrota, Miller y yo salimos hasta altas horas de la noche y dimos vueltas por un parque de atracciones cutre. Me alegraba que fuera muy distinto a los guardaespaldas que había tenido hasta entonces. Ni una sola vez me lanzó esa mirada con la que claramente me solían insinuar que era una imbécil o, aún peor, que me estaban imaginando en pelotas. Habríamos seguido así toda la noche si no fuera porque, mientras hacíamos cola en la única montaña rusa decente de todo el parque, él se volvió lentamente hacia mí.

Gruñí al darme cuenta de que se mordisqueaba el labio superior de manera nerviosa y que se estaba ruborizando bajo ese bronceado de espray que, poco a poco, iba perdiendo.

—Odio que la gente me mire así —afirmé, sabedora de que la expresión de cordero degollado que había puesto significaba que esa ajetreada noche debía acabar.

Pero yo no estaba preparada para que terminara.

Miller alzó sus musculosos hombros.

—¿No crees que deberíamos retirarnos ya por esta noche? O sea, ya no queda nadie.

Hizo un gesto amplio con el brazo con el que abarcó al puñado de turistas que todavía paseaban esa noche tan bochornosa. Cuando habíamos llegado (hacía dos o tres horas), el lugar estaba abarrotado.

Me subí un poco las gigantescas gafas de sol que llevaba y centré mi atención en la cabeza de la cola, al mismo tiempo que dejaba que el ruido que nos rodeaba me envolviera.

—Pero si son solo las nueve —protesté.

Miller resopló.

—Ya lo eran hace hora y media. —Vale, llevábamos ahí más de cuatro horas. A pesar de que alcé ambas manos en un gesto que quería decir «¿y eso qué más da?» y lo miré cabreada, él me respondió con mucha calma—: Fuiste tú la que me dijo hace un par de horas que debía asegurarme de que volvieras a casa antes de las once para que pudieras estudiar tus diálogos e ir a la cama pronto porque mañana tienes clase con el guaperas, ¿recuerdas?

Si no me hubiera enfadado tanto por haberle obligado a Miller a aceptar antes esa orden en particular, habría sonreído al escuchar el mote que le había puesto a Cooper. Sin embargo, arrugué aún más el ceño. Sentí una opresión en el pecho al pensar en Cooper y sus clases de surf. La última vez que había sentido esa opresión en el corazón, en el pecho o en cualquier otro sitio al pensar en un chico… las cosas habían acabado fatal.

—Solo una hora más —le supliqué y, aunque pareció dudar, Miller inclinó la cabeza y dio un paso al frente cuando la persona que teníamos delante le enseñó la pulsera al encargado de la atracción.

—Eres igual que mi hermana pequeña. Vale, una hora más, pero luego nos iremos de aquí, aunque tenga que sacar tu culo a rastras.

Si cualquiera de mis amigos de Hollywood hubiera sabido que estaba saliendo por ahí con mi guardaespaldas como si fuera amigo mío y que me hablaba como si nos conociéramos desde hace años, seguro que me habría hecho algún comentario muy cabrón y me habría preguntado si nos estábamos acostando. Por suerte, no estaba en Hollywood. Además, las opiniones de mis amigos me importaban una mierda, la verdad, ya que seguía sin saber nada de ellos; ni siquiera sabía nada de Jessica, quien se suponía que era mi mejor amiga.

Tras sonreír a Miller y conseguir arrancarle una amplia sonrisa, donde destacaba ese hueco que se abría entre sus paletas, me llevé la mano al corazón y crucé los dedos.

—Te lo prometo, solo una hora más —juré.

Claro que, cuando me desperté a la mañana siguiente al sonar el móvil a las 8:45, deseé de inmediato haber vuelto a casa mucho antes. Por lo visto, ya no me iba tanto la fiesta. Respondí sin ni siquiera abrir los ojos para comprobar quién era; simplemente, me limité a recorrer a tientas con los dedos la suave superficie de la pantalla hasta que di con el botón adecuado.

—¿Diga? —mascullé.

—Hola, quisiera hablar con Willow Avery —contestó una mujer.

Me incorporé veloz como un rayo y me aparté el pelo de los ojos.

—Soy yo. ¿Anne? —pregunté, pues creía que quien me llamaba era la ayudante de Kevin. Ahora sí estaba totalmente despierta; tenía los ojos abiertos como platos a la espera de una buena noticia.

—No, lo siento. Soy la agente de la condicional Stewart.

No me jodas.

—Oh —dije, y fui incapaz de disimular la decepción que me acababa de llevar en mi tono de voz.

—La llamaba para concertar su primera visita a nuestra oficina… y para confirmar su dirección.

Mientras anotaba la información que me estaba dando Stewart en la parte posterior de un trozo de papel que había encontrado en uno de los cajones de la mesilla de noche e iba respondiendo a todas sus preguntas de manera monótona, sentí un escalofrío en el pecho. Aunque no corría ningún peligro de no superar un análisis de orina hecho al azar (no había superado unos cuantos de esos en Los Ángeles, pero ahí el agente de la condicional había hecho la vista gorda porque Kevin representaba a su hijo), tenía la sensación de que el mundo se me venía encima. Me sentía atrapada.

—¿Cuándo tiene previsto iniciar sus servicios a la comunidad? —inquirió la agente Stewart.

Esbocé un gesto de contrariedad. Debería haberme imaginado que me lo iba a preguntar. Tragué saliva con dificultad por culpa del nudo que tenía en la garganta y respondí con voz ronca:

—No estoy segura. ¿Qué se supone que debo hacer exactamente?

—Va a trabajar en la Casa de la Armonía —contestó. Entonces, me dio el nombre y el número de la persona que iba a ser mi supervisor—. Bueno, nos veremos el viernes por la mañana, a las nueve y media, ¿de acuerdo? —me preguntó para confirmar.

—Ahí estaré —respondí lentamente, mientras pensaba en lo humillante que iba a ser que mi guardaespaldas tuviera que llevarme en coche a cumplir mi condena porque me habían quitado el carné de conducir. Aunque podría ser peor, pensé. Como pedirle a Miller que me acompañara al ginecólogo u obligarle a esperarme mientras me lo montaba con alguien en un hotel. La verdad es que a mí nunca me había dado por follar a lo loco, pero tenía amigas, como Jessica, que no tenían ningún problema en tirarse a un tío distinto cada fin de semana, mientras sus guardaespaldas las esperaban en el coche o en la calle, junto a la entrada del hotel.

Eché un vistazo al móvil y, en cuanto vi la hora, puse mala cara. Eran las 8:58 y se suponía que tenía que estar con Cooper dentro de un par de minutos. Le mandé un mensaje a toda prisa para que supiera que iba a llegar tarde; después, envié otro a Miller para decirle que estaría lista para marcharme en cinco minutos. Me cambié rápidamente; me puse un modesto bañador de dos piezas que me habían traído el día anterior junto al resto de mis cosas y que, de algún modo, lograba esconder esa cicatriz tan reveladora y resaltarme a la vez las tetas.

Mientras con una mano intentaba abrocharme el botón de unos diminutos shorts amarillos y con la otra engullía un gofre de trigo integral que sabía como a cartón recocido, salí corriendo a la calle, donde me esperaba Miller junto al Kia. Mi guardaespaldas negó con la cabeza, sonriendo de oreja a oreja, y se sentó en el asiento del conductor. Entonces, me vibró el móvil en el bolsillo y tuve que sostener el gofre con los dientes para poder cogerlo.

Cooper me había contestado con un SMS.

9:08: Sabes que James Dickson no se va a mostrar tan comprensivo como yo si te vuelves a quedar de juerga hasta tarde, ¿verdad?

Aunque debería haberme dado igual lo que pensara sobre qué hacía en mi tiempo libre, titubeé antes de entrar en el coche y responderle.

9:09: Gracias por el aviso, listillo. Si no estuviera tan cansada por culpa de tus ejercicios «básicos», casi seguro que me habría levantado a tiempo.

Me metí el móvil en el bolsillo. Mi cara debía decirlo todo, porque, en cuanto me senté junto a Miller, este arqueó una de sus oscuras cejas y se rascó la parte posterior de su pelo cortado al rape.

—Tienes cara de que acabas de echarle la bronca a alguien —me comentó, a la vez que arrancaba.

—Oh, sí.

—A ver si lo adivino… ¿Has abroncado al guaperas? —preguntó, riéndose entre dientes. Cuando lo fulminé con la mirada, reculó y añadió con mucha seriedad—: Lo siento, olvido continuamente que eres tú quien decide si sigo haciendo este trabajo o no. Pero es que no eres como…

—¿Esperabas? —le interrumpí. De repente, el móvil volvió a vibrar sobre mi muslo y me dio un vuelco el corazón.

—Sí, se puede decir así —admitió Miller.

—La verdad es que soy bastante encantadora —afirmé. Entonces, le obsequié con una amplia sonrisa un tanto forzada pero sincera—. No tienes de qué preocuparte. No te voy a despedir. Siempre que no intentes vender mis bragas usadas a algún guarro, todo irá bien.

—Qué asco.

—No sería la primera vez —repliqué mientras sacaba el móvil, que seguía vibrando por los mensajes que me llegaban—. Ni te imaginas lo que algunos de esos hijos de puta te pagarían.

No mencioné que el incidente de las bragas era algo que le había ocurrido a Jessica, quien se había acostado con un guardaespaldas que le había hecho esa faena.

No, estaba más interesada en las respuestas de Cooper.

9:15: ¿Me estás diciendo que te has pasado toda la noche tumbada dolorida en la cama mientras pensabas en mí?

9:16: He de reconocer que me has puesto bastante cachondo, Wills.

Puse cara de «ya estamos otra vez con lo mismo» y, justo cuando estaba a punto de dar mi brazo a torcer, me llegó otro SMS. Este era de una vieja conocida cuya foto apareció en cuanto hice clic en el mensaje. Tenía el pelo rubio rojizo, ojos azules y una enorme sonrisa, y sostenía un chupito en alto. Todavía recordaba algún fragmento suelto de la noche en que le saqué esa foto a Jessica.

9:18: ¿¿¿Dónde te has metido??? Estaba de vacaciones en Ibiza. ¡¡¡Quiero verte, perra!!!

Empecé a teclear la respuesta, sin apenas escuchar lo que Miller me estaba diciendo:

—Oye, Willow…, me preguntaba si me podrías dar algún día libre.

—Los fines de semana —contesté. Entonces, oí cómo se removía, probablemente para poder volver la cabeza hacia mí—. No te necesito los fines de semana, porque no voy a salir. En serio, si te pido salir por ahí, detenme.

Porque el mensaje que le había enviado a Jessica decía así:

9:20: Ojalá pudiera salir contigo, ¡pero estoy rodando en Hawái! Lo siento. :(

—¿Cómo? ¿Utilizando la violencia? —preguntó Miller, resoplando.

—Soy débil —contesté, a la vez que ponía en silencio el móvil.

De ese modo, ella no podría contarme lo que había hecho, ni con quién había estado de fiesta, en Ibiza. De esa manera, no me pondría celosa. De esa forma, no desearía haber estado con ella, poniéndome hasta las putas cejas hasta el punto que el universo dejara de existir para mí.

—No quiero volver a rehabilitación ni a la cárcel ni a ningún sitio parecido. No voy a volver —susurré.

Debería haber otras razones por las que no quisieras cagarla, me musitó mi conciencia.

Entonces, presté atención a la carretera serpenteante que teníamos delante.

—Nadie quiere que acabes ahí —aseveró Miller con calma. Pero yo cerré los ojos y, tras los párpados, pude imaginarme los flashes y los titulares. Se equivocaba, así que no respondí.

Aparcó el coche junto al bordillo de la casa de Cooper y yo dudé si debía bajarme o no. Aparté la mano de la manilla y clavé la mirada en los oscuros ojos marrones de Miller.

—¿Qué vas a hacer cuando termine este trabajo? —le pregunté.

Pareció sorprenderse ante esa pregunta.

—Buscaré algo a tiempo parcial… para poder afrontar los gastos cuando me mude.

El día anterior, durante nuestra jornada en Honolulú, me había hablado de su novia. Este trabajo iba a ser su el último curro como guardaespaldas antes de mudarse a la costa este a vivir con ella.

Entonces, dirigí mi mirada hacia la fachada de la casa estucada de Cooper y, a continuación, volví a mirar a Miller a la cara.

—¿Algún trabajo en el campo de la seguridad?

Miller abrió la boca para responder, pero pareció pensárselo mejor. Frunció el ceño y se pasó la punta de la lengua por ese huequito que se abría entre sus paletas.

—Willow, ¿estás haciendo tiempo?

Sí. Pero no estaba dispuesta a admitir en voz alta (ni siquiera a mí misma) la razón por la que lo hacía. Me hundí de hombros y esbocé una sonrisa que, probablemente, era más siniestra y artificial que deslumbrante.

—Te mandaré un mensaje cuando el surfista y yo hayamos acabado.

Un segundo después, entré en la zona de la casa destinada a la tienda, que estaba vacía. Entonces, Eric atravesó sin hacer ruido las puertas situadas detrás del mostrador hecho de tablas de surf. Tenía una barrita energética a medio comer en una mano y una gigantesca botella de agua en la otra.

—¿Qué dirías si te contara que hoy te vas a tener que conformar conmigo? —me preguntó, alzando una ceja.

Hice como que estaba interesada en una camiseta que tenían a la venta, aunque no le perdí de vista y seguí controlándolo por el rabillo del ojo.

—¿Y qué es lo que me vas a enseñar tú exactamente? Por cierto, he conocido a tu novia.

Tras dar un largo trago a la botella de agua, se encogió de hombros.

—Paige sabe que mis flirteos son inofensivos. —En cuanto vio que yo ponía mala cara, añadió—: ¿Qué puedo decir? Me siento deslumbrado por tu fama. ¿Qué harías tú si Brad Pitt entrara de repente en tu casa?

Fruncí el ceño.

—Pues no haría una mierda, porque es dos años mayor que mi padre. —En ese instante, me di cuenta de una cosa y arqueé una ceja—. Por cierto, tan vago no puedes ser si estás levantado tan temprano.

—Me he levantado para ver tu hermoso rostro de estrella famosa. La verdad es que ni siquiera yo me suelo levantar más tarde de las nueve y media. Tengo que sacarle brillo a eso… —Señaló tres tablas de surf que estaban apoyadas en el extremo más alejado de la habitación—. Y he de ir a la tienda de ultramarinos. Para tu novio, solo soy un puto esclavo.

—No hay nada entre Cooper y yo —repliqué, apretando los dientes. Entonces, tras respirar hondo para calmarme, me acerqué al mostrador, apoyé los codos sobre esas suaves tablas y le pregunté—: Por cierto, ¿dónde está?

Eric se rascó la parte posterior de la cabeza y bostezó.

—Le encanta castigarse. Está en la playa porque, según él, eso le relaja. —Se inclinó hacia mí, como si quisiera contarme un secreto—. Y créeme, tú le causas estrés.

—Gracias por el aviso. Buena suerte con tus labores de… puto esclavo.

Suspiró.

—No es un trabajo fácil, pero alguien tiene que hacerlo.

Sacudí la cabeza y dejé a Eric ahí, sonriendo de oreja a oreja como un idiota. Me dirigí al patio trasero de Cooper, siguiendo el mismo camino que habíamos recorrido el día anterior. Le vi caminando por la orilla, con su pelo rubio mojado y pegado a la frente, la tabla sujeta bajo el brazo y una expresión de total serenidad en su rostro.

Sin embargo, en cuanto me vio, cambió de expresión y se dibujó una sonrisilla de suficiencia en su cara, que dio paso a un gesto de sorpresa cuando sus ojos se posaron sobre la parte superior de color negro de mi bañador. Alzó la mano levemente para saludarme. Yo me llevé una mano cerrada a la boca para que no viera que me estaba riendo y permanecí inmóvil sobre la plataforma por un momento. Después, lenta y tranquilamente bajé a la playa y fui hacia él.

Nos encontramos a medio camino.

—Con ese aspecto, ¿intentas escaquearte del trabajo duro? —preguntó.

—Oh, por favor. Se necesita algo más que un traje de baño de dos piezas para convencerte de que debes ir suave conmigo.

—Hum… Bien dicho, Wills. Porque nunca, jamás, voy a ir suave contigo.

A pesar de que me subió la temperatura bruscamente, me quité los shorts y los zapatos amarillos con mucha decisión. Luego, arrojé esas prendas revueltas a un punto situado a unos cuantos metros de mi tabla, la cual Cooper debía de haber llevado hasta ahí antes.

—¿Cómo piensas torturarme hoy, jefe? —pregunté—. Espero que no me jodas demasiado.

Elevó ligeramente una comisura de la boca.

—No pensaba que fueras esa clase de actriz, Wills.

La tortura resultó ser la misma del día anterior, pero yo estaba decidida a demostrarle que era capaz de soportar ese duro entrenamiento. Me pasé la hora y media siguiente perfeccionando mi colocación y haciéndole preguntas sobre su pasado mientras entrenábamos.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendo esto?

—Desde que tenía seis años, así que desde hace dieciséis años…, casi diecisiete —respondió. Se encontraba delante de mí e inclinó la cabeza hacia un lado. Después, me indicó con una seña que echara mi pie izquierdo hacia atrás un poco. Deslicé el pie por la suave superficie de mi tabla morada y blanca hasta que alzó ambas manos para indicarme que parara.

—¿Cuántas competiciones has ganado?

Hizo como que se pensaba la respuesta un rato y entonces me preguntó:

—¿Cuántas pelis has protagonizado?

Entrecerré los ojos.

—He perdido la cuenta.

—Bueno, ahí tienes la respuesta. —Trazó un círculo a mi alrededor para examinarme y, tras soltar un suspiro enojado, se colocó detrás de mí. Colocó la mano izquierda sobre mi cadera y me tocó la parte interior del muslo derecho, con el fin de que lo moviera hacia delante. Al ver de reojo cómo las yemas de sus dedos acariciaban mi piel desnuda, se me hizo la boca agua—. Así, perfecto. Y ahora, dobla las rodillas.

Me percaté de que se le quebraba un poco la voz y de que tal vez me había acariciado con demasiada delicadeza, que quizá se había regodeado en ello demasiado, para tratarse de alguien cuya misión era entrenarme.

Pensé en lo que me había hecho sentir con esas manos y esa boca hacía dos noches en la sala de estar, y me mojé con la punta de la lengua los labios, para humedecérmelos, antes de carraspear.

—¿Por qué te fuiste de Australia?

Se pellizcó el caballete de la nariz, que tenía ligeramente quemado de pasar tanto tiempo al sol.

—Muéstrame todo lo que has aprendido. Empieza por ponerte de pie sobre la tabla.

Como era la primera pregunta que le hacía que decidía ignorar, quise que me la respondiera, como es natural.

—Solo si me hablas sobre Australia.

—¿Por qué? ¿Planeas ir de viaje allí?

Me encogí de hombros.

—¿Quién sabe? Tal vez.

—Mira… —Se atusó el pelo con ambas manos y un gesto de frustración se apoderó repentinamente de sus facciones—. Repasa las malditas técnicas más básicas, Wills.

Esas últimas palabras las pronunció entrecortadamente y se me tensó hasta el último músculo del cuerpo.

Esta era una faceta diferente de Cooper, la más vulnerable, y, para ser sincera, me ponía bastante cachonda. Quizá yo fuera más sádica y estuviera más jodida de lo que creía, pero si esto era lo que él sentía cuando intentaba que me ruborizara, no me extrañaba que me provocara siempre de ese modo.

Mantuve mis ojos clavados en los suyos en todo momento, mientras le demostraba que había aprendido bien todo lo que me había enseñado a lo largo de los dos últimos días. Me tumbé sobre mi estómago, coloqué los pies al borde de la tabla y entonces me puse en pie, centrando los pies, como una experta, justo en el centro de la tabla.

Alcé la cabeza en dirección hacia él y sonreí, a pesar de que me dolían un montón los brazos y el culo.

—Y ahora dime, ¿por qué dejaste Australia? —pregunté de manera insistente. Me bajé de la tabla y me crucé de brazos, a la vez que agitaba las piernas para paliar el dolor.

—Mis padres se divorciaron cuando tenía doce años —contestó, al mismo tiempo que se encogía levemente de hombros—. Mi madre era americana, así que…

—Te mudaste aquí —concluí, y él asintió—. Seguro que ella sí sabe cuántas competiciones has ganado —añadí. Mi madre tal vez no me hubiera recogido cuando salí de rehabilitación, pero era capaz de decirte cuál había sido mi primera película y la última, así como todos los papeles que había interpretado entre una y otra.

No obstante, en cuanto Cooper alzó la vista y pude verle bien la cara, sentí que me daba un vuelco el corazón, y eso no tuvo nada que ver con que me sintiera atraída por él o con que me sintiera avergonzada por mi descaro. Mantuvo un gesto inexpresivo y supe lo que iba a decir antes de que pronunciara siquiera la primera palabra.

—Mi madre murió cuando yo tenía diecisiete años, Wills.

—Oh —susurré. Clavé la mirada en la arena e hice un agujero con un pie en ella. A pesar de que solía pasar mucho tiempo rodeada de gente (e incluso siendo otra gente), seguía sin saber qué decir cuando tenía que hablar con alguien que había perdido a un ser querido—. Cooper…, lo siento mucho.

—No sigas por ahí —me interrumpió, pero yo negué con la cabeza.

Un momento después, estábamos pegados el uno al otro. Tras haber posado ambas manos sobre mi rostro de manera delicada, me obligó a mirarle a los ojos. Al mirarme de esa manera, me olvidé de que había más gente en esa puñetera playa. Y cuando me tocó, casi olvidé que no quería tener nada que ver (ni emocional ni físicamente) con este tío.

—No estoy enfadado contigo porque hayas mencionado a mi madre. Ha sido una pregunta inocente…, no tenías mala intención, ya sabes —me explicó.

Hundí los hombros.

—En realidad, yo…

—Déjalo —me dijo, esta vez con un tono de voz severo. Me estremecí, pero no dije nada.

La lección terminó unos minutos después y, justo cuando me estaba poniendo la ropa, Paige apareció en la plataforma. Esta vez, cuando me pidió que almorzara con ella (bueno, más bien me lo ordenó), acepté su invitación y ella dio palmas de alegría.

—Tengo que dar una clase dentro de media hora, pero podemos aprovechar este huequito que tengo ahora. La leche, voy a comer con una famosa —comentó. Entonces, Cooper gesticuló con las manos fingiendo entusiasmo y ella miró al cielo y suspiró—. Si quieres, podrías despedir a este anormal y contratarme a mí; el dinero me vendría de perlas. ¡Mi puto monovolumen está en las últimas!

No sabía nada sobre esa mujer aparte del hecho de que era una surfista que era novia de un salido y que sus padres eran los dueños de la casa en la que me alojaba; pero, por primera vez en lo que me parecían muchos años, sentía cierta simpatía por otra chica que no estaba interesada en colocarse hasta el culo o gastar dinero a lo bestia. Me aclaré la garganta.

—Debería llamar a mi guardaespaldas para avisarle.

Me abrió la puerta, me invitó a entrar y, acto seguido, alzó una ceja mientras miraba a Cooper.

—¿No vienes?

Él negó con la cabeza.

—No, id vosotras… Voy a volver a surfear unos minutos más. Regresaré enseguida para recoger tu tabla y llevarte a casa —contestó. Al ver que yo dudaba, esbozó una tensa sonrisa—. No te preocupes, Paige no muerde.

—No demasiado fuerte —añadió ella, quien entró en la casa detrás de mí.

Avancé, arrastrando las suelas de mis chanclas de goma sobre ese suelo embaldosado. Una parte de mí quería darse la vuelta para volver a echar un vistazo a Cooper, para comprobar si aún seguía molesto por lo que habíamos hablado; pero casi seguro que ya estaba en el mar. Relajándose.

Atravesamos el pasillo hasta llegar a un pequeño cuarto que hacía las veces de lavadero. Paige me adelantó y me indicó con una seña que cruzara la puerta, que llevaba a una cocina abierta que recordaba a las que suelen salir en esos programas de la tele sobre casas muy chulas.

—Pasa y siéntate ahí. —Señaló un mostrador, frente al cual había una hilera de banquetas. Mientras cruzaba la estancia y le enviaba un SMS a Miller, oí cómo abría el frigorífico—. Bueno, dime, ¿te gusta? —me preguntó.

Miré hacia atrás.

—¿El qué? ¿El surf?

Se echó a reír, seguramente porque mi cabreo era bastante obvio.

—Ya mejorarás. Yo era malísima cuando Cooper me empezó a dar clases.

Me senté en la primera banqueta y me incliné hacia delante, apoyando los codos sobre la encimera de granito.

—¿Cuánto tiempo llevas haciendo surf?

—Seis años.

Cooper había empezado a trabajar como instructor de surf con dieciséis años; prácticamente, desde que era un crío. Aunque eso debería haberme sorprendido, por alguna extraña razón no lo había hecho. Pero, de repente, quise saber si, en su día, había obligado a Paige a perfeccionar los movimientos para ponerse de pie y adoptar la posición correcta sobre la tabla durante dos días seguidos. En cuanto se lo pregunté sin rodeos, echó la cabeza hacia atrás, de tal modo que su corta melena morena le rozó los omoplatos, y estalló en carcajadas.

—¿Te ha obligado a hacer eso dos días seguidos? —me preguntó. Se acercó a la encimera con dos platos de sándwiches y colocó uno de ellos justo delante de mí. Después, se agachó y sacó dos botellas de agua de un armario. Me dio una—. ¿Es que quiere que mañana no seas capaz de andar o algo así?

Abrí esa botella de agua del tiempo y le di unos buenos tragos rápidamente para ahogar así la larga ristra de insultos que quería lanzarle a Cooper. En cuanto acabé, miré cabreada por la ventana. Podía verlo desde ahí (o al menos creía que era él); no era más que un puntito montado sobre una ola en la lejanía. Quizá si me hubiera enseñado algo más que a ponerme en pie sobre una tabla en la arena, podría haber ido flotando hasta ahí para empujarlo y derribarlo.

—Le vas a venir muy bien —afirmó Paige, ladeando la cabeza.

—¿Cómo? ¿Te refieres a la pasta que le van a pagar por entrenarme? Ahora mismo, me siento tentada de pedirle a Dickson que te contrate a ti.

Me lanzó una mirada punzante, como diciendo «me tomas el pelo, ¿no?», y a continuación esbozó una media sonrisa.

—Sí, a la pasta, claro. Pero, si quieres contratarme, por mí de miedo.

Comimos y charlamos sobre surf unos cuantos minutos más. Entonces, Eric asomó la cabeza por la puerta para decirle que el cliente ya había llegado. Paige se bajó de la encimera de un salto, sin dejar de mirarme a los ojos.

—Debo irme a dar esta clase de surf en grupo, así que siéntete aquí como en tu casa. Cooper acabará en un rato. ¡Y que te vaya bien empollando ese guion!

Esperé a que ella y Eric se marcharan para sacar el móvil. Si aguardaba a que Cooper apareciera, lo más probable es que acabara diciendo alguna gilipollez que luego haría aún más difícil trabajar con él. Envié a Miller un mensaje pidiéndole que me recogiera.

Pero antes de dirigirme a la parte delantera de la casa, a la zona de la tienda, para esperar a Miller, dejé a Cooper una nota en un post-it azul que arranqué de un taco que había sobre la encimera.

En teoría… te va a resultar muy difícil que me acueste contigo si me duele tanto todo el cuerpo que soy incapaz de arrastrarme hasta la cama. Gracias por haberme torturado durante dos días para nada.

-W

A continuación, doblé la nota, garabateé su nombre en ella y la metí debajo de la tabla morada y blanca, que seguía aún en la plataforma.

Ya por la noche, mientras veía por segunda vez el DVD que me había enviado Dickson, con el que estaba estudiando cómo Hilary Norton había interpretado el papel de Alyssa de un modo tan natural, y esperaba una llamada de Jessica, que me había enviado un mensaje diciendo que quería hablar, recibí un SMS de Cooper.

22:53: Soy perfectamente capaz de llevarte a la cama y, una vez ahí, hacer yo todo el esfuerzo.

22:54: Y antes de que vuelvas a usar como excusa esa estúpida norma mía…: no siempre vas a ser mi clienta.

No era la primera vez que un tío había sido tan descarado a la hora de decirme que quería acostarse conmigo, y tampoco sería el último, pero logró que, quince minutos después, me metiera en la cama con el guion y una enorme sonrisa dibujada en la cara. Me tumbé en la oscuridad con el móvil a solo unos centímetros de mi cara, mientras me preguntaba si me volvería a escribir. Mientras me preguntaba qué estaría haciendo. Mientras me preguntaba si volvería a quedar como una imbécil delante de él y volvería a cagarla otra vez.

Lo único cierto es que cuando me quedé dormida fue la cuarta noche seguida en la que no tuve pesadillas.