Capítulo 3

Aunque enseguida supimos que nuestros asientos estaban el uno al lado del otro (Cooper tenía el de ventanilla, yo estaba junto a él y Miller se encontraba al otro lado del pasillo, a mi derecha), cualquier avance que creyera que había hecho con él en el aeropuerto pareció esfumarse en cuanto embarcamos en el avión a Honolulú. Mientras lo seguía por ese estrecho pasillo que olía a café en dirección a nuestros asientos, lo único que había entre nosotros era el aroma dulcemente amargo del «y si…». Estaba muy acostumbrada a tener que enfrentarme a muchos «qué hubiera pasado si…» o «y si…», pero, por alguna razón, esta vez era peor que nunca. Y no era tan ingenua como para fingir que no sabía por qué.

Además, no estaba colocada como para no darme cuenta.

Solo había estado en rehabilitación otra vez, dos años atrás, y tras pasar noventa días siguiendo un programa de lujo que era como el Four Seasons para adictos, logré mantenerme limpia unas seis horas, hasta que cedí y me compré Roxies suficientes como para tres meses. Al menos, eso era lo que deberían haberme durado. Mi gran amiga Jessica y yo nos las pulimos solo en una semana; en siete días que sigo sin poder recordar.

—Discúlpame —dijo Cooper con voz ronca, interrumpiendo así mis pensamientos. Quería hablar, gracias a Dios. Expectante, alcé la vista hacia él y me lo encontré mirando fijamente algo que había por encima de mi cabeza: el compartimento superior—. Tengo que meter la bolsa ahí arriba.

Vale, no tenía nada que decirme.

—Claro —contesté. Mientras él colocaba la bolsa en el compartimento, me dejé caer en mi asiento y me crucé de brazos. Un momento después se sentó a mi lado y, al instante, se sacó una revista (Surfing, vaya, qué sorpresa) del bolsillo de atrás, que leyó detenidamente. Sentí un terrible nudo en la garganta, esa misma sensación de ahogo que siempre siento antes de llorar a moco tendido, y me encorvé.

¿Sabes qué, Cooper? Me importa una mierda lo que pienses.

Aunque eso era una mentira como una casa; claro que me importaba que pensara que era una zorra fría y distante. Así que me quedé ahí sentada, sintiéndome de pena al lado de Cooper en esos asientos de primera clase, mientras el silencio pendía como una losa sobre ambos.

Tras pasarse dos horas callado y evitando mi mirada, Cooper por fin suspiró y susurró:

—No tienes buena cara.

Lo miré sorprendida. Cooper tenía los ojos clavados en la ventanilla mientras contemplaba esa nada blanca y brumosa. Se había pasado el último par de horas dividiendo su atención entre la ventanilla y la revista, al contrario que Miller, que se había quedado dormido y no se había movido ni un milímetro, ni siquiera cuando una azafata había estrellado el carrito de las bebidas contra su asiento.

—¿Estás bien? —preguntó Cooper.

—Pero si sabe hablar —respondí—. ¿Ya te has cansado de hacer como que no existo?

—No me vomites encima, Wills —me advirtió, a la vez que apoyaba la palma de la mano sobre la ventanilla, ignorando completamente lo que le acababa de decir. Uf, cómo me alegré de no haberme disculpado.

Cerré los ojos con fuerza y conté hasta tres.

—No me gusta volar por encima del mar —afirmé.

Cooper lanzó entonces un tenue gruñido y un juramento.

—Por favor, dime que no te da miedo el agua.

Si hubiéramos estado en tierra y no hubiera habido esa tensión que se podía cortar con un cuchillo entre ambos, a lo mejor le habría respondido que sí me daba miedo. Creo que se había ganado a pulso que le tocara las narices. Sin embargo, me limité a negar con la cabeza y susurrar:

—No… Simplemente, me da miedo estar a doce mil metros por encima del mar.

Era verdad. En cierto modo. Volar por encima del mar ocupaba el puesto número tres en la lista de mis mayores miedos que el terapeuta de rehabilitación me había indicado que escribiera hace unos meses. El silencio ocupaba el primer lugar de la lista, aunque en realidad era el segundo; me había dado mucho miedo anotar el primero de verdad. Hoy, me había enfrentado a tres de las cosas que siempre me dejaban hecha añicos, y lo estaba haciendo sin estar medicada.

Podía hacerlo.

A lo mejor…, a lo mejor no era tan débil como creía.

—Descansa un poco —me aconsejó Cooper en voz baja; su cálido aliento me acarició la oreja y un lado de la cara. Me estremecí instintivamente y encogí el cuello por el lado donde lo había sentido. No me había dado cuenta de que se había apartado de la ventanilla.

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque, cuando mañana vayamos a la playa, vas a necesitar todas tus fuerzas.

Esta vez, cuando acercó sus labios a mi piel, me mantuve impasible, aunque sí reaccioné por dentro; una sensación de tremendo calor brotó desde el interior de mi estómago y se expandió hasta adueñarse de todo mi ser.

—He trabajado habiendo dormido mucho menos —repliqué, abriendo los ojos.

—Conmigo, las cosas no van a ser así, Wills. No voy a permitir que fracases.

Resoplé.

—A ti te van a pagar igual aunque parezca una idiota en la pantalla.

—¿Quién ha dicho que sea una cuestión de dinero? —inquirió. Entonces, se revolvió en su asiento, para apartarse de mí, y volvió a quedarse callado.

El avión aterrizó en Hawái tres horas después, a las siete y cuarto de la tarde. Mientras nos dirigíamos juntos a recoger el equipaje, con Miller siguiéndonos unos pasos por detrás, le pregunté a Cooper a modo de broma:

—¿Cómo? ¿No nos reciben con lei hawaianos?

Me lanzó una mirada llena de arrogancia.

—No tienes ni idea de cuánto me gustaría, Wills.

Yo solita me lo había buscado. Me ruboricé humillada y clavé la mirada en el suelo lustroso y reluciente. Mientras yo intentaba recobrar la compostura, añadió:

—Los lei hay que pagarlos.

Alcé la vista justo a tiempo de ver cómo señalaba hacia un hombre que sostenía un montón de flores y un cartel con el precio.

—No es como las bienvenidas que se ven en las pelis, ¿eh?

—Si quieres, yo te daré un lei.

—Seguro que sí —mascullé, a la vez que aminoraba el paso para que pudiera adelantarme. Al quedarme atrás, me coloqué a la altura de Miller, que estaba centrado en su trabajo: expresión pétrea y todo músculos, rastreaba cautelosamente alrededor con sus ojos oscuros, pese a que daba la impresión de que nadie nos estaba prestando atención.

Para mi alivio, recogimos el equipaje sin que nadie sacara una sola cámara o móvil. Miller se acercó al mostrador de una empresa de alquiler de vehículos para recoger las llaves de nuestro coche y yo seguí a Cooper a través de una serie de puertas correderas hasta llegar al garaje donde estaban los coches de alquiler. Una ráfaga de aire caliente y bochornoso me golpeó en la cara, haciéndome sudar y toser. Cooper, que estaba a mi lado, sacó el móvil y tecleó algo con fuerza en la pantalla táctil. Aunque seguía sin mencionar nada sobre lo que había pasado en Los Ángeles, estaba claro que el tema iba a surgir en algún momento a lo largo de las próximas semanas, cuando se pusiera a despotricar contra la industria del cine que tan poco le gustaba. ¿Y qué iba a decir yo entonces?

Me daba vueltas el estómago. Necesitaba despejar el ambiente entre nosotros y necesitaba hacerlo ya.

—Cooper —acerté a decir. Él alzó la barbilla un poco—. Mira, yo…

—Me parece que te va a decepcionar. No se parece en nada a lo que estás acostumbrada —aseveró Miller en voz alta a nuestras espaldas.

Me volví y tuve que contenerme para no mostrarle a mi guardaespaldas, que agitaba un llavero en el aire con las llaves del coche, lo frustrada que me sentía por que me hubiera interrumpido.

—Es una motocicleta, ¿verdad? —preguntó Cooper, riéndose con ganas por primera vez en varias horas—. No me jodas, encima de que no hemos podido venir en un jet privado, ahora van y nos dan una motocicleta.

Miller le lanzó una mirada furiosa y sombría y negó con la cabeza.

—No, es el…

Pulsó el mando del coche unas cuantas veces, y yo giré la cabeza bruscamente para ver cómo centelleaban los faros de un pequeño Kia, que iluminaron aquel lugar. Tenía razón, no era el tipo de coche al que estaba acostumbrada, pero no me importaba. Había muchas más cosas de las que preocuparse antes que de un coche que me iba a llevar de un sitio a otro.

Como la migraña que cada vez cobraba más fuerza en el lado izquierdo de mi cráneo.

Como que mis padres siguieran sin haberme devuelto las llamadas; como el dinero que iba a ser depositado en mi cuenta dentro de unos días y el hecho de que iba a empezar a rodar una nueva versión de una película antigua en un par de semanas.

Como Cooper.

—Es pequeño —observé, mientras metía las manos en los bolsillos de mis prietos shorts vaqueros. Elevé la vista hacia mi guardaespaldas y ladeé la cabeza—. ¿Y vas a caber tú en esa cosa?

Miller se paró junto al bordillo y alzó una ceja.

—He cabido en otros más pequeños.

Acto seguido, cogió nuestro equipaje y se acercó con parsimonia al Kia.

Como no sabía cómo tomarme esa respuesta, me limité a asentir.

Cooper hizo ademán de alejarse. Desesperada por arreglar las cosas, le cogí del brazo y, al hacerlo, sentí sus músculos bajo los dedos.

—Espera, tengo que hablar contigo —le dije. Arqueó una ceja, pero no avanzó más—. Mira, lo que pasó en Los Ángeles con esa cría… no fue lo que tú crees; no me mostré grosera adrede.

—Lo sé. Pero no se trata de eso. Se trata de ti. Lamento haber reaccionado así, pero… —Se detuvo por un momento y se le curvaron las comisuras de los labios al esbozar una sonrisa forzada—. Es que sacas lo peor de mí.

¿Lo peor de él? Como era al menos quince centímetros más alto que yo, que mido metro sesenta y siete, tuve que echar la cabeza hacia atrás para poder clavar mi mirada en sus ojos azules.

—¿Porque soy actriz? —exigí saber.

El halo dorado que conformaba su pelo se agitó cuando una susurrante brisa caliente atravesó el garaje; movió la cabeza lentamente de lado a lado. Luego se soltó, me agarró de los hombros y miró brevemente a Miller, que esperaba en silencio pegado a su móvil dentro del Kia parado. Entonces, bajó la voz hasta que no fue más que un susurro desigual:

—No, porque sé que me vas a hacer la vida imposible, Wills.

—No me conoces tanto como para poder juzgarme —repliqué.

Cooper esbozó un gesto de contrariedad.

—Dejémonos de sacar conclusiones precipitadas —dijo tensando la mandíbula—. Me da igual lo que hayas hecho en el pasado, ¿vale? Me preocupa lo que va a pasar en el futuro.

Presa de la ansiedad, raspé con la planta del pie el suelo de hormigón mientras esperaba a que se explicase mejor. Era lo menos que él podía hacer, ya que ese beso que me iba a dejar los labios dormidos y que tanto había ansiado (corrijo: que todavía ansiaba) estaba, obviamente, totalmente descartado.

—Tengo por norma no salir con gente con la que voy a trabajar —afirmó.

La cabeza me dio vueltas por un momento y me quedé mirándole fijamente. Él me clavó con fuerza la yema de sus dedos en los hombros. ¿Se podía ser más chulo?

—Vale, para empezar, se puede decir que me conoces desde hace nada. O casi nada. Así que…, ¿qué te hace pensar que yo querría salir contigo?

—No seas ridícula. Eres Willow Avery. Todo el mundo te conoce. —Me tuve que morder el labio inferior para evitar darle una respuesta grosera y entonces él añadió—: Además, eres como un libro abierto para mí. —En ese instante, bajó la vista hasta mi blusa y cogió un trozo de la tela de esa prenda entre sus dedos—. Sé lo que sientes.

Me eché a reír y me solté. Tras retroceder, me crucé de brazos.

—Creía que, según tú, era fría y artificial.

—No cuando te ruborizas. —Dio un par de pasos hacia atrás, en dirección contraria al lugar donde se encontraba el Kia de alquiler—. Buenas noches, Wills —me dijo en cuanto alcanzó la salida.

—Espera…, ¿dónde demonios vas? —grité, frustrada.

Abrió la puerta, echó un vistazo hacia atrás y, a continuación, dijo algo que solo puede ser descrito como una típica frase de Hollywood:

—Yo vivo aquí, ¿recuerdas? Voy a por mi coche, que lleva bastante tiempo aparcado en la misma plaza de garaje.

No, no recordaba que vivía en Honolulú porque jamás me lo había dicho. Hasta ahora, por culpa de su acento, había dado por sentado que había venido a Los Ángeles desde Australia. Después de verle desaparecer tras doblar la esquina, me encaminé airada al Kia. En cuanto cerré de golpe la puerta del asiento del acompañante, Miller me lanzó una mirada burlona, que dejaba bien a las claras qué estaba pensando.

—No es lo que imaginas —le aclaré.

—No tengo ni idea de a qué te refieres —contestó de inmediato, aguantando la risa. A pesar de que clavó la mirada al frente, la estúpida sonrisa que surcaba su rostro lo decía todo.

Una vez que logramos escapar del caos del aeropuerto, apenas hubo tráfico. Mientras el sol se iba poniendo lentamente, disfruté de las vistas, a la vez que mascaba nerviosa un chicle que Miller me había dado. Treinta minutos después, aparcó el Kia en la entrada para vehículos de una pequeña casa de madera que parecía más un garaje que una vivienda. Abrí la puerta del coche y, en cuanto salí de él, pude oír el susurro del cercano mar. Pude oler y paladear la sal que pendía del aire, a pesar de que ese lugar no se hallaba junto a la playa.

—No hay nadie —murmuré, al tiempo que notaba que una oleada de pánico se iba apoderando de mí. Eran solo las ocho pasadas y no había prácticamente nadie en la calle, salvo un puñado de críos jugando al baloncesto al final de un callejón sin salida. Ese lugar estaba vacío, faltaba el ajetreo que tanto ansiaba. Respiré muy hondo y me obligué a calmarme, a centrarme en lo positivo. Como el canturreo de las olas.

Ese ruido intenso me distraía, justo como yo quería.

Con suerte, ese murmullo me arrullaría hasta que me sumiera en un sueño sin sueños esa noche, así como el resto de noches que estuviera ahí. Ese susurro bastaría para ahogar esos «y si…» y esas imágenes que siempre se me aparecían en cuanto cerraba los ojos, bastaría para evitar que me hundiera en algo de lo que nunca podría emerger.

Ya está bien de joderme yo sola la vida, me prometí a mí misma en silencio.

Miller se aclaró la garganta, atrayendo mi atención hacia el lugar donde se encontraba, apoyado sobre el capó del coche a unos treinta centímetros de mí. Pese a que bajo las sombras de la puesta de sol parecía tremendamente amenazador, seguía esbozando esa sonrisa tan relajada que había evitado que me cabreara demasiado con él cuando me había tomado el pelo en silencio con lo de Cooper.

—Supongo que tampoco estás acostumbrada a algo así, ¿verdad? —preguntó. Seguí su mirada hasta la parte delantera de la casita y suspiré.

—Al menos no es un centro de rehabilitación —susurré con una voz tan baja que dudé que me hubiera oído.

Rodeó el coche y abrió el maletero. Un instante después, cuando lo cerró, vi que llevaba entre sus descomunales brazos mi bolsa de viaje y su propio equipaje. Intenté coger mi bolsa, pero él me gruñó.

—Es mi trabajo —dijo.

Me dirigí hacia la casa y él me siguió.

—Me haces sentirme como una cría.

—Eso también forma parte de mi trabajo —replicó.

Miré hacia atrás por encima del hombro y asentí con la cabeza, un tanto rígida, mostrándole así que le comprendía. Lo más triste de todo era que no siempre había necesitado tener guardaespaldas. Había habido una época, hacía unos cuatro o cinco años, en la que era lo bastante conocida como para conseguir algunos papeles geniales, pero no tan famosa como para necesitar protección. La verdad, era una putada haber caído tan bajo como para conseguir solo los papeles que nadie más quería y seguir siendo esa actriz, esa estrella tan famosa que el estudio tenía que contratar guardaespaldas, o sea, niñeras. Casi seguro que a Miller le pagaban más que a mí.

Dejé de sonreír.

La expresión de Miller se ensombreció y dio un vacilante paso hacia mí.

—¿Estás bien? —inquirió.

Sacudí la cabeza arriba y abajo quizá con demasiado poco entusiasmo, me volví hacia la puerta de la entrada y abrí la caja de seguridad con la contraseña que me había dado Kevin. Dentro había dos juegos de llaves. Dejé caer uno de ellos sobre la mano que Miller tenía tendida.

—Procura no golpearte con el techo, grandullón. La prensa se me echaría encima si se enteraran de que he destrozado una casa de alquiler —le advertí, intentando así animar un poco el ambiente. Miller echó la cabeza hacia atrás y estalló en carcajadas, pero yo me sentí por dentro vacía y compungida. Decidí centrarme en abrir la puerta para que no pudiera ver la expresión de mi cara.

—Haré todo lo posible —contestó con seriedad.

No entré en la casa hasta que oí cómo Miller subía por las escaleras de madera que llevaban a su apartamento. En cuanto abrí la puerta, se me revolvió el estómago. Dentro hacía un calor sofocante. Retrocedí trastabillando unos cuantos pasos hasta alcanzar el umbral de la puerta para poder respirar aire fresco. Me agarré a la jamba de madera y respiré hondo, dando cada bocanada de aire como si fuera la última.

Tenía que recobrar la compostura, joder.

Tenía que entrar en esa casa e irme a la cama, porque mañana por la mañana tendría que enfrentarme a Cooper. Tenía que…

De repente, el móvil que llevaba en el bolsillo de atrás vibró, avisándome de que acababa de recibir un SMS, y eso interrumpió mis erráticos pensamientos. Entré de nuevo en la casa, cerré la puerta con la parte posterior del pie y saqué el móvil. Di con el termostato y lo ajusté al mínimo; después, me hundí en un desgastado sofá de ante marrón para leer los mensajes recibidos.

Tenía tres. Dos eran de mi madre; uno para decirme que el frigorífico estaba repleto de mis platos favoritos (lo cual ya sabía, porque el asistente de Kevin se lo había contado a Miller, quien a su vez me lo había contado a mí horas antes) y el otro para decirme que, a lo largo de los dos próximos días, un camión de mudanzas pasaría por aquí a dejar algunas de mis cosas y que tanto ella como mi padre me echaban de menos.

—Así que no os funcionaba bien el móvil, ¿eh? ¡Y una mierda! —mascullé mientras tecleaba la respuesta y recordaba esa mentira que Kevin me había contado por la mañana en el hotel.

Gracias. Qué ganas tengo de hablar con vosotros.

Esperaba que el otro mensaje fuera de Jessica, porque aún no me había llamado ni escrito un SMS; sin embargo, resultó ser de un número desconocido con el prefijo 808. Me di cuenta de que se trataba de un prefijo de Hawái al echar un vistazo a un calendario antiguo, que se encontraba en la otra punta de la habitación, en el que se anunciaba una agencia de seguros local. Abrí el mensaje, estando segura al noventa y nueve por ciento de quién lo enviaba, a pesar de que nunca le había dado mi número.

20:14: ¿Por qué no volvemos a intentarlo…? Lo siento, Wills. ¿Quieres que hagamos algo juntos? Ninguno de los dos quiere estar solo esta noche.

—No hay quien te entienda, tarado —susurré, mientras negaba incrédula con la cabeza. Coloqué los dedos sobre el suave teclado, dispuesta a mandarle a paseo (para que le quedara claro que hacía años que había aprendido a tratar a los tipejos como él), pero entonces me lo pensé mejor y lo llamé.

—Creía que eras más de mandar mensajes —me dijo en cuanto cogió la llamada. Pude escuchar el murmullo de las olas que rompían a su espalda.

—Algunas cosas es mejor decirlas en voz alta.

—¿Como cuáles?

—Como… «Hola, Cooper, soy Willow. Gracias por la invitación pero esta noche no vamos a follar».

Entonces, oí un leve gruñido y un ruido sordo, debía de haberse dejado caer pesadamente al sentarse.

—Por eso te envié el otro mensaje, Wills —replicó con un tono recriminatorio. Miré la pantalla y sí, así era, me había enviado un segundo mensaje casi en el mismo momento en que había marcado su número.

20:19: Eso ha sonado como si quisiera echar un polvo, ¿no? Pues no es así.

—Vaya chorrada. Además, creía que los australianos usabais más la expresión «echar un casquete» —contesté. Él se rio entre dientes. Uf, hasta su risa tenía un acento sexy. Me estiré sobre el sofá, dejando así que ese patético aire acondicionado me ventilara la cara mientras me quitaba la camisa de franela de manga larga.

—No me acuesto con mis clientas —aseveró—. Y hace diez años que no vivo en Australia, desde que tenía doce años, cuando mi madre y yo nos mudamos a Hawái.

—Lo que tú digas. —Lancé un par de patadas al aire para quitarme los zapatos—. Buenas noches, Cooper —dije, repitiendo así las últimas palabras que él me había dicho en el aeropuerto.

—Te recojo en quince minutos.

—Espera…, ¡¿qué?! —exclamé, a la vez que me enderezaba bruscamente. De repente, el corazón me latió desbocado y se me quedó la boca seca. Pasé una mano por mi pelo castaño oscuro—. No. O sea… ¿para qué?

—Tienes que comer, Wills; nadie va a querer pagar una entrada para ver a una surfista con pinta de enferma. Además, mi trabajo consiste en cuidarte.

—¿No crees que estás yendo demasiado lejos? Seguro que Dickson no te paga por esto.

—Esto no tiene nada que ver con Dickson.

—¿Y qué hay de esa norma que tienes sobre las clientas? —objeté, con voz entrecortada—. ¿Has cambiado de opinión?

Permaneció un momento callado y entonces oí que una puerta se cerraba de golpe. El motor de su coche se aceleró y una canción de Bruno Mars, que hablaba sobre ser desterrado del paraíso, atronó en mis tímpanos. Me estremecí, pero enseguida apagó la radio y pude oír cómo se reía por lo bajinis.

—Cenar contigo no supone quebrantar ninguna norma…, siempre que ambos sepamos cuándo parar —respondió.

Me llevé el brazo libre a la parte inferior del estómago, para intentar calmar esas mariposas que batían sus alas violentamente ahí dentro, y me pasé la lengua por los labios resecos.

—¿Es que no lo sabes? Yo no sé cuándo parar.

Lo cual probablemente era la razón por la que me costaba tanto resistirme a la tentación de flirtear con Cooper.

Volvió a quedarse callado. Escuché su respiración y lo que parecía ser el viento atravesando una ventanilla rota, a la vez que jugueteaba nerviosa con la tela de mi camiseta sin mangas. A pesar de que no quería cenar con él, sí quería que hablase. Necesitaba oír esas palabras y ese ruido.

Cooper suspiró.

—Te he mentido.

—¿Sobre esas normas tuyas?

—No, sobre que iba a llegar en quince minutos. Ya estoy aparcando en la entrada de tu casa.

—Estás de coña —repliqué.

—No… Fui yo quien les sugirió este sitio a tus padres. Los padres de mi amiga Paige son los dueños de esta casa.

Como si quisiera demostrar lo que acababa de decir, encendió varias veces las luces de su coche.

Puto acosador.

Me levanté del sofá impulsada por el cabreo y alcancé la puerta de la entrada justo cuando él ya estaba levantando la mano para llamar. Tenía pegados unos diminutos granos de arena en la punta de esa nariz suya tan recta y el pelo mojado y enmarañado. Deseé enredar mis manos en ese cabello para luego arrastrarlo hacia dentro y…

Por pensar así, empezaron todos tus problemas hace tres años, gruñó una voz muy desagradable desde lo más recóndito de mi mente.

—Eres mi entrenador —le advertí, aunque esa advertencia iba más dirigida a mí misma que a él—. Y ya me has dejado muy claro que sigues unas normas. Así que no voy a salir a cenar contigo.

Decidí ignorar los rugidos que surgían de lo más hondo de mi hambriento estómago, pues sabía que había mucha comida en el frigorífico.

—Entendido. Es que… Oh, a la mierda.

Entonces, me atrajo hacia sí con brusquedad, me empujó contra el marco de la puerta y me obligó a colocar las manos por encima de la cabeza, de modo que la madera irregular me raspó la punta de los dedos. Sus labios eran suaves y sabían a sal y gemí bajo su presión mientras su lengua se abría paso hacia la mía. Cuando un coche se deslizó por la calle, iluminando con sus faros nuestros rostros de perfil por un breve instante, entramos en la casa a la vez, cerrando violentamente la puerta de un empujón que ambos le dimos de costado.

—Quería comprobar una teoría —gruñó, a la vez que me empujaba de espaldas contra la puerta. Recorrió mi cuerpo con las manos, dejando un rastro de calor por donde pasaban, hasta que llegó a mi rostro.

Pero ¿qué demonios de teoría estaba comprobando?

—No voy a follar contigo —gemí. Él me volvió a besar, pero esta vez más fuerte. Tiró de mi labio inferior con los dientes, con delicadeza, hasta que mi respiración se transformó en unos jadeos entrecortados, hasta que me hallé a solo cinco segundos de rendirme ante él. Levanté los brazos y, con unas manos temblorosas, le acaricié ese pelo rubio mojado y tiré de su cabeza hacia atrás hasta que mi mirada se halló al mismo nivel que sus ojos azules—. No vamos echar un polvo —repetí con mucha seriedad.

—Ni siquiera tengo intención de intentarlo, Wills. Solo tenía que quitarme esto de la cabeza antes de que llegara mañana.

Contuve la respiración y me quedé mirándolo durante un largo rato. Eso era justo lo que había deseado y, ahora que ya lo tenía, renunciar a ello iba a ser como un dolor de hígado. Intentó darme otro beso, pero lo agarré con más fuerza del pelo. A pesar de que hizo un gesto de dolor, sonrió de oreja a oreja.

—Y ahora que ya has hecho lo que has venido a hacer, ¿qué va a pasar…? —pregunté con un tono apremiante.

Me acarició los labios con el pulgar antes de apartarse de mí a regañadientes. Se sentó sobre el brazo del sillón reclinable de color borgoña situado a unos metros de la puerta, me lanzó una mirada muy intensa y se atusó su pelo rizado.

—¿Y bien? —insistí, mientras me ponía bien la camiseta, que se me había subido hasta el ombligo. Tiré de ella hacia abajo y la estiré sobre el talle de mis shorts.

—Sabes a chicle —susurró, y yo me dejé caer hacia atrás.

Chicle y sal, pensé. Menuda mezcla más chunga. Él se puso en pie y se volvió a acercar lentamente a mí. Cerré los puños con fuerza para resistirme a la tentación de abrazarlo.

No puedo liarme con este tío ni de coña.

Me dio un suave beso en la sien, que luego prolongó hasta la parte superior de mi mejilla. Habría podido considerar eso como un gesto muy recatado… si no hubiera sido porque apresó mis labios en los suyos por última vez, mientras me besaba casi a la desesperada.

Por Dios, este surfista sí que sabe cómo usar la boca.

Esta vez fui yo quien se apartó, jadeando mientras lo empujaba para que se alejara de mí. Mantuve la mirada clavada en el suelo cuando le abrí la puerta y señalé hacia la calle.

—Espero que te hayas podido quitar esto de la cabeza. Buenas noches, Cooper —dije.

—Buenas noches, Willow. Ya nos veremos mañana a primera hora. Muy tempranito.

—Estaré esperando ese momento con ganas —contesté de la manera más seca posible, a la vez que deseaba que me bajaran las pulsaciones y dejar de sentir esa sensación tan exasperante entre las piernas.

Mientras se acercaba a un Jeep Wrangler bastante nuevo, me quedé mirándolo durante demasiado tiempo. Nuestras miradas se cruzaron una vez más antes de que se marchara y me obsequiara con una media sonrisa. Volví a entrar en la casa, resignándome a pasar una noche en soledad con toda esa mierda tan saludable que Kevin había enviado a la casa.

Esa noche, al menos, Cooper, por primera vez, me había llamado Willow sin burlarse de mí. Eso tenía que ser una buena señal.