Capítulo 5

Cooper no dijo más; tampoco es que lo esperara, pero eso no evitó que quisiera, que necesitara que se mostrara más comunicativo. ¿Así es como iban a ser las cosas? ¿Se iba a limitar a hacer algún comentario que otro muy de vez en cuando, alguna que otra observación de pasada que me seguiría atormentando mucho después de que hubiera brotado de sus labios?

—El mar está genial esta mañana —comentó Cooper al fin, rompiendo así ese silencio—. Es tan impredecible y cambiante…, nunca sabes cuándo va a intentar joderte, pero no puedo estar lejos de él.

Se volvió para contemplar ese azul sin fin, que relucía bajo el cielo matutino despejado. Di un par de pasos titubeantes hacia delante y seguí su mirada. Para mí, ese mar no era nada distinto a cualquier otro que hubiera visto. Seguía siendo aterrador.

Sin embargo, la enigmática expresión que se había adueñado de su rostro, la manera en que los duros contornos de su silueta parecían gravitar hacia las olas… Mentiría si dijera que no deseaba sentir la misma pasión por algo que no fuera lo único que no podía…, no, que no debía… tener.

Siempre que ese algo no acabara hundiéndome y obligándome a aterrizar de nuevo en rehabilitación.

—Es bonito —comenté. De repente, la fría espuma de las olas golpeó mis pies descalzos, provocando que tomara aire con fuerza, pero él no se dio cuenta de nada. Estaba embelesado. Demasiado absorto como para percatarse de que yo había dejado de mirar el océano y había retrocedido unos cuantos pasos. Estaba tan quieto y absorto que no notó que tenía mis ojos clavados en el perfil de su cara y que estaba recorriendo con la mirada el tatuaje que le cubría las costillas (aunque era incapaz de discernir qué ponía ahí). Entonces, me detuve de nuevo en la cicatriz de su espalda.

¿Se la habría hecho surfeando?

Cerré los ojos por un momento y me estremecí al imaginarme que me hacía una cicatriz similar mientras entrenaba con Cooper.

Hoy no, Willow. Céntrate en él, en aprender esta mierda, y no en los «y si…».

Abrí los ojos y respiré hondo.

—¿Alguna vez te has hecho daño surfeando? —inquirí con voz ronca. Me pareció que era mejor preguntarle eso que interrogarle directamente por cómo se había hecho esa herida. Volvió la cabeza por una fracción de segundo para mirarme con cierta sorna. Dejé que me escrutara unos treinta segundos más y, acto seguido, resoplé y me crucé de brazos. ¿Acaso tenía que hacer que me sintiera como si me estuviera abriendo dos agujeros en la cara con esos ojos tan azules?—. Es una pregunta muy simple. Con un sí o un no, me vale —añadí.

—¿Alguna vez te has hecho daño actuando? —preguntó.

Continuamente. Aunque podría haberle dicho lo que realmente pensaba, que actuar me había hecho más daño a nivel emocional que físico, opté por carraspear, encogerme de hombros y hacer como que toda mi atención estaba centrada en una pelusa que tenía en el bañador.

—Si consideras que darse un golpe en un dedo del pie o romperse una uña con una esquina es hacerse daño, entonces sí. Supongo que sí.

Si bien la sombra de la decepción planeó fugazmente sobre su rostro, esta desapareció casi de inmediato. Suspiró y se rascó la cabeza. A continuación, señaló al océano con un amplio movimiento de su brazo.

—Te vas a hacer mucho daño —aseveró—. Muchísimo. Joder, seguramente, para cuando el resto del reparto llegue, estarás llena de moratones.

—Gracias por el voto de confianza —repliqué secamente, mientras él se agachaba y recolocaba las tablas en la arena a unos metros del agua.

Me guiñó un ojo y me dije a mí misma que era porque la brisa había escogido ese momento exacto para empujar su pelo rubio sobre sus ojos y no porque fuera un gilipollas con cierta tendencia al sarcasmo.

—No lo digo por hacer el capullo, Wills.

Señaló con la cabeza la parte delantera de la tabla morada y blanca mientras le daba unas palmaditas. Me pasé la lengua con fuerza por la parte interior de la mejilla, por esa zona tan carnosa y blanda, porque sabía que si hablaba lo iba a mandar a la mierda. En cuanto vi que levantaba una ceja, suspiré profundamente y me arrodillé junto a él en la arena.

—No me digas que vamos a meditar.

—¿Recuerdas lo que te dije sobre la gente de la industria del cine? —me preguntó.

—¿Que la odias?

Durante unos instantes, posó la vista sobre su tabla turquesa y roja y frunció el ceño, como si estuviera intentando tomar una decisión sobre algo.

—Mira, no me toques las narices, porque si no, te ahogaré —masculló por fin, aunque estaba sonriendo de oreja a oreja cuando dijo esas palabras.

Metí las manos en la arena y cogí un par de buenos puñados.

—Vamos a empezar con cosas muy básicas —me explicó, con sus ojos azules clavados firmemente en mí—. Hoy no te meterás en el agua.

—¿Qué clase de cosas? —repliqué, a la vez que soltaba la arena que tenía en las manos para luego frotármelas y limpiármelas.

—Por alguna extraña razón, he pensado que ibas a arrojarme esa arena a la cara —comentó burlonamente. Yo fruncí la nariz—. Túmbate sobre la tabla, boca abajo.

A regañadientes, me estiré sobre esa superficie tan suave, de modo que la cara se me quedó a solo un par de centímetros del logo de aspecto retro de Channel Islands. Aparté mi larga melena hacia un lado y, cuando alcé la vista, pude comprobar que me estaba examinando de arriba abajo. Dios, este tío ni siquiera se molestaba en disimular un poco, ¿eh?

—A lo mejor debería haber venido con mi guardaespaldas —le solté.

Se me acercó arrastrando los pies y me recolocó de tal modo que me quedé justo en el centro de la tabla. Mientras me movía, me dijo:

—Si al final nos acabamos acostando, no lo haremos en la playa. Aunque sí que espero verte en esta misma posición, pero totalmente desnuda.

Me eché a reír, a la vez que giraba el cuello para poder seguir sus movimientos mientras me rodeaba para examinar mi postura.

—Tienes mucha confianza en ti mismo, ¿no?

Se detuvo.

—Solo he planteado una hipótesis, pero sí, he de reconocer que la tengo.

—¿A todas las chicas que entrenas les planteas esa misma hipótesis? —le interrogué.

Entonces, me levantó un pie y se entretuvo demasiado tiempo recorriendo el contorno del empeine con la yema de los dedos antes de volver a colocármelo sobre el extremo posterior de la tabla.

—Pon el otro pie igual que este —me ordenó. Y yo obedecí. Acto seguido, añadió—: Y no, no me porto así con el resto de las chicas a las que entreno porque no me enrollo con mis clientas. Al menos no lo he hecho hasta ahora.

¿Por qué sonaba eso tan sexy viniendo de él? ¿Por el acento?

—¿Y por qué voy a ser yo la excepción?

Se volvió para mirarme a la cara, para estudiarme un poco más. Me sentía muy vulnerable al hallarme tumbada boca abajo. Coloqué la cabeza sobre la tabla, entre mis dos brazos estirados.

—¿Quién ha dicho que lo seas? —replicó al fin.

No levanté la cabeza inmediatamente porque no quería que se diera cuenta de que me estaba ruborizando.

A lo largo de las dos horas siguientes, trabajamos en esas técnicas básicas: en subirnos a la tabla de surf y en qué postura había que adoptar sobre ella. Repetimos ese ejercicio hasta ocho veces, hasta que llegó un punto en que me sentí como si se me fueran a caer las piernas y los brazos de tanto levantarme y colocarme de pie de un salto justo en el centro de la tabla. Entonces, pareció satisfecho.

—¿Te has quedado a gusto? —gemí cabreada mientras me giraba para colocarme boca arriba sobre la arena. Miré la tabla con odio. No quería volver a ver ese puñetero chisme en un par de días al menos; sí, me dolía una barbaridad todo el cuerpo.

Sonriendo, me contestó:

—Estoy muy orgulloso de ti, Wills. Ya te queda menos.

Miré al cielo y suspiré en cuanto vi que se disponía a limpiar la arena que cubría ambas tablas.

—No he hecho nada —objeté, al mismo tiempo que me apoyaba sobre los codos para poder incorporarme y nuestras miradas se cruzaban.

—Claro que sí. No has hecho ningún aspaviento, ¿verdad?

Al menos, había colocado el listón de los halagos muy bajo.

Me ofreció la tabla. Mascullando, me levanté, cogí los shorts y la camiseta y agarré la tabla de surf con ambas manos.

—Toma, póntela encima de la cabeza, así.

Le dio la vuelta a la suya y se la colocó centrada sobre la cabeza.

—¿Por qué?

Cooper lanzó un hondo suspiro.

—Porque querrás que parezca que sabes lo que haces cuando llegue el momento. Y no es que tengamos mucho tiempo para entrenar, precisamente.

Tenía razón. Noté que, de solo pensarlo, se me revolvía el estómago. En menos de dos semanas estaría rodando una película. Una jodida película de surf que ya tenía una legión de seguidores devotos.

Me estremecí y, acto seguido, me puse la tabla sobre la cabeza e intenté que no se me cayera.

—Dios, cómo pesa esta cosa —dije, mientras avanzábamos arduamente por la arena en dirección a su casa, su empresa o como demonios quisiera llamar a ese edificio—. Por cierto, antes he visto cómo las traías en las manos hasta aquí.

Me sonrió ampliamente con mucha chulería.

—Sí, se puede hacer de ambas formas.

En cuanto pisamos la plataforma, dejó su tabla sobre un banco de madera y cogió con mucha facilidad la mía, que yo llevaba sobre la coronilla.

—Entonces, ¿por qué no las hemos traído de la otra manera?

—Porque así ahora estás sonrojada por el esfuerzo.

«Así resultas más humana…, mucho más guapa».

Al recordar esas palabras que me había dicho en LAX, sentí un nudo en el estómago, pero decidí ignorar esa sensación.

—Ojalá pudiera despedirte por gilipollas —dije.

Se acercó tanto a mí que su torso bronceado se rozó con el mío.

—No puedes. —Entonces, me cogió un mechón del pelo, con el que jugueteó entre sus dedos—. Y no quieres hacerlo.

La puerta de la plataforma se abrió bruscamente con un chirrido y, al instante, me atrajo hacia sí para protegerme. Instintivamente, alcé las manos para taparme la cara ante el flash que estaba segura de que iba a venir a continuación.

Sabía que, incluso aquí, podrían encontrarme con sus cámaras.

—¡Dios, ni que llevara una pistola! —exclamó riéndose una mujer de voz grave.

—Paige —masculló Cooper entre dientes. En cuanto él se apartó a un lado, pude ver a una mujer canija con los brazos tatuados, el pelo corto y moreno y unos ojos color avellana que parecían estar a punto de salírsele de las órbitas debido al lápiz de ojos de color negro azabache con el que se los había pintado. Le hizo un gesto a Cooper con las cejas y dio impaciente unos golpecitos con el pie en el suelo. Cooper lanzó un gruñido y añadió—: Wills, esta es Paige. Trabaja aquí como instructora.

Paige. La amiga cuyos padres eran los dueños de la casa que había alquilado.

—Soy la novia de Eric —me dijo, sonriendo de oreja a oreja.

Salía con ese angelito que había admitido que se masturbaba conmigo hace solo unas horas. Sí, era una situación muy incómoda.

—Soy Willow.

—Ya lo sabe —replicó Cooper, al mismo tiempo que Paige decía:

—Encantada de conocerte.

Tras mirarlo con cara de pocos amigos, ella añadió:

—He preparado el desayuno.

—Bueno, tengo que volver a casa a estudiar el guion.

Eso era verdad en parte, pues se puede recurrir al teleprompter, pero no se puede usar siempre. Lo cierto era que quería alejarme de Cooper, porque estaba segura de que, si seguía cerca de él mucho más tiempo, mi cordura se desmoronaría hasta que no quedase nada de ella en pie.

—Oh, vamos, seguro que puedes tomarte una hora libre, ¿no? —preguntó Paige. En cuanto vio que yo negaba con la cabeza, cruzó la plataforma de madera y me cogió de la mano. Me estremecí, pero ella no pareció darse cuenta—. Me moría de ganas de conocerte, Avery; he hecho tortitas.

Paige parecía bastante maja y, además, me estaba sonriendo esperanzada. Entonces, desde algún lugar del interior de la casa, Eric gritó:

—¡Dile que voy a desayunar desnudo!

Miré hacia atrás, a Cooper, y, en cuanto vi lo cabreado que estaba, me solté.

—Creo que hoy voy a pasar del desayuno.

Paige frunció el ceño, pero pareció entenderlo, ya que asintió.

—Entonces, lo dejamos para la próxima vez, ¿vale?

—Por supuesto —contesté.

Un silencio muy incómodo reinó durante el viaje de vuelta a la casa que había alquilado, lo cual me llevó a desear que se abriera el suelo del jeep y me tragara por entero o, al menos, que me escupiera al asfalto. Cuando giramos para entrar en mi calle, me sentí muy aliviada al ver que había un camión de mudanzas aparcado en la entrada de la casa. Miller estaba dando indicaciones a los tipos que llevaban mis cosas. En cuanto nos vio frenar, asintió levemente con la cabeza y esbozó una media sonrisa.

Yo ya estaba intentando bajarme del coche de un salto antes de que Cooper acabara de aparcarlo.

—Espera —me ordenó, y me detuve al instante con la mano sobre la manilla de la puerta.

—¿Qué? —repliqué con voz entrecortada.

Respiró hondo y yo esperé a que se disculpara en plan peli de Hollywood. Esperaba que me pidiera que desayunara con él o que el muy listillo intentara de nuevo meterse en mis bragas de una manera descarada. Sin embargo, cuando decidió hablar un momento después, no obtuve ni una cosa ni la otra.

—Mañana por la mañana tengo que dar clase a primera hora, así que dile a tu guardaespaldas que te deje en mi casa a las nueve.

Volví la cabeza y sonreí con suficiencia.

—¿Y no sería mejor que vinieras tú aquí? Así podría practicar cómo debo subirme y bajarme de la tabla de surf en mi propio césped.

Una perezosa sonrisa se dibujó lentamente en su rostro, una sonrisa que se abrió paso por todo mi ser y me estremeció.

—Me gustas más cuando estás en mi elemento, Wills.

Pues claro, cómo no. Me bajé del jeep torpemente, cerré la puerta de un portazo y me metí en casa sin ni siquiera echar un breve vistazo hacia atrás. En todo momento, me pareció que me seguía con esos ojos azules tan burlones.

Por primera vez desde lo que parecía ser una eternidad, mi madre cumplió su palabra y contactó conmigo. Miller y yo estábamos desempaquetando las cajas que me habían traído (muchas de ellas estaban llenas de ropa que me quedaba o muy pequeña o muy grande por culpa de mis continuos cambios de peso) cuando sonó mi móvil.

—Deben de ser mis padres —le comenté, a la vez que bajaba la mirada hacia la pantalla, donde aparecía la palabra PADRES escrita con unas letras verdes de neón. Me arrellané en el borde del sofá.

Miller se puso de pie e hizo ademán de dirigirse hacia la puerta de la entrada.

—Si me necesitas, mándame un SMS, ¿vale? —me indicó, mientras miraba hacia atrás.

Dudé. Ayudarme a revisar esas pertenencias no formaba parte del trabajo de Miller. Sabía que solo lo estaba haciendo por simpatía, porque se compadecía de mí, ya que estaba sola, pero, joder, quería que se quedara para poder tener a alguien con quien hablar. El móvil volvió a vibrar encima de la mesita baja, y se me pusieron las orejas rojas por culpa de ese ruido, que probablemente anunciaba una nueva humillación.

Hacía ya cuatro días que había salido de rehabilitación y esa era la primera llamada que recibía de mi familia. A saber cuándo me llamarían mis amigos, si es que alguna vez me llegaban a llamar.

—¿Willow? —preguntó Miller.

—No pasa nada —respondí—. Además, tengo que estudiar mis diálogos y ver la versión original de la película.

Dickson, mi productor, me había enviado como regalo una copia por correo, que había llegado por la tarde, acompañada de una nota en la que decía que estaba muy contento de volver a trabajar conmigo.

—Voy a hacer ejercicio. Llámame si cambias de opinión, ¿vale?

—Lo haré —contesté rápidamente. En cuanto la puerta se cerró y Miller desapareció de mi vista, respondí al móvil, que sostuve entre la oreja y el hombro—. ¿Mamá? —pregunté.

—¡Cómo me alegro de oírte, cariño! —exclamó de inmediato con entusiasmo.

—Yo también.

—¿Qué tal lo llevas…? ¿Todo bien? —inquirió un tanto indecisa.

Traducción: «¿Te sigues metiendo a saco pastillas de todos los colores del arcoíris?». Cogí una caja de zapatos que se encontraba en el otro extremo del sofá y aplasté el cartón con ambas manos mientras me la llevaba hasta el dormitorio, situado en la parte de atrás de la casa.

—No —contesté y entonces sacudí furiosa la cabeza de lado a lado—. O sea, sí. Lo llevo genial. La rehabilitación ha hecho maravillas y me siento estupendamente.

Salvo de vez en cuando, cuando me entran ganas de no sentir absolutamente nada, apostillé mentalmente.

—¿Cómo es Hawái? ¿Te gusta? ¿Estás sacando muchas fotos?

En ese instante, pensé en Cooper y en la frustrante lujuria instantánea que desataba en mí y tiré la caja de zapatos al suelo. Acto seguido, me arrodillé junto a ella.

—Es… bonito.

—No me gusta nada ese tono de voz —replicó mi madre—. ¿Qué pasa?

Cooper era lo que pasaba.

Pero no quería hablar de ese tipo de temas con mi madre porque sabía que me iba a acribillar con un millón de preguntas: «¿Estás tomando pastillas anticonceptivas? ¿Estás usando condones? No estarás… otra vez…, ya sabes…, ¿eh?». Así que cambié de tema:

—Empezamos a rodar dentro de diez días.

Pese a que era un intento patético de desviar la atención, mi madre volvió a animarse y a elevar el tono de voz.

—Lo sé. ¿No estás emocionada?

—¿Por qué papá y tú no me comentasteis nada acerca de que me habíais conseguido un papel? —inquirí, mientras empujaba un par de zapatos de Christian Louboutin hasta el fondo del armario. Uno de ellos se cayó de lado, de modo que su suela de color rojo brillante se quedó apuntando hacia mí.

—No queríamos que te sintieras abrumada.

—Mamá, pero si me has enviado todos los detalles sobre las tropecientas demandas que me han puesto. Si hubiera sabido que tenía un puto papel o, ya sabes, que había recibido un guion, habría podido soportarlo.

Tomó aire con fuerza.

—No seas maleducada, Willow.

Pero no estaba siéndolo. Habría sido maleducada si le hubiera preguntado a mi madre dónde se había metido cuando salí de Colinas Serenas hace unos días. Habría sido maleducada si le hubiera preguntado dónde había estado en esos momentos. Arrojé otro par de zapatos al armario y apreté los dientes antes de preguntar:

—¿Está papá por ahí?

—Se está vistiendo para salir a cenar, pero quería que te dijera que te cuides mucho.

Lo cual quería decir que no quería hablar conmigo. Esa siempre había sido la forma en que mi padre se enfrentaba a mis cagadas y era una actitud que nunca había entendido. Mi terapeuta en el centro de rehabilitación me había dicho que volvería a ganármelo en cuanto hubiera expiado mis pecados. Ya que, según ella, demostrar mi valía era la mejor manera de ganarme la aprobación de mi padre. En esos momentos, no pude evitar preguntarme cuánta gente salía de Colinas Serenas con más puñeteros problemas con su padre que cuando entraron.

—Estás muy callada. ¿Va todo bien? —me preguntó mi madre.

Me metí dentro del armario, me hice un ovillo y apoyé la cabeza sobre las rodillas.

—¿Has sabido algo del abogado sobre mi demanda contra la agencia? —exigí saber.

—Esas cosas llevan su tiempo —contestó mi madre con la voz entrecortada.

Al parecer, tres putos años no eran bastante.

Después de eso, la conversación con mi madre transcurrió con rapidez. Me recordó que tenía que ponerme en contacto con mi agente de la condicional para poder empezar a realizar los servicios a la comunidad a los que me habían condenado. Miré al techo, resoplé y le dije que iba a hacerlo. Cuando llegó el momento de colgar, mi madre lanzó un gritito ahogado y me dijo:

—Maldita sea, antes de que se me olvide…, ¿ya has empezado con tu entrenamiento personal?

Al instante, sentí una gran tensión en el cuello y los hombros.

—Aún no —respondí con voz temblorosa.

—Ya sabes que es muy importante que te mantengas en forma —me advirtió y, de repente, recordé que me había obligado a hacer una dieta basada en ensaladas de pollo a la plancha y agua unos años atrás. Por aquel entonces, ella no sabía qué estaba pasando, porque yo tenía demasiado miedo a contárselo; me acojonaba que mis padres descubrieran lo que había hecho, y aún me cabreaba cuando lo recordaba.

Solo quería que esa llamada acabara lo antes posible.

—Claro, mamá —contesté.

—Bien. Te queremos, Willow.

—Ajá. Yo también.

En el mismo momento en que colgó, di con la carpeta de papel manila que Kevin me había entregado unos días antes. De ahí, saqué la información sobre mi entrenador personal. Entonces, escuché en mi mente las palabras que unos días antes había pronunciado Cooper: «Nadie quiere ver a una surfista con pinta de enferma».

Después de haber hecho trizas ese papel, le envié un SMS a Miller:

13:43: ¿Te apetece hacer un poco de turismo?

Ya sabes…, es la primera vez que estoy en Hawái.

Me respondió cinco minutos más tarde con un mensaje que me hizo suspirar de alivio.

13:48: También es la primera vez para mí. Voy a hacer ejercicio una hora más. Después, podríamos ir a la ciudad.

Era la primera vez que iba a ir «a la ciudad» acompañada de un guardaespaldas sin estar tan borracha o jodida como para no saber por dónde me daba el aire.