7

«¡Valor!», se repetía el señor Hire. Y, mientras se deslizaba entre la gente, balbuceaba:

—Perdón… Perdón…

Llovía a mares, y el problema no consistía tanto en abrirse paso entre el gentío como en mover el paraguas entre la multitud de paraguas. La tela estaba tan mojada que el señor Hire se vio obligado a mantenerlo apartado del cuerpo en el tranvía.

«¡Valor!».

El inspector se había sentado delante de él; no se trataba del bajito de la barba, sino del que se pasaba la vida en casa de la portera. El señor Hire lo miró sin inmutarse. Sonó el pito y el tranvía inició su trayecto en dirección a París. A pesar del mal tiempo y de los semblantes enfurruñados, el señor Hire, sentado en la banqueta con la cabeza erguida, sacaba el pecho como la noche anterior cuando jugaba en la bolera. Bajo las pobladas cejas, de un color negro como la tinta, su expresión era la de alguien que pretendiera atemorizar a un niño travieso. Cuando pasó el cobrador, se quitó un guante, se sacó el billetero del bolsillo y extrajo su taco de billetes con gestos parsimoniosos y solemnes.

«¡Valor!».

Una vez en la Porte d’Italie, desechó el metro y optó por el autobús. Se instaló en primera clase, mientras que el inspector permanecía en la plataforma. Cuanto más se acercaba a su objetivo, más presa era de la impaciencia y el vértigo. En la Place du Chátelet se precipitó escaleras abajo y corrió a lo largo del Quai des Orfevres.

«¡Valor!».

Ya en la amplia y polvorienta escalinata de la Policía Judicial, desplegó la nota que lo citaba para el día siguiente y leyó el nombre del comisario.

—Por favor, ¿el comisario Godet? —preguntó segundos después a un oficinista.

Tras fulminarlo con la mirada y suspirar, dio algunos pasos sin moverse del sitio, como si fuera un caballero muy ocupado que va a ser recibido de inmediato.

—¿Tiene usted cita con él?

—Sí… No… Haga el favor de llevarle mi tarjeta.

Transcurrió una hora. En una sala acristalada provista de butacas verdes, situada en el extremo de un pasillo tan ruidoso como un tambor por el que la gente circulaba, se detenía, volvía a ponerse en marcha y abría puertas en medio de un trasiego incesante, aguardaban cinco visitantes. Luego fueron siete; a poco, solo seis; más tarde tres, y después otra vez cinco. De vez en cuando el ordenanza acudía a buscar a alguien, que nunca era el señor Hire.

—No se habrá olvidado de mí, ¿verdad?

¡No! El ordenanza negó con la cabeza y se acercó a una joven bastante ordinaria que había llegado en último lugar.

—¿Era usted la que deseaba ver al señor Godet? ¿Quiere hacer el favor de seguirme?

A pesar de todo, el señor Hire continuó recorriendo la sala de espera con la carpeta bajo el brazo, dándose importancia, y se plantó frente al panel donde estaban escritos los nombres de los policías muertos por la patria. El ordenanza regresó por fin y, tras hacerle una señal con la cabeza, se adentró por el corredor sin cerciorarse siquiera de que lo seguía. Después de abrirle una puerta, se esfumó. Un hombre que firmaba documentos, inclinado sobre una mesa de caoba, le dijo sin levantar siquiera la cabeza:

—Cierre la puerta y siéntese. —Mientras el hombre seguía firmando, el señor Hire hizo un último esfuerzo por sacar pecho—. ¿Qué desea usted?

—Me han citado para mañana.

—Lo sé. ¿Y…?

No había dejado de firmar. Tampoco había levantado una sola vez la vista y no debía de saber ni siquiera qué aspecto tenía su interlocutor.

—He pensado que lo mejor sería resolver la diligencia de forma sincera y leal.

Durante una décima de segundo, el comisario lo miró con una indiferencia bajo la que se leía un remoto atisbo de perplejidad.

—¿Va usted a confesar? —se limitó a preguntar reanudando su tarea. Tras hacer un esfuerzo sobrehumano, el señor Hire habló con seguridad.

—He venido por voluntad propia, con el propósito de hablar de hombre a hombre y, de hombre a hombre, le doy a usted mi palabra de honor de que soy inocente y de que jamás había visto a la mujer que fue asesinada. Estamos perdiendo el tiempo, usted y yo. Sus inspectores llevan ya tres días siguiéndome y registrándome los cajones y…

—¡Un momento! —El comisario levantó la cabeza, con la mirada todavía absorta en su trabajo anterior—. ¿Desea usted que lo interroguemos hoy mismo?

—Le decía que…

—En tal caso, ¿desea contar con la presencia de un abogado?

—Puesto que soy inocente y me dispongo a explicarle…

El comisario pulsó un timbre, y en el preciso instante en que el señor Hire abría la boca para decir algo le indicó por señas que guardara silencio. La puerta se abrió.

—Haga el favor de entrar, Lamy. Siéntese aquí y tome nota.

El despacho estaba atestado de papeles y el comisario cogía alguno de vez en cuando, como al azar, y lo leía atentamente sin dejar de hablar.

—Dígame, señor Hire, ¿qué hizo usted la noche del crimen?

—Estaba en casa, en mi apartamento, como todas las noches. Me acosté y…

—¿Puede demostrarlo?

—La portera se lo dirá.

—Precisamente, la portera sostiene que regresó usted a casa a las siete y diez, como siempre, pero que tuvo que volver a salir, porque en el curso de la noche le pidió usted desde fuera que le abriese la puerta.

—¡Eso es imposible! —replicó, todavía sonriente—. No tenía por qué salir. Y en cuanto a matar a una mujer…

Miró con inquietud al joven que tomaba notas sin parar.

—Entonces, ¿nadie puede corroborar que estuviera usted en su casa?

—Bueno… ¡No! —exclamó, desarmado y con la sangre afluyéndole súbitamente al rostro—. Quiero ser absolutamente sincero, para eso he venido aquí. Yo no he matado a nadie. Sé quién cometió el crimen, pero no puedo decirlo, ¿comprende usted? De hombre a hombre, yo quería…

—No compliquemos las cosas, señor Hire. A propósito, usted no se llama Hire. —Cogió otro papel y continuó—: Su apellido es Hirovitch.

—Hirovitch —asintió Hire—. Mi padre ya se hacía llamar Hire.

—Según veo, era polaco. Nacido en Vilna.

—Ruso. ¡Judío ruso! Por aquel entonces, Vilna pertenecía a Rusia.

El valor y las explicaciones de hombre a hombre se habían acabado. Ahora contestaba a las preguntas con la asustadiza humildad de un colegial interrogado por su maestro.

—Vaya, señor Hirovitch, antes hablaba usted de su palabra de honor y ahora de repente descubro que su padre, dueño de una sastrería en la Rue des Francs-Bourgeois, quebró. Usted nació en la Rue des Francs-Bourgeois, ¿verdad? Y su madre era…, déjeme ver…

—Armenia.

Todo era estrictamente cierto, pero la falta de detalles y matices lo falseaba. Al señor Hire le angustiaba no poder explicarlo.

—El examen de la contabilidad demuestra que su honorable padre, además de su oficio de sastre, se dedicaba ocasionalmente a la usura.

¿Cómo describir la pequeña tienda de la Rue des Francs-Bourgeois, que olía a tela y a tiza de sastre? ¿Y la habitación trasera en la que se veían obligados a vivir con la luz encendida de la mañana a la noche? ¿Y qué decir del padre Hire, un hombre digno y valeroso que observaba escrupulosamente los ritos de la religión judía? Puede que no fuera francés, pero tampoco era ruso. No hablaba más que yiddish, y su madre, una armenia gorda y amarilla como un membrillo, nunca había llegado a comprenderlo del todo.

¿Quiebra? ¿Usura? Al anciano señor Hire no le llovían precisamente los encargos para confeccionar trajes nuevos. Por lo general se dedicaba a recomponer trajes viejos. O a hacer ropa para niños con las perneras de pantalones viejos. Y en ocasiones aceptaba que se retribuyera su trabajo con vales del Monte de Piedad.

Su madre se hinchó de tal forma que durante los últimos años de su vida ni siquiera podía moverse, y el joven Hire y su padre tenían que llevarla a la cama en brazos todas las noches.

—Le aseguro, señor comisario…

—Un momento. Usted eligió Francia y, por lo tanto, es francés. Pero lo declararon inútil para el servicio militar por insuficiencia cardíaca.

Le echó una rápida ojeada, que parecía destinada a medir la anchura de sus hombros, a evaluar su capacidad torácica y a calibrar la flacidez de sus carnes.

—¿Ha estado enfermo alguna vez?

—No he tenido enfermedades graves, pero…

—¿Qué hizo usted después de la quiebra, cuando su padre murió?

Daba la impresión de que el comisario se aburría; seguía hojeando papeles, que leía mientras el señor Hire contestaba.

—Era vendedor en una tienda de confección en la Rue Saint-Antoine.

—Voceador, para ser más exactos. O pregonero. Se dedicaba usted a parar transeúntes por la calle para convencerlos de que entraran. ¿Me quiere explicar por qué abandonó esta profesión que, al fin y al cabo, resultaba bastante honorable?

El señor Hire palideció como si lo estuvieran obligando a confesar un crimen.

—En invierno pasaba frío, y…

—Mucha gente pasa frío y sigue siendo honrada.

—Yo…

Olvida usted, señor Hire, que lo metieron seis meses en la cárcel por escándalo público —señaló el comisario. El señor Hire no dijo nada. Ya no podía decir nada. No merecía la pena. Sin embargo, en lugar de apartar la mirada de su oponente, la clavaba en él como un animal apaleado que se preguntara el porqué de la maldad de los hombres—. Hace seis años se estableció usted como editor en la Rue Notre-Dame-de-Lorette. Editor, claro está, es mucho decir. Su especialidad eran los libritos más o menos licenciosos y también lo que ustedes los profesionales llaman obritas de látigo y tacones. Uno de esos volúmenes le reportó un juicio y seis meses de prisión. Pero ahora eso carece de importancia. Al fin y al cabo, no fue usted quien montó el negocio. Usted se limitó a adquirir el fondo editorial por treinta mil francos. ¿Podría decirme de dónde sacó esos treinta mil francos? —El señor Hire no se inmutó; ni siquiera intentó hablar—. Ocho días antes estaba muriéndose de frío en la Rue Saint-Antoine y lo que ganaba apenas si le alcanzaba para comer, y aun así pagó el fondo al contado.

—Tenía a alguien detrás.

—¿Quién?

—No puedo decírselo. Alguien me pidió que llevara la empresa en su nombre. Yo era el gerente.

—Y fue usted quien acabó en la cárcel. ¡Perfecto! Sea como fuere, lo soltaron un mes antes del cumplimiento de la pena por buena conducta. ¿Qué hizo usted entonces? —El comisario ya tenía otro papel bajo los ojos—. Una manera tan sucia como legal de estafar a la gente. El timo de la cajita de pinturas y de los cien francos diarios sin necesidad de dejar el trabajo. Capta a gente humilde por medio de anuncios por palabras y, como a pesar de todo les envía algo a cambio del dinero, no puede imputársele delito alguno. Dígame pues, señor Hire o Hirovitch, ¿acaso no había venido a darme su palabra de honor?

—No he matado a nadie. Tiene usted que comprender que yo no soy un asesino. No tenía necesidad de dinero y…

¡No vaya usted tan deprisa! Nada demuestra que la pobre mujer fuera asesinada por dinero. No sería la primera vez que un caballero solitario se dedica de pronto… —El señor Hire se había levantado, blanco como un papel y sin aliento—. Siéntese. Todavía no voy a detenerlo. Una pregunta más: ¿cuenta usted con buenas amigas? ¿Podría mencionarme a dos o tres, o incluso a una sola? —inquirió el comisario; el señor Hire negó con la cabeza—. ¿Lo comprende? Se ha pasado años publicando cochinadas para viejos verdes. No tiene ni mujer ni amante. Ya sé lo que va a decirme, conozco la casa que frecuenta de vez en cuando. Pero precisamente las señoras que trabajan en esa casa lo encuentran a usted raro e inquietante. Y los inquilinos de su edificio llaman a sus hijas, e incluso a sus hijos, cuando juegan demasiado cerca de usted. Abra los ojos de una vez, señor Hire. Le daré un buen consejo: búsquese un abogado y cuéntele la historia de su vida; así pedirá que lo examine un psiquiatra y… —Boquiabierto, el señor Hire trataba en vano de protestar—. Supongo que no tiene nada más que decirme por hoy, ¿verdad? Firme la declaración. Puede releerla. —El comisario tocó un timbre y le preguntó al chico de la oficina—: ¿Tengo más visitas?

—No.

Y salió sin más, mientras el inspector joven le tendía una pluma al señor Hire con una indiferencia absoluta. —Su sombrero está en la silla.

—Gracias. Perdón.

En la oficina del sótano de la Rue Saint-Maur, el señor Hire se miró en un pedazo de espejo, a la luz de la bombilla, temeroso de descubrir en su rostro alguna anomalía. ¡Pero no! Tenía el pelo muy oscuro, de un negro azabache, como su madre. Llevaba el bigote delicadamente rizado con tenacillas, y tenía los labios bien dibujados y de un rosa encendido. Estaba algo rechoncho, pero eso no le impedía mantenerse ágil y flexible y ser el imbatible campeón del juego de bolos en el club.

Recordó a su padre, sentado por la noche en el umbral de la tienda de la Rue des Francs-Bourgeois, deslizando sus delicadas manos por la larga barba blanca. Era tan flaco y pálido como un profeta, de modales graves y parsimoniosos, y podía pasarse horas y horas hablando solo, en voz baja y para sus adentros, sentado a la mesa de sastre.

¿Cómo iba a ser un granuja? Si eran incapaces de comprender algo tan sencillo, ¿cómo iban a entender ninguna otra cosa?

Sin apenas fuerzas y con un sentimiento de vacío, el señor Hire hizo mecánicamente cuarenta y dos paquetes, con las correspondientes etiquetas y formularios para el envío por correo.

Cuando a las siete y diez regresó a su casa, la portera, que estaba en el pasillo, se metió precipitadamente en la portería sin saludarlo. Un niñito que subía la escalera echó a correr y aporreó la puerta de su casa con las dos manos.

El señor Hire encendió el fuego, puso en hora el despertador y, uno tras otro y en el mismo orden de siempre, hizo todos los gestos cotidianos. Mientras se calentaba el agua para el café, puso la mesa, recogió las migas que habían caído al suelo la noche anterior e incluso buscó un clavo viejo para quitar las porquerías que se habían alojado en los intersticios del entarimado.

Los ruidos eran los mismos de todos los días, a los que se sumaba ahora el repiqueteo de la lluvia en un canalón situado muy cerca de la ventana. El bebé de arriba debía de estar enfermo; vino el doctor y luego se oyeron susurros en el rellano e incluso en la escalera, pues el padre se resistía a soltar al médico y lo seguía escaleras abajo intentando arrancarle la verdad.

El señor Hire fregó los platos y restregó los cuchillos con un estropajo. Hasta diez veces pasó por delante del lavamanos, y diez veces se miró en el espejo con suspicacia, ora obligándose a sonreír para estudiar la sonrisa, ora mirando al frente con severidad.

Cuando por fin se sentó estaba tan cansado como si se hubiera pasado el día entero jugando a los bolos. Pero tampoco podía quedarse sentado, y no tardó en dirigirse hacia el ropero. Sacó una caja de zapatos, la colocó sobre la mesa y vació en esta todo su contenido.

Había un montón de fotos y papeles viejos y, en un billetero cerrado con un elástico rojo, un puñado de bonos del Tesoro.

Alguien llamó a la puerta y, acto seguido, se oyó una voz de mujer:

—¡Soy yo! —Acababa de hacer la limpieza de la tienda y todavía tenía las manos enrojecidas y húmedas—. ¿Puedo pasar a desearle las buenas noches? —Se había echado un abrigo sobre los hombros para atravesar el patio y lo dejó caer en una silla—. ¿Han vuelto a molestarle hoy? —Se comportaba con familiaridad y sencillez. Al acercarse a la mesa, descubrió las fotografías y, tras coger una, levantó los ojos hacia su compañero—. ¿Qué es esto?

—Mi clase, en la escuela municipal.

—Y ¿dónde está usted?

Había unos cincuenta alumnos repartidos en cuatro filas y rodeados de plantas verdes. Todos iban endomingados, y algunos estaban erguidos y con la cabeza alta mientras que otros miraban el objetivo con una timidez que dejaba traslucir su aprensión.

—Aquí —repuso el señor Hire, señalando con el dedo.

—¿Qué edad tenía?

—Once años.

¡Once años! Y ya no parecía un niño, aunque tampoco era un adulto. Un simple vistazo a la fotografía bastaba para distinguirlo de los demás.

No era más alto que los otros, pero la gordura había borrado cualquier rasgo infantil. Las pantorrillas desnudas eran enormes y algo torcidas y las rodillas desaparecían engullidas por la grasa. Tenía papada y, en medio de aquella cara abotargada, los ojos cobraban una expresión ensimismada y triste.

Le habría resultado imposible jugar con los otros niños en el patio o en el cobertizo, e incluso mantener con los demás relaciones normales, pues a esa edad era ya un anciano grave y asmático.

—Desde luego, ha adelgazado mucho.

Era verdad. Al envejecer, el señor Hire había desarrollado una corpulencia normal, y lo único que quedaba del retrato era esa extraña flacidez, las equívocas redondeces y los labios excesivamente dibujados en ese semblante fofo.

—¿Estaba enfermo?

—No. Lo heredé de mi madre.

No miraba a la criada. Tampoco miraba ya el espejo. Dos veces tendió la mano con la intención de recuperar la fotografía.

—¿Tiene más?

Tenía más, pero las ocultó metiéndolas rápidamente en un sobre y no dejó en la mesa más que el billetero atado con la goma. Con la vista clavada en la nuca pelirroja de Alice, que estaba muy cerca de él, dijo de repente:

—Lo he pensado mucho y solo veo una solución. ¿Quiere usted marcharse conmigo? —La criada volvió lentamente la cabeza y lo miró aturdida y sin decir palabra. Él soltó entonces la goma con gestos nerviosos, desplegó el billetero y alineó los bonos del Tesoro sobre la mesa—. Hay ochenta mil francos. Y seguiré ganando más.

De una forma tan sencilla e inesperada que hasta él estaba desconcertado, había ocurrido lo que se le antojaba el momento más extraordinario de su vida, el punto culminante de su existencia. Sin embargo, todo sucedía sin solemnidad ni emoción. Alice se sentó en el borde de la mesa y le puso las manos en los hombros.

—¡Pobre amigo mío!

—¿Qué?

—¡Nada! ¡Qué más quisiera yo! Vivir aquí no es precisamente divertido. Pero…

—Pero ¿qué?

—Pues… ¡todo! —replicó ella; se alejó hacia el otro lado de la habitación y cambió de sitio el despertador—. En primer lugar, Émile no nos dejaría marchar. Tarde o temprano daría con nosotros. Y no vacilaría en…

—Ya he pensado en ello. Pero no hay nada que temer. —Con los ojos desorbitados, Alice se quedó petrificada, a la espera de que él continuara; el señor Hire volvió a meter los bonos en el billetero mientras explicaba con voz vacilante—: Supongamos que primero nos vamos a Suiza, cada cual por su lado. Y en cuanto pasamos la frontera, ponemos un telegrama.

—¿A la policía? —exclamó ella, dando un respingo.

—Sí —respondió él con absoluta naturalidad—. A él lo detienen, y nosotros volvemos después de que lo hayan juzgado.

Alice procuraba contenerse. Miraba al suelo con inquina al tiempo que trataba de restablecer el ritmo normal de su respiración. Veía las dos zapatillas y los bajos del pantalón del señor Hire. Tuvo que tragar saliva dos veces antes de poder levantar la cabeza y esbozar una especie de sonrisa.

—Todavía no estoy segura —replicó con suavidad.

—Es la única solución. Lo he pensado mucho. Y ahora es usted quien tiene que pensarlo. —Dio unos pasos hacia ella y le cogió la mano entre las suyas, que estaban calientes y húmedas—.

¿Confía usted en mí? Me parece que podría hacerla feliz —aseguró. Ella era incapaz de decir palabra; la mano le colgaba inerte del brazo y tenía los ojos muy abiertos—. Podríamos vivir en el campo. —Sus manos subieron por el brazo desnudo hasta llegar al codo, y se acercó más a ella—. Piense en ello hasta mañana y… —De pronto apoyó la mejilla en el hombro de la criada. Ella lo veía reflejado en el espejo, con los ojos cerrados y una tenue sonrisa en los labios entreabiertos—. ¡No diga que no todavía!

La parte de su mejilla que rozaba la piel de Alice era la más caliente, la más sonrosada.