Entra ANDREI.
OLGA.— Mi hermano, Andrei Sergeevich.
VERSCHININ.— (Presentándose). ¡Verschinin!
ANDREI.— (Presentándose). ¡Prosorov!
(Enjugándose el sudor del rostro). ¿Aquí al mando de la batería?
OLGA.— ¡Figúrate que Alexander Ignatievich es de Moscú…!
ANDREI.— ¿Sí?… Pues que sea en buen hora… Mis hermanas, desde este momento, ya no le dejarán en paz.
VERSCHININ.— Ya he tenido tiempo de aburrirlas.
IRINA.— ¡Mire el marquito de retrato que me ha regalado hoy Andrei! (Mostrándole el marquito). ¡Está hecho por él mismo!
VERSCHININ.— (Contemplándolo sin saber qué decir). Sí… Es…
IRINA.— ¡Y aquel otro de encima del piano, también lo hizo él! (ANDREI, con un gesto de impaciencia, se aparta del grupo).
OLGA.— ¡Tenemos en él a todo un sabio…! ¡Toca el violín y talla infinidad de cositas! ¡En una palabra: lo domina todo…! ¡Andrei! ¡No te vayas…! ¡Ha tomado la costumbre de marcharse! ¡Ven acá!
(MASHA e IRINA, entre risas y cogiéndole por los brazos, le obligan a volver).
MASHA.— ¡Ven! ¡Ven!
ANDREI.— ¡Dejadme, por favor!
MASHA.— ¡Tiene gracia! ¿No llamaban en tiempos a Alexander Ignatievich «el Mayor enamorado» y no se enfadaba en absoluto?
VERSCHININ.— En absoluto.
MASHA.— ¡Pues yo quiero llamarte a ti «el violinista enamorado»!
IRINA.— ¡O «el profesor enamorado»!
OLGA.— ¡Porque Andriuschka está enamorado…! ¡Está enamorado!
IRINA.— (Aplaudiendo). ¡Bravo! ¡Bravo…! ¡Bis…! ¡Andriuschka está enamorado!
CHEBUTIKIN.— (Acercándose a ANDREI por la espalda y cogiéndole con ambas manos por el talle). «¡Solo para el amor fuimos creados por la Naturaleza!». (Ríe, siempre sin separarse del periódico).
ANDREI.— ¡Bueno…, basta, basta…! (Enjugándose el rostro). No he pegado los ojos en toda la noche, y no me encuentro ahora en caja… Me puse a leer hasta las cuatro; después me eché, pero no conseguí nada… Pensando en esto y en lo otro, llegó el amanecer, y la alcoba se me llenó de sol… Quiero este verano, mientras estoy aquí, traducir un libro del inglés.
VERSCHININ.— ¿Lee usted inglés?
ANDREI.— Sí; nuestro padre, que en paz descanse, nos martirizaba con la educación… Resulta cómico y tonto, pero hay que reconocer que desde que murió empecé a engordar… ¡Engordé en un año, como engorda el que le quitan de encima un gran peso…! Gracias a nuestro padre, mis hermanas y yo sabemos francés, inglés, alemán…, e IRINA italiano…; pero…, ¡qué no nos costaría!
MASHA.— ¡En una ciudad como ésta, poseer tres idiomas es un lujo inútil…! ¡Ni un lujo siquiera! ¡Un aditamento sobrante…! ¡Tenemos muchos conocimientos superfluos!
VERSCHININ.— ¡Vamos…! ¡Conque tienen ustedes muchos conocimientos superfluos! ¡A mí, en cambio, se me figura que no puede existir ciudad, por aburrida y triste que sea, en la que no resulte necesaria la persona inteligente e instruida…! ¡Admitamos que entre los cien mil habitantes de esta ciudad, desde luego atrasada, solo haya tres que se les asemejen…! ¡Naturalmente, serán ustedes incapaces de dominar a la masa oscura que les rodea…! ¡Poco a poco, en el curso de la vida, se verán ustedes obligados a ceder, a perderse en la muchedumbre de las cien mil personas…! ¡La vida les ahogará; pero su existencia, sin embargo, no habrá pasado sin dejar rastro…! ¡Después de ustedes…, iguales a ustedes…, habrá primero seis, luego doce, y así sucesivamente hasta que sea la gente como ustedes la que constituya la mayoría…! ¡Dentro de doscientos o trescientos años, la vida será indescriptiblemente maravillosa! ¡Ésa es la vida que el hombre necesita, y si actualmente no la tiene, ha de presentirla, esperarla, soñar con ella, prepararse para ella…! ¡Por eso, tiene que saber más y ver más de lo que supieron y vieron su padre y su abuelo…! (Riendo). ¡Y usted lamentándose y llamando superfluos a sus conocimientos!
MASHA.— (Quitándose el sombrero). Me quedo a almorzar.
IRINA.— (Con un suspiro). ¡La verdad es que deberíamos tomar nota de todo esto! (ANDREI ha dejado, sin ser visto, la estancia).
TUSENBACH.— ¿Dice usted que la vida, al cabo de muchos años, será maravillosa? ¡Cierto…, cierto que, para intervenir ahora en ella, aunque solo sea de lejos, hay que prepararse…, que trabajar…!
VERSCHININ.— (Levantándose). ¡Desde luego…! Pero ¡cuántas flores hay aquí! (Mirando a su alrededor). ¡Tienen ustedes un piso magnífico! ¡Las envidio…! ¡Yo he rodado toda mi vida por esos pisitos amueblados con dos sillas y un diván, en los que las estufas hacen humo…! ¡Lo que me faltó siempre en la vida es precisamente estas flores…!
(Frotándose las manos). ¡En fin, qué se le va a hacer!
TUSENBACH.— ¡Sí…! ¡Es menester trabajar…! ¡Seguro que está usted pensando: «al alemán éste te he conmovido…»; pero le doy mi palabra de honor de que soy ruso y de que ni siquiera hablo alemán! ¡Mi padre es ortodoxo! ()Pausa).
VERSCHININ.— (Dando algunas vueltas por el escenario). ¡Con frecuencia se me ocurre pensar en si sería posible empezar otra vida y, además, vivirla de un modo consciente…! ¡La vida ya vivida sería el borrador, y la nueva, el llamado «escrito en limpio»…! ¡Todos, entonces, creo yo, pondríamos nuestros mayores afanes en no repetirnos a nosotros mismos…! ¡Yo, por lo menos, daría un nuevo ambiente a mi vida! ¡Me instalaría en un piso como éste…, con flores y mucha luz…! Tengo una mujer y dos hijas… Hay que decir que mi mujer está enferma, etcétera… Si tuviera que volver a vivir, no me casaría…