Ese mismo día, sobre las diez de la mañana, la portera se sorprendió al ver que una vecina con la que ni siquiera tenía trato le traía a su hija del parvulario. El cuello de la niña estaba agarrotado y como alargado por el vendaje que le había hecho su madre por la mañana al ver que le dolía la garganta. Tenía los ojos brillantes y una expresión dolorida.
—Me han pedido que se la traiga y que le entregue esto. Era una notita de la maestra.
«Su hija tiene manchas blancas en la garganta y es preciso que se meta en la cama lo antes posible. Le recomiendo encarecidamente que llame al médico».
La portera cogió en brazos a la niña para hacerla pasar por encima del cubo y la bayeta que estaban en el umbral, se preguntó dónde iba a meterla y finalmente la sentó en una silla que colocó cerca de la estufa.
—¡Quédate aquí!
Nunca había llovido tanto. Hasta los ojos se cansaban de ver el agua que caía, restallaba, chorreaba por el suelo y se escurría por todas partes, ensuciándolo y dejándolo todo empapado. El desagüe del patio se había atascado y el charco crecía minuto a minuto. La portera acababa de fregar el umbral para poder cerrar la puerta cuando oyó a sus espaldas los pasos de dos hombres.
Era un comisario, que había llegado en taxi y departía con el inspector desde hacía un cuarto de hora. Ella les había ofrecido resguardarse en la portería, pero habían declinado su invitación. Iban y venían por el porche, de la calle al patio, con el cuello del abrigo alzado y las manos metidas en los bolsillos; entre frase y frase se producían largos silencios. Por fin, el comisario cruzó la calle y volvió a meterse en el taxi. Segundos después, el inspector entraba en la portería para calentarse las manos sobre la estufa.
—Volverá dentro de un rato con el juez y una orden de registro.
Y la portera, que se había arrodillado junto al umbral mojado, levantó la cabeza mientras seguía dándole a la bayeta.
—Y tú, ¡haz el favor de estarte quieta! —reprendió con voz chillona a la niña, que se dejaba caer de la silla.
El guardia que estaba de servicio en el cruce se había puesto el impermeable y la capucha puntiaguda. A su alrededor, los camiones circulaban con las cubiertas de lona relucientes, y los peatones vacilaban en cruzar la calzada. Algunas de las vendedoras de los puestos ambulantes llevaban una cesta vacía sobre la cabeza y otra apoyada en el hombro.
Como la lechería quedaba un escalón por debajo del nivel de la calle, habían perdido toda la mañana recogiendo el agua que caía a chorros desde la acera. La dueña y Alice se habían puesto zuecos y estaban a cuál más malhumorada. Algunas clientas se detenían en el umbral, veían el agua y daban media vuelta.
—¡Espere! —gritaba la dueña—. Vamos a secarlo. ¡Alice! ¡Alice! —Y conforme iba pasando el tiempo, el grito cobraba un acento más emponzoñado—: Nunca te había visto tan torpe como hoy.
¡Vaya, pues menudo día has ido a elegir! —Muy menuda y redondita, tan fresca y ácida como una manzana, permanecía cerca del umbral y decía a las clientas—: ¡No se preocupe! La atenderé aquí.
Lo cierto es que Alice se mostraba torpe o, como mínimo, distraída, con una mirada apagada y ausente que resultaba insólita en ella. Cada dos por tres la sorprendían contemplando la grisalla de la vitrina, tras la que los transeúntes parecían inconsistentes, como si se reflejaran en un espejo defectuoso.
—¡Alice!
Sobresaltada, arrastraba los zuecos y pesaba mantequilla o queso.
—Veintinueve céntimos.
A las diez y media, después de haber entrado en calor en la portería y con la gabardina abrochada hasta el cuello, el inspector volvió a rondar la acera y cada vez que se acercaba a la tienda miraba largamente a Alice. La lluvia le caía a chorros por la cara, pero eso parecía divertirlo y encenderle la sangre.
A las once menos diez, la criada salió de repente por la puerta del fondo, que daba al patio.
—¡Alice! ¿Adónde vas ahora?
—¡Al retrete! —replicó ella.
Cuando regresó, diez minutos después, tenía la respiración alterada.
—Podías haber elegido otro momento. ¡Venga, atiende a la señora Rorive!
Un camión atropelló a un ciclista a pocos metros del guardia. Llevaron al accidentado al café de la esquina, y la bicicleta se quedó retorcida allí, en medio de la calzada. Mientras pesaba una cosa y otra, Alice miraba. Pero el ciclista no tardó en salir cojeando, aturdido y rebozado en barro. Tambaleándose como un borracho, se acercó a la bicicleta, la levantó y se marchó empujándola.
Émile estaba en el umbral del café.
—¿Voy a por la carne? —preguntó Alice.
—¿Estás loca? ¿No ves que hay seis personas esperando?
Pasaba el tiempo, la lluvia persistía, y en la carretera continuaba el fluir incesante de los coches. Émile se había metido en el bistrot y de vez en cuando limpiaba con la mano el vaho que empañaba el cristal para cerciorarse de que Alice no salía.
—¿Puedo ahora? ¿Cojo tres costillas?
Se limitó a echarse el abrigo verde a los hombros y salió corriendo. En su precipitación, se dio de bruces con el inspector, que la esperaba en la esquina.
—¡Aquí no! —dijo ella. Dieron la vuelta a la esquina.
—¿La veré esta noche? Tal vez sea mi último día aquí.
—¡Sí! —le espetó ella con impaciencia, al tiempo que miraba hacia el café de la esquina.
—¿Cuándo?
—No lo sé. Se lo diré más tarde.
Se echó a correr por la estrecha calle comercial y, tras entrar en la carnicería, aguardó su turno para comprar las costillas, sin dejar de mirar hacia la calle. Cuando salió, Émile estaba allí, pero ella advirtió con inquietud que el inspector se había apostado en la esquina con la carretera.
—¡Cuidado!
Se detuvo frente al escaparate de la papelería y, sin mirar a su compañero, le dijo precipitadamente:
—¡Me lo he trabajado bien! Quería marcharse conmigo y denunciarte.
Se alejó no bien hubo dicho esto, porque tenía la impresión de que el inspector estaba observándola. Le sonrió al pasar delante de él y regresó a la lechería. Tras colgar el abrigo en el gancho, dejó el cambio en el cajón.
—¿Cuánto? —inquirió la patrona.
—Siete francos con veinticinco.
La chiquilla estaba acostada ya en un rincón de la portería y, ahora que estaba en la cama, tenía la cara de un color rojo encendido, los ojos febriles y la respiración sibilante.
Después de almorzar, su hermano no había vuelto a la escuela.
—¡Tú, intenta entretener a tu hermana! —exclamó la portera.
Estaba exasperada. Nada iba como debía. Había que atravesar el patio por unos tablones colocados sobre unas cajas y el fontanero no llegaba. Como si lo hicieran adrede, los cobradores aparecían justo después de que lo hicieran los empleados del gas o de la electricidad.
Y he aquí que a las tres un coche se detuvo frente a la casa. Quien bajó del vehículo fue el comisario de la mañana, al que acompañaba un caballero flaco que llevaba un cuello postizo de siete centímetros de altura. El inspector se apresuró a reunirse con ellos y se pusieron a hablar en el porche. Parecía que la conversación no iba a acabar nunca. Por fin, el comisario abrió la puerta acristalada de la portería.
—¿Tiene usted una llave?
—No. El señor Hire siempre se la lleva.
El comisario volvió a cerrar la puerta e, instantes después, el inspector se alzaba el cuello de la gabardina antes de precipitarse a la calle.
Los dos hombres que se habían quedado no sabían qué hacer ni dónde meterse. Daban algunos pasos, se detenían, echaban de nuevo a andar, y de cuando en cuando decían alguna cosa; unas veces observaban la portería con curiosidad; otras, el patio inundado y el edificio de atrás. Fue el hombre delgado del alto cuello postizo quien abrió por segunda vez la puerta de la garita.
—Disculpe, señora. Está absolutamente segura de haber tirado dos veces del cordón para abrir al señor Hire la noche del crimen, ¿no es así? Piénselo. Es muy importante.
Estaba aplicándole a su hija una compresa húmeda en el cuello.
—Creo que estoy segura.
—No se trata de creerlo.
—¡Muy bien, pues estoy segura de que oí dos veces el nombre del señor Hire!
El comisario tenía mal aspecto y estaba de mal humor. Debía de ser por culpa del tiempo, porque ese día todo el mundo andaba exasperado. Un ruido llegó del otro lado de la puerta. Era el inspector, que volvía con un cerrajero, y los cuatro hombres enfilaron la escalera.
—Y tú, ¡haz el favor de dejarme en paz! —chilló la portera pegándole una bofetada a su hijo, que había abierto la boca para decir algo. Oía algo extraño. Salió de la garita y vio a cuatro o cinco personas que miraban la puerta con expectación—. ¿Necesitan algo?
Pero no le iba a ser posible cerrar, porque la lechera acababa de llegar y preguntaba con familiaridad:
—¿Es verdad que ha venido el juez de instrucción para arrestarlo?
—¡No lo sé! —chilló la portera, que tenía ganas de llorar—. ¡Se creerá que a mí me ponen al corriente! Jojo, no dejes que tu hermana salga de la cama.
Los hombres llevaban un buen rato arriba cuando dos ancianas que vivían en el tercero bajaron, ansiosas por enterarse de algo. La espera se hacía tan interminable e inquietante como cuando un médico se encierra con un paciente y se le oye ir y venir sin poder adivinar lo que hace.
Alice no apareció, pues se había quedado a cargo de la lechería. Sentado en el coche, el chófer miraba a la gente con desprecio.
Cuando por fin se presentó, el inspector no era ya el buen chico que ayudaba a la portera a hacer el café. Estaba muy ajetreado y no miraba a nadie.
—¿Dónde hay un teléfono?
—En el bar de la esquina. Es el más cercano.
Salió corriendo, imbuido de su propia importancia y dejando tras de sí una estela de misterio. Pasó cerca de Émile para entrar en la cabina, y pidió sin detenerse:
—¡Un ron, y rápido!
No oyeron lo que decía.
El comisario y el juez seguían arriba cuando el cerrajero salió con la caja de herramientas a la espalda.
Las farolas acababan de encenderse, y pese a que aún quedaba un poco de claridad, los coches circulaban ya con las luces puestas. Los inquilinos eran los únicos a quienes la portera dejaba entrar en su casa; tres mujeres aguardaban ahora en la penumbra de la habitación, de pie alrededor de la estufa.
No pasaba nada. Seguía lloviendo. Las luces dibujaban largos zigzags que se movían sobre el pavimento mojado como si fueran bichos. Ese fue el momento que eligió el fontanero para dejarse caer por allí, y hubo que acompañarlo hasta el patio, enseñarle el desagüe y llevarle una silla, e incluso pidió unas tenazas y una linterna. Era incapaz de hacer nada solo; tan pronto como la portera regresaba a la garita, volvía a llamarla.
A las cinco, otro coche se detuvo frente a la puerta. Cuatro hombres se apearon de él y se dirigieron hacia la portería.
El comisario, que en aquel preciso instante aparecía por la escalera, los arrastró hacia fuera sin decir palabra.
Era la hora en que los inquilinos empezaban a regresar y, como las mujeres estaban en el pasillo o en la portería, también los hombres se quedaban un momento allí, aunque a poco se iban a echarle una ojeada a la carretera.
El comisario apostó a dos de sus hombres en la parada del autobús, ya que por allí solía llegar el señor Hire; situó a otro un poco más arriba de la casa, y a otro en la esquina. Ordenó que los coches retrocedieran un centenar de metros para no llamar la atención.
—Les ruego que no se amontonen aquí —dijo cuando regresó al porche—. La casa ha de tener el mismo aspecto de siempre.
Sin mirar a nadie, subió a paso lento y pesado. En el bar de la esquina, Émile bebía chupitos de ron y de vez en cuando se acercaba a la cristalera, la limpiaba con la mano y apoyaba la frente.
Todo el mundo esperaba lo mismo. A pesar de la lluvia, una decena de curiosos aguardaba en la acera. La gente iba a echarles una ojeada a los policías de paisano que el comisario había apostado allí y que, encorajinados, daban la espalda a los fisgones. Incluso el guardia se acercó a ellos, se llevó la mano a la capucha y, guiñándoles un ojo, aventuró:
—Ya lo tenemos, ¿eh? Es ese tipo bajito y gordo con el bigote rizado, ¿verdad? Nunca regresa antes de las siete.
Los tranvías, que hacía un rato iban vacíos, llegaban ahora abarrotados y los dos inspectores encargados de la vigilancia miraban a los viajeros de hito en hito. El comisario bajó a las siete, y él mismo dio una vuelta por el cruce y dispersó a un grupo, que volvió a formarse diez metros más allá.
Se pararon cinco, seis tranvías. La gente que se apeaba echaba a correr bajo la lluvia. Eran las siete y cuarto, las siete y veinte, las siete y veinticinco.
Con aspecto humilde y desdichado, el inspector bajito y barbudo llegó a la sede de la Policía Judicial y le preguntó al oficinista:
—¿Está aquí el jefe?
—Se ha ido a arrestar a alguien en Villejuif.
A las ocho, los tranvías llegaban casi vacíos, pero los policías vieron que de uno de ellos se apeaba el inspector.
—¿El comisario? —les preguntó, con una expresión de espanto en el rostro.
—Ahora mismo ha vuelto a subir.
Más que andar, corría sin aliento, moviendo los labios como si quisiera decir algo. Pasó por delante de la gente que se arracimaba a la entrada de la portería, tropezó en el primer peldaño, se enderezó y apretó aún más el paso. Algunas puertas se entreabrían. Por más pequeño que fuera, hacía un ruido considerable. Por fin, llamó a la puerta de la habitación. Fue el comisario quien le abrió.
Aquellos hombres esperaban tranquilamente en el apartamento sin calefacción, con los abrigos puestos. El juez ocupaba el único sillón, con los pies cerca de la estufa apagada. El otro inspector, apoyado en una esquina de la mesa, se limpiaba las uñas.
—¿Y bien?
—Lo he perdido. Ha pasado un día rarísimo. Primero ha acudido a la oficina pero, después de ir a correos como cada día, ha…
En la lechería, Alice se había agachado a recoger el agua con una bayeta. Una y otra vez giraba la cabeza hacia la puerta abierta, y la blusa permitía vislumbrar el hueco oscuro entre los pechos.
De repente, se levantó. Alguien la miraba. Muy cerca de ella había un hombre con un abrigo negro bajo el que se adivinaba una pechera blanca con un lacito negro.
—Deme… —comenzó, señalando un queso; ella se secó las manos en el delantal—. ¿Cuánto?
A la hora de pagar, el hombre tendió la mano y puso en la de Alice el dinero junto con un sobre; después se retiró a toda prisa. Ya en la calle, se entretuvo un poco contemplando la casa de al lado y tratando de oír lo que se comentaba en los corros de curiosos, pero, al ver que el tranvía se disponía a arrancar, echó a correr y lo cogió por los pelos.
El comisario y el juez cruzaron la acera al tiempo que su coche se les acercaba. El único que subió fue el juez, y el comisario, a todas luces ajetreado, se precipitó hacia el bistrot y se encerró en la cabina telefónica. Justo en ese instante, en la cabina de al lado una inquilina del edificio llamaba al médico para notificarle que la chiquilla hacía un ruido angustioso al respirar.
—¡Ve terminando! —gritó la lechera desde la puerta. Alice cerró los postigos y fue a la trastienda a buscar las trancas de hierro.
La gente que se decidía a regresar a su casa para la cena no tardaba en volver a bajar. La carretera estaba casi desierta, y tan reluciente que los escasos coches que pasaban se reflejaban en el pavimento. Se oía el timbre de un cine situado a más de trescientos metros y algunos transeúntes pasaban por allí sin detenerse, ignorantes de lo que sucedía.
Al regresar a la casa, Alice se encontró con el inspector, que le musitó apresuradamente:
—Intentaré subir a su casa dentro de un rato. No cierre la puerta. Y sonrió a la joven amablemente.
El señor Hire no tenía sueño. Por otra parte, estaba demasiado impaciente como para entrar en una habitación, desnudarse y meterse en la cama. Salió del cine envuelto en el cálido tumulto que lo rodeaba y se dispuso a seguir a la multitud, zambulléndose con ella en la luz y el ruido, deteniéndose como los demás al borde de una acera para echar a andar con rapidez en cuanto el resto volvía a arrancar.
Sin embargo, el flujo perdía fuerza poco a poco y se iban abriendo claros a medida que la gente desaparecía por bocacalles oscuras o se hundía en las bocas del metro. También en la hilera de escaparates luminosos se producían bajas. El señor Hire caminaba cada vez más deprisa, impaciente por que llegara la mañana, por estar ya en la estación; tan impaciente que casi corría, agitando los bracitos.
No tenía ni hambre ni sed. Lo único que deseaba era no dejar que se extinguiera la trepidante excitación que se había apoderado de él, el calor y el impulso que lo sostenían, de modo que entró en un porche donde flotaba una música amortiguada y empujó la puerta acolchada de una sala de baile.
Las aletas de la nariz se le dilataron de júbilo, de voluptuosidad y de triunfo. La luz resplandecía. El rojo predominaba por todas partes: en las paredes, en el techo, en los palcos, en los cuerpos desnudos pintados con colores brillantes.
Había mucho ruido; más que ruido, era un rumor profundo como el fragor de las olas, sostenido por el vivaz aullido de los cobres.
Se sentó sonriendo, tan fuera de sí como una bailarina después de una sesión extenuante. Tenía que recobrar el aliento. Miraba vagamente en torno a él y veía mujeres, sobre todo jóvenes; eran dependientas, obreras y secretarias que, tan excitadas como él, hablaban de manera febril, se levantaban, se sentaban, bailaban y correteaban.
—¡Un cúmel! —le pidió al camarero.
Enternecido, ablandado por un impulso de bondad ilimitada, miraba sin darse cuenta a una linda mujercita que estaba sentada con una amiga a pocos metros de él. Era delgada, con la cara afilada, los labios finos, los ojos verdes y el pelo de un color rubio pajizo. Llevaba un jersey de punto a rayas azules y rojas bajo el que despuntaban dos pequeños senos muy separados, más largos que anchos, como las peras cuando aún no están maduras.
Poseía un singular instinto para adivinar desde lejos, atravesando toda la sala con la mirada, qué hombres querían bailar con ella, y enseguida se levantaba e iba a su encuentro, alzando ambos brazos al mismo tiempo y siguiendo el ritmo con sus piernas como alambres. Cuando en sus evoluciones pasaba por delante de la amiga, nunca dejaba de sacarle la lengua por encima de los hombros del bailarín.
El señor Hire sonreía para sí, con una sonrisa que no estaba únicamente en sus labios, sino que le iluminaba todo el semblante. Sonreía al mirarla. Cuando la mujer volvió a sentarse, lo observó con gesto ceñudo y le dio un codazo a su compañera.
No se rieron. Aunque se apresuró a volver la cabeza, no podía por menos de sentir sus miradas severas y suspicaces. No había hecho nada, ni había dicho nada. Se había limitado a participar de la alegría que se palpaba en el ambiente.
¡Y ahí estaba aquella chiquilla, mostrando el señor Hire a su pareja de baile, que lo examinaba con una mueca de desprecio!
Ya no sabía dónde mirar. No había probado el cúmel. Le hizo una seña al camarero, que se acercó sin decir palabra.
—¿Cuánto?
Ahuecó el pecho y se sacó el billetero del bolsillo dándose importancia. Mientras esperaba el cambio, se atusó el bigote y, una vez de pie, vació la copa de un solo trago, no sin repugnancia.
La calle estaba desierta. Un poco más lejos, empezaban las luces de Montmartre. El señor Hire se sacudió el abrigo, no para quitarse las gotas de lluvia que le empapaban los hombros sino para tratar de disipar esa extraña desazón que le dejaba una especie de regusto amargo en la boca. Volvía a ver con nitidez a la chiquilla del jersey de punto. ¿Qué le había hecho él? Y sobre todo, si se reía con todo el mundo, ¿por qué no se había reído con él?
Un portero con galones y un paraguas rojo en la mano detuvo al señor Hire y lo condujo hasta la entrada de un cabaret.
¡Por aquí! —invitó—. El sitio más alegre de todo Montmatre. Y el champaña no es obligatorio. El señor Hire no se atrevía a entrar, pero tampoco se atrevía a rebelarse; ya estaban quitándole el abrigo cuando recordó los bonos del Tesoro y se lo arrebató de las manos al portero con presteza.
—Me lo quedo —subrayó categórico.
Hace mucho calor, pero si el señor lo prefiere…
Solo era la una de la mañana. Mientras el comisario dormía completamente vestido sobre la cama del señor Hire, el inspector le hacía señas a Alice de pie junto a la ventana, para indicarle: «¡Dentro de un rato!».
Ella no lo entendía. Erguida en medio de la habitación, se encogía de hombros para mostrar su ignorancia y, a poco, harta de todas aquellas muecas, se sacó el vestido por la cabeza, se quitó la combinación y las medias mojadas y se friccionó los pies descalzos con una toalla para hacerlos entrar en calor.