A través de las columnas, se ve entrar en el salón a TUSENBACH, a CHEBUTIKIN y a SOLIONII.
OLGA.— Hoy no hace ningún frío, se pueden tener las ventanas de par en par y, sin embargo, los abedules no han abierto todavía… Hace once años que nuestro padre recibió el mando de la brigada y que salimos con él de Moscú… Recuerdo perfectamente que en Moscú, por esta época, a primeros de mayo, todo está ya florecido, inundado de sol, y hace un tiempo hermoso… ¡Once años y aún me acuerdo de aquello como si me hubiera ido de allí ayer…! ¡Dios mío…! ¡Cuando me desperté esta mañana había tal cantidad de luz…! ¡Vi la primavera, el alma se me emocionó y deseé ardientemente volver allí…!
CHEBUTIKIN.— ¡Diablos!
TUSENBACH.— ¡Claro que no son más que tonterías!
(MASHA, pensativa y con la cabeza inclinada sobre el libro, silba ligeramente una canción).
OLGA.— No silbes, MASHA… No es bonito. (Pausa). Este ir todos los días al colegio y pasarme luego el tiempo dando lecciones hasta el anochecer, me produce un constante dolor de cabeza y despierta en mí la idea de la vejez… Y, en efecto, en estos cuatro años que llevo trabajando en el colegio siento cómo se me han ido escapando, día a día y gota a gota, las fuerzas y la juventud. ¡Solo una cosa crece y se fortalece dentro de mí: un sueño…!
IRINA.— Sí… Él de marcharse a Moscú…, vender la casa, terminar con todo esto, y… a Moscú.
OLGA.— Sí. A Moscú cuanto antes.
(y TUSENBACH ríen).
IRINA.— Nuestro hermano se hará, seguramente, profesor, y no se quedará a vivir aquí. Lo único que nos retiene es la pobre MASHA.
OLGA.— MASHA vendrá todos los años a Moscú a pasar el verano.
(MASHA silba alegremente una canción).
IRINA.— Si Dios quiere, todo se arreglará. (Fijando la vista en la ventana). ¡Qué buen tiempo hace…! ¡No se por qué tengo hoy en el alma tanta luz…! ¡Esta mañana, al recordar que era el día de mi santo, me dio de pronto una alegría…! Y me acordé de cuando era pequeña y vivía aún mamá… ¡Y qué pensamientos más placenteros los míos!
OLGA.— ¡Hoy estás de un radiante y te me pareces tan extraordinariamente bonita…! También MASHA lo es mucho… ANDREI estaría muy bien si no hubiera engordado tanto…, lo cual no le va. Yo, en cambio, he envejecido y he adelgazado mucho. ¡Seguramente por lo que en el colegio me enfado con las niñas! Hoy, por ejemplo, que estoy libre y en casa, no me duele la cabeza y me siento más joven que ayer… No tengo más que veintiocho años… ¡Claro que todo está bien…! ¡Que todo es voluntad de Dios…!, pero se me figura que si estuviera casada y tuviera que pasarme el día en casa, estaría mejor. (Pausa). Querría a mi marido…
TUSENBACH.— (A SOLIONII). ¡Qué tonterías dice usted! ¡Me aburre escucharle! (Entrando en la sala). Olvidaba decirles que hoy vendrá a hacerles una visita Verschinin, nuestro nuevo jefe de batería. (Se sienta ante el piano).
OLGA.— Muy bien. Encantada.
IRINA.— ¿Es viejo?
TUSENBACH.— No… No mucho. Tendrá, a lo sumo, cuarenta o cuarenta y cinco años. (Empieza a tocar suavemente). Parece simpático, y seguro que no tiene nada de tonto, aunque habla mucho.
IRINA.— ¿Es hombre interesante?
TUSENBACH.— Sí…, no está mal. Tiene mujer, suegra y dos niñas. Hay que decir también que es casado dos veces. Cuando va de visita, en todas partes cuenta que tiene mujer y dos niñas. Aquí lo dirá igualmente… Su mujer es una alocada de larga trenza, que no habla más que de temas superiores, filosofía y, de cuando en cuando, intenta suicidarse, seguramente por fastidiar a su marido… Yo hace mucho tiempo que me hubiera marchado, pero él se lo aguanta y se contenta con lamentarse.
SOLIONII.— (Dejando el salón y entrando en la sala seguido de CHEBUTIKIN). ¡Con una mano no soy capaz de levantar más de «pud[1]» y medio, y con las dos levanto cinco y hasta seis, por lo que llego a la conclusión de que dos hombres no tienen el doble, sino el triple y quizá más, de la fuerza de uno solo…!
CHEBUTIKIN.— (Andando y leyendo el periódico). «Para la caída del pelo, dos gramos de naftalina por media botella de alcohol… Diluir y aplicar diariamente»… (Escribiendo en el libro de apuntes). Tomaremos nota. (A SOLIONII). De manera que, como le iba diciendo, el corchito se mete en la botellita atravesada por un tubito de cristal. Luego coge usted un puñado de alumbre.
IRINA.— ¡Iván Romanich! ¡Querido Iván Romanich!
CHEBUTIKIN.— ¿Qué hay, nenita mía?… ¡Mi alegría!
IRINA.— ¡Dígame! ¿Por qué me siento hoy tan feliz?… ¡Me parece enteramente tener alas y, encima de mi cabeza, un ancho cielo azul por el que pasaran volando grandes pájaros blancos…! ¿Por qué será? ¿Por qué?
CHEBUTIKIN.— (Con ternura, besándole ambas manos). ¡Mi pájaro blanco!
IRINA.— ¡Hoy, cuando me desperté, me levanté y me lavé, me pareció de pronto que todo estaba claro para mí en este mundo! ¡Qué sabía cómo hay que vivir…! ¡Y lo sé, querido Iván Romanich…! ¡El hombre, sea quien sea, tiene que trabajar con el sudor de su frente! ¡En esto solo está el sentido y el fin de su vida, de su felicidad, de sus entusiasmos…! ¡Qué hermoso ser el picapedrero que, apenas amanece, se levanta para picar piedras en la calle…, o el pastor, o el maestro que instruye niños…, o el maquinista del ferrocarril…! ¡Dios mío…! ¡No digo ya ser hombre…! ¡Preferible es ser un buey o un simple caballo y trabajar…, que ser la mujer joven que se levanta a las doce, toma su café en la cama e invierte dos horas vistiéndose…! ¡Oh, qué terrible…! ¡Esa sed de beber que se siente en día de calor, tengo yo de trabajar…! ¡Y si no madrugo y no trabajo, retíreme su amistad, Iván Romanich!
CHEBUTIKIN.— (Con ternura). Se la retiraré, se la retiraré…
OLGA.— Nuestro padre nos acostumbró a levantarnos a las siete… Ahora, IRINA se despierta a esa hora; pero hasta las nueve, por lo menos, se está en la cama pensando en no sé qué… ¡Y con una cara tan seria! (Ríe).
IRINA.— ¡Es que estás acostumbrada a considerarme como una niña, y te resulta raro verme seria…! ¡Tengo ya veinte años!
TUSENBACH.— ¡Esa tristeza del no trabajar…, cómo la comprendo, Dios mío…! ¡Yo no he trabajado nunca en mi vida! ¡Nací en un Petersburgo frío y ocioso…; de una familia que no supo nunca de trabajo ni de privaciones…! ¡Recuerdo que cuando volvía a casa desde mi regimiento, el lacayo me quitaba las botas y yo me ponía a hacer caprichos bajo la mirada de adoración de mi madre, que se asombraba de que los demás no me vieran como ella…! ¡Se me preservaba del trabajo, aunque quizá no consiguieron impedírmelo del todo…! ¡La hora ha llegado de que se cierna sobre nosotros una inmensidad de nubes…, de que se prepare una fuerte y sana tormenta que ya avanza y está próxima y que de un soplo ahuyentará pronto de nuestra sociedad la pereza, la indiferencia, el prejuicio contra el trabajo y el podrido aburrimiento…! ¡Yo trabajaré, y dentro de veinticinco o treinta años trabajarán todos los hombres! ¡Todos!
CHEBUTIKIN.— Yo no trabajaré.
TUSENBACH.— A usted no se le cuenta.
SOLIONII.— ¡Dentro de veinticinco años, ya no estará usted en este mundo, gracias a Dios…! ¡Dentro de dos o tres años le dará, probablemente, un soponcio a la cabeza y se morirá, o yo, ángel mío, en un momento de arrebato, le pegaré un tiro en la frente! (Saca del bolsillo un frasco de perfume y se rocía con él el pecho y las manos).
CHEBUTIKIN.— (Riendo). ¡La verdad es que yo nunca hice nada…! ¡Salí de la universidad y no volví a dar golpe! ¡Ni siquiera a leer un libro! ¡No leo más que el periódico! (Sacando otro del bolsillo). ¡Aquí tengo uno! ¡Por los periódicos me entero de que existió, por ejemplo, un tal Dobrolyubov[2]…!, pero… ¿qué fue lo que escribió?… No lo sé… ¡Solo Dios lo sabrá…! (Se oyen unos golpecitos en el suelo dados en el techo del piso inferior). Aquí está ya. Me llaman abajo. Es alguien que viene a verme. En seguida vuelvo. Espérenme. (Sale apresurado atusándose la barba).
IRINA.— Con seguridad está tramando algo.
TUSENBACH.— Sí. Llevaba una expresión de cara muy solemne. Subiré ahora con un regalo.
IRINA.— ¡Qué desagradable!
OLGA.— ¡Sí, es terriblemente desagradable! ¡No hace más que tonterías!
MASHA.— (Levantándose y canturreando a media voz).
¡Junto al mar hay un roble verde,
con una cadena de oro prendida en él!
Con una cadena de oro prendida en él…
OLGA.— Hoy no estás alegre, MASHA. (Ésta, siempre canturreando, se pone el sombrero). ¿Adónde vas?
MASHA.— A casa.
IRINA.— ¡Qué raro!
TUSENBACH.— ¡Irse en un día de santo!
MASHA.— Es igual… Vendré a la tarde. Adiós, querida mía. (Abrazando a IRINA). Otra vez vuelvo a desearte que seas muy feliz y tengas mucha salud… En otros tiempos, en vida de nuestro padre, en los días de santo no bajaban de treinta o cuarenta los oficiales que venían a casa… ¡Qué animación aquella…! ¡Ahora, en cambio, no hay aquí más de persona y media, y la misma calma que en el desierto! Me marcho… Hoy me siento algo melancólica… No estoy alegre… ¡Pero tú no me hagas caso! (Riendo entre lágrimas). Ya hablaremos después. Entre tanto…, adiós, querida mía… Me iré a alguna parte…
IRINA.— (Contrariada). ¡Ay…, cómo eres!
OLGA.— (Entre lágrimas). Te comprendo, MASHA…
SOLIONII.— ¡Cuando un hombre filosofa, sale una filosofística…, o una sofística…; pero si es una mujer o dos las que filosofan, lo que sale es «como una broma»!
MASHA.— ¿Qué quiere usted decir con eso, hombre terrible?
SOLIONII.— Nada… «Apenas he tenido tiempo de respirar, y ya me ataca». (Pausa).
MASHA.— (A OLGA, con enfado). ¡No llores!