Unos golpes en la puerta de la habitación me despertaron sobresaltada, sacándome de mi sueño intermitente. Por un momento me quedé quieta, con los ojos entrecerrados a causa de la luz del sol que iluminaba la cama. En Colinas Serenas, había compartido una habitación sin ventanas con otras chicas, que iban y venían continuamente; la última había sido la hija de un rockero que solo había estado ingresada ocho semanas. Durante seis meses, eché de menos despertarme con la luz del sol. Esa luz que disipa la oscuridad, al menos por un ratito.
La puerta retumbó de nuevo y esta vez oí que una voz amortiguada gritaba mi nombre. Gruñí, me di la vuelta, salí de la cama tambaleándome y crucé medio arrastrándome la alfombra de cachemira. Tras agitar los brazos y las piernas para desentumecerme, me incliné hacia delante y eché un vistazo por la mirilla.
Kevin estaba en el pasillo. Tenía las manos en los bolsillos y se mordía un labio impacientemente. Yo sabía mejor que nadie que mi representante se pasaba más tiempo tratando conmigo que con la mayoría del resto de sus clientes, pero aun así se me hacía un nudo en la garganta siempre que él de alguna manera daba a entender que yo era de ese tipo de clientes. Ese que es un incordio y no quiere cooperar, a pesar de todo lo que él había hecho por mí.
Claro que no todos los esfuerzos ni sugerencias de Kevin tenían el resultado que él esperaba.
Respirando hondo para hacer bajar el dolor que me ardía desde el pecho a las entrañas, abrí la puerta de golpe. Kevin entró y pasó junto a mí con una carpeta bajo el brazo y arrastrando una bolsa de viaje con ruedas. Cerré la puerta y conté hasta diez para calmarme, para no decir nada de lo que luego pudiera arrepentirme, ya que cuando se trataba de Kevin y mis padres era lo que solía suceder.
Me volví para encararme con él con una sonrisa sarcástica dibujada en la cara.
—Buenos días a ti también —le saludé, a la vez que me llevaba una mano al pecho y pegaba la espalda a la pared.
Kevin dejó la bolsa justo en el centro de la cama y empezó a hablar:
—Supongo que… —En cuanto alzó la vista hacia mí y me vio, dejó la frase a medias—. ¿Va todo bien, Willow?
Para que no notara lo mucho que me dolía que se mostrara sorprendido por encontrarme todavía «limpia», puse los ojos en blanco de manera melodramática y me aparté de la pared impulsándome con la planta del pie.
—No tengo por qué estar siempre colocada.
Pero me encantaría estarlo, añadí mentalmente, a la vez que notaba cómo me ruborizaba humillada. Y, encima, no me han devuelto ninguna llamada. Me dejé caer sobre el borde de la cama y encogí los dedos de los pies sobre la alfombra.
Mi representante sacudió la cabeza en señal de aprobación.
—La sobriedad te sienta muy bien.
Preferí no responderle y opté por darles unos golpecitos a las cremalleras plateadas de la bolsa de viaje con la punta del pulgar. Ambas se movieron adelante y atrás, tintineando al golpearse una contra otra.
—¿Para qué es esto?
—Tiff quería que tuvieras algo de ropa para llevar. También se ha ocupado de todo lo demás que vas a necesitar. Ya lo han enviado a la casa de alquiler que tendrás en Honolulú.
—Tiene gracia. Mi madre puede llamarte a ti, pero no puede dejarme siquiera un mensaje en el buzón de voz para decirme que se alegra de que haya acabado la rehabilitación. —Se me quebró la voz al pronunciar esas últimas palabras.
—Tienen problemas con el móvil y no les llegan todas las llamadas.
Era una excusa de mierda, sobre todo para alguien como Kevin, que era capaz de inventarse cualquier mentira sin descomponerse; pero decidí pasar de todo. Él se habría mantenido en sus trece y yo habría terminado mosqueándome. Era demasiado pronto como para empezar con nuestra rutina habitual de encontronazos.
—¿Y qué hay de…? —comencé a decir.
—Ya te han adelantado veinte mil dólares de los doscientos cincuenta mil que te pagarán cuando la película esté acabada —contestó, mientras se acercaba al sillón para sentarse—. Aunque, claro, a eso hay que restar mi porcentaje, así que te quedan…
—Diecisiete mil —le interrumpí. Llevaba tanto tiempo restando un quince por ciento a mis ganancias que era capaz de hacer el cálculo mentalmente de manera automática—. ¿Y ya está ingresado en mi cuenta?
Kevin negó con la cabeza.
—No, pero lo estará a finales de esta semana.
Mi corazón dio un breve salto de alegría y mi cuerpo volvió a la vida con un estremecimiento. Todo iría mucho mejor en cuanto estuviera en Hawái con el surfista. Con ese surfista tan sexy y completamente hostil. Tragué saliva con dificultad, esperaba que ese punto de atracción que había sentido el día anterior por él cuando lo había tocado no fuera nada.
No podía permitir que él se convirtiera en un obstáculo.
—Puedo ver cómo estás rumiando algo en esa cabecita tuya en estos instantes. No hagas ninguna estupidez que pueda echar a perder tu vida —me aconsejó Kevin, sacándome así bruscamente de mis pensamientos. Había un cierto toque de compasión en su voz que encajaba a la perfección con lo que se reflejaba en sus ojos grises. Hacía años que me miraba así, pero ese día, como estaba tan lúcida (tan sobria), esa mirada me molestaba muchísimo. Me resultaba imposible no recordar con precisión la advertencia que Kevin me había hecho tres años atrás: «No eres lo bastante responsable como para hacer esto, Willow. Como vuelvas a tomar una decisión equivocada, echarás tu vida por la borda».
Y no sé cómo, a pesar de haber escuchado su consejo, era justo lo que había hecho.
—«Tan hermosa cuando se hunde y tan destrozada cuando emerge» —susurré muy bajito, al recordar un poema que había leído mientras estaba en rehabilitación. Kevin alzó una ceja, pero yo negué con la cabeza—. ¿A qué hora sale mi vuelo?
Me mostró una carpeta y, como no me levanté de inmediato a cogerla, la agitó en el aire. Gruñendo, me acerqué a él a regañadientes y la cogí. Eché un vistazo a lo que había dentro mientras regresaba a la cama. Se trataba de unos papeles con información sobre los servicios que tendría que prestar a la comunidad en Hawái y la agente de la condicional ante la que tendría que responder, así como la dirección de un entrenador personal. Incluso en mis momentos de mayor delgadez (a finales del año pasado, cuando no comía porque se me olvidaba hacerlo), siempre he estado muy lejos del concepto que tiene Hollywood sobre qué es estar «delgada».
Yo soy alta y tengo una copa C de sujetador y las caderas anchas.
—Quieren asegurarse de que baje este culazo que tengo. A ver si lo adivino…, esa es una cláusula del contrato definitivo —comenté. Kevin lanzó un gemido ahogado y gutural—. No hace falta que me mientas también al respecto. Llevamos mucho tiempo juntos en este negocio.
Por suerte, Kevin optó por mantener la boca cerrada. Eché una ojeada a la información sobre el entrenador personal y llegué hasta el último documento de la carpeta. Estudié el billete con detenimiento, en silencio. En menos de cuatro horas, iba a despegar de LAX, el aeropuerto internacional de Los Ángeles, y no había preparado nada. En ese instante, como si le acabara de dar pie para intervenir, me rugió el estómago.
Kevin señaló la maleta.
—Voy a pagar mientras te vistes, ¿vale?
—Gracias —murmuré, mientras observaba cómo salía de la habitación silenciosamente.
Me duché y vestí con rapidez; escogí unos shorts vaqueros diminutos que me apretaban los muslos, una camiseta sin mangas blanca que me marcaba mucho los pechos y una camisa de franela muy amplia. Mientras me peinaba el pelo enmarañado y mojado con el cepillo que había encontrado en el bolsillo delantero de la bolsa de viaje, logré calzarme unas zapatillas negras Chuck Taylor de tobillo alto. Después, durante un largo rato, estuve delante del espejo del baño observando mi reflejo. Llevaba las mismas pintas que antes de entrar en rehabilitación, excepto esa gorra de béisbol que tanto asqueaba a mi madre, pero ya no daba un aspecto tan dejado.
Ahora, me sentía como si me estuviera esforzando demasiado por ser la misma de siempre.
—Haz de tripas corazón —le susurré a esa chica pálida y demacrada del espejo, que parecía tener unos ojos verdes demasiado grandes para su rostro—. Todo irá a mejor muy pronto.
A continuación, cogí la bolsa de la cama del hotel, dejé la habitación y fui a buscar a Kevin.
Le propuse a Kevin que fuéramos a comer al Junction y aceptó al instante. No estaba segura de si lo hacía solo por tenerme contenta o porque se moría de ganas de librarse de mí. Ese día conducía él, un deportivo metalizado, un elegante Audi que no recordaba haber visto antes. No pude evitar sentirme un poco celosa cuando me abrió la puerta delantera, ya que yo había perdido el carné de conducir hacía más de un año, poco antes de cumplir los diecinueve. Y no parecía que fuera a recuperarlo en un futuro inmediato.
Después de almorzar, quizá con demasiada rapidez, Kevin y yo fuimos a su oficina para firmar todo el papeleo. Un tipo gigantesco apareció cuando íbamos ya por la mitad de los documentos. Miré hacia la puerta de la oficina y, en cuanto comprobé que estaba hablando con el asistente de Kevin, supe que era un guardaespaldas que habían contratado para protegerme. Era mi nueva niñera. Kevin se dio cuenta de que estaba observando, así que le hizo una seña para que entrara.
—Willow, el estudio ha contratado a este chico para que espante a esos fans tan dementes que tienes, ya sabes —me explicó Kevin.
Lo cual era una manera de referirse a los «malévolos paparazzi».
—Soy Tom Miller. Pero todo el mundo me llama Miller —dijo aquel tipo.
Alcé la vista y mascullé un «hola».
Miller me sacaba al menos quince centímetros de altura, era barbilampiño, llevaba el pelo rapado y tenía la piel tan naranja como la de los personajes principales de esos programas tan rallantes sobre gente de la costa este; probablemente trastornado por los esteroides, tenía ese tipo de hombros que Jessica siempre había llamado «de oso». Supuse que debía de tener veintitantos años, pero nunca se sabe con los yonquis del gimnasio.
—Soy Willow —acerté a decir al fin, casi esperando que me respondiera lo mismo que ese listillo de Cooper, lo de que «todo el mundo conoce a Willow Avery». No lo hizo, y me alegré de que no fuera un gilipuertas integral.
Después de firmar todo el papeleo, Kevin me soltó el típico rollo de «pórtate bien» y, acto seguido, obligó a su asistente a que se presentara «voluntario» para llevarnos a Miller y a mí al aeropuerto. Durante todo el trayecto hasta LAX permanecimos callados y, en cuanto estuve a solas con Miller, me sentí bastante intimidada. A pesar de que ya debería haberme acostumbrado a que contrataran a gente que no conocía para protegerme y a que los flashes de los paparazzi me deslumbraran, tener que sentarme al lado de un desconocido que me doblaba en tamaño me resultaba desconcertante. Y eso siempre iba a ser así.
Mientras aguardábamos en silencio en la terminal, hojeé una vieja revista de moda que alguien se había dejado en el aeropuerto, mientras intentaba hacer todo lo posible por pasar inadvertida. A Miller le sonó el móvil y cogió la llamada, recitó una serie de números y letras y colgó en treinta segundos. Lo observé con curiosidad.
—Era mi hermana pequeña. —Miller se encogió de hombros con timidez—. Le he tenido que dar mi contraseña del banco.
Entonces sonrió, mostrando que tenía ambas paletas ligeramente separadas. Me quité un gran peso de encima al verle esa expresión tan relajada. Lo más seguro era que no se pegara a mí como una lapa en cuanto llegáramos a Hawái, siempre que siguiera recibiendo su paga puntualmente.
Bueno, uno menos del que preocuparse, pensé. De repente, la imagen de Cooper apareció en mi mente. Pero aún queda el otro. Dios, ese capullo arrogante…
—Ten cuidado, Wills, pensar demasiado puede ser peligroso —comentó alguien que se encontraba a pocos metros de distancia. Alguien que hablaba con ese suave y sensual acento en el que se mezclaban de manera encantadora lo británico y lo sureño. Di un grito ahogado de asombro y se me tensaron todos los músculos del cuerpo.
Hablando del rey de Roma…
Mi nuevo guardaespaldas, que se hallaba muy alerta, se levantó de inmediato del asiento, pero le agarré del brazo a la vez que le indicaba que no con la cabeza.
—Es…, viene con nosotros —mascullé antes de volverme de lado en el asiento para poder ver mejor a Cooper.
Se encontraba a solo unos metros y llevaba una bolsa de viaje negra de lona sobre el hombro. Seguro de sí mismo y relajado, vestía una camiseta negra que resaltaba su tonificado y alto cuerpo, y unos vaqueros deshilachados. Estaba sonriendo, y esa sonrisa era capaz de hacer que se te parara el corazón y se te cayeran las medias. Me debatía entre darle un mojicón en la boca o besarle hasta que se nos durmieran los labios para poder quitarme de encima esa maldita tensión sexual de una vez.
Solo para probarlo antes de decidir si tenía que huir de la realidad o no.
Hundí los dedos en el arrugado dobladillo de mi camisa de franela. No… No necesitaba huir de nada, salvo de mis malos hábitos. Solo tenía que cumplir con mi trabajo y seguir con mi vida. Podía tener todo ese caos que tanto ansiaba en mi vida sin necesidad de jodérmela.
Cooper esperó a que una pareja muy ruidosa que no paraba de meterse mano pasara entre nosotros para acercarse. Se detuvo justo al lado de mi asiento. Cabreada, elevé los ojos hacia él.
—Podrías intentar no ser tan capullo —le dije. Él se pasó la lengua por los dientes y yo me sentí como si me hubieran clavado algo afilado en el pecho, entre las costillas.
Dios, ¿por qué todos los macizos son unos gilipollas integrales?
—¿Y por qué? Me gustas cuando te alteras —replicó Cooper, guiñándome un ojo. Deslizó una mano por la parte superior del alto respaldo de mi asiento y, en cuanto me rozó la espalda, entre ambos omoplatos, temblé—. Así resultas más humana, mucho más… —Su voz quedó en suspenso, como si no pudiera dar con la palabra adecuada para describirme.
En ese momento, necesitaba que la dijera. Quería saber qué pensaba realmente de mí.
—¿Mucho más qué?
Inclinó la cabeza a un lado, para escrutarme de arriba abajo. Sentado a mi lado, Miller dio un resoplido, pero no dijo nada. Al final, Cooper se inclinó hacia mí y me susurró al oído:
—Más guapa.
Desde que tengo uso de razón he sido actriz, una mentirosa capaz de disimular sus emociones, y, aun así, esas palabras prendieron unas llamas dentro de mí que me recorrieron de los pies a la cabeza. Mientras se disponía a sentarse delante de Miller y de mí y dejaba caer su bolsa de lona sobre el suelo de resina, me eché la bronca a mí misma mentalmente por haber reaccionado una vez más de un modo tan visceral ante Cooper.
Es un anormal. Pero es tu entrenador. Para el puto carro, tonta del culo, antes de que te vuelvas a meter en un lío.
Así que decidí centrarme en la parte negativa de lo que había dicho.
—Me alegra saber que para ti no soy del todo humana —afirmé con un gélido tono de voz.
Cooper dejó de sonreír y me miró como si quisiera disculparse.
—Quizá he escogido mal las palabras. Quería decir que no pareces tan… artificial.
Dejé escapar un leve gruñido gutural. ¿De dónde había sacado Dickson a este tío? Entrecerré los ojos hasta que solo fueron dos estrechas ranuras, me incliné hacia delante y apoyé los brazos sobre mis muslos al aire.
—Quizá no deberías decir ni una sola palabra más, y punto —sugerí.
Se atusó su pelo rubio y lacio.
—Oh, Wills…
—Me llamo Willow —repliqué con los dientes muy apretados. Él sonrió con suficiencia.
—Estoy bastante seguro de que leí en Wikipedia que tu nombre real es Brittany —contestó, y me sentí muy avergonzada. La única persona que me había llamado en toda mi vida por mi verdadero nombre había sido el tío que me había dejado hecha polvo hace tres años. Cooper no pareció darse cuenta de la cara que yo había puesto, ya que me preguntó con tono sincero—: Bueno, Wills, ¿por qué no empezamos de nuevo con mejor pie?
—Como quieras.
Se inclinó aún más sobre su asiento y me tendió la mano.
—Soy Cooper Taylor. Soy escorpio. Me encantan las mujeres, dar largos paseos por la playa y, según mi compañero de cuarto, uso champú de chicas. Ah, y normalmente odio a toda la gente de la industria del cine porque son unos completos gilipollas. Creo que se puede decir que soy tu Pai Mei.
Aunque ese era otro insulto a mi profesión, por alguna razón, esta vez, el tono burlón con el que había hablado logró hacerme sonreír. Tal vez se debiera a la falta de sueño. O al hecho de que hubiera citado a un personaje de Kill Bill, una película que podría ver todos los días sin aburrirme jamás. Le estreché la mano.
—Willow Avery. Actriz, de signo cáncer, y, según mis asesores, a un solo paso de convertirme en estrella del porno.
En cuanto esas palabras brotaron de mis labios, me di cuenta de que había cometido un gran error. Bajé la vista hacia una cicatriz que tengo en la rodilla derecha, pero aun así pude sentir la mirada inquisitiva de Miller clavada en el perfil de mi cara y la mirada inescrutable de Cooper dirigida a la parte superior de mi cabeza. Cooper se aclaró la garganta y yo me preparé para recibir el cruel comentario que me había buscado.
Tragué saliva; por mucho que me repitiera constantemente que no me importaba lo que la gente pensara de mí, sabía que no era así. La decisión que había tomado hacía unos cuantos años era una clara prueba de ello.
—He visto tus películas —dijo Cooper con suavidad. Aflojó el apretón de mi mano y me miró de un modo muy descarado cuando alcé la cabeza—. Supongo que se puede decir que me gusta conocer bien a mis clientes.
Se había tomado la molestia de buscar mi verdadero nombre en IMDb y de ver mis películas; yo diría que era el monitor de surf más concienzudo y desconcertantemente sexy que jamás había existido.
—Y la conclusión que has sacado es que soy un tanto… ¿inhumana? —pregunté sin rodeos.
Me acarició con el pulgar la zona comprendida entre el índice y el dedo gordo y tuve que tomar aire con fuerza.
—No, que tienes un talento demencial. Iluminas la pantalla con tu sola presencia, Wills.
En cuanto vi el flash, retiré la mano. Ambos giramos la cabeza hacia el fotógrafo. Miller ya estaba de pie delante de mí, con los brazos cruzados. Me incliné para mirar más allá de su cuerpo, esperando ver a un paparazzo, pero lo que me encontré fue a una cría de unos doce o trece años que iba acompañada de sus padres. Oí los berridos de un bebé y bajé la vista hasta un cochecito cubierto que empujaba el padre. Por un segundo me quedé lívida, de los pies a la cabeza, pero enseguida recuperé la compostura y centré mi atención en la niña. Daba saltitos muy emocionada y le dijo algo a su padre, quien me miró pidiendo disculpas mientras la chiquilla se abalanzaba sobre mí como un rayo.
Miller miró hacia atrás y me preguntó:
—¿Vas a hacerle caso?
Asentí, a pesar de que un súbito dolor en el estómago me indicaba que no debía hacerlo. Miller se apartó a un lado.
—¡Oh, Dios mío, me encantó Insomne! —exclamó. Su voz se entremezclaba con los berridos del bebé, lo cual hizo que quisiera taparme los oídos. Como no respondí inmediatamente, la cría retrocedió unos pasos—. Espera, eres Willow Avery, ¿no?
Como si me hubieran dado la señal, una sonrisa muy tensa se dibujó en mi rostro. Tragué saliva con fuerza para poder contener las náuseas.
—¡Sí! Me alegra saber que te encantó Insomne; nunca me lo he pasado tan bien en un rodaje como en esa película. ¿Cómo te llamas?
A pesar de que hablé con un tono de voz dulce y animado, por dentro…, muy dentro, estaba convulsionada. Hablé de una manera mecánica, artificial, justo como Cooper me había descrito hacía menos de diez minutos.
—Lizzie —dijo la chiquilla, que sostenía y agitaba en alto un móvil fino y ancho—. ¿Puedo…?
A escasos metros, el bebé berreó una y otra vez.
Respondí rápidamente, quizá con demasiada alegría:
—¡Claro, encantada!
Aunque estaba mirando directamente a Lizzie, pude ver cómo Cooper fruncía los labios en señal de desaprobación. Decidí ignorarlo. Iba a ignorarlos tanto a él como al bebé e iba a acabar con esto enseguida. Le quité el móvil a Lizzie apresuradamente y se lo pasé a Miller, quien lo cogió con su gigantesca mano. Entonces, le lancé una mirada suplicante.
—¿Puedes sacarnos una foto? —le rogué. Para que puedan largarse de una vez, por favor, ¿vale?
Miller asintió con brusquedad. Se colocó junto a Cooper, que seguía sentado, y sostuvo el móvil delante de él. Lizzie me rodeó los hombros con uno de sus delgados brazos y sonrió de oreja a oreja.
—Cómo mola —dijo, sonriendo orgullosa a sus padres.
A pesar de que me sentía muy confusa debido a la conversación que acababa de tener con Cooper unos instantes antes, me pregunté qué pensarían. Si se sentirían decepcionados porque su hija idolatrara a alguien como yo.
Lizzie se volvió hacia mí.
—¿Qué decimos mientras nos saca la foto? —me preguntó.
—¿Por qué no decís Insomne? —sugirió Cooper con tono tenso.
—Sí, Insomne —murmuré.
Miller tuvo que hacer varios intentos (como tenía unos dedos gigantescos, o bien estos acababan saliendo en la foto, o bien no paraba de salirse de la aplicación de la cámara), pero al final logró sacar unas cuantas fotos decentes. Luego, me senté en el borde de mi asiento mientras Lizzie hablaba muy emocionada sobre mis películas durante unos cuantos minutos más. Después, por fin se fue, tarareando alegremente, con sus padres y el bebé a remolque.
Suspiré aliviada en cuanto nos llamaron para embarcar. Cooper pasó junto a mí y comentó evitando mi mirada:
—Bonita manera de tratar a tus fans, Wills.
Pronunció esas palabras con un tono duro e indescifrable.
No tuve los huevos ni el ánimo para contarle a Cooper que estar tan cerca de la familia de Lizzie me había matado.
Que me había hecho recordar todo aquello a lo que había renunciado tres años antes.