I

CHEBUTIKIN, de un perfecto humor, que no le abandona en todo el transcurso del acto, sentado en un sillón del jardín, espera que se le llame. Lleva gorra y bastón. IRINA, KULIGUIN y TUSENBACH éste con una condecoración colgada al cuello y sin bigote despiden, desde la terraza, a FEDOTIK y RODE, que bajan los peldaños de la escalinata. Ambos oficiales visten uniforme de campaña.

TUSENBACH.— (Cambiando un abrazo con FEDOTIK). ¡Es usted una gran persona…! ¡Siempre nos hemos llevado bien! (Cambiando otro abrazo con RODE). ¡Una vez más…, adiós, querido!

IRINA.— ¡Hasta la vista!

FEDOTIK.— ¡Hasta la vista, no…! ¡Adiós…! ¡No hemos de volver a vernos!

KULIGUIN.— Eso ¡quién lo sabe! (Sonriendo, a tiempo que se enjuga los ojos). ¡Vaya! ¡Yo también estoy llorando!

IRINA.— ¡Ya volveremos a encontrarnos alguna vez!

FEDOTIK.— ¿Cuándo? ¿Dentro de diez o de quince años?… ¡Ya no nos reconoceremos entonces…! ¡Nos saludaremos con la mayor frialdad! (Sacándole una fotografía). ¡Quieta…! ¡Otra, como última!

RODE.— (Abrazando a TUSENBACH). ¡Ya no nos veremos más! (Besando la mano de IRINA). ¡Gracias por todo!

FEDOTIK.— (Enojado). ¡Espera!

TUSENBACH.— ¡Si Dios quiere, volveremos a vernos…! ¡Escríbannos! ¡No dejen de escribirnos!

RODE.— (Paseando la mirada por el jardín). ¡Adiós, árboles! (Lanzando un grito). ¡Gop-gop…! ()Pausa). ¡Adiós, eco!

KULIGUIN.— ¡A saber si se casará usted en Polonia…! Su esposa polaca le dirá al abrazarle: «¡Kojane[12]!». (Ríe).

FEDOTIK.— (Consultando el reloj). Falta menos de una hora. Solionii es el único de la batería que se irá con la barcaza… Los demás vamos formados. Hoy salen tres baterías, mañana otras tres, y la ciudad se quedará tranquila y silenciosa.

TUSENBACH.— Y atrozmente aburrida.

RODE.— Por cierto, ¿dónde está María Sergueevna?

KULIGUIN.— ¿MASHA? Está en el jardín.

FEDOTIK.— Quiero despedirme de ella.

RODE.— Adiós. Hay que marcharse ya. Si no…, me echaré a llorar. (Abraza rápidamente a TUSENBACH y a KULIGUIN y besa la mano de IRINA). ¡La vida aquí fue una maravilla!

FEDOTIK.— (A KULIGUIN). Esto para usted…, como recuerdo. Es una agenda con un lapicito… Nos vamos para el río… (Conforme van andando, vuelven ambos la cabeza).

RODE.— (Con un grito). ¡Gop-gop!

KULIGUIN.— (Con otro grito). ¡Adiós!

(Al llegar al fondo del escenario, FEDOTIK y RODE encuentran a MASHA, de la que se despiden, y que sigue el camino con ellos).

IRINA.— ¡Se fueron! (Va a sentarse en el último peldaño de la escalinata).

CHEBUTIKIN.— Se olvidaron de despedirse de mí.

IRINA.— ¿Por qué no les dijo usted algo?

CHEBUTIKIN.— La verdad es que yo tampoco me di cuenta… ¡Cómo hemos de vernos pronto…! Mañana me marcho yo… Sí… ¡Queda otro día más! Dentro de un año, cuando me den el retiro, volveré y entonces para pasar los últimos años de mi vida junto a ustedes… ¡Ya no me falta más que un año para empezar a cobrar mi pensión…! (Se mete un periódico en el bolsillo y se saca otro). Cuando venga aquí, cambiaré radicalmente de vida… Volveré a ser un hombre quietecito…, buenecito…

IRINA.— Si… Le hace a usted mucha falta cambiar de vida, querido.

CHEBUTIKIN.— En efecto… Comprendo que debe ser así… (Canturreando a media voz). «¡Ta-ra-rá…, bumbia… Sentado estoy!»…

KULIGUIN.— ¡Es usted incorregible, Iván Romanich…! ¡Incorregible…!

CHEBUTIKIN.— ¿Por qué no me toma usted como educando?… ¡Entonces sí que me corregiría…!

IRINA.— ¡Fedor, te has afeitado el bigote…! ¡No puedo verte así…!

KULIGUIN.— ¿Y por qué?

CHEBUTIKIN.— ¡Quisiera poder decirle lo que parece ahora su cara!

KULIGUIN.— ¡Qué se le va a hacer…! ¡La cosa está admitida…! «Modus vivendi»… Nuestro director se afeita el bigote, y yo, desde que soy inspector, me lo afeito también. Yo sé que no le gusta a nadie, pero a mí me da igual… Tan satisfecho me siento con bigote como sin él. (Se sienta. Por el fondo del escenario pasa ANDREI, empujando un cochecito en el que va el niño dormido).

IRINA.— ¡Iván Romanich…! ¡Tengo una preocupación enorme…! ¡Usted, que estaba ayer en el bulevar, cuénteme lo que pasó!

CHEBUTIKIN.— ¿Lo que pasó?… No pasó nada… ¡Tonterías! (Su pone a leer el periódico).

KULIGUIN.— Hablan como de que si Solionii y el barón se hubieran encontrado en el bulevar, junto al teatro…

TUSENBACH.— ¡Deje eso…! ¿Para qué?… (Con aire impaciente, entra en la casa).

KULIGUIN.— Junto al teatro… Parece ser que Solionii empezó a provocar al barón, y éste, no pudiendo contenerse, le dijo algo ofensivo.

CHEBUTIKIN.— Yo no sé nada… ¡Tonterías todo!

KULIGUIN.— Cuentan que una vez, en un seminario, escribió un maestro para una composición la palabra «renyxa[13]» y el alumno la leyó «renyxa», como en latín… ¡Tiene gracia…! Pues sí…, hablan de que si Solionii está enamorado de ti, Irina, y aborrece al barón… ¡Y es natural que esté enamorado…! ¡Irina es una muchacha muy buena…! ¡Hasta se parece a MASHA…! ¡Igual de reflexiva…! ¡Aunque tú, Irina, tienes el carácter más suave, sin que eso quiera decir que el de MASHA no sea también bueno…! ¡Yo la quiero mucho! (Del fondo del jardín llega el grito de «¡Gop-gop!»).

IRINA.— (Estremeciéndose). ¡Hoy todo me asusta…! ()Pausa). Ya tengo dispuestas las cosas, y después de comer mandaré el equipaje… Mañana es mi boda con el barón, y mañana también nuestra partida para la fábrica de ladrillos, y pasado, estaré ya en la escuela, empezando una nueva vida… ¡Quiera Dios ayudarme…! ¡Cuando me dieron el título de maestra, hasta lloré de alegría…! ()Pausa). ¡Ahora vendrán a buscar el equipaje!

KULIGUIN.— Todo eso está bien…, aunque no me parece muy serio… Son solamente ideas carentes de gravedad…, pero, de todos modos, te deseo suerte…

CHEBUTIKIN.— (Emocionado). ¡Mi buena…, mi querida niña…! ¡Qué lejos se fue usted…! ¡Ya no puedo alcanzarla…! ¡Me he quedado atrás, como esos pájaros emigrantes que no pueden volar por viejos…! Pero ¡usted vuele, querida…! ¡Vuele con Dios…! ()Pausa). No debía usted haberse afeitado el bigote, Fedor Ilich.

KULIGUIN.— ¡Bueno, basta ya! (Suspira). ¡Cuando se marchen hoy los militares, todo será otra vez como anteriormente…! ¡Pueden decir lo que quieran, pero MASHA es una mujer muy buena…, muy honrada…! Yo la quiero mucho y estoy agradecido a mi suerte… ¡Nuestro destino es muy diverso…! Aquí, en tiempos, trabajaba un tal Kosiarev… ¡Estudiaba conmigo, pero le echaron en el quinto año, porque nunca fue capaz de comprender lo que era «ut consecutibum[14]»…! Ahora está muy pobre y terriblemente enfermo y, cuando nos encontramos, le digo: «¡Hola, ut consecutibum!»… Eso… dice, «consecutibum»…, y tose. Yo, en cambio, toda mi vida he tenido suerte. Soy feliz, y hasta tengo una «Cruz Stanislav[15]» de segundo grado, y ahora soy quien enseña a los demás este «ut consecutibum». ¡Claro que soy hombre inteligente…! ¡Más inteligente que muchos, aunque la felicidad no dependa de eso! (Se oye interpretar al piano la «Plegaria de una joven»).

IRINA.— ¡Y mañana por la tarde ya no oiré esta «Plegaria de una joven» ni me encontraré con Protopopov…! ()Pausa). ¡Ahí está sentado, en la sala, ese Protopopov…! ¡También hoy ha venido!

KULIGUIN.— ¿Y la directora?… ¿No ha llegado todavía?

IRINA.— No. Han ido a buscarla… ¡Si supieran ustedes lo difícil que resulta vivir aquí sola…, sin Olia…! ¡Cómo es la directora, reside en el colegio, dónde está todo el día ocupada, mientras yo, aquí sola, me aburro, no tengo nada que hacer, y he llegado a tomar odio a mi habitación…! ¡Lo he decidido! ¡Si no es mi destino estar en Moscú, que no lo sea!

¡Quiere decirse que es ese mi destino, y no hay nada que hacer…! ¡Todo es voluntad de Dios…! Lo cierto es que Nikolai Lvovich ha pedido mi mano, que yo lo he pensado y me he decidido… Es un hombre muy bueno… Hasta asombra que lo sea tanto, y me parece, de pronto, que a mi alma le han crecido alas… Estoy más contenta, más ligera, y otra vez con ganas de trabajar… Solo que ayer pasó algo…, algún misterio que se cierne sobre mí…

CHEBUTIKIN.— «Renyxa», «Chepuja».

NATASCHA.— (Desde la ventana). ¡Ya está aquí la directora!

KULIGUIN.— Llega la directora. Vámonos. (Él e IRINA entran en la casa).

CHEBUTIKIN.— (Leyendo el periódico, canturreando a media voz). «Ta-ra-rá… Bumbiá»… «Sentado estoy»… (Acerca su asiento a MASHA. Por el fondo se ve pasar a ANDREI, empujando el cochecillo).

MASHA.— Usted ahí, sentadito…

CHEBUTIKIN.— ¿Y qué?

MASHA.— (Sentándose a su vez). Nada. ()Pausa). ¿Tuvo usted cariño a mi madre?

CHEBUTIKIN.— Mucho.

MASHA.— ¿Y ella a usted?

CHEBUTIKIN.— (Después de una pausa). De eso ya no me acuerdo.

MASHA.— ¿Está aquí «el mío»?… Así solía decir en tiempos María, nuestra cocinera, cuando hablaba de su bombero: «el mío»… ¿El mío —pregunto yo— está aquí?

CHEBUTIKIN.— No ha venido todavía.

MASHA.— Cuando se coge la felicidad a ratitos…, a pedacitos… como yo, y luego se pierde…, poco a poco, se embrutece uno y se va haciendo malo. (Llevándose la mano al pecho). Aquí dentro siento algo bullir… (Contemplando a ANDREI, que avanza, empujando el cochecito). Aquí viene nuestro hermanito Andrei… ¡Todas nuestras esperanzas fueron vanas! ¡Imagínese que miles de gentes hubieran empleado mucho esfuerzo y dinero en levantar una campana, y que ésta, de repente, se cayera y se rompiera…! ¡Pues eso es Andrei!

ANDREI.— ¿Cuándo, por fin, va a haber tranquilidad en esta casa?… ¡Qué ruido!

CHEBUTIKIN.— Pronto va. (Consultando el reloj). Es un reloj antiguo y tiene sonería. (Haciendo funcionar ésta). A la una en punto saldrán la primera, la segunda y la quinta baterías. ()Pausa). Yo…, mañana.

ANDREI.— ¿Se va para siempre?

CHEBUTIKIN.— Eso no lo sé. Puede que vuelva dentro de un año, aunque…, ¡qué diablos…!, ya es igual. (De un punto distante llega el sonido de un arpa y de un violín).

ANDREI.— La ciudad se quedará vacía… Parecerá que le han puesto encima una tapadera. ()Pausa). Ayer, junto al teatro, pasó algo… Todo el mundo habla de ello, pero no sé lo que fue.

CHEBUTIKIN.— ¡Nada…! ¡Tonterías…! Solionii estuvo provocando al barón, éste se acaloró y le ofendió, teniendo, por fin, Solionii que desafiarlo… (Mirando al reloj). Ya es la hora… Me parece que era a la una y media en el campo forestal…, en ese que se ve desde aquí…, al otro lado del río…, donde iba a ser el «pifpaf»… (Riendo). ¡Solionii se figura que es un Lermontov…! ¡Hasta hace versos…! Bromas aparte, éste es ya su tercer duelo.

MASHA.— ¿De quién?

CHEBUTIKIN.— De Solionii.

MASHA.— ¿Y el barón?

CHEBUTIKIN.— ¿Qué barón? ()Pausa).

MASHA.— Se me embrolla todo en la cabeza… Pero ¡no hay que permitírselo…! ¡Puede herir y hasta matar al barón…!

CHEBUTIKIN.— ¡El barón es una excelente persona, pero, barón más o menos…, qué más da…! ¡Que sea lo que sea…! Es igual. (Al otro lado del jardín se oye el grito de «¡gop-gop!»). ¡Espérate, si quieres…! Es Skovortzov, el testigo, el que llama… Está sentado en la barquita. ()Pausa).

ANDREI.— A mi juicio, tomar parte en un duelo, o presenciarlo aunque sea en calidad de médico, es sencillamente inmoral.

CHEBUTIKIN.— Así parece, pero solo lo parece… ¡El mundo está vacío…, nosotros no existimos, y únicamente lo parece…!

MASHA.— ¡Y que se pase usted así el día entero! ¡Habla, habla que te habla…! (Echando a andar). ¡Además, vivir en este clima, en el que a cada momento puede empezar a nevar…, tener que escuchar este género de conversación! (Deteniéndose). No entro en casa. Se me resiste el entrar en ella. Cuando venga Verschinin, avíseme. (Alejándose por la alameda). ¡Ya se marchan los pájaros emigrantes…! (Mirando a lo alto). ¿Son cisnes o gansos?… ¡Oh, queridos…! ¡Felices vosotros! (Sale).

ANDREI.— Nuestra casa se quedará vacía… Los oficiales se marcharán, se marchará usted, mi hermana se casará, y yo me quedaré solo en ella…

CHEBUTIKIN.— Sin embargo…, ¿su mujer?