En el diván, y siempre vestida de negro, esta echada MASHA. Entran OLGA y ANFISA.
ANFISA.— Ahora se han sentado debajo de la escalera… Yo les digo: «¡Suban, por favor…! ¿Cómo van a estarse ahí?»… Pero por toda contestación lloran: «¡Papaíto…! ¡Dónde estará…! ¡Quién sabe —dicen— si se habrá quemado!»… ¡Pues sí que…! ¡Y en el patio hay más…, también a medio vestir!
OLGA.— (Sacando unos vestidos del armario). ¡Toma este gris…! ¡Y este…! ¡También esta blusa! ¡Y esta falda…! ¡Cógela, amita…! ¡Dios mío…! ¡Dios mío…! ¡El callejón de Kirsanovskii ha quedado, por lo visto, hecho cenizas…! ¡Toma este otro! (Echándole en los brazos los vestidos). ¡Los pobres VERSCHININ están asustadísimos…! ¡Poco faltó para que se les quemara la casa…! ¡Que se queden aquí a pasar la noche! ¡No se les puede dejar marchar…! ¡El infeliz Fedotik no pudo salvar nada! ¡Todo se le ha quemado…!
ANFISA.— ¡Habría que llamar a Ferapont, Oliuscha…! ¡Sola no podré llevarlo!
OLGA.— (Con el dedo en el timbre). No hay nadie. (Hablando a la puerta). ¡Eh…! ¡Quién hay por ahí…! ¡Que venga alguien acá! (A través de la puerta abierta se divisa una ventana, roja por el resplandor del fuego, y se oye pasar a los bomberos por delante de la casa). ¡Qué espanto y qué hartura…!