Entra NATASCHA.
NATASCHA.— (A CHEBUTIKIN). ¡Iván Romanich! (Le dice algo por lo bajo y sale después silenciosamente).
(CHEBUTIKIN da un golpecito en el hombro a TUSENBACH, y le murmura algo al oído).
IRINA.— ¿Qué pasa?
CHEBUTIKIN.— Que ya es hora de marcharse… Buenas noches.
TUSENBACH.— Buenas noches. Ya es hora de marcharse.
IRINA.— Pero ¿cómo?… Pues ¿y las máscaras?
ANDREI.— (Azorado). No van a venir máscaras… Verás, querida… Natascha dice que Bobik está malucho y que por eso… ¡En una palabra: yo no sé nada ni tengo nada que ver…!
IRINA.— (Alzando los hombros). ¡Malucho Bobik!
MASHA.— ¡Qué vamos a hacerle…! ¡Si nos echan, habrá que marcharse! (A IRINA). No es que Bobik esté malucho…, es que ella… (Llevándose el dedo a la sien con expresivo gesto) está… ¡Es una cursi!
(Por la puerta de la derecha, ANDREI entra en su habitación. Le sigue CHEBUTIKIN. En la sala empiezan las despedidas).
FEDOTIK.— ¡Qué pena…! ¡Y yo que pensaba pasarme aquí la velada…! ¡Claro que si el nenito está enfermo…! ¡Mañana vendré a traerle unos juguetes!
RODE.— (Con fuerte voz). ¡Hoy, que precisamente me había echado a dormir después de comer, pensando en que iba a estar toda la noche bailando…! ¡Si no son más que las nueve…!
MASHA.— ¡A la calle! ¡Allí hablaremos…! ¡Decidiremos el qué y el cómo…!
(Resuena un último: «¡Adiós! ¡Qué les vaya bien!», y la risa alegre de TUSENBACH. Salen todos. ANFISA y la doncella levantan la mesa y apagan las luces. Se oye cantar a la niñera. ANDREI, con abrigo y sombrero puestos, entra silenciosamente en escena seguido de CHEBUTIKIN).
CHEBUTIKIN.— ¡Mi vida pasó tan rauda como el relámpago, por lo que no me dio nunca tiempo a casarme…! ¡Quería, además, con locura a mi madre, que está casada!
ANDREI.— No hay que casarse… No debe uno casarse, porque es aburrido.
CHEBUTIKIN.— Desde luego que lo espero…, ¿y la soledad?… ¡Bien está filosofar. Y, sin embargo, la soledad es una cosa terrible…! ¡Aunque, en realidad…, qué más da después de todo!
ANDREI.— Vámonos pronto.
CHEBUTIKIN.— ¿Por qué tanta prisa?… Hay tiempo.
ANDREI.— Temo que me retenga mi mujer.
CHEBUTIKIN.— ¡Ah…!
ANDREI.— Hoy no pienso jugar. No haré más que sentarme allí. Me encuentro algo pachucho… ¿Qué será bueno, Iván Romanich, para la fatiga?
CHEBUTIKIN.— ¿Y para qué me preguntas a mí?… ¡Ya no me acuerdo, querido! ¡No lo sé!
ANDREI.— ¡Vayámonos por la cocina! (Salen. Suena un timbrazo, luego otro. Se oyen voces y risas).
IRINA.— (Entrando). ¿Qué pasa ahí?
ANFISA.— (A media voz). Son las máscaras. (Un timbrazo).
IRINA.— Diles, amita, que no hay nadie en casa… Que nos perdonen. (ANFISA sale, e IRINA pasea en actitud pensativa por la habitación. Está nerviosa. Entra SOLIONII).
SOLIONII.— (Con un gesto de asombro). ¡Si no hay nadie…! ¿Dónde están todos?
IRINA.— Se fueron a sus casas.
SOLIONII.— ¡Qué raro…! ¿Está usted sola, entonces?
IRINA.— Sola. ()Pausa). Adiós…
SOLIONII.— Hace poco no supe comportarme… ¡Me faltó tacto… pero usted, que no es como los demás…, que tiene sentimientos puros y elevados…, ve la verdad…! ¡Solo usted es capaz de comprenderme…! ¡La quiero…! ¡Tengo por usted un amor profundo! ¡Un amor sin límites!
IRINA.— Adiós… ¡Márchese!
SOLIONII.— ¡Sin usted, mi vida es imposible! ¡Oh, mi delicia…! (Con las lágrimas saltadas). ¡Mi felicidad…! ¡Oh maravillosos, magníficos ojos como no vi nunca iguales en ninguna mujer!
IRINA.— (Con frialdad). ¡Deje…, Vassili Vassillevich!
SOLIONII.— ¡Es la primera vez que le hablo del amor que siento por usted, y se me figura que no estoy en la tierra, sino en otro planeta…! (Pasándose la mano por la frente). ¡Es igual, sin embargo! ¡No pueden, naturalmente, quererle a uno a la fuerza…! ¡Eso sí, no tengo que tener rivales…! ¡No tengo que tenerlos…! ¡Le juro, por cuanto me es más sagrado, que mataré a quien sea mi rival…! ¡Oh criatura maravillosa!