Entran MASHA y VERSCHININ. Mientras estos conversan, la doncella enciende la lámpara y las velas.
MASHA.— No sé, no sé… ¡Claro que la costumbre hace mucho…! Por ejemplo, cuando murió nuestro padre tardamos mucho tiempo en acostumbrarnos a la falta de asistente… Pero, aparte de la costumbre, se me figura que hablo también por espíritu de justicia… Quizá en otros sitios no sea igual, pero en nuestra ciudad, las personas más honradas, más nobles y más educadas son los militares…
VERSCHININ.— Tengo sed. Bebería con gusto un poco de té.
MASHA.— (Mirando al reloj). Estarán para servirlo… ¡Cuando me casaron, a los dieciocho años, tenía miedo a mi marido, que ya era entonces profesor, mientras yo apenas había terminado el curso…! ¡Me parecía terriblemente sabio, inteligente e importante! ¡Ahora es distinto…, desgraciadamente!
VERSCHININ.— Sí… Sí…
MASHA.— ¡No me refiero a mi marido —ya me he acostumbrado a él—, pero lo cierto es que entre los civiles hay tanta gente áspera, desatada y mal educada…! ¡La aspereza me ofende, me ataca los nervios, y el ver que una persona no es lo debidamente fina, suave y amable, me hace sufrir…! ¡Cuando tengo que alternar con los demás profesores, compañeros de mi marido, sencillamente: sufro!
VERSCHININ.— ¡Pues a mí me parece que el elemento civil y el militar ofrecen el mismo interés…, por lo menos en esta ciudad…! ¡Son iguales…! ¡Oyendo hablar a un intelectual de aquí —sea civil o sea militar—, la conclusión que se saca es la misma: que es un mártir de su mujer, de su casa, de su hacienda y de sus caballos…! Pero, dígame, por favor…, ¿por qué el hombre ruso —al que la altura de miras es en sumo grado propiano coge de la vida más que lo que está abajo?… ¿Por qué?
MASHA.— ¿Por qué?
VERSCHININ.— ¿Por qué ha de ser él un mártir de su mujer y de sus hijos, y no su mujer y sus hijos mártires suyos?
MASHA.— Hoy está usted un poco de mal humor.
VERSCHININ.— ¡Tal vez…! ¡Quizá porque no he almorzado! Desde la mañana estoy sin tomar nada. Tengo a una hija algo malucha, y cuando alguna de mis niñas cae enferma, la inquietud se apodera de mí y la conciencia me atormenta por haberles dado una madre semejante… ¡Si la hubiera usted visto hoy…! ¡Qué criatura tan nula…! ¡A las siete de la mañana empezamos a reñir y a las nueve salí dando un portazo! ()Pausa). Jamás hablo de esto, y es singular que sea solo con usted con quien me lamente. (Besándole la mano). ¡No se enfade conmigo…! ¡Fuera de usted no tengo a nadie! ()Pausa).
MASHA.— ¡Qué ruido hace la chimenea…! ¡Poco antes de morir nuestro padre hacía el mismo…! ¡Exactamente el mismo!
VERSCHININ.— ¿Tiene usted prejuicios?
MASHA.— Sí.
VERSCHININ.— ¡Qué raro! (Besándole la mano). ¡Es usted una mujer maravillosa! ¡Encantadora! ¡A pesar de esta oscuridad, veo brillar sus ojos!
MASHA.— (Cambiando de silla). Aquí está más claro.
VERSCHININ.— ¡La quiero! ¡La quiero…! ¡Quiero a sus ojos! ¡A sus movimientos…! ¡Maravillosa, encantadora mujer!
MASHA.— (Con risa sosegada). Cuando le oído hablar así, no sé por qué me entran ganas de reír, aunque me dé miedo. ¡No vuelva a repetir nada de eso! ¡Se lo ruego! (Bajando la voz). Por más que…, siga… Me da igual… (Esconde el rostro entre las manos). Viene gente. Hábleme de alguna otra cosa.