Capítulo 4

Cooper cumplió su palabra y se presentó en la casa a las cinco y media de la madrugada. Me desperecé frotándome los ojos con el dorso de las manos y me encontré con él en la puerta, vestida solo con una camiseta que había pertenecido a Gavin, mi novio antes de entrar en rehabilitación. El muy pringado había roto conmigo a través de una carta que había escrito algún empleado de esa cadena que emitía su patético programa de televisión sobre grupos musicales prefabricados formados solo por chicos. La camiseta apenas me tapaba los muslos y, mientras Cooper recorría mi cuerpo con sus brillantes ojos azules (empezando por mis pies descalzos y de ahí hacia arriba), me desperté por completo.

Resoplando, abrí la puerta del todo.

—No eres muy discreto, ¿verdad? —Todavía era de noche. Lancé un fuerte quejido y le indiqué con una seña que entrara. Él negó con la cabeza y dio un paso atrás, hacia el porche. Estiré el cuello y comprobé que el motor de su jeep seguía en marcha—. ¿Tienes prisa?

—Se me han pegado las sábanas —respondió—. Así que sí, supongo que sí.

Me apoyé sobre la jamba de la puerta.

—A veces, dormir viene muy bien.

Parecía un tanto tenso.

—Pues no pegué mucho ojo cuando me fui de aquí.

Me dio la impresión de que me atravesaba con esos ojos azules, mientras esperaba algún tipo de respuesta por mi parte. ¿Acaso quería insinuar que no había podido dejar de pensar en nuestros besos o que se había ido luego a algún otro sitio? ¿Acaso para acostarse con otra?

—¿Anoche estuviste hasta tarde de juerga? —le pregunté con el tono de voz más indiferente del que fui capaz, a la vez que me pasaba la mano por el pelo revuelto. Entonces, me llevé la mano a la boca para tapar un bostezo y demostrarle así que me daba igual. Porque no debería importarme. No, no debería haberme sentido atraída por Cooper cuando lo que necesitaba era centrarme en volver al buen camino.

No obstante, el mero hecho de pensar que nada más irse de mi casa se hubiera podido ir a tirarse a otra chica provocó que se me hiciera un nudo en el estómago.

Pero él se limitó a cruzarse de brazos y encogerse de hombros.

—Pues no, la verdad. Oye, te voy a esperar en el jeep. Nos vemos aquí fuera en diez minutos.

Entorné los ojos y, tirando del dobladillo de mi camiseta hacia abajo, crucé descalza el porche cubierto hasta que estuve tan cerca de él que nuestros pies se tocaron. Aunque respiró hondo, la relajada expresión que dominaba su rostro no se alteró ni por un solo segundo.

—Esto te encanta, ¿verdad? —inquirí apremiante.

Él arqueó una ceja.

—¿El qué?

Fruncí los labios y me mordí el inferior por dentro. Él torció la boca y sus dientes superiores se asomaron por encima de la comisura de sus labios y recordé de inmediato que había hecho eso mismo la noche anterior. Esa horrible sensación que sentía en el estómago pasó de tener su origen en los celos a tener otra causa muy diferente.

El deseo.

Dios, estaba hecha un manojo de nervios. Me había pasado tantos años intentando reprimir mis emociones, intentando ir por la vida sin sentir nada, que ahora era incapaz de enfrentarme al mero hecho de sentirme atraída por alguien.

—Nada —contesté, girándome para volver al interior de la casa. Cuando me volví para cerrar la puerta, me encontré con que lo tenía justo delante de mí, con cara de desconcierto.

—¿Qué me encanta? —volvió a preguntar.

Miré al techo y suspiré.

—Imagínatelo. Saldré en quince minutos. Entonces, podrás…

Cooper metió un pie en la casa.

—Para —me ordenó y, a continuación, empujó la puerta lo suficiente como para poder entrar. La ira mezclada con el deseo que se había adueñado de mí por entero me obligó a avanzar hacia él.

Entonces, señalé hacia algo situado detrás de él, hacia el jeep aparcado.

—Creía que se nos había hecho tarde.

Bajó la mirada por un segundo, como si estuviera intentando decidir qué iba a decir y, en cuanto volvió a elevar la cabeza, vi que en sus ojos azules había una mirada burlona. Si se está riendo de mí, que le den.

—Sí que se nos ha hecho tarde, pero, si he de responder a tu pregunta de si estoy disfrutando con todo esto, la respuesta es no. A ningún tío le gusta ponerse cachondo a tope para luego tener que volver a casa y acostarse todo empalmado.

Me quedé boquiabierta, pero enseguida recobré la compostura.

—Eso fue culpa tuya, joder. No deberías haber intentado comprobar esa teoría tuya —repliqué.

Cooper estaba reprimiendo a duras penas una sonrisa; podía verlo por el modo en que le temblaban los labios. Acto seguido, me lanzó una mirada tan intensa que creí que iba a hacerme perder el sentido y me dijo:

—Tienes razón.

Me estaba dando la razón. Pero ¿qué narices…? Antes de que pudiera decir nada, me agarró de la nuca y me atrajo hacia sí.

—No —susurré. Pero lo más triste de todo era que deseaba que Cooper me volviera a besar, igual que anoche.

Salvo que, en esta ocasión, no pasó nada. Él y yo nos quedamos ahí quietos, entrelazados prácticamente, con nuestros labios a solo un par de centímetros de tocarse. Sus dedos se enredaron con gran delicadeza en mi pelo, a la altura de la nuca, y una sensación de calidez se adueñó de mi bajo vientre. Suspiré y ladeé levemente la cabeza.

—Tienes razón, no debería besarte. Ya lo haremos cuando no estemos trabajando —me susurró, de modo que su aliento me rozó la boca. Entonces, se apartó—. Nos vemos en diez minutos.

Observé cómo se dirigía al trote al jeep, furiosa conmigo misma por sentirme tan decepcionada ante el hecho de que no me hubiera besado. Cuando se subió al asiento delantero y me lanzó una amplia sonrisa, cerré al fin la puerta de golpe, que se estremeció en sus goznes.

Cálmate, Willow, me dije a mí misma.

Doce minutos después, tras ponerme un traje de baño de una sola pieza, una camiseta sin mangas de color verde neón, unos shorts y unas chancletas, salí de la casa. El jeep de Cooper olía a coco, como su pelo, y me estremecí al pensar en cómo sus rizos se habían enredado entre mis dedos la noche anterior.

—Estás estupenda —comentó, a la vez que metía la marcha atrás y el todoterreno retrocedía por la estrecha entrada. En cuanto estuvimos a la altura del buzón, me di cuenta de una cosa.

—Eh, para —le pedí, y, al instante, pegó un frenazo. Entonces, señalé al pequeño apartamento que se encontraba sobre el garaje—. Debería decirle a mi guardaespaldas adónde voy.

Cooper negó con la cabeza.

—Ya he hablado con él. Estaremos solos. —En cuanto me volví hacia él, alzó ambas manos como si quisiera defenderse—. Mira, quiero que estés relajada. No quiero que un guardaespaldas grande de cojones te ponga nerviosa.

¿Había hablado con Miller sin que yo lo supiera?

—Querrás decir que no quieres que te ponga nervioso a ti, ¿no? —Me crucé de brazos, muy cabreada—. Yo no tengo ningún problema con él —añadí.

Cooper lanzó unas carcajadas sarcásticas. Entonces, terminó la maniobra para alcanzar la calle y se puso en marcha.

—Debería cruzarte la cara —mascullé en cuanto arrancó a una velocidad que superaba en quince kilómetros el límite máximo.

—¿Qué te lo impide?

—Que estoy en libertad condicional.

Se volvió a reír, pero esta vez no lo hizo en plan burlón. Casi daba la impresión de que sentía lástima por mí, lo cual me enfadó aún más.

—Solo para que lo sepas, Wills, tu guardaespaldas no me pone nervioso, ni lo más mínimo. No creo que tengas que preocuparte de nada ahora que estás aquí, porque no voy a dejar que te pase nada, siempre que estés conmigo.

Dijo esas palabras con una cierta aspereza que hizo que me resultara imposible dudar de lo que decía.

Ni siquiera un poco.

En vez de ir directamente a la orilla, Cooper me llevó a una casa de dos pisos situada junto a la playa y rodeada de palmeras.

—Esta es la playa de Kailua —me explicó, a la vez que aparcaba el jeep tras un Ford Ranger que, probablemente, tenía los mismos años que yo—. Aquí es donde vivo… y trabajo.

Entrecerré los ojos para observar mejor esa casa de estuco de color arena. Encima de la puerta de la entrada pendía un cartel de madera en el que se podía leer ACADEMIA DE SURF LA LLAMA AZUL. Arqueé una ceja y él alzó los hombros.

—Se me olvidó coger las tablas —me comentó—. Es que… estaba pensando en otras cosas.

Cuando se bajó del jeep lo seguí, pegada a sus talones.

—¿Vives con tu jefe en vez de con un compañero de piso de verdad?

Me brindó una de esas enormes sonrisas suyas que casi me hizo parar en seco. Me di cuenta entonces de que tenía un hoyuelo muy profundo en la mejilla izquierda en el que no había reparado antes.

—Bueno, en realidad, es mi compañero de piso quien vive con su jefe.

Esta vez sí que dejé de caminar.

—¿Tienes tu propia academia de surf? —pregunté con voz chillona.

Me lanzó una breve mirada repleta de confianza y contestó:

—Soy el mejor, ¿recuerdas?

Subió las escaleras corriendo y desapareció en el interior de esa casa estucada. Me quedé ahí quieta, contemplando detenidamente, a través de la puerta abierta, ese recibidor tan iluminado durante unos instantes. Cooper tenía veintidós años; eso era lo que me había dicho la noche anterior cuando me contó que se había ido de Australia hacía diez años, cuando tenía doce. Estaba segura de que ganaba bastante dinero compitiendo en concursos de surf y enseñando a surfear, pero esa casa era alucinante. Tenía dos pisos, estaba junto al mar y contaba con su propio terreno privado; sin duda alguna, debía de costar una fortuna.

—Uf, déjalo ya, Willow —dije en voz alta. Solo porque a mí se me diera fatal controlar mis gastos, a Cooper no tenía por qué pasarle lo mismo.

Subí por esos escalones de piedra y me recordé a mí misma que no era asunto mío saber cómo demonios se lo montaba Cooper para poder permitirse el lujo de contar con esas propiedades. Nada más entrar en el recibidor, que olía a protector solar y a ese aroma que desprenden los ambientadores eléctricos, seguí unas voces hasta doblar una esquina que daba a una zona donde habían montado una tienda, repleta de camisetas y equipos de surf.

Cooper se encontraba al otro lado del mostrador más raro que había visto en mi vida; estaba hecho de viejas tablas de surf plagadas de garabatos. Estaba hablando con un chico que iba vestido solo con unos calzones y era tan alto como Miller, pero que casi seguro que pesaba menos que yo. Cuando me vieron dejaron de hablar y el chico se pasó ambas manos por su enmarañado pelo castaño. Para nada era sexy, como Cooper, ni siquiera era guapo, la verdad —llevaba una barba cutre que habría hecho llorar de orgullo a Zach Galifianakis—, pero cuando me sonrió no pude resistirme y le devolví la sonrisa.

—Soy el compañero de piso de Cooper —me dijo, y pude percibir un destello de guasa en sus ojos marrones cuando añadió—: Solía cascármela viendo tus vídeos musicales.

Bonita forma de presentarse.

He de reconocer que había sido una cantante horrible y que todas mis canciones (solo había lanzado un álbum) habían sido retocadas por ordenador a saco. Al menos, mis vídeos musicales eran muy excitantes, según el pervertido compañero de piso de Cooper.

—Veo que los disfrutaste, ¿eh? —comenté, sin estar muy segura de si debía echarme a reír o correr en dirección contraria.

—No estaban mal…, pero, como usaba loción bronceadora, acababa todo hecho un Cristo.

Oh, Dios mío…, pero ¿qué narices le pasaba a ese tío?

Entonces, el flacucho compañero de piso de Cooper sonrió de oreja a oreja y se me acercó, con la mano tendida. La miré asqueada, incliné la cabeza a un lado y lo observé con recelo.

—Oh, vamos, eso fue hace mucho tiempo —afirmó, mientras alzaba ambas manos y las agitaba en el aire a solo unos centímetros de mi cara—. ¿Lo ves? No quedan restos de bronceador.

Qué grosero.

A pesar de que era un tío completamente asqueroso, por alguna extraña razón me eché a reír, lo cual fue todo un alivio, pues me había distraído y había podido dejar de pensar en Cooper. De repente, el compañero de piso me atrajo hacia sí para darme un gran abrazo y se encorvó para poder olisquearme el pelo. Di un paso hacia atrás para que corriera el aire entre nuestras entrepiernas y evitar que tuviera otras fuentes de inspiración.

—Dios, quién iba a pensar que Willow Avery olería a melocotones. A melocotones y…

—Deja de meterle mano a mi clienta, Eric —le advirtió Cooper. Eric me olfateó unas cuantas veces más y después, tras lanzar un fuerte gruñido, se apartó.

Le lanzó a Cooper una mirada histriónica.

—Siempre te quedas con las más divertidas.

Cooper le ignoró.

—Tiene novia y no surfea —me explicó, mientras se colocaba una mochila negra sobre el hombro. Luego, cogió dos tablas de surf largas de detrás del mostrador y se las puso bajo el brazo—. Y es un zángano.

Eric se apoyó sobre el mostrador y sacó pecho.

—Supongo que eso es lo que pasa cuando uno es el hijo de Rick, ese vago gilipollas que trafica con pastillas por esta zona. —Entonces, clavó su mirada en mí—. Un consejo: no le compres esas mierdas. Te la jugará en cuanto pueda.

Cuando chasqueó los dedos para enfatizar esa última palabra, posé la vista en el suelo. Podía soportar esas bromas sobre que se la cascaba usando loción bronceadora sin ni siquiera pestañear, pero en cuanto mencionó las pastillas, esa válvula de escape que yo solía utilizar, me sentí fatal. Sabía que solo era otra broma, que, casi con toda seguridad, ni siquiera había pensado en lo que estaba diciendo; aun así, me sentía como si él supiera todo lo que se me había pasado por la cabeza a lo largo de los últimos días.

Me sentí como si me encontrara en medio de una sala llena de gente que me estuviera sacando fotos y juzgando todos mis movimientos, todas mis palabras. Juzgando si iba a hundirme o no de repente, si iba a acabar en rehabilitación otra vez.

Pero no iba a recaer.

Sonreí de la manera más convincente posible; puse la cara que pondría alguien totalmente centrado y recuperado y no alguien muy jodido. Era el mejor papel que había conseguido hasta la fecha y solía interpretarlo de manera bastante recurrente. Entonces, alcé la cabeza.

—Lo tendré en cuenta —respondí con gran confianza.

Eric se había sonrojado y Cooper lo miraba muy cabreado. Eric ni siquiera me miró cuando dijo:

—Bueno, pasadlo bien, chicos, y no os toquéis en sitios prohibidos.

—Y tú mantente alejado de las lociones bronceadoras —repliqué, justo cuando Cooper me hacía una seña para que lo siguiera hasta una puerta doble situada tras el mostrador. Al oír las carcajadas de Eric, eché un vistazo hacia atrás y pude comprobar que me sonreía una vez más.

—¿Siempre es así? —le pregunté a Cooper mientras cruzábamos un corto pasillo embaldosado y salíamos a una plataforma hecha de vigas de madera. Por encima de nuestras cabezas, pendían una serie de hileras de farolillos, pero no tuve tiempo de examinarlos detenidamente, puesto que él ya se dirigía hacia la playa. Dejé la bolsa y el móvil debajo de una silla.

—Eric siempre se comporta igual —me contestó Cooper en cuanto lo alcancé. Atravesamos la arena en dirección a la playa, caminando tan cerca el uno del otro que el dorso de mi mano rozó el suave borde de una de las tablas que él llevaba.

—Sois una pareja muy rara.

Sonrió ampliamente y noté que mis propios labios se curvaban para dibujar también una sonrisa.

—De lo más rara que puede haber. —Se detuvo a unos cinco metros de la orilla y yo retrocedí unos cuantos pasos para observar cómo colocaba las tablas sobre la arena. En cuanto se puso en pie, miró al mar y dijo—: Eric fue mi compañero de cuarto durante mi primer curso en la universidad de Hawái y supongo que nos caímos bien. Rick, su padre, lo echó de casa hace unos meses, cuando nos graduamos. Desde entonces, ha estado viviendo conmigo.

—A pesar de que usa bronceador como lubricante y se burla de ti por utilizar un champú de chicas que huele a coco, ¿eh? —bromeé.

—Es un tío sincero —contestó Cooper como quien no quiere la cosa. Se sacó la camiseta por la cabeza y su torso desnudo me alegró la vista; empecé por los riñones y fui ascendiendo hasta llegar a la desigual cicatriz diagonal que arrancaba debajo de su sobaco derecho y finalizaba en el omóplato izquierdo.

Justo cuando me estremecía, se volvió hacia mí y me sonrió amargamente.

—¿Preparada?

Sin mediar más palabras, metió la camiseta en su bolsa negra, cogió las tablas y se fue corriendo hasta la orilla.

Suspiré, me quité la camiseta y me bajé los shorts con un movimiento de caderas; después, hice un ovillo con las prendas. Cooper se protegió los ojos del sol con la mano y gritó:

—¡No creía que fueras de las que llevan bañador de una sola pieza!

Mientras me acercaba a él, me di cuenta de que iba abrazando mi ropa hecha una bola contra el abdomen con tanta fuerza que me estaba irritando mi propia cicatriz.

—Das por supuestas muchas cosas sobre mí, ¿eh? —repliqué en cuanto me encontré tan cerca de él como para poder tocarlo.

Cooper me guiñó un ojo.

—Eso hace que conocerte de verdad sea mucho más interesante.