III

Entra NATASCHA.

NATASCHA.— Se anda diciendo por ahí que hay que organizar, sin pérdida de tiempo, una sociedad de ayuda a los damnificados… En realidad, la idea es magnífica. Por lo pronto, hay que atender a los pobres lo más rápidamente posible. Es obligación de los ricos… Bobik y Sofochka duermen como dos santitos, sin enterarse de nada… La casa está llena de gente… Por cualquier parte que vayas, la encuentras atestada… ¡La cosa es que hay «influenza» en la ciudad y me da miedo que vayan a cogerla los niños!

OLGA.— (Sin escucharla). Desde este cuarto no se ve el fuego… Aquí todo es tranquilidad…

NATASCHA.— Sí… ¡Seguro que estoy algo despeinada…! (Mirándose al espejo). ¡Dicen que he engordado, pero no es verdad…! ¡Ni una pizca…! ¡MASHA se ha dormido…! ¡Estaba tan cansada, la pobre…! (A ANFISA, fríamente). ¿Cómo te atreves a estar sentada delante de mí? ¡Levántate! ¡Vete de aquí! (ANFISA sale. Pausa). ¡Por qué tienes a esta vieja, es cosa que no comprendo!

OLGA.— (Sobrecogido). Perdona… Tampoco yo comprendo…

NATASCHA.— ¡No hay razón ninguna para que siga aquí…! ¡Es una aldeana, y dónde debe vivir es en la aldea…! ¡Pues no se la mima poco…! ¡A mí, en la casa, me gusta el orden…! ¡No debe sobrar gente en ella! (Acariciándole la mejilla). ¡Pobrecita…! ¡Estás cansada…! ¡Nuestra directora se ha cansado…! ¡Cuando mi Sofochka crezca y empiece a ir al colegio, te tendré miedo!

OLGA.— No pienso ser directora.

NATASCHA.— Eso ya es cosa decidida. Te elegirán, Olechka.

OLGA.— Renunciaré… No puedo… Es superior a mis fuerzas. (Bebe un poco de agua). ¡Con qué brutalidad acabas de tratar al ama…! ¡Perdona, pero no lo puedo soportar…! ¡Se me nublan los ojos!

NATASCHA.— (Nerviosa). ¡Perdona, Olia…! ¡Perdona…! ¡No quería disgustarte…! (MASHA se levanta, coge su almohada con aire de enfado y sale).

OLGA.— ¡Compréndeme, querida…! ¡Quizá hemos sido educados de un modo especial, pero no puedo soportarlo…! ¡Semejante conducta me agobia…, me pone enferma…! ¡Me deprime, sencillamente, el ánimo!

NATASCHA.— ¡Perdona! ¡Perdona! (La besa).

OLGA.— ¡La más pequeña brutalidad…, el que se pronuncie una palabra poco delicada, hiere mi sensibilidad!

NATASCHA.— ¡Tienes razón…! ¡Digo a veces cosas que no debiera decir…, pero convén conmigo en que podría vivir en la aldea!

OLGA.— ¡Son ya treinta los años que lleva en casa!

NATASCHA.— Pero ¡ahora no puede trabajar…! ¡O yo no te entiendo, o eres tú la que no quieres entenderme a mí…! ¡Ya no está en disposición de trabajar…! ¡No sirve más que para dormir o estarse sentada!

OLGA.— ¡Pues que se esté sentada!

NATASCHA.— (Con expresión de asombro). ¿Cómo que se esté sentada?… ¿No es una criada, al fin y al cabo?… (Entre lágrimas). ¡No te entiendo, Olia…! Tengo niñera, nodriza, doncella y cocinera…; ¿para qué necesitamos, entonces, de esta vieja? ¿Para qué?… (De detrás del escenario llega el repique del toque a fuego).

OLGA.— ¡Esta noche me ha envejecido diez años!

NATASCHA.— ¡Tenemos que llegar a un acuerdo, Olia…! ¡Tú estás en el colegio y yo aquí…! ¡Tú te ocupas de la enseñanza y yo del gobierno de la casa, y cuando yo digo algo referente al servicio, sé «lo que me digo»…! ¡Qué mañana mismo no esté ya aquí esa vieja ladrona! ¡Esa vieja chocha! (Pataleando). ¡Esa vieja bruja…! ¡Y que no se atreva nadie a excitarme! ¡Que no se atreva…! (Reprimiéndose repentinamente). Lo cierto es que, si no te mudas al piso de abajo, vamos a estar siempre riñendo.