11

El inspector corría hacia la escalera para avisar al jefe cuando se vio al señor Hire rodear el tranvía. De lejos, parecía muy menudo, muy redondo y muy oscuro; tenía la cara tan pálida que el bigote se recortaba en ella como si lo hubieran dibujado con tinta.

Dos hombres caminaban detrás de él, casi pisándole los talones. Como si quisiera escaparse de ellos, el señor Hire agitaba las piernecillas.

La concentración de gente no le había pasado por alto. No podía ser de otro modo, pues a aquella hora escaseaban los transeúntes. Se paró al borde de la acera. Pese a que el señor Hire y los policías que le iban a la zaga eran los únicos que querían cruzar, el guardia pitó y agitó la porra para ordenar a los coches que se detuvieran.

El señor Hire se echó a andar. Caminaba envuelto en una nube, como si sus pasos se hundieran en algo blando, impalpable e invisible. La única imagen grabada en su retina era el umbral de la casa, repleto de gente que miraba en la misma dirección. Y lo único que oía eran los pasos de los dos hombres que lo seguían.

Cada vez eran más los que se concentraban en la acera. Afluían tanto del interior como del exterior, hombres y mujeres, e incluso niños a los que obligaban a retroceder.

—Quédate ahí, ¿me oyes?

El señor Hire seguía andando. No se atrevía a mirar hacia la lechería, pero eso no le impidió divisar la silueta agachada de Alice, que pasaba la bayeta por el umbral. Sacó pecho. Daría explicaciones. A causa del catarro se le había tapado la nariz y le costaba respirar, pero no le dio la menor importancia.

Lo único que restaba por hacer era pasar por el estrecho pasillo que quedaba entre la gente y la puerta. Bastaba con apretar el paso.

Dio diez, quince pasos. Entonces, sin previo aviso, vio que alguien hacía un gesto muy cerca de él y, al mismo tiempo, el sombrero hongo salió volando, en medio de un coro de risas burlonas.

Cometió un error. Pero si lo hizo, si se agachó para intentar recoger el sombrero, fue sin pensar, por puro instinto. En ese momento, un pie le dio una patada al sombrero, que se alejó rodando, y casualmente le dio también de lleno al señor Hire en la cara, que quedó sucia y maltrecha.

El incidente generó conmoción en ambos bandos: conmoción para el señor Hire, que se levantó al tiempo que paseaba una mirada extraviada por el gentío, y conmoción también para los espectadores, que lo interpretaron como una señal.

El señor Hire titubeó y estuvo a punto de rozar a una mujer con el codo. El hombre que estaba más cerca de él aprovechó para hacerlo retroceder de un puñetazo.

Los puñetazos hacían un ruido tan curioso y excitante al hundirse en el cuerpo del señor Hire que, de pronto, todos se morían de ganas de oírlo.

Había perdido el equilibrio y el sentido de la orientación. Se alzaba sobre la punta de los pies, porque casi todos eran más altos que él, y se protegía el rostro con el brazo.

—¡Vamos! ¡Déjenlo! —intervino un policía.

Pero treinta personas por lo menos le impidieron abrirse paso. El señor Hire no se despegaba de la piedra tallada que hacía las veces de batiente de la puerta. Le tiraron un pedrusco a la mano, que no tardó en sangrar. Y alguien le propinó una fuerte patada en la tibia.

Un rumor crecía entre el gentío, mientras el señor Hire seguía tapándose la cara con la manga del abrigo negro.

No veía nada. Algo lo obligó a retroceder, tal vez un puñetazo o una patada. Reconoció el batiente de la puerta con una mano y percibió las losas del pasillo bajo los pies.

Huyó con tanta rapidez como le permitieron sus piernas, trepando por los peldaños; cuando quiso empujar una puerta entreabierta, alguien se la cerró en las narices.

El rumor lo perseguía. Jadeante, con la mirada de un loco, no paraba de correr perseguido por el gentío que iba tras él. Las paredes, la barandilla y las puertas tenían un aspecto desconocido. Buscaba una salida, pero ni siquiera sabía cuántos pisos había subido.

Se abrió una puerta, y ni siquiera pudo reconocer que era la suya. Un hombre trató de cerrarle el paso, pero logró escabullírsele entre las piernas, aunque no habría podido decir cómo. Seguía subiendo, en medio de un paisaje que le resultaba totalmente desconocido. Nunca había llegado tan arriba. Una anciana que estaba asomada a la barandilla tembló al verlo y juntó las manos.

El señor Hire le dio un empujón y se metió en su casa, pues la escalera ya no iba más allá. En la habitación había un hornillo, una mesa y una cama deshecha.

—¡Mátenlo! —gritaba la gente, que no paraba de aullar un montón de improperios y amenazas. Una voz potente trataba de hacerse oír por encima del ruido general:

—¡Déjenlo! ¡Dejen actuar a la policía!

Lo que el señor Hire hizo a continuación no habría intentado hacerlo en otras circunstancias. Encima de su cabeza, en el techo abuhardillado, había un tragaluz. Se colgó de él. El zinc le hizo cortes en las manos, pero pataleó y balanceó las piernas hasta que consiguió aferrarse con una al reborde de la abertura. En el instante mismo en que el gentío irrumpía en la buhardilla, con la anciana gritando a voz en cuello, se izó hasta el techo.

¡Menudo tejado! Los ojos se le abrieron como platos. Tenía miedo. Algunas lajas de pizarra estaban secas y otras mojadas, y todas se inclinaban en una pendiente tremenda desde la que solo se veía un descampado a lo lejos, más allá del borde.

Permaneció un momento en equilibrio, con los brazos separados y las pupilas mirando enloquecidas en todas las direcciones. Una mano pasó a través del tragaluz y trató de cogerle una pierna. ¿Acaso retrocedió? Sea como fuere, después de estremecerse, cayó hacia delante, empezó a resbalar y resbalar y se aferró con las dos manos a algo que oscilaba.

Entonces gritó con todas sus fuerzas, con un alarido que no parecía humano y que le desgarraba la garganta. Tenía los pies y el cuerpo entero colgando en el vacío. Las manos le dolían. Y alguien le estiraba de los brazos.

Movía las piernas tratando de encontrar un punto de apoyo, pero los pies buscaban en vano. El cuerpo se estiraba cada vez más y los brazos estaban a punto de romperse.

Ya no aullaba. Conteniendo la respiración, miraba la pared de ladrillo que corría paralela a él y, justo encima de su cabeza, la cornisa de zinc que le cortaba los dedos.

¡La cornisa cedía! ¡Se estaba curvando, y había cedido ya varios centímetros! Oía voces encima de su cabeza, que sin duda procedían del tragaluz.

Ya no proferían amenazas. Las voces, llenas de ansiedad, se habían transformado en murmullos.

¡Se iba a romper todo! No se atrevía a mirar a sus pies, y tenía las manos tan húmedas que iban a resbalar de un momento a otro. Toda la sangre se le había helado en las venas. No se movía. Solo se veía las manos, sus propias manos, irreconocibles ahora de tan hinchadas como estaban las venas que las recorrían. Y tenía la sensación de estar respirando fuego.

Para poder ver mejor, un grupo se había retirado hasta el descampado de enfrente, de modo que los coches que circulaban por la calzada pasaban ahora entre ellos y la casa. Se distinguía el tejado, en pendiente pronunciada, los charcos de agua, las cabezas que asomaban por el tragaluz, e incluso se veía el torso de un agente uniformado emergiendo del tragaluz.

En la lisa fachada de ladrillos nuevos no había salientes. Una parte de la cornisa había cedido bajo el peso del señor Hire y colgaba como una guirnalda con el cuerpo en el centro, tan rígido ahora que se habría dicho que estaba muerto.

El comisario estaba en medio de la gente, a la que ni siquiera veía. El policía le hacía señas desde arriba, y el jefe le decía que no desde abajo con gestos de su brazo. El agente no podía bajar sin resbalar a su vez por la cornisa y hacer que esta se desplomase.

En la casa, la agitación debía de ser incesante. La buhardilla de la anciana había sido tomada por un grupo particularmente activo, y el otro grupo se había instalado en el descampado.

Un coche se detuvo al ver el cuerpo oscuro que colgaba en el vacío, pero no fue sino el primero de una larga serie.

—Llama a los bomberos —ordenó el comisario.

Una ventana se abrió justo por encima del cuerpo. El señor Hire debía de ver al hombre, que se hallaba a dos metros de él; pero ese hombre, que no podía hacer nada, se limitó a decir:

—¡Aguante!

De alguna parte habían sacado una cuerda, y el agente la hacía bajar por el tejado con la ayuda del fontanero de la víspera, mientras el comisario le ordenaba por señas, desde lejos:

—¡A la izquierda! ¡Un poco más…! ¡No tanto! ¡Ahí!

Y la cuerda se estiró como un animal, alcanzó la cornisa y le pasó al señor Hire por delante de la cara. Sin embargo, no la cogió. ¿Acaso le daba miedo soltarse? ¿Temía no poder sostenerse con una sola mano aunque solo fuera un segundo?

En el cruce había cesado toda actividad. Los coches cortaban el paso. Como todos los demás, el guardia miraba hacia lo alto y, a veces, llegaban desde lejos los bocinazos de impaciencia de los conductores que aún no sabían lo que pasaba.

En la calle el tumulto se había reducido a unos cuantos grupos compactos que proyectaban su sombra sobre el pavimento y, en torno a ellos, unos pocos individuos aislados que transitaban en medio del vacío.

—¿Vienen ya los bomberos?

—Dentro de tres minutos.

En la parte de la acera que se hallaba justo debajo del señor Hire no había nadie.

El doctor, que acababa de llegar, se había quedado en la esquina donde la portera se había reunido con él.

—¡Quién iba a decirlo!

Alice se hallaba en el descampado, a dos metros del inspector que, de vez en cuando, se las ingeniaba para sonreírle.

—¡Ay! —gritaba la multitud cuando al señor Hire se le levantaba el abrigo por detrás de la nuca. Pensaban que se iba a soltar. Veían cómo su cuerpo se estremecía, se encogía y se estiraba. En ocasiones, separaba las piernas para apretar acto seguido las rodillas de forma convulsiva; y a todo esto, la cuerda seguía allí, a diez centímetros de su nariz.

No se le veía la cara, sino solo la espalda y, sobre todo, las piernas, que no se quedaban quietas ni un solo momento en su desesperada búsqueda de un punto de apoyo.

También Émile estaba muy cerca de Alice, con las manos en los bolsillos y el rostro enfermizo y aterido. Ella lo miraba, pero él no la veía. Los ojos le ardían de fiebre, y le dolía el cuello de tanto mirar hacia arriba; ella, en cambio, observaba a la gente.

Alguien hablaba de números.

—El edificio mide veintitrés metros.

Nunca unas paredes habían parecido tan desnudas, altas y uniformes, ni una acera tan compacta. El sonido de una sirena atravesó la caravana de coches parados, pero no eran los bomberos sino la ambulancia, que llegaba antes y que aparcó justo delante de la puerta, a apenas cinco metros del lugar donde el señor Hire tenía que caer.

Cuando por fin reconocieron la campanilla de los bomberos, todos los presentes se sintieron aliviados. Pero enseguida se apoderó de ellos cierta crispación, pues se intuía que el desenlace estaba cerca. ¿Deseaban algunos en secreto que se produjera la tragedia?

El señor Hire se balanceaba de forma imperceptible, como un peso muerto empujado por el viento.

Los bomberos tomaban posesión del cruce sin preocuparse lo más mínimo por la presencia de los espectadores o de la policía. Veinte o treinta hombres se afanaban alrededor de una máquina pintada de rojo de la que salía una escalera que iba subiendo, se alargaba más y más y alcanzaba el tercero y el cuarto piso.

Émile, muy pálido, seguía mirando hacia arriba; llevaba las manos en los bolsillos y una de ellas empuñaba, temblorosa, un mechero.

La mirada de Alice iba de Émile al inspector, y solo de vez en cuando le echaba un rápido vistazo a la fachada y al cielo glauco cuya crudeza hería la vista.

Un bombero que llevaba un casco de cobre se precipitó al vacío, subido a la escalera, sin esperar siquiera a que estuviera completamente desplegada. La escalera se doblaba bajo su peso como en un número de circo. Cuando desplegaron el último tramo, los pies del señor Hire se separaron una vez más para volver a juntarse inmediatamente después; había vuelto a medias la cabeza, de forma que se le veía un lado del bigote.

Salvo por un coche que se empeñaba en pasar a través del atasco, el silencio era absoluto. Los que estaban en el tragaluz no veían nada y pedían por señas que los informaran.

El bombero se iba acercando. Dos metros. Un metro. Tres travesaños. Dos. Uno.

Cogió al señor Hire por la cintura y todos intuyeron que debía de estar forcejeando para que este se soltara. Cuando empezó a bajar los primeros travesaños el cuerpo aún se movía y parecía oponer resistencia, hasta que por fin cedió.

Cuanto más bajaban, menos oscilaba la escalera de mano. Hacia el final, era tan firme como una escalera corriente; todo el mundo se echó al mismo tiempo hacia delante mientras los policías trataban de cogerse de la mano para formar una barrera.

Dos travesaños. Un travesaño. El bombero ya estaba abajo con su fardo a cuestas. La cabeza pendía inerte. Alice se las había ingeniado para encontrar la mano de Émile en medio de la multitud. La gente se atrevía de nuevo a murmurar y, algo después, a hablar. El ruido no dejaba de crecer.

—¡Silencio!

Tendieron el cuerpo inerte del señor Hire en el suelo, al borde mismo de la acera, mientras el médico de la portera se abría paso entre los congregados. El señor Hire tenía la cara tan blanca como la cera. Por debajo del chaleco, que se le había subido, se veían la camisa y los tirantes.

Ya no se oía más que el ruido del torno que iba recogiendo la escalera tramo a tramo.

—Está muerto —dijo el médico, levantándose—. Paro cardiaco.

El comisario no fue el único que escuchó sus palabras. Algunos curiosos se asomaron para ver. El señor Hire ya no existía. Solo era un muerto al que acababan de cerrarle los ojos y en cuyas manos abiertas quedaban aún rastros de sangre.

—¡Circulen! ¡Que venga la ambulancia!

Esta tocó la bocina y el gentío no tuvo más remedio que abrirle paso. La portera estaba detrás de la multitud yendo y viniendo tras las espaldas sin atreverse a acercarse.

Émile, en cambio, avanzó poco a poco hasta llegar a la tercera fila, y luego a la segunda, con los ojillos de mirada penetrante que parecían taladrarle el enjuto rostro.

A veces, Alice lo cogía del brazo. Pero él hacía caso omiso y seguía mirando. No quería perder detalle. Izaron el cuerpo sobre una camilla y dos hombres lo levantaron del suelo.

—¡Émile! —murmuró la criada. Él la miró con frialdad, como si le sorprendiera su presencia—. ¿Qué te pasa? —Él giró la cara—. ¿Estás celoso? Crees que… —Y añadió con vehemencia—: ¡Eso no es verdad! No tuve necesidad de hacerlo, Émile. ¡Te lo juro! —Alice apoyaba el pecho en el brazo de él—. ¿No me crees? ¿Crees que miento? —Él se soltó para coger un cigarrillo y encenderlo. La gente se apartaba. La ambulancia tocó el claxon antes de arrancar. La riada de automóviles volvía a su cauce—. ¡Te lo juro! —insistió.

A tres pasos de ella, tras el escaparate la dueña de la lechería la esperaba. El inspector dispersaba a la gente, que se iba en desbandada. Alice pasó cerca de él, pero esta vez él no le sonrió. Tenía la piel mate y el ceño fruncido.

Todo el mundo se alejaba avergonzado. La portera, que corría junto al doctor, dijo:

—Me pregunto si la chiquilla no tendrá el garrotillo y…

—¡Aquí me tiene! —exclamó Alice al entrar en la tienda, al tiempo que recogía el cubo y la bayeta que se había dejado en el umbral—. ¡No puedo estar en dos sitios a la vez!

A bordo del vehículo rojo que circulaba hacia París a toda velocidad, el bombero explicaba:

—Lo abandonaron las fuerzas cuando lo llevaba en brazos, allá arriba, como si el vértigo se hubiera apoderado repentinamente de él. Entonces comprendí que todo había acabado.

Y una insólita agitación se adueñó de Villejuif, donde toda una pequeña comunidad trataba de recuperar dos horas de retraso.