IV

Entra CHEBUTIKIN, seguido de un soldado cargado con un «samovar» de plata. Se oyen exclamaciones de asombro y desaprobación.

OLGA.— (Cubriéndose el rostro con las manos). ¡Un «samovar»…! ¡Es terrible! (Entrando en el salón, se dirige a la mesa).

IRINA.— ¡Iván Romanich! ¡Querido…! ¿Qué hace usted?

TUSENBACH.— ¿No se lo había dicho?

MASHA.— ¡Iván Romanich! ¡No tiene usted vergüenza…! ¡Sencillamente, no la tiene usted!

CHEBUTIKIN.— ¡Queridas mías…! ¡Son ustedes lo único que tengo…! ¡Lo más precioso para mí en este mundo…! ¡Pronto cumpliré los sesenta! ¡Soy un viejo! ¡Un solitario! ¡Un viejo inútil…! ¡No hay nada bueno en mí salvo este amor que les tengo, y, si no fuera por ustedes, hace tiempo que no estaría ya en el mundo! (A IRINA). ¡Mi nenita querida…! ¡La conozco desde el día que nació! ¡La llevé en mis brazos! ¡Tuve gran cariño a su difunta madre!

IRINA.— Pero ¿por qué hacer unos regalos tan caros?

CHEBUTIKIN.— (Entre lágrimas, pero enfadado). ¡Regalos caros…! ¡Vaya una cosa…! (Al Asistente). ¡Llévate allí el samovar! (Remedándola). ¡Regalos caros…! (El Asistente transporta el samovar al salón).

ANFISA.— (Entrando en la sala). ¡Queridas…! Ahí está un coronel que no conozco. Ya se ha quitado el abrigo, nenitas, y viene hacia acá. ¡Arinuschka…! ¡Sé amable…! ¡Sé cariñosa! (Saliendo). ¡Hace tiempo que ya es hora de almorzar…! ¡Dios mío…!

TUSENBACH.— Verschinin, seguramente.

(Entra VERSCHININ). ¡El teniente coronel Verschinin!

VERSCHININ.— (A MASHA y a IRINA). Tengo el honor de presentarme… Verschinin… ¡Cuánto, cuánto me alegro de verme, por fin, en su casa…! ¡Ay, ay…, qué cambiadas están…!

IRINA.— ¡Siéntese, por favor…! ¡También nosotras le vemos con mucho gusto!

VERSCHININ.— (En tono jovial). ¡Qué contento estoy! ¡Pero son ustedes tres…, las hermanas…! Yo recuerdo a tres niñas. De sus caras no me acordaba, pero sí de que su padre, el coronel Prosorov, tenía tres niñas pequeñas. Esto lo recuerdo perfectamente, porque las vi con mis propios ojos… ¡Cómo pasa el tiempo!

TUSENBACH.— Alexander Ignatievich es de Moscú.

IRINA.— ¿De Moscú?… ¿Es usted de Moscú?…

VERSCHININ.— De allí soy, en efecto. Su difunto padre era allá jefe de batería cuando yo estaba de oficial en la misma brigada. (A MASHA). Me parece recordar un poco su cara.

MASHA.— Pues yo a usted no le recuerdo.

IRINA.— ¡Olga! ¡Olga…! (Alzando la voz y dirigiendo su llamada al salón). ¡Ven acá, Olga! (OLGA entra en la sala). ¡Resulta que el teniente coronel VERSCHININ es de Moscú!

VERSCHININ.— ¿Entonces…, ésta es OLGA Sergueevna, la mayor, usted es María. Y usted, Irina, la pequeña?…

OLGA.— ¿Conque es usted de Moscú?

VERSCHININ.— Sí… En Moscú estudié y en Moscú entré en el servicio, residiendo allí bastante tiempo… Luego me dieron el mando de esta batería y aquí me vine, como ven ustedes… En realidad, las recordaba poco… Solo que eran tres hermanas… Su padre, en cambio, se quedó grabado en mi memoria, y si ahora, por ejemplo, cierro los ojos, sigo viendole como cuando estaba en vida… Solía visitarles en Moscú…

OLGA.— ¡Y yo que creía que me acordaba de todo el mundo, resulta que…!

VERSCHININ.— Mi nombre es Alexander Ignatievich.

IRINA.— ¡Conque de Moscú, Alexander Ignatievich! ¡Qué sorpresa!

OLGA.— Nosotras tenemos intención de trasladarnos allí.

IRINA.— Esperamos estar allí ya para el otoño… Es nuestra ciudad… En la que nacimos… En la calle Staraia Basmannaia… (Ambas ríen de contento).

MASHA.— ¡Cuando menos lo esperábamos, encontramos un paisano! (En tono vivo). ¡Ahora empiezo a acordarme…! ¿Recuerdas, Olga, a uno que llamaban en casa «el Mayor enamorado»?… ¡El teniente entonces era usted! ¡Estaba usted enamorado de alguien, y todos, no sé por qué, por hacerle sin duda rabiar, le llamaban «Mayor»!

VERSCHININ.— ¡Eso, eso…! ¡El «Mayor enamorado»…! ¡Eso!

MASHA.— ¡No tenía usted más que bigote…! ¡Oh, como ha envejecido! (Saltándosele las lágrimas). ¡Cómo ha envejecido!

VERSCHININ.— ¡Sí…! ¡Cuando me llamaban «el Mayor enamorado» era joven y estaba, en efecto, enamorado…! ¡Qué diferente es ahora todo!

OLGA.— ¡Pero si no tiene usted ni una cana! ¡Está usted envejecido, pero todavía no es viejo!

VERSCHININ.— ¡Sin embargo, tengo ya cuarenta y dos años…! ¿Hace mucho que dejaron ustedes Moscú?

IRINA.— ¡Once años…! Bueno; pero ¿por qué lloras, MASHA?… ¡Qué tonta! (Entre lágrimas). ¡A mí también me estás haciendo llorar!

MASHA.— ¡No es nada…! ¿En qué calle vivía usted?

VERSCHININ.— En la Staraia Basmannaia.

OLGA.— Como nosotras…

VERSCHININ.— En tiempo, viví en la calle Nemetzkaia… Recuerdo que, para ir de la calle Nemetzkaia a los cuarteles Krasnie, tenía que pasar por un sombrío puente bajo el que se oía el chapoteo del agua… ¡A un solitario le dará tristeza atravesarlo…! (Pausa). ¡Aquí, en cambio, el río es tan ancho, tan caudaloso…! ¡Es un río maravilloso!

OLGA.— Sí, pero hace frío… Hace frío y hay mosquitos.

VERSCHININ.— ¡No digan…! ¡El clima es aquí tan sano…! ¡Tan bueno…! ¡Bosque, río y hasta abedules…! ¡Simpáticos y tímidos abedules…! ¡Son los árboles que más quiero…! ¡Qué hermoso es vivir aquí! ¡Lo que sí se extraña es que esté la estación, nadie sabe por qué, a una distancia de veinte verstas!

SOLIONII.— Pues yo sí sé por qué. (Todos le miran). Porque si la estación estuviera cerca, no estaría lejos, y si está lejos, es porque no está cerca… (Se hace un silencio incómodo).

TUSENBACH.— ¡Qué bromista es usted, Vassili Vassillevich…!

OLGA.— ¡Yo también le recuerdo ahora…! ¡Le recuerdo, sí!

VERSCHININ.— Conocí también a su madre.

CHEBUTIKIN.— ¡Qué buena era! ¡En paz descanse!

IRINA.— Mamá está enterrada en Moscú.

OLGA.— En el monasterio Novo-Dyevitchy…

MASHA.— ¡Figúrese que ya empieza a olvidárseme su cara…! ¡Lo mismo nos olvidarán a nosotros!

VERSCHININ.— Si… Nos olvidarán. ¡Ése es nuestro sino, contra el que nada se puede…! ¡Lo que ahora nos parece serio, significativo, de gran importancia…, llegará el día en que lo olvidemos o se nos antoje poco importante…! ¡Es interesante, en realidad…! En el momento actual no podemos saber qué, con el tiempo, llegará a tenerse por importante y qué por lastimoso y ridículo. ¿Acaso el descubrimiento de Copérnico o el de Colón no fueron considerados, en sus principios, como fútiles y risibles, mientras cualquier majadería que escribiera un chiflado era tenida por una verdad?… ¡Puede que esta vida actual nuestra, que ahora nos satisface, llegue un día a resultar extraña, incómoda, necia, y no solo insuficientemente pura, sino hasta pecaminosa…!

TUSENBACH.— ¡Quién sabe…! ¡Quizá, por el contrario, se la califique de superior y se la recuerde con respeto! ¡Ahora no hay martirios, ni ejecuciones, ni invasiones…! ¡Cuántos sufrimientos quedan, sin embargo!

SOLIONII.— (Con voz chillona). «¡Pitas! ¡Pitas! ¡Pitas!»… ¡El barón prefiere la filosofía a la comida!

TUSENBACH.— ¡Vassili Vassillevich! ¡Le ruego que me deje en paz! ¡Resulta ya cargante! (Cambia de sitio).

SOLIONII.— (Con voz chillona). «¡Pitas! ¡Pitas! ¡Pitas!»…

TUSENBACH.— (A VERSCHININ). Los sufrimientos que ahora apreciamos…, ¡y son tantos…!, nos hablan, sin embargo, de un cierto grado de altura moral, alcanzado ya por la sociedad…

CHEBUTIKIN.— ¡Dice usted, barón, que un día llamarán «alta» a nuestra vida…, pero no será por sus gentes…! (Poniéndose en pie). ¡Miren que bajito soy! ¡Será por consolarme por lo que lleguen a llamarla alta…! (De detrás del escenario llega el sonido de un violín).

MASHA.— Es Andrei, nuestro hermano, el que toca…

IRINA.— ¡Es todo un sabio…! ¡Desde luego llegará a profesor…! Papá era militar, pero su hijo escogió una carrera científica.

MASHA.— Conforme al deseo de papá.

OLGA.— Hoy le hemos estado haciendo rabiar. Parece ser que anda algo enamorado…

IRINA.— De una señorita de la localidad. Luego vendrá, seguramente.

MASHA.— ¡Ay…, pero cómo se viste…! ¡Aunque no lleve cosas feas o pasadas de moda…, sencillamente da lástima…! ¡Suele ponerse una falda rarísima, amarillo fuerte, adornada con un fleco de lo más vulgar, y acompañada de una blusa roja! ¡Y sus mejillas resultan tan fregadas…! ¡Andrei no está enamorado! ¡No puedo admitir siquiera la idea…! ¡Es, sencillamente, porque nos quiere hacer rabiar, por lo que hace esas tonterías…! Ayer oí decir que ella se casaba con Protopopov, el presidente de la Diputación… ¡Ojalá fuera así! (Volviendo la cabeza hacia la puerta inmediata). ¡Andrei! ¡Ven acá! ¡Solo un momento, querido!