A las cuatro de la mañana dejó de llover y el viento del oeste azotó con violencia las calles vacías. Sentado en la cama del señor Hire, el comisario se frotaba los ojos y se levantaba con desgana.
—¡Ahora te toca a ti! ¿Qué hora es? —preguntó, mientras estiraba todos los músculos para despertarse. Se le había arrugado la espalda de la chaqueta. Dejó que su compañero se instalara en la cama y abrió maquinalmente la caja de cartón que había encontrado en el fondo del ropero. Contenía el bolso de la mujer asesinada, un bolso ordinario, decorado con la cabeza de un ciervo y con el forro de seda raído e impregnado de polvos.
—¿Me despertará?
El comisario contemplaba el bolso con los ojos hinchados y soñolientos y hurgaba en el interior, manoseando los billetes de banco, la borla de los polvos, el pintalabios y un paquete de cigarrillos recién empezado.
—Una de dos, o ese tipo se pasa de listo o… ¡es un imbécil! —rezongó, al tiempo que volvía a depositar el bolso en el fondo de la caja.
Llenó una pipa y miró el cielo, donde nubes grises y blancas corrían sobre un campo lunar.
El señor Hire, sentado a la mesa delante de una botella de champaña, repetía con obstinación:
—No, se lo aseguro. ¡No insista!
Pero la mujer de la mesa vecina seguía sin darse por vencida, y continuaba fumando apoyada en el hombro del señor Hire, con un pecho apretado contra él.
—Pues eres como los demás hombres. No parece que estés hecho de una pasta diferente.
—Estoy prometido.
Era la primera vez que pronunciaba esa palabra. Se sentía tan conmovido que no podía entender la obstinación de su compañera.
—¿Qué importa eso?
—¡No!
Ella se levantó por fin, hastiada y desdeñosa.
—¿.Y tú crees que tu novia no te pone los cuernos?
Pero él no se inmutó. El cabaret estaba casi vacío. El señor Hire se había acurrucado en un rincón y los músicos lo miraban con expresión sombría, preguntándose cuándo se decidiría por fin a marcharse.
—¡Camarero! —llamó, y en ellos nació la esperanza—. Déme algo para escribir.
—No sé si será posible… —rezongó el otro mientras se alejaba.
Habló con el gerente sin quitarle la vista de encima al señor Hire. Las dos mujeres que habían esperado hasta entonces se arreglaron la ropa, estrecharon las manos de los músicos y se fueron. Por fin apareció el camarero con una botellita de tinta violeta, un portaplumas y una hoja de papel cuadriculado con un sobre.
—Cerramos en cinco minutos —anunció.
El saxofonista interrogó al gerente con la mirada y este negó con la cabeza. ¡Ya no merecía la pena tocar! Los músicos podían guardar los instrumentos y marcharse.
La pluma raspeaba y se enganchaba en el papel poroso.
«A su señoría el fiscal de la República:
»Tengo el honor de poner en su conocimiento que el autor del asesinato de Villejuif es un joven de esta localidad, que debe de ejercer el oficio de mecánico y que responde al nombre de Émile. Ignoro su apellido y su dirección, pero sé que cada domingo acude al estadio de Colombes. Es de mediana estatura y suele llevar un sombrero de fieltro de un color castaño rosado.
»Quedo de usted atentamente, s. s.»
Dejó la nota sin firmar, escribió la dirección y pidió un sello. Cuando la carta llegara a su destino, Alice y él estarían lejos.
—¡Ciento cincuenta francos! —exclamó el camarero, a punto de perder la paciencia.
Empezaba a haber, aquí y allá, adoquines secos y, por encima de las calles, se oía silbar el viento entre las tejas. De vez en cuando alguna carreta provocaba un ruido persistente, y se podían seguir los pasos de un transeúnte por todo un barrio.
Cerca de diez personas esperaban apoyadas en la puerta de la Gare de Lyon. Algunos habían dejado su equipaje en el suelo y dormitaban sentados sobre sus maletas. De la estación vacía y cerrada que se extendía a sus espaldas llegaba a veces el pitido de un tren.
Hacía mucho frío. Las luces de un barecillo iluminaron la calle. Un hombre circulaba por el vestíbulo linterna en mano, abriendo unas puertas, cerrando otras y cambiando de sitio objetos que tintineaban al ser manipulados.
El señor Hire estaba cansado hasta la extenuación, pero se decía que aquello pasaría, que aquel era el peor momento, el del tránsito de la noche al día. Cerró los ojos un par de minutos; los párpados le ardían tanto que la sensación era voluptuosa. Sus pensamientos le hicieron esbozar una sonrisa.
Desde el interior, unos pasos se acercaron a la puerta y al instante se oyó el chirrido de una llave. Retiraron las trancas de hierro y los que dormían se levantaron, completamente arrugados, y se hundieron en el enorme vestíbulo acampanado. Solo una de las taquillas estaba iluminada. El señor Hire fue el primero en verla, pero tuvo que esperar a que el empleado se cambiara de chaqueta y llenara la pluma de tinta.
—Dos billetes de segunda clase a Ginebra.
—¿Ida y vuelta?
—Solo ida. —Una violenta agitación se había apoderado súbitamente de él. Registraba los bolsillos de su billetero con los dedos temblorosos—. Sale a las cinco cuarenta y cuatro, ¿verdad?
—Cuarenta y tres.
El empleado lo miraba con insistencia; le miraba el bigote, las manos, el billetero. Hasta se asomó un poco cuando el señor Hire se alejó dando saltitos y entró en la cantina. La estación empezaba a llenarse de gente. Un camarero ponía cruasanes en unas cestitas y otro echaba serrín en el suelo trazando semicírculos.
A las cinco y diez, dos hombres se sentaban en un rincón del bufé; uno de ellos consultó una ficha que tenía en la mano y murmuró:
—Es él.
La mirada del señor Hire iba del reloj de la estación a la puerta, de la puerta al reloj de la estación, y de este a su propio reloj.
—¿Cuánto es? —inquirió, en tono seco y tajante—. Supongo que el tren de Ginebra estará ya en la vía, ¿no?
—Vía tres.
Antes de nada, fue a mirar la calle. Aún no era de día. Ni siquiera había indicios de que fuera a amanecer y, sin embargo, el cielo estaba más pálido, tal vez por la luna, y porque los primeros tranvías, los taxis que afluían a la estación y los bares iluminados hacían que la noche se extinguiera.
También en las demás estaciones había hombres que llevaban la descripción del señor Hire y miraban de hito en hito a los viajeros.
El tren era largo. Una parte sobrepasaba el vestíbulo acristalado, en el extremo de las vías, donde el aire era más fresco. El señor Hire había elegido vagón y dos asientos, y ahora estaba de pie en el andén, abrumado por la solemnidad del momento.
La aguja del reloj de la estación avanzaba a impulsos, minuto a minuto, emitiendo cada vez el ruidito propio de un mecanismo que se pone en marcha. El andén empezaba a poblarse. Los empleados del tren circulaban por allí, y también el vendedor de periódicos y el carricoche con el chocolate y la gaseosa.
Cuando, a las cinco cuarenta, el convoy se estremeció, como si probara sus fuerzas antes de la partida, el señor Hire notó que las piernas le temblaban y se alzó de puntillas para mirar por encima de las cabezas. De repente, echó a correr sin aliento, hablando solo de puro júbilo, pues acababa de vislumbrar un sombrero verde. Pero cuando estaba a diez metros descubrió que pertenecía a una damita regordeta con un bebé en brazos, que subía a un vagón de tercera clase ayudada por otros pasajeros.
Los dos policías se mantenían alerta para impedirle marchar. Al igual que el señor Hire, se dislocaban el cuello para ver el extremo del andén, preguntándose intrigados quién iba a aparecer.
No apareció nadie. El tren lanzó un pitido. Un empleado corría por el andén cerrando las puertas. El señor Hire todavía esperaba. Estaba tan tenso que le dolía todo. ¿Acaso no era así como había imaginado la partida? Siempre había pensado que Alice se presentaría en el último instante y que tendría que ayudarla a saltar al estribo mientras el tren arrancaba. En su excitación, no podía estarse quieto. Y hacía muecas y sonreía a la vez, al tiempo que una lágrima de impaciencia nacía en sus ojos.
Entonces tuvo la impresión de que el andén se movía. Pero no era el andén, sino el tren, que arrancaba y ganaba velocidad poco a poco. Las puertas desfilaban a su lado, y también los rostros y los pañuelos que se agitaban.
Con las manos en los bolsillos, echó a andar bamboleando los hombros, como si tratara de ahuyentar la desesperación.
—¡Billete!
El señor Hire tendió el suyo y puntualizó:
—No es un billete de andén. Es…
—¡Bien, pase!
Movido por la curiosidad, el empleado siguió con la mirada la espalda del abrigo negro, el cuello de terciopelo y las trémulas piernecillas que se alejaban.
Al señor Hire le habría gustado llorar. De pie en la escalinata de la entrada principal, contemplaba la plaza, con las piedras que, de forma casi imperceptible, cobraban una tonalidad más blanca.
No sabía qué le ocurría. Era difícil definirlo. Tenía frío, un frío extraño y sutil que se le metía en el cuerpo como si le clavaran agujas. Y, sin embargo, notaba la piel húmeda. Tenía miedo. No pudo por menos de pensar en la carta que había echado al buzón, en Émile, en los policías que una vez más lo seguirían y en el comisario cuyas palabras lo golpeaban como si fueran puños. Tenía hambre; hambre o sed, no lo sabía muy bien. Y también calor. Las piernas apenas si podían sostenerlo, pero no se sentía con ánimos de ir a sentarse a la cantina.
¿Y si Alice se había retrasado? ¿Y si Émile no la había dejado marchar? ¿Y si aparecía de un momento a otro?
Miraba a la gente que se apeaba de todos los taxis que se detenían a pocos metros de él. Y la gente lo miraba a él, pues tenía todo el aspecto de un policía de servicio.
Las seis. El cielo estaba cada vez más pálido. Los autobuses afluían sin cesar y no se atrevía a irse. Daba algunos pasos y bajaba las escaleras solo para volverlas a subir. «¡A lo mejor no ha encontrado taxi!», se repetía, y se ponía a calcular el tiempo que tardaría el tranvía en cubrir el trayecto desde Villejuif.
Tras oprimirle el pecho y el estómago, la ansiedad se cebó en su vejiga, obligándole a buscar un lugar aislado y a recorrer después la estación de arriba abajo ante la posibilidad de que Alice se hubiera presentado entretanto.
A las seis y media, todas las luces de París se apagaron a la vez. Ya era de día. El viento arrastraba trozos de papel por las calles desiertas, en las que todavía quedaban algunos charcos de agua.
El señor Hire echó a andar y se metió en un bar. Había elegido el más pequeño y cochambroso, que tenía las paredes recubiertas de azulejos. Acodado a la barra, se tomó un café e intentó comer un cruasán, que desechó a los pocos bocados. Cuando dio media vuelta para alcanzar la calle, vio a dos hombres que se paraban al borde de la acera. Tras recorrer un centenar de metros, miró hacia atrás y vio que los dos hombres iban detrás de él.
Caminaba tan deprisa, sin saber siquiera por qué, que la gente se volvía y lo miraba. Sentía vértigo y pánico. Se abalanzó a la primera boca de metro que encontró, y los dos hombres lo siguieron hasta el andén.
La carta había salido; llegaría a su destino a mediodía. Y puesto que no había venido, Alice debía de estar repartiendo las botellas de leche de puerta en puerta. Por la mañana se ponía zuecos, pero los dejaba al pie de las escaleras para no hacer ruido y subía con unos escarpines ribeteados de verde. Aún no se habría lavado. Hacia las ocho, después de servirles el desayuno a los dueños, volvía a subir a su casa para asearse. Sin embargo, de día apenas si se la veía a través de los cristales sucios, pues la luz que entraba en el patio era más bien escasa.
El metro se detenía y al momento volvía a partir. El señor Hire se olvidó de ir mirando el nombre de las estaciones. Sin embargo, cuando llegó a Italie, la fuerza de la costumbre lo impulsó a apearse.
Mientras él realizaba su viaje subterráneo, París había vuelto a cobrar vida. La caravana de camiones y coches que trataba de entrar en la ciudad se perdía en el infinito y los tranvías vomitaban un tropel de obreros, sobre todo, y de oficinistas, que empezaban la jornada algo más tarde.
¿Qué iba a hacer ahora? ¡Alice no se había presentado! Ni siquiera se preguntaba si lo amaba o no. Nunca se lo había preguntado. Lo único que se había preguntado era si la tendría, si sería suya. Y le había enseñado los ochenta mil francos.
No era cinismo, sino humildad. De todas formas, y a pesar de los bonos del Tesoro, Alice no había acudido, y no entendía por qué. En medio de su desconcierto, se acordaba, sin saber por qué, de la muchachita del jersey de rayas azules y rojas que lo había mirado con suspicacia y, algo después, con una especie de inquina. ¿Por qué?
Mientras esperaba un tranvía que lo llevara a Villejuif, vio que los dos policías seguían detrás de él. Volvía a estar triste; ya no se trataba de impaciencia, sino de tristeza, una tristeza tan cálida e íntima como las lágrimas. Cuando trabajaba en la Rue Saint-Antoine, a aquella hora empezaba a colgar la ropa de confección en las perchas y a abordar a los transeúntes. En la prisión, donde se madrugaba mucho, era el momento del paseo por el patio cubierto, en fila india, en silencio y aguzando los oídos para tratar de captar los ruidos de París que nacían más allá de los muros.
Todavía llevaba los hombros del abrigo empapados de lluvia y el frío se le metía en el cuerpo. Llegó un tranvía, tan vacío como lo están todas las mañanas los tranvías que van hacia los suburbios. El cobrador reconoció al señor Hire y, a continuación, miró a los dos hombres que tomaban asiento algo más lejos.
Ante sus ojos desfilaba el mismo paisaje de siempre, con la farmacia a la izquierda, el cartel gigantesco que anunciaba un jabón y la cuesta que seguía en obras.
Sabía que estaba pálido. Le escocían los ojos, pero no se atrevía a cerrarlos por miedo a quedarse dormido. Y, a pesar de no haber comido, sentía algo parecido a las náuseas.
Vio la calle que tomaba para ir a la casa de los azulejos, allí donde el vapor de los baños imperaba a lo largo de los corredores. Pero no tenía ganas. Incluso experimentó cierta repugnancia ante la mera idea.
—¿El billete, por favor? —pidió el cobrador. El señor Hire llevaba siempre un taco en el bolsillo, y otro para el metro; sabía el precio de todos los trayectos—. Gracias.
Echaba algo en falta, y al mirarse el regazo comprendió que se trataba de la carpeta de cuero negro. Estaba desconcertado. Pero lo que más lo desconcertaba era el hecho mismo de ser incapaz de recordar dónde la había dejado, cuando él tenía una memoria prodigiosa.
No tenía importancia. Nada de lo que había en la carpeta tenía el menor interés. Sin embargo, encauzó su mente por ese derrotero, poniendo en ello los cinco sentidos.
¿Dónde la había dejado? ¿Por qué no descansaba en su regazo como siempre?
Al principio, tuvo que hacer un esfuerzo considerable para concentrarse en la cuestión, que no tardó en convertirse en una febril obsesión. Tenía la frente surcada por una arruga, fruncía el ceño, miraba al frente con los labios apretados y una expresión feroz… ¡Quería saber!
Alice fue la primera en bajar y ayudó a la dueña a verter en las botellas el contenido de tres lecheras y a taparlas con un redondel de papel azul. La lechería, que tenía los postigos echados y estaba medio inundada por la lluvia, no había abierto aún.
—Tendrás que darte prisa y tenerlo todo limpio antes de las siete.
Dos hombres montaban la guardia en el exterior, y en el bistrot de la esquina ya había luz. Alice reconoció desde lejos a Émile, que estaba en la barra, con una copita de ron al lado del café. Seguramente no se había acostado.
El vestido no se le había secado desde el día anterior y la parte que le rozaba las pantorrillas estaba acartonada. Algunos camiones vacíos regresaban del mercado. La humedad se dejaba sentir más en el campo que en París, porque la tierra se seca más despacio que los adoquines y los árboles tardan horas en escurrirse.
Justo cuando dejaba un litro de leche en el primer piso, se abrió una puerta y un hombre que llevaba la navaja de afeitar en la mano le preguntó:
—¿Lo han detenido?
—Aún no.
Al bajar, la portera la llamó. Había pasado una noche infernal, porque a cada momento le parecía que su hija había dejado de respirar. Entonces daba la luz y examinaba el rostro congestionado de la chiquilla, que tenía dilatadas las aletas de la nariz. Apagaba la luz, escuchaba unos instantes la respiración de la niña y, a poco, volvía a despertarse sobresaltada y aguzando en vano los oídos.
Estaba pálida y se había peinado de cualquier manera.
—¿Siguen ahí? —preguntó señalando hacia los pisos superiores.
—He visto luz.
—¿Llueve todavía?
—No, pero se ha levantado viento.
Alice hizo la ronda por las casas vecinas y se llevó los envases vacíos a la lechería, cuya dueña abría los postigos en aquel momento.
El inspector, que acababa de bajar, la contemplaba a través de los cristales. Parecía estar esperándola.
—¡Siguen ahí! —dijo la dueña, como lo había hecho antes la portera.
El inspector sonreía a la criada y le hacía señas que ella no comprendía. Quería explicarle que no había podido reunirse con ella en su habitación, pero que el asunto quedaba pendiente. La barba le teñía las mejillas de gris. El dueño del bistrot, que llevaba el delantal azul de las mañanas, se le acercó de repente y lo arrastró hacia su establecimiento.
—¡Ya puedes apagar! —le dijo a gritos la lechera desde la trastienda.
Ya era más o menos de día. Solo el bistrot y los tranvías seguían iluminados. Incluso a aquella distancia, Émile debía de ver a Alice a través del cristal, igual que ella lo veía pedir otro carajillo.
A poco, el inspector volvió corriendo, se encontró con la criada en el umbral y le dijo al pasar:
—¡Ahí viene!
—¿Qué pasa? —chilló la dueña de la lechería.
—¡El señor Hire está al caer!
La paticorta portera buscaba a Alice desde el umbral con sus ojillos inquietos.
—Creo que van a detenerlo. ¡Y yo que espero al doctor!
En el edificio, las puertas se abrían y se cerraban sin cesar. El inquilino del primero miró a ambos lados de la calle.
—¿Es verdad que está a punto de llegar?
—¡Georges, espérame! —chillaba alguien desde arriba.
El carnicero salió del bistrot, le dijo algo a un hombre que le ofrecía un cigarrillo. Los dos se acercaron a la casa y se detuvieron a unos pasos de la puerta. La portera los miró con inquietud.
—¿Qué pasa?
—¡Van a detenerlo!
Una camioneta que circulaba junto a la acera conducida por un amigo del carnicero se detuvo a una indicación de este.
—¡Ven a echar un vistazo!
Las mujeres bajaban una detrás de otra.
—¿Es verdad?
—¿Qué?
—Ya tienen la prueba que buscaban. Han encontrado el bolso. ¡Van a detenerlo!
Desde la puerta, se veía al policía que estaba en la parada del tranvía y a otro que al parecer pretendía cerrar el paso a la calle transversal.
—¡Alice! Hay que recoger el agua.
—Ahora mismo voy.
Alice entró en la tienda a regañadientes y cogió una bayeta que estaba detrás de la puerta del fondo. Las manos se le enrojecieron al meterlas en el agua fría. Tras haberse reunido arriba con el comisario, el inspector volvió a bajar tan deprisa como había subido.
—¡No formen grupos, por favor! No hay nada que ver. Absolutamente nada.
Ya eran diez, y luego doce, y aún seguían llegando más del bistrot o de cualquier otro sitio. Émile se acercó fumando un cigarrillo, pero se quedó detrás del grupo, como si quisiera pasar inadvertido.
Los conductores, al pasar por allí, volvían la cabeza preguntándose qué haría toda aquella gente allí cuando no se veía ni rastro de un accidente, y el guardia cumplía su cometido sin perder de vista la casa.
—¡Por favor! —gritaba el inspector, al que nadie parecía hacer caso—. Van a conseguir que todo se vaya al traste.
El comisario estaba solo en la habitación del señor Hire. Habían colocado el bolso encima de la mesa. Desde allí no se oía más que el ruido de los coches que pasaban por la carretera y a una mujer que echaba pestes porque sus hijos no se vestían con la suficiente rapidez.
—¡Hagan el favor de dispersarse! —insistía el inspector—. Están poniendo en peligro la actuación de la policía.
En ese instante llegó un tranvía. El agente que montaba la guardia hizo una seña que tanto el inspector como el resto de los presentes entendieron al mismo tiempo.
—¡Ahí está!
Alice, que estaba fregando el umbral, siguió restregando la piedra azul con la bayeta.