Capítulo 1

15 de junio

El chófer que mi representante había contratado para ese día pisó el freno a fondo, de modo que el todoterreno chirrió al detenerse a solo unos cuantos centímetros de un autobús naranja de la compañía Metro. Detrás de nuestro Mercedes alguien hizo sonar con fuerza un claxon, que estuvo atronando durante lo que parecieron unos cinco minutos. Recibí con agrado ese bocinazo; era algo distinto al silencio insoportable que había reinado en mi vida los últimos seis meses. A Kevin, mi representante, no le gustó tanto. Estaba junto a mí, en el asiento de atrás, y se giró para sacarle el dedo, a pesar de que ese tío no podía verlo a través del cristal tintado.

—A ese puto idiota deberían ponerle una multa. Por lo visto, es demasiado estúpido como para darse cuenta de que estamos en un atasco —masculló Kevin. Entonces, miró hacia arriba con sus ojos grises y suspiró—. Hay cosas que nunca cambian, ¿verdad?

Eché la cabeza hacia atrás, la apoyé en el reposacabezas de cuero beis, ladeándola para que el aire acondicionado me diera directamente en la cara, y miré por la ventanilla. A nuestro lado, una pareja, montada sobre una motocicleta Ducati de color rojo manzana, esperaba a que el tráfico arrancara. La mujer se agarraba fuertemente a la cintura del hombre con ambos brazos, al mismo tiempo que le acariciaba, con la punta de los dedos, los vaqueros a la altura de la entrepierna. El tío tenía dibujada una enorme sonrisa de idiota en la cara. Si no hubiera sido porque había un poli justo delante de ellos, ya se habrían puesto en pelota picada.

—No. —Solté aire con fuerza—. Nunca cambian. Es una locura.

Y esa locura era lo que más me gustaba de Hollywood. De alguna manera durante los ciento ochenta días que había pasado en Colinas Serenas me había olvidado del ajetreo que reina en este sitio, todo un hervidero de actividad, incluso a las diez de la mañana, cuando la mayoría de la gente aún se está levantando de la cama. Todo lo contrario a lo que acababa de vivir en rehabilitación.

En Colinas Serenas todo era paz, todo terapia, todo «enfrentarme a mis demonios personales para poder salvarme a mí misma».

Lo había llegado a odiar, pero hacía una hora mis seis meses habían acabado. La libertad nunca me había sentado tan bien. Esta vez, no pensaba renunciar a ella tan fácilmente. Esta vez, iba a ser lo bastante lista como para contenerme y colocarme lo justo para olvidar, pero no hasta el punto de ignorar por completo la realidad.

Rápidamente, alejé ese pensamiento de mi mente, avergonzada. No, esta vez…, esta vez sería distinto.

Nunca jamás iba a volver a rehabilitación.

—Soy capaz de controlarme —dije moviendo los labios sin emitir ningún sonido, y aparté la mirada de esa feliz parejita exhibicionista. Sonreí a Kevin con dulzura a la vez que peinaba con los dedos mi larga melena de color chocolate—. Me estás llevando al hotel, ¿no? —pregunté.

Me moría de ganas de volver a sumergirme en todo ese caos y ruido. Me moría de ganas de huir del silencio. Pero sabía que ese momento no llegaría hasta que me hubiera librado de Kevin y el chófer, quien, según mi representante, también era mi guardaespaldas personal temporalmente, ya que el anterior había dimitido el año pasado.

Sorprendido, Kevin separó sus finos labios y se quedó boquiabierto. Me miró fijamente como si yo fuera idiota. Mis manos se paralizaron, enredadas en unos rizos rebeldes. Me mordí las mejillas mientras Kevin se acariciaba pensativo el labio inferior. No me gustaba que hiciera eso, porque solía ser señal de que me iba a dar una mala noticia. Como si me fuera a decir que la razón por la que mis padres no habían pasado a recogerme era que me estaban esperando en el juzgado.

Por lo visto, asumir la custodia de tu hijo ya adulto era lo que se llevaba ahora.

Estirando el cuello por la solapa de su polo amarillo fluorescente, Kevin dejó de frotarse el labio para decir:

—Tienes que almorzar con James Dickson dentro de tres cuartos de hora. Tu padre me dijo que tu madre te había escrito…

Mis padres me habían escrito hablando sobre denuncias, juicios y más demandas, y en Semana Santa me habían enviado una postal con la imagen de un conejo sonriente muy siniestro. Ni una sola vez habían mencionado que fuera a comer con un productor de cine el mismo día que saliera de rehabilitación. Todo esto era tan típico de ellos que no me sorprendió lo más mínimo, pero sí me cabreó. Y me dolió.

—Cancela la reunión —le ordené a Kevin a la vez que señalaba su iPhone, que se encontraba entre los dos en un posavasos de cuero.

Agachó levemente la cabeza mientras la movía de un lado a otro, de modo que pude ver un claro ahí en medio. Diez años antes, cuando aceptó ser mi representante, tenía una gran melena cobriza, pero ahora llevaba el pelo muy corto.

—Eso no sería muy inteligente —replicó Kevin sin rodeos.

—Pero si acabo de salir.

—Hay gente que ha vuelto a trabajar mucho antes, Willow.

—La última vez volví al trabajo así de rápido y mira lo que pasó —repliqué.

En esa ocasión, se había tratado de una comedia de situación que los críticos juzgaron muy duramente y que el resto del mundo puso a caldo. No hay nada como leer sobre lo insulsa que es tu interpretación, sobre lo bajo que has caído. Según una de esas sarcásticas webs de cotilleo: «Sus ojos verdes son tan planos y carentes de vida como los de una muñeca de porcelana, o aún peor, como los de una participante de un concurso de belleza».

Entonces fue cuando recaí.

—Mi madre me escribió para contarme que me habíais reservado una habitación en un hotel hasta que pudiera alquilar otro piso —afirmé con calma.

Deslizándose por el asiento de cuero hasta que nuestros cuerpos se tocaron, Kevin me advirtió en voz baja:

—Estás prácticamente en la ruina. Así que si quieres poder seguir pagando esos hoteles de lujo será mejor que te reúnas con Dickson. —Justo cuando iba a ponerle en su sitio, desvió la mirada hacia el chófer, que mantenía los ojos clavados en el atasco que teníamos delante, y susurró—: Todos te tienen en la lista negra. Como dejes plantado a Dickson, ya puedes despedirte de cualquier trabajo de actriz para este año, a menos que estés dispuesta a desnudarte en pantalla y dejar que te la metan por todos lados.

—No seas tan asqueroso —repliqué en voz baja, a la vez que me apartaba de Kevin. Me agarré con fuerza al borde del asiento de cuero y centré mi atención en el dobladillo del vestido ajustado color block que me había traído. Había cogido unos cinco kilos durante mi estancia en Colinas Serenas, y me faltaba poco para parecer una salchicha embutida en un envoltorio rosa, blanco y marrón, pero me gustaba ese conjunto veraniego. Aun así, debería haberme dado cuenta de que pasaba algo raro en cuanto el terapeuta de rehabilitación me trajo una bolsa de la tienda de lujo Neiman Marcus repleta de ropa para llevar a casa que todavía tenía la etiqueta del precio colgando.

Algo como que me habían concertado una reunión con un productor.

Por mucho que me fastidiara admitirlo, Kevin tenía razón. En ese momento, solo tenía dos opciones para seguir actuando: o Dickson o el sexo. Aunque no me preocupaba si volvían a ofrecerme un papel o no, lo cierto era que estaba en bancarrota. Y actuando se ganaba dinero rápida y fácilmente. Además, sabía que mis padres no estaban dispuestos a darme el dinero que habían ganado gracias a mí a lo largo de los años, ni tampoco el que yo había ganado antes de cumplir dieciocho, hacía ya casi dos años. No iba a recibir nada de eso hasta que cumpliera veintiuno…, dentro de trece meses.

Respiré hondo.

—¿Sabes qué papel quiere ofrecerme?

No podía ser para ningún proyecto importante. Nadie en su sano juicio iba a ofrecerme un papel estelar. A finales del año pasado, justo antes de que ingresara en Colinas Serenas, había dejado colgado un proyecto basado en un libro de género fantástico que era un superventas.

No llegué a leerlo, pero por el centro de rehabilitación había pasado un ejemplar de mano en mano. Algunas de las chicas me ignoraron durante días cuando se enteraron de que yo había sido la culpable de que se hubiera retrasado ese rodaje.

Kevin se rascó el mentón y ladeó la cabeza.

—Tu padre me dijo que te habían enviado el guion.

No dudaba de que mi padre le hubiera dicho eso. Volví a girar la cabeza hacia la ventanilla, dirigí la mirada hacia esos dos adictos al exhibicionismo y volví a peinarme con los dedos, aunque esta vez con tanta fuerza que me hice daño en el cuero cabelludo.

—Pues no es verdad —contesté.

—Con esa actitud, no me extraña que nadie quiera contratarte.

—Que te jodan, Kevin —murmuré. Pero en cuanto apoyé la frente sobre el frío cristal, reflexioné sobre lo que me acababa de decir mi representante. Mi actitud no tenía nada que ver con el hecho de que me hubieran ofrecido muy pocos papeles en los últimos años, aunque sí era cierto que estaba a punto de entrar en todas las listas negras. En ese instante apreté los dientes, decepcionada conmigo misma por lo que estaba a punto de hacer—. Vale, iré —añadí.

Kevin ya estaba suspirando de alivio cuando la primera sílaba cruzó mis labios.

Llegamos al Junction, uno de mis restaurantes favoritos, diez minutos tarde. La recepcionista nos acompañó a Kevin y a mí a un reservado cuadrado situado junto a un enorme botellero de vinos. Dickson ya estaba ahí, sentado al lado de un tipo de pelo rubio, que iba despeinado y tenía agachada la cabeza, concentrado en el menú.

Quizá fuera su nuevo asistente.

No, eso no podía ser. James Dickson siempre insistía en que sus empleados se vistieran de manera profesional para acudir a las reuniones de negocios, sobre todo sus asistentes. Ese tipo que estaba junto a él llevaba una camiseta Hollister de un color verde lima desvaído que le marcaba los bíceps y el pecho; tenía ese aspecto esbelto y musculoso que siempre me ha hecho perder la respiración.

A lo mejor era el hijo de Dickson. Pero descarté esa idea casi tan rápidamente como la anterior. Para empezar, estaba bastante segura de que James Dickson no tenía hijos y vuelvo a insistir en que era demasiado profesional como para llevar a uno de sus hijos a una reunión.

Así que ¿quién demonios era ese tío? Entorné los ojos y los clavé en su cabeza, esperando que alzara la vista para poder mirarle bien; pero no se movió.

El menú del Junction no podía ser tan interesante, maldita sea.

Dickson se puso en pie, sonrió de oreja a oreja y me agarró de los hombros para darme un amistoso apretón.

—Willow, cómo me alegro de volver a verte —dijo sinceramente, a la vez que la recepcionista colocaba un par de menús más sobre la mesa. Antes de irse, nos indicó en voz baja que nuestro camarero vendría enseguida.

—Lo mismo digo —le contesté a Dickson, devolviéndole la sonrisa—. De veras.

Entonces, por el rabillo del ojo, vi un fogonazo; un smartphone. Ni pestañeé, pero sentí esa familiar sacudida por dentro que había aprendido a controlar hace años. Lo único que no había echado de menos mientras estaba encerrada en rehabilitación eran los flashes, pero había cosas que nunca cambiaban. Esa foto acabaría apareciendo en las webs de cotilleos antes de que hubiera acabado de almorzar.

Lo que no hay que ponerse

Willow Avery tras la rehabilitación

Cinco kilos más y sumando mientras come como una cerda en el Junction

El mundo devoraría con avidez mi caída en desgracia, paladearía cada bocado de la misma, y eso era algo que yo no podía evitar.

Me aparté de Dickson y me metí en el reservado. Kevin me siguió, sonriendo como un gato satisfecho.

—No has cambiado nada —afirmó Dickson al sentarse en su silla. En cuanto capté bien sus palabras, tuve que esforzarme para no estremecerme, para que la derrota no asomara en mis ojos verdes. Porque estaba mintiendo.

Claro que había cambiado.

Y no solo porque ahora tuviera unas diminutas patas de gallo y unas cicatrices finas y blanquecinas en el pliegue interior del codo del brazo izquierdo (del par de intentos de fuga de hace más de un año).

Habían pasado más de cinco años desde la última vez que había trabajado con Dickson. Había interpretado a la protagonista en una versión moderna de la Bella Durmiente, donde no aparecían esas espeluznantes hadas. Por aquel entonces, yo hacía saltar las taquillas y lo único que quería era actuar.

Pero ahora…

—Ya no hago globos con el chicle —repliqué con un tono de voz muy agudo que hizo que Dickson se riera entre dientes. Me obligué a reírme con él. El invierno que rodamos Insomne, se pasó todo el rato dándome la vara con que no debía mascar chicle durante las escenas. En ese instante, el tipo sentado junto a Dickson gruñó exasperado y volví a centrar mi atención en él.

Dickson abrió los ojos, como si acabara de recordar que no estábamos solos, y dijo:

—Oh, qué maleducado soy. Kevin, ya conoces a Cooper, ¿verdad?

Kevin asintió con esa cabeza cubierta de un cada vez más escaso cabello rojo.

—Sí, lo conocí la semana pasada, en la reunión con Tiff y Jason —respondió, al mismo tiempo que me miraba como si quisiera disculparse.

Mis padres y mi agente se habían reunido ya con Dickson, lo cual quería decir que Kevin me había mentido en el Mercedes cuando le había preguntado sobre esta comida de negocios. Le pellizqué por debajo de la mesa en la parte interior del muslo. Aunque hizo un gesto de dolor, no dejó de sonreír de ese modo tan ruin.

Qué asqueroso.

—Willow, te presento a Cooper —dijo Dickson, mientras señalaba a ese tipo rubio—. Cooper…

Cooper siguió con la mirada clavada en el menú.

—Todo el mundo sabe quién es Willow Avery —le interrumpió, con un tono de voz muy bajo plagado de sarcasmo.

Caramba, menudo acento tenía.

Era deliciosamente sexy. De repente, quería escucharle hablar más, para poder ubicarlo.

—Soy Cooper Taylor —dijo.

Era australiano. Sí, sin duda alguna.

Me tendió la mano y, por fin, alzó la vista para mirarme. A pesar de que se había burlado de mí unos segundos antes, sus ojos me hipnotizaron al instante. Eran azules (los ojos más azules que jamás había visto) y estaban enmarcados en unas pestañas tan negras como el hollín y en un rostro muy atractivo en el sentido más clásico del término.

Le estreché la mano y tomé aire con fuerza en cuanto nuestras palmas entraron en contacto y nuestra piel se unió. Ambos dirigimos la mirada a nuestras manos y mi pulso se aceleró de cero a cien en menos de un par de segundos. Cuando abrí la boca para hablar sin soltar su mano, él la retiró. Ladeó la cabeza y me deslumbró con unos dientes blancos y perfectos.

—Soy Willow Avery —dije tontamente.

—Sí, eso ya lo sabía. Me alegro de conocerte.

—Cooper es monitor de surf —me explicó Dickson, con un tono de voz que hizo que me sintiera como una niña de siete años.

Arqueé una ceja para intentar simular indiferencia y repetí:

—¿Monitor de surf?

Metí las manos entre las rodillas, con la esperanza de que, gracias a esa presión, me olvidaría de lo que me había hecho sentir Cooper al tocarme. Pero no fue así y noté que tenía su ardiente mirada clavada en mi cara de perfil.

Esto me pasa solo porque acabo de salir de rehabilitación, me dije a mí misma. Sí, esa es la razón por la que me siento tan atraída por él.

—Sí, es un monitor de surf condenadamente bueno —contestó Dickson.

—Uno de los mejores —apostilló mi representante.

Me coloqué un mechón de mi oscura melena detrás de la oreja y detuve mi mano ahí para acariciarme el lóbulo.

—Y supongo que el hecho de que esté aquí tiene que ver con la preparación de algún papel, ¿verdad?

Dickson esbozó una enorme sonrisa.

—Siempre te ha gustado ir al grano, ¿eh? Pues sí. Estamos en fase de preproducción y, a finales de mes, empezaremos a rodar en Hawái.

—¿Es una peli sobre surf? —pregunté.

—Preferimos considerarlo un… —Dickson alzó las manos para dibujar en el aire unas comillas— drama playero. En realidad, es una versión actual de una peli muy popular de finales de los ochenta.

A pesar de que Cooper carraspeó a su lado, Dickson hizo como que no le había oído.

—¿Cuál? —inquirí.

Mareas. Fue la peli que lanzó la carrera de Hilary Norton. Yo fui el encargado de producción de la versión original.

Había visto unas cuantas películas de Hilary Norton, pero esa, en particular, no; aunque nunca se lo habría reconocido a Dickson.

—¿Y yo quién voy a ser? ¿Una secundaria que surfea? —le pregunté mientras me frotaba la nuca. Kevin lanzó un torpe gruñido a mi lado, en un intento de que cerrara mi puñetera boca. Yo le lancé entonces una mirada como diciendo: «Ándate con ojo». Dickson ni se enteró de ese intercambio, pero el surfista sí, ya que frunció el ceño y los labios al mismo tiempo.

—No. La protagonista, cielo —contestó Dickson. Esa respuesta me dejó sin respiración. Además, no tuve la oportunidad de responder de inmediato porque llegó el camarero para tomar nota. Aturdida, pedí una ensalada picada y agua, y acaricié con la yema de los dedos el contorno del tenedor mientras los demás pedían. A la única persona a la que presté atención fue a Cooper, quien pidió una Coca-Cola y una hamburguesa.

Me rugió el estómago y, de repente, deseé haber pedido lo mismo. La comida en rehabilitación había sido una porquería.

—Y empezaríamos a rodar a finales de este mismo mes, ¿no? —pregunté, mientras hacía cálculos mentalmente. Aún tendría libres unos doce o tal vez trece días, así que me daría tiempo a ver a mis amigos antes de ir a Hawái. Con suerte, Kevin podría negociar un adelanto que podría gastarme alegremente a lo largo de esos días.

—Bueno, sí, pero tendrías que ir a Hawái mañana por la noche —respondió Dickson.

Me quedé boquiabierta. Mi mirada pasó de él a mi agente, y de Kevin al surfista.

—Es que… tengo otras obligaciones —mascullé, enfatizando sobre todo las últimas palabras. Esas obligaciones eran los servicios a la comunidad que supuestamente tenía que empezar a prestar inmediatamente después de salir de Colinas Serenas. Cincuenta horas en total, lo cual me llevaría unos cuatro o cinco días si me aplicaba.

Kevin hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Ya me he ocupado de eso. Tus padres han encargado a tu abogado que presente una propuesta al juez para que puedas realizar esos servicios a la comunidad en Honolulú.

Furiosa, apreté con fuerza la servilleta que tenía sobre el regazo. Clay, mi abogado, había tenido tiempo de sobra para presentar esa petición, pero no para responder a mis cartas sobre cierta demanda en cierto asunto que yo había presentado hacía ya casi tres años. Además, mis padres también habían podido hacer un hueco en su apretada agenda para acudir a ciertas reuniones en mi nombre, pero no para pasar a recogerme esa mañana.

Era increíble.

—Me parece que ya lo tenéis todo planeado —afirmé.

Cooper resopló.

—Sí, todo, hasta que vas a limpiar las pintadas de los bancos de los parques cuando no estés conmigo —replicó en voz baja. Por alguna razón, esa pulla sonó mucho más cruel al venir de él, pronunciada con ese acento tan suave. Clavé mi mirada en él e hice todo lo posible por mantener una sonrisa forzada. Se puso rojo al intentar aguantarse la risa.

¿Y ese tío era el que me iba a preparar para mi papel? Pero si era incapaz de comer sin reírse de mí.

—Vale ya —le advertí. Entonces, me dirigí a Dickson—: ¿Va a comportarse así mientras me esté entrenando?

—Claro que no, solo quiere hacerse el gracioso —contestó Dickson, intentando así calmarme. A continuación, adoptó un tono muy serio—: Eres la única que puede hacer este papel, de verdad.

Esas palabras eran justo lo que toda actriz quiere oír, incluso las más reacias a volver al trabajo. James Dickson era un tipo justo; cuando hicimos Insomne todo había ido como la seda. Y lo más importante de todo: estaba arruinada. Mi agente tenía razón, necesitaba ese papel.

—Puedo dejar en vuestras manos los detalles de la negociación, ¿no? —inquirí. La pregunta iba dirigida a Dickson y Kevin, pero, por alguna razón, yo tenía la mirada clavada en el surfista. No me gustaba nada su sonrisa desdeñosa. Era muy perturbadora e intensa, y me hacía sentirme muy vulnerable.

Y este va a ser mi preparador.

—Ya estamos en ello —me aseguró Dickson.

Dejé de mirar a Cooper y clavé los ojos en mi nuevo productor. Intenté centrarme en todo lo que iba a ganar con este trabajo y no pensar en ese gilipollas en potencia con el que iba a tener que trabajar todos los días codo con codo.

No obstante, Cooper seguía ahí, como un borrón bronceado de alucinantes ojos azules en mi visión periférica.

—De acuerdo. Acepto —dije con voz temblorosa. Acto seguido, Dickson y yo nos dimos la mano.

Luego, esa misma tarde, después de que hubiéramos acabado de almorzar y Kevin me dejara en el mejor hotel que podía permitirme para pasar la noche, decidí investigar en Google sobre la nueva película de Dickson. No necesité más de dos clics para descubrir que cierta joven promesa de la pantalla (del tipo estudios Disney) había abandonado el proyecto recientemente por algunos problemas de agenda. Contemplé fijamente la pantalla hasta que la foto de esa chica y la de al lado, en la que salía Dickson, se convirtieron en un borrón difuso. Entonces, llamé a Jessica, una de mis mejores amigas, pero me respondió su buzón de voz.

—Jess, soy yo. Ya me han soltado, así que llámame cuando puedas —dije. Después, sin mucha suerte, intenté contactar con todo el mundo que conocía, incluso con mis padres. Saltó el buzón de voz y respondió la voz de mi madre, con su tono de presentadora del telediario:

—Has llamado a Tiffany y Jason Avery. Estamos de vacaciones en París, pero te devolveremos la llamada en cuanto…

Frustrada, apreté el botón de colgar y arrojé el teléfono sobre la mesilla de noche situada junto a la cama de la habitación del hotel. Así que mis padres estaban de vacaciones. Encendí la tele, zapeé y me quedé viendo la reposición de un reality de la MTV mientras esperaba a que alguno de mis amigos me devolviera la llamada.

Pero cuando pocos minutos después de medianoche me dormí, hecha un ovillo, mientras pensaba en unos ojos azules y en un mar azul infinito, el móvil no había vibrado ni una sola vez.

—Mejor así —me dije, mientras me abrazaba a mí misma. Si Jessica me hubiera llamado, habría salido…, me habría colocado. No podía volver a hacerlo. Necesitaba una vía de escape distinta.

Pero pronunciar esas palabras, pensar en esas cosas, no logró que el fuerte dolor que sentía en el pecho menguara.

Soñé —o más bien tuve pesadillas— con unas mantas suaves y azules.

Me desperté varias veces a lo largo de la noche, deseando algo más azul (las Roxies, esas pastillas de oxicodona que habían sido mi vía de escape favorita) para aplacar ese dolor. Volví a dormirme entre sollozos, odiándome por ser tan débil.