FEDOTIK y RODE entran en el salón, se sientan y canturrean, rasgueando bajito en la guitarra.
TUSENBACH.— Entonces, según usted, ¿uno no puede ni siquiera soñar con la felicidad?… Pero ¿y si yo soy feliz?
VERSCHININ.— No.
TUSENBACH.— (Con un gesto de asombro). Desde luego, no nos entendemos. ¿Cómo convencerle?
(Mostrándole un dedo a MASHA, que ríe con risa sosegada). ¡Ríase…! (A VERSCHININ). ¡No digo ya dentro de doscientos o de trescientos años…, dentro de un millón, la vida seguirá siendo como era…! ¡La vida no cambia, permanece inmutable, sujeta a unas leyes propias que nos son ajenas o que, por lo menos, no conoceremos nunca! ¡Los pájaros emigrantes, las grullas, por ejemplo, vuelan y vuelan y, sean grandes o pequeños los pensamientos que vaguen por sus cabezas, seguirán volando siempre, sin saber por qué ni adónde…! Vuelan y vuelan, diciendo de los filósofos que haya entre ellos: «¡Qué filosofen cuanto quieran! ¡A nosotros lo que nos importa es volar!».
MASHA.— ¿Y tiene eso algún sentido?
TUSENBACH.— ¿Sentido?… Cuando nieva, ¿qué sentido tiene el que nieve? ()Pausa).
MASHA.— ¡Mi parecer es que el hombre ha de ser creyente o debe buscar la fe! ¡De otro modo, su vida es vacía…! ¡Vivir sin saber para qué vuelan las grullas, para qué nacen niños, para qué hay estrellas en el cielo…! ¡O sabemos para qué vivimos o todo es tontería…! ()Pausa).
VERSCHININ.— ¡De todos modos, siente uno que se le haya ido la juventud…!
MASHA.— Gogol dice: «¡Qué aburrido, señores, es vivir en este mundo!»…
TUSENBACH.— Y… «¡qué difícil, señores, es discurrir con ustedes!», les digo yo.
CHEBUTIKIN.— (Leyendo en voz alta el periódico). Balzac se casó en Berdichev…
(IRINA canturrea suavemente). Lo apuntaré en mi agendita. (Anotando). «Balzac se casó en Berdichev». (Vuelve a leer el periódico).
IRINA.— (Pensativamente, mientras hace un solitario). «Balzac se casó en Berdichev».
TUSENBACH.— ¡Mi suerte está echada…! ¿Sabe, María Sergueevna?… He pedido el retiro.
MASHA.— Ya lo he oído decir, pero no veo nada bueno en ello. No me gusta el elemento civil.
TUSENBACH.— ¡Es igual! (Levantándose). ¡No soy guapo, así que…, vaya militar que hago…! ¡Bueno, es igual…! ¡Trabajaré…! ¡Trabajar, aunque solo sea un día en la vida, pero de tal modo que el cansancio, al llegar a casa por la noche, le haga a tino caer desplomado sobre la cama y quedarse dormido instantáneamente! (Dirigiéndose al salón). ¡Seguro que los obreros duermen profundamente!
FEDOTIK.— (A IRINA). Acabo de comprarle en Pijikov, en la calle Moskovskaia, estos lápices de colores… ¡Ah, y también este pequeño cortaplumas!
IRINA.— ¡Se ha acostumbrado usted a considerarme una niña, y no se da cuenta de que he crecido! (Cogiendo, contenta, los lápices y el cortaplumas). ¡Qué encanto!
FEDOTIK.— Para mí he comprado esta navaja… Mire… Una cuchilla…, otra cuchilla…, tres cuchillas… Ésta es para hurgarse en los oídos…, éstas son unas tijeritas, y esto, un limpiauñas.
RODE.— (Alzando la voz). ¡Doctor! ¿Cuántos años tiene usted?
CHEBUTIKIN.— ¿Quién, yo?… ¡Treinta y dos! (Risas).
FEDOTIK.— Voy a enseñarle ahora mismo otro solitario…
(Extiende ante él las cartas. Traen el samovar. A su lado se coloca ANFISA, y poco después NATASCHA trajina también junto a la mesa. Entra SOLIONII, que, tras saludar a todos, toma asiento a la mesa).
VERSCHININ.— ¡Qué viento hace!
MASHA.— Sí. Estoy aburrida del invierno. Ya se me ha olvidado cómo es el verano.
IRINA.— ¡Este solitario sale…! ¡Lo cual quiere decir que iremos a Moscú!
FEDOTIK.— No…, no sale. ¿No ve que el ocho tapa al dos de «pique»? Eso quiere decir que no irán ustedes a Moscú.
CHEBUTIKIN.— (Leyendo el periódico en voz alta). «Tzitzikar: Se ha declarado una epidemia de viruela…».
ANFISA.— (Acercándose a MASHA). ¡MASHA…! ¡Ven a tomar el té, querida! (A VERSCHININ). ¡Por favor, señoría…! ¡Perdone, padrecito! ¡Me he olvidado de su nombre!
MASHA.— Traémelo aquí, ama… No tengo gana de ir allá.
IRINA.— ¡Ama…!
ANFISA.— ¡Vooooy…!
NATASCHA.— (A SOLIONII). ¡Los niños de pecho lo entienden todo perfectamente…! Hoy le digo: «¡Hola, Bobik! ¡Hola, guapo!»… ¡Y me miró de un modo…! ¡Usted se figura seguramente que en mí habla solo la madre…; pero le aseguro que no…! ¡Es un niño extraordinario…!
SOLIONII.— ¡Si el niño fuera mío, lo asaría en una sartén y me lo comería…! (Con el vaso en la mano, se dirige a un rincón del salón y se sienta).
NATASCHA.— (Tapándose la cara con las manos). ¡Qué hombre más bruto y más mal educado!
MASHA.— ¡La persona que no se entera de si es invierno o verano, es feliz! ¡Se me figura que, si yo estuviera en Moscú, el tiempo me dejaría indiferente!
VERSCHININ.— Hace unos días estuve leyendo el diario de un ministro francés, escrito desde su prisión. Dicho ministro estaba condenado por la cuestión de Panamá… Pues bien… ¡Con qué deleite, con qué entusiasmo habla de los pájaros que divisa a través de la ventana de la cárcel, y en los que antes, en sus tiempos de ministro, no había reparado nunca…! ¡Claro que ahora, que está otra vez en libertad, ha vuelto, como antes, a no reparar en los pájaros…! ¡Pues lo mismo usted, cuando viva en Moscú, dejará de reparar en él! ¡La felicidad no existe para nosotros, y todo se limita a que la deseemos!
TUSENBACH.— (Cogiendo una caja de la mesa). ¿Y los bombones? ¿Dónde están?
IRINA.— Se los comió Solionii.
TUSENBACH.— ¿Todos?
ANFISA.— (Sirviendo el té). ¡Hay aquí una carta para usted, padrecito!
VERSCHININ.— ¿Para mí? (Cogiendo la carta). De mi hija… (Lee). ¡Vaya…! ¡Discúlpeme, María Sergueevna! ¡Me marcho a escondidas! ¡No puedo tomar el té…! (Levantándose, nervioso). ¡La historia de siempre!
MASHA.— ¿Qué ocurre, si no es ningún secreto?
VERSCHININ.— (Bajando la voz). ¡Mi mujer ha vuelto a envenenarse…! ¡Tengo que ir allá…! ¡Me marcharé sin que se aperciba nadie…! ¡Todo esto es terriblemente desagradable! (Besándole la mano). ¡Querida…! ¡Mujer buena…, simpática…! ¡Salgo inadvertido! (Sale).
ANFISA.— ¿Adónde va?… ¡Y yo que le había servido el té!
MASHA.— (Enfadándose). ¡Quita…! ¡Qué molesta eres…! ¡No la dejas a una en paz! (Dirigiéndose a la mesa, con la taza en la mano). ¡Me estás aburriendo, vieja!
ANFISA.— Pero ¿por qué te enfadas, querida?
LA VOZ DE ANDREI.— ¡Anfisa!
ANFISA.— (Remedándole). ¡Anfisa…! ¡Ahí se está sentado…! (Sale).
MASHA.— (En el salón, junto a la mesa, y en tono irritado). ¡Hacedme sitio! (Revolviendo las cartas). ¡Se ponen ustedes aquí…, con estas cartas…! ¡Tomen el té!
IRINA.— ¡Tienes mala idea, MASHA!
MASHA.— ¡Pues si la tengo, no me hables! ¡No se metan conmigo!
CHEBUTIKIN.— ¡No vayan a meterse con ella! ¡No se metan!
MASHA.— ¡Tiene usted ya sesenta años, para portarse como un chiquillo…! ¡Sabe el diablo las cosas que se le ocurren!
NATASCHA.— (Suspirando). ¡Querida MASHA…! ¿Por qué emplear en conversación esas expresiones?… ¡Te diré, francamente, que, con tu exterior maravilloso, resultarías encantadora en sociedad si no fuera por esa manera de expresarte…! «Je vous prie…! ¡Pardonnez moi, Marie, mais vous avez des manieres un peu grossieres[8]!».
TUSENBACH.— (Conteniendo la risa). ¿Me da?… ¿Me da?… ¡Me parece que por ahí hay un poco de coñac…!
NATASCHA.— «Il parait que mon Bobik deja ne dort pas[9]»… Se ha despertado… ¡Hoy está malito…! ¡Perdonen que me vaya con él! (Sale).
IRINA.— ¿Adónde se fue Alexander Ignatich?
MASHA.— A su casa. Otra vez, a él y a su mujer, les ocurre algo extraordinario.
TUSENBACH.— (Yendo hacia SOLIONII con un frasco de coñac en la mano). ¡Se pasa usted el tiempo ahí sentado, solo…, dando vueltas a alguna idea incomprensible para uno…! ¡Bueno…! ¡Hagamos las paces…! ¡Bebamos coñac! (Beben). ¡Hoy tendré que estar toda la noche tocando el piano! Tocaré una serie de cosillas… ¡Qué remedio!
SOLIONII.— ¿Y por qué hacer las paces? Yo no estoy reñido con usted.
TUSENBACH.— ¡Porque siempre despierta usted en mí la sensación de que entre nosotros ha pasado algo! ¡Hay que reconocer que es usted extraño!
SOLIONII.— (En tono declamatorio). «¡Sí, soy extraño, sí…!; pero ¿quién no lo es?». «¡No te enfades, Aleko!»…
TUSENBACH.— ¿Qué tiene que ver Aleko con esto? ()Pausa).
SOLIONII.— ¡La verdad es que, cuando estoy solo con una persona, todo va bien! ¡Soy un hombre como otro cualquiera…! ¡En sociedad, sin embargo, me muestro triste, tímido, y digo toda serie de sandeces…! ¡A pesar de todo, soy más noble y más honrado que muchos! ¡Puedo demostrarlo!
TUSENBACH.— ¡Cómo se agarra usted siempre a lo que digo, suelo enfadarme con usted; pero, no obstante —y no sé por qué—, me es usted simpático…! ¡Bueno! ¡Hoy quiero beber! ¡Bebamos!
SOLIONII.— ¡Bebamos! (Beben). ¡Nunca tuve nada contra usted, barón…! ¡Lo que me pasa es que tengo el mismo carácter que Lermontov…! (Bajando la voz). ¡Hasta dicen que nos parecemos algo! (Saca del bolsillo un frasco de perfume y se rocía las manos con él).
TUSENBACH.— He pedido el retiro… ¡Se acabó…! Lo he estado meditando durante cinco años, y, por fin, me he decidido. ¡Trabajaré!
SOLIONII.— (Declamando). «¡No te enfades, Aleko…! ¡Olvida…! ¡Olvídate de tus ensueños!»…
TUSENBACH.— ¡Trabajaré!