8

Mientras se desnudaba con unos pocos movimientos que la costumbre volvía hieráticos y que la esculpían poco a poco hasta el instante en que el camisón caía sobre ella, la criada procuraba ocultar su rostro a la mirada invisible de los tres papeles grises. No le importaba enseñar los pechos, las caderas y el trasero. Ni le importaba haber pegado los muslos y el vientre contra el señor Hire, y no habría sentido el menor estremecimiento si él hubiera aceptado la invitación en lugar de cerrar los ojos abandonado a la ternura.

Sin embargo, no podía permitirse mostrarle el rostro, que solo expresaba tristeza y preocupación. En cuanto se puso el camisón, apagó la luz y, por pura casualidad, se echó en la cama en el preciso instante en que la luz de enfrente se apagaba. A fuerza de reflexionar, notaba la cabeza tan pesada como si tuviera un ladrillo dentro. Volvió a levantarse sin hacer ruido, buscó a tientas los zapatos, metió en ellos los pies descalzos y luego se echó el abrigo verde encima del camisón. Ya había abierto la puerta cuando volvió sobre sus pasos para coger del tocador una botella que había contenido agua oxigenada.

Cuando la portera, medio dormida, puso en funcionamiento el mecanismo de la puerta, una borrasca acogió a Alice y la cubrió de lluvia de los pies a la cabeza. La carretera estaba desnuda y reluciente. El último tranvía esperaba en la parada al otro lado del cruce, bañado en una luz amarilla. Aún quedaba un café abierto.

Ya en el umbral, la criada vio una sombra muy cerca de ella y retrasó el momento de lanzarse a la calle mojada.

—¿Está usted ahí? —preguntó sin alterarse; el inspector más joven se había resguardado en la esquina del portal—. ¡Menudo trabajito, el suyo! Yo no me encuentro bien; habré cogido frío. Por eso me he levantado para ir a buscar un poco de ron.

Alice le mostró el botellín.

—¿Quiere que vaya yo? —sugirió el policía.

—¿Y si ese tipo saliera mientras usted no está aquí? —replicó ella, con absoluta naturalidad. Siguió los muros de las casas, con la cabeza baja y metiendo los pies en los charcos hasta que se la vio entrar en el bistrot de la esquina, cuya puerta acristalada accionó un timbre al abrirse. Cuatro hombres jugaban aún a las cartas y la mujer de uno de ellos esperaba.

—Déme un poco de ron. —Mientras el dueño vertía el ron en una medida de estaño, preguntó—:

¿No ha venido Émile?

—Por lo menos hace una hora que se fue.

—¿Se fue solo?

—Se fue solo —contestó el hombre, guiñándole el ojo.

—Ya le pagaré mañana. No he cogido el bolso. Si viene Émile, dígale que tengo que hablar con él.

Alice tenía el rostro demacrado y tenso de quien tiene algún problema, pero su voz era serena y no había nada extraño en su actitud. Salió con el botellín en la mano y, sin mirar el cruce desierto del que el tranvía se alejaba con estrépito, volvió a pegarse a las paredes; sus hombros estaban cada vez más empapados, y el pelo se le rizaba a causa de la humedad.

El inspector, muy erguido ahora, seguía al acecho. Se había puesto bien el sombrero, que antes llevaba hundido hasta las orejas, y cuando Alice lo saludó con el brazo, la obligó a detenerse.

—¿Tanta prisa tiene? —le espetó. Ella le obedeció y se volvió hacia él, que se inclinó para mirar a través del abrigo entreabierto y exclamó—: Pero ¡si va en camisón!

—Pues claro.

—¿Y no lleva nada más?

Sonrió y alargó una mano, con la que recorrió el borde del camisón blanco.

—Tiene los dedos helados.

—¿Y ahora? —preguntó, al tiempo que hundía la mano en el exuberante pecho, por encima del camisón—. ¡Hay mucho más de lo que parece! —Alice esperaba sin soltar la botella; apoyó los hombros en la puerta mientras el hombre se le acercaba, de pie bajo la lluvia y ocultando con su cuerpo la carretera. Desde tan cerca que ella notaba su respiración en la mejilla, el policía añadió—:

¡Cuando pienso que se va a meter en una cama bien calentita mientras yo tengo que pasarme aquí toda la noche!

Él todavía le tocaba el pecho, que aun así parecía insensible a la caricia, y le olisqueaba la nuca rozándole a veces la piel con los labios en el nacimiento del cabello.

—¡Me hace cosquillas! Entonces, ¿aún no ha acabado con la investigación? Gruesos goterones de agua fría caían del sombrero a la mano de Alice.

—Me temo que ahora ya no tardaremos mucho. Y ya no tendré ocasión de disfrutar de estas cosas tan bonitas. Ella tenía una sonrisa neutra en los labios.

—¿Van a detenerlo?

—No falta mucho. Bastará con un pequeño indicio más. Se siente acorralado, y en tales situaciones estos siempre acaban haciendo alguna tontería.

—Me hace daño —protestó ella al notar que él aumentaba la presión sobre su pecho.

—¿No le gusta? —replicó el policía, y ella asintió, pero sin convicción. Apenas tres dedos separaban su sonrisa de los labios de ella—. ¡Confiese que esa historia del sátiro la excita! ¡Claro que sí! ¡Si lo sabré yo! Todas las mujeres son iguales…

Alice tenía las piernas heladas y los pies empapados dentro de los zapatos, con lo que la insistente caricia del hombre en el mismo pecho acabó provocándole una sensación de quemazón.

—¿Cree que lo detendrán mañana?

—Si solo dependiera de mí, no lo detendría nunca para poder… —Bajó la cabeza hasta pegar la boca a la de ella; cuando volvió a levantarla, una expresión de felicidad le flotaba en el rostro—. Claro que siempre podríamos vernos en alguna otra parte.

—Podríamos —dijo ella al tiempo que aprovechaba el respiro para llamar al timbre.

—¿Soñará conmigo esta noche?

—Tal vez.

Al ver que la puerta se abría, el policía sujetó el batiente con un pie, entró detrás de Alice y la abrazó en la oscuridad del pasillo. Ella veía la claridad del exterior a través del resquicio, percibía el aliento de la noche fría y lluviosa y el olor a tabaco que exhalaba la boca de su acompañante. Sin dejar de besarla, él la estrujaba desde los muslos a la nuca y a ella empezaban a flaquearle las piernas.

—¡Cuidado! —advirtió ella con apenas un soplo de voz.

Y se escabulló hacia el patio. El policía, satisfecho, cerró la puerta, se resguardó en su rincón y, con el cuello del abrigo nuevamente levantado siguió observando sonriente el cruce desierto y el café de la esquina, donde ya estaban cerrando los postigos mientras los últimos clientes se separaban en el umbral antes de perderse por las calles.

Sentada en la cama, Alice se masajeaba los pies para hacerlos entrar en calor.

Con el sombrero puesto, el señor Hire levantó una esquina del papel gris y, a través de la cortina de lluvia, contempló con amorosa nostalgia la habitación vacía y la cama deshecha donde, en un hueco, se dibujaba el arabesco de una horquilla.

Sin embargo, cuando ya se disponía a salir con la carpeta bajo el brazo, volvió sobre sus pasos, sacó la caja de cartón del armario y cogió el billetero atado con la goma. Cuando por fin salió, llevaba los bonos del Tesoro en la carpeta. Además, había roto la fotografía de los alumnos de su clase.

Como siempre a esa hora, en el edificio se oía todo tipo de ruidos: los niños que se iban al colegio, los hombres que se vestían como podían sin encontrar lo que les faltaba, el carbonero que necesitaba toda la anchura de la escalera para subir con el saco a cuestas…

El señor Hire bajaba la escalera con dignidad cuando, en el segundo piso, vio abrirse una puerta y se encontró con el inspector, que salía de una vivienda.

Ni él ni el inspector dijeron una palabra. Pero sus miradas se cruzaron apenas un segundo, y eso bastó para descomponer al señor Hire, que se sintió como si el desayuno se le hubiera petrificado en el estómago.

Siguió bajando. Una mano de mujer volvió a meter en casa de un tirón a un niño que ya se disponía a salir, y en el soportal, por donde entraban regueros de agua, cinco o seis inquilinos rodeaban a la portera.

Al verlo, todo el mundo dejó de hablar. Por pura rutina, el señor Hire se llevó la mano al sombrero, ahuecó el pecho y caminó dando más saltitos que de costumbre. El viento pesado y húmedo lo azotó como había azotado a Alice la noche anterior. Al pasar por delante de la lechería, reparó en que solo habían dejado fuera calabazas y unas botellas de leche. El señor Hire volvió apenas la cabeza pero, aun así, alcanzó a ver el rostro sonrosado, el delantal blanco y los brazos desnudos de Alice, que estaba junto al mostrador. La criada lo siguió con los ojos hasta el tranvía.

Él desvió la mirada. Enfrente de su casa solo se levantaba el edificio que alojaba a una empresa de mudanzas, desde cuya puerta el inspector bajito y barbudo y cuatro hombres más observaban sus movimientos.

Apretó el paso. Se había olvidado de abrir el paraguas. No bien llegó al cruce, se volvió abiertamente y vio que todo un grupo se había reunido en el portal de su casa. El bajito de la barba había echado a correr. Llegaron casi al mismo tiempo al tranvía y, una vez allí, al policía se le unió un colega. Así que, como mínimo, eran tres los policías destacados en Villejuif. El señor Hire adivinó las siguientes palabras:

—¿Qué es lo que ha dicho el jefe?

Contuvo la respiración, pero fue en vano porque ya no pudo oír más. El tranvía se puso en marcha, y los dos hombres se quedaron en la plataforma. Mientras seguían charlando, uno de ellos se volvía de vez en cuando hacia el señor Hire.

Solo uno de los policías lo siguió hasta el metro, pero eso se le antojó aún más inquietante. Ya en la Rue Saint-Maur, el fuego se empeñó en no prender y el señor Hire se pasó más de un cuarto de hora arrodillado delante de la estufa, soplando para tratar de reavivarlo.

Ya no tenía necesidad de acercarse al tragaluz en busca del inspector. Este había descubierto el pequeño bistrot de al lado y se había instalado allí; apoyado en el cristal, charlaba con la camarera, que le sacaba brillo al mostrador y a la cafetera.

No obstante, podía salir de un momento a otro. Tal y como estaban las cosas, a buen seguro no vacilaría en agacharse para mirar a través del enrejado.

El señor Hire se aplicó a la tarea de acarrear los centenares de cajas de acuarela que estaban apiladas al fondo del sótano para levantar con ellas una especie de muro en el centro de la habitación. No se apresuraba. Trabajaba al ritmo de siempre, despacio pero sin pausa.

En cuanto pudo sentarse en su sitio sin que desde el exterior se viera lo que hacía con las manos, fue a coger el abrigo, unas tijeras y una caja metálica que sacó de un archivador.

Dos horas tardó en descoser y volver a coser el forro de satén a rayas de las mangas, que era más grueso que el resto. Utilizaba un dedal, como los sastres, y se mordía el labio inferior. Tan pronto como los bonos del Tesoro estuvieron a salvo dentro del abrigo, el señor Hire derribó el muro de cajas con la misma obstinada lentitud.

El fuego se había apagado y ya no quedaba leña. Se puso el abrigo y se encaminó a casa del carbonero. Al pasar por delante del bistrot vecino, vio al inspector que, sentado frente a un grog, estaba de tertulia con el dueño y la camarera y parecía encantado de la vida. Sobresaltado al verlo, el policía se precipitó hacia la puerta, pero no llegó a salir porque advirtió que el señor Hire entraba en la carbonería.

Cuando el señor Hire volvió a pasar con una docena de teas, en el pequeño bistrot nada había cambiado. Los tres personajes estaban tan quietos como estatuas. Sin embargo, en cuanto hubo dejado atrás el escaparate del local el dueño y la criada corrieron hacia el umbral e incluso se asomaron a la calle para verlo mejor.

A pesar de todo, consiguió hacer veintitrés paquetes, con las correspondientes etiquetas y los impresos de correos. Ahora el fuego le abrasaba la espalda, la lámpara iluminaba la mesa y el tragaluz dibujaba a la derecha un rectángulo gris por donde desfilaban pies y piernas y, en ocasiones, las frágiles ruedas de un cochecito de bebé.

Cuando acabó con la última etiqueta, ya se las había ingeniado para escribir dos cartas al mismo tiempo; lo había hecho con tanto sigilo que, aunque hubiera vigilado todos sus movimientos, el inspector no se habría percatado de nada. La primera carta era para Victor, el camarero del café de la bolera.

«Mi querido Victor:

»Es usted la única persona que me puede hacer el siguiente favor. Cuando reciba estas líneas, coja un taxi que le lleve al cruce de Villejuif. A la derecha, verá una lechería; entre usted en ella y compre alguna cosa. Sin duda encontrará allí a la criada, una joven pelirroja; le ruego que le entregue discretamente la carta que adjunto a la presente.

»Cuento con usted. Ya se lo explicaré todo más adelante. Mientras tanto, reciba usted mi más sincero agradecimiento».

Eligió un billete de cien francos completamente nuevo y releyó la carta destinada a Alice.

«La espero a las 5.40 de la mañana en la Gare de Lyon. Sea precavida. No hace falta que lleve equipaje. La amo».

Todo cabía en un sobre pequeño de papel acolchado, como los que utilizaba con los clientes. El señor Hire lo contempló largo rato, tan exhausto como si se hubiera sometido durante horas a un gran esfuerzo físico.

Por último se vistió, cogió todos los paquetitos y se encaminó a la estafeta de correos bajo la lluvia. El inspector de la barba lo seguía sin convicción. Como de costumbre, el señor Hire estuvo sus buenos cinco minutos en la ventanilla y, cuando se retiró, su mensaje para Victor circulaba ya por los canales más rápidos.

La estafeta de correos, que estaba más o menos vacía, recordaba una estación, con la pared llena de carteles descoloridos, el reloj que marcaba la hora oficial y los regueros de agua en el pavimento. El señor Hire seguía allí. Ya no le quedaban motivos para estar en un sitio en lugar de otro. Tenía algunas horas por delante. La oficina de la Rue Saint-Maur ya no era su oficina. Su habitación de Villejuif tampoco era ya su habitación. El único hogar que le quedaba ahora era su abrigo negro con cuello de terciopelo, cuyas mangas y hombreras había forrado con papel áspero.

El inspector estaba aburrido de esperarlo y el señor Hire se entretenía adrede leyendo los carteles uno tras otro.

Aquella fue una tarde extraordinaria. La lluvia arreciaba más y más y la gente titubeaba antes de cruzar las calles, como si más que calles fueran torrentes. Los taxis circulaban despacio por miedo a derrapar, y en los quioscos los periódicos se iban empapando poco a poco.

Y entonces, mientras todo París se doblegaba a la tormenta, mientras todos se amontonaban en los portales o se desentumecían los pies con gesto malhumorado en algún barecillo, el señor Hire se sintió transfigurado de júbilo.

Con el paraguas muy recto, iba y venía al albur de su fantasía, sin miedo a enfangarse o a llegar tarde, parándose delante de los escaparates. En una confitería se compró unos bombones y se guardó el paquete en el bolsillo; de vez en cuando, cogía uno y lo chupaba lentamente.

Era como si le hubieran abierto las puertas del espacio y del tiempo. No tenía nada que hacer, ni había lugar alguno en el que debiera estar.

Y lo más maravilloso de todo es que esas vacaciones tenían un límite. A las cinco de la mañana, a las cinco cuarenta exactamente, se habrían acabado. Tomaría asiento en el compartimiento de un tren, frente a una mujer. Se inclinaría hacia ella para decirle algo. Y, cuando el empleado del vagón-restaurante le ofreciera tickets, le diría: «¡Dos!».

«¡Dos!», se repetía, dando saltitos. El paraguas se le enganchaba con otros paraguas. Deambulaba por calles donde jamás se le habría ocurrido poner los pies cuando tenía toda una vida por delante, con todos sus días y todas sus horas.

¡Ahora ya solo le quedaban once, diez horas! Las luces de París se encendían y, al llegar a los Grands Boulevards, se detuvo delante de una joyería. Miles de anillos resplandecían bajo una luz intensa, pero el señor Hire recordó la Rue des Francs-Bourgeois, donde las joyas eran menos caras porque la mayoría procedía del Monte de Piedad.

No cogió ni el autobús ni el tranvía. Prefería caminar en medio del deslumbrante resplandor de todos aquellos escaparates, y recorrer después las calles más oscuras donde solo relucían los adoquines.

En el edificio donde nació ya no había una sastrería, sino una tienda de fonógrafos. Pero las ventanas del primer piso, cuyo techo era tan bajo que apenas se podía estar de pie, eran exactamente las mismas, y también las cortinas parecían idénticas. Y ¿por qué no? ¿Por qué habrían tenido que quitarlas?

El inspector caminaba detrás de él sin fuerzas, como en una pesadilla; el señor Hire entró en una joyería y se pasó un cuarto de hora mirando anillos, haciéndolos girar entre sus dedos. El que compró llevaba una turquesa, y se lo dejaron bien de precio porque la piedra estaba algo rayada. Desde el luminoso interior de la tienda, veía al desdichado inspector, que aplastaba la nariz y la barba contra el cristal.

El vendedor, un hombre flaco y vivaz que observaba al señor Hire con atención, no esperó siquiera a que este hubiese pagado para preguntar:

—¿No es usted el hijo del señor Hirovitch?

—Sí —contestó él con ímpetu.

El único comentario que hizo el joyero mientras cerraba el cajón de la caja registradora fue:

—¡Ah!

Y el señor Hire siguió oyendo ese «Ah» mientras caminaba por las calles. Ese «Ah» le oprimía, le pesaba en el corazón. ¿Por qué había dicho «Ah» aquel hombre?

Al volverse, comprobó una vez más que el inspector seguía sus pasos sin aliento, pero eso había dejado de divertirle. ¡Al contrario! Lleno de odio, avanzó pegado al borde mismo de la acera, acechando el ruido de los autobuses que se le acercaban por detrás.

La jugada tuvo éxito en la Place de la République. Los coches estaban atascados en medio de un caos indescriptible, sobre el que alcanzaban a oírse el silbato del guardia y los bocinazos de los taxis. En el preciso instante en que ese magma empezó a disgregarse como por ensalmo, el señor Hire brincó a la plataforma de un autobús, y al inspector, bloqueado por los taxis, le resultó imposible echar a correr.

El señor Hire se apeó en la Porte Saint-Martin, tomó otro autobús que lo condujo hasta la Gare du Nord y, desde allí, bajó a pie hacia la Ópera por la Rue La Fayette.

La riada humana discurría, negra y fluida, por las calles iluminadas, arrastrándolo a uno aunque no quisiera.

¡Todavía faltaban nueve horas!

Pero ¿por qué había dicho «Ah» el judío de la Rue des Francs-Bourgeois?

Un súbito cansancio se abatió sobre el señor Hire y lo impulsó a entrar en un cine; la pequeña linterna de la acomodadora lo guio a través de la oscuridad.

Tenía un espectador a su izquierda y otro a su derecha; por todas partes lo rodeaban hileras de rostros que el resplandor de la pantalla iluminaba parcialmente. Hacía calor. Una voz femenina amplificada y sobrenatural decía frases largas, y a veces se le oía la respiración entre palabra y palabra, como si su aliento rozara a los miles de espectadores. Mientras, allá abajo, una cabeza gigantesca movía los labios.

El señor Hire suspiró, se arrellanó en la butaca y estiró las piernecillas.

¿No era inaudito y milagroso que él, un hombre a quien la policía buscaba y a quien la gente de Villejuif acusaba de ser el asesino de una muchacha, se encontrase en aquel cine?

¡Y lo único que hacía allí era esperar! Apenas ocho horas más tarde, recorrería el andén de la Gare de Lyon, frente a un vagón del que ya habría escogido los asientos. ¡Dos asientos! Alice se presentaría en el último momento, pues las mujeres siempre llegan con retraso. Le indicaría por señas que se diera prisa y la izaría hasta el estribo.

Entonces se mirarían, y el tren, deslizándose bajo sus pies, discurriría entre las últimas calles de París, los altos bloques de los suburbios, los chalets sepultados entre la vegetación, hasta adentrarse en el campo.

Se estremeció sin saber por qué, miró a su izquierda y vio que un rostro perplejo se había vuelto hacia él. A su derecha, también una anciana lo miraba con gesto sorprendido y con el cuerpo echado hacia el lado opuesto.

¿Sería acaso porque estaba jadeando? Trató de calmarse. Miraba la pantalla y se esforzaba por comprender la película.

A pesar de todo, suspiró una vez más; era un suspiro de hartazgo y a la vez de impaciencia, pues hay veces en que la espera resulta tan dolorosa que los dedos se agarrotan, las rodillas se echan a temblar y uno tiene ganas de reír y de llorar al mismo tiempo.