Entra NATASCHA.
NATASCHA.— (A la DONCELLA). ¿Cómo?… ¡Pues con Sofochka se quedará Protopopov Mijail Ivanich, y a Bobik que le pasee Andrei Sergeevich…! ¡Cuánto quehacer dan los niños…! (A IRINA). ¡Irina…! ¡Qué pena que te vayas mañana…! ¡Si al menos te quedarás una semana…! ¡Quédate un poco más! (Lanza un grito al mirar a KULIGUIN, que se quita, riendo, los bigotes y la barba). ¡Ay…! ¡Qué susto me ha dado usted…! (A IRINA). Me había acostumbrado mucho a tu compañía… ¿Crees que va a serme fácil el que nos separemos?… Haré que Andrei se traslade a tu habitación con su violín ¡que lo rasque allí!—, y en la suya pondremos a Sofochka. ¡Qué preciosidad de criatura! ¡Qué nenita más encantadora…! Hoy, mirándome con sus ojitos, dijo: «¡Mamá!»…
KULIGUIN.— ¡La verdad es que es una maravilla de criatura…!
NATASCHA.— Conque, entonces…, ¿ya mañana me quedo aquí sola? (Suspira). Lo primero que voy a hacer es mandar que quiten esa alameda de abetos…, luego estos álamos. ¡Resultan tan feos al anochecer! (A IRINA). ¡Querida…! ¡No te está nada bien ese cinturón! ¡Es de mal gusto! ¡Tendrías que ponerte algo clarito…! ¡Después, aquí, por todas partes, mandaré plantar florecitas y florecitas, y habrá un olor…! (En tono severo). ¿Qué hace ahí ese tenedor, tirado en ese banco? (A la DONCELLA, entrando en la casa). ¿Por qué, pregunto yo, está ese tenedor en ese banco? (Con un grito). ¡Calle!
KULIGUIN.— Ya está armándola. (Se oyen los compases de una marcha militar).
OLGA.— ¡Se van!