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«A su señoría el fiscal de la República… A su señoría el fiscal de la República… A su señoría el fiscal de la República… A su señoría el fis…».

El señor Hire rompió el secante rosa en pedacitos, los echó a la estufa y se quedó un momento contemplando las llamas. Había trabajado mucho. Como cada lunes, las respuestas a sus anuncios eran numerosas, porque la gente sencilla aprovechaba la mañana del domingo para escribir. Y, además, aún no había abierto la correspondencia del sábado.

A solas en el sótano, había atado ciento veinte paquetes, y había necesitado hacer tres viajes para llevarlos a correos. El ejercicio le sentaba bien. En el tercer trayecto casi se había sonreído al ver en un escaparate la desalentada silueta del inspector que lo seguía. No se trataba del mismo de siempre, sino de un tipo bajito, barbudo y con los dientes picados que se había pasado todo el día tiritando con el cuello del abrigo alzado frente al número 67.

«A su señoría el fiscal de la República… A su señoría el…».

Durante las dos horas que habían transcurrido desde que acabara su trabajo, el señor Hire había estado haciendo dibujos en el secante y escribiendo palabras que no tardaba en tachar. Ahora, acababa de renunciar repentinamente a encontrar una idea, cualquier estratagema hábil y sutil que acertara a desviar las sospechas de la casa de Villejuif.

Un poco antes de la siete, se aseguró de que la estufa se apagaría poco a poco, giró el interruptor y salió con la carpeta negra bajo el brazo. El hombrecillo estaba de pie en la esquina, tratando de fingir que tenía una cita. Recorrió el Boulevard Voltaire muy pegado a las casas y ocultándose detrás de un transeúnte cada vez que el señor Hire se volvía. Seguramente habían olvidado decirle que no era necesario tomar tantas precauciones.

Se diría que era un hombre casado, un padre de familia, y algo imposible de definir sugería que la fortuna no le sonreía. Cuando el señor Hire entró en el restaurante donde guardaba su propia servilleta en un casillero, el policía se quedó fuera y pasó dos o tres veces por delante de la cristalera empañada, a través de la cual se desdibujaba como un fantasma.

El menú estaba escrito con tiza en una pizarra grande, los manteles eran de papel, las mesas muy pequeñas, y las mujeres que servían llevaban un uniforme de color blanco y negro.

Mientras comía morcilla con patatas, el señor Hire seguía absorto en sus pensamientos y no levantó la cabeza más que para decir con una voz que resultó extraña:

—Vino tinto.

Era la primera vez. Nunca había bebido nada que no fuera agua o café con leche.

—¿Una jarra?

La jarra dejó una mancha con reflejos de color rubí en el papel blanco de la mesa. El señor Hire se sirvió un poco de vino en el vaso y añadió agua hasta obtener una tintura rosa. Cuando se lo llevó a los labios sorprendió las miradas que intercambiaban las camareras; siguió bebiendo, pero el impulso se había perdido, el placer se había estropeado. Sonrió con ironía.

Cuando salió, el policía estaba enfrente, en un bar iluminado, mojando un cruasán en el café con leche. El señor Hire vio que se metía medio cruasán en la boca, hurgaba en sus bolsillos y tiraba apresuradamente unas monedas sobre la barra.

Un autobús pasó muy cerca de la acera. El señor Hire habría podido saltar a la plataforma y dejar al inspector con un palmo de narices. Pero no lo hizo. Se puso a caminar sacando el vientre, porque había comido mucho, y sobre todo porque era consciente de la importancia de cada uno de sus gestos.

No iba lejos. Cerca de la Place Voltaire, un gran café iluminaba casi cien metros de bulevar. El señor Hire entró, y a medida que se adentraba en el tumulto sacaba más el pecho y sostenía la carpeta con más firmeza, al tiempo que en sus labios empezaba a flotar una sonrisa.

A la izquierda del café había un cine que pertenecía a la misma empresa y que anunciaba el inicio de la sesión con un timbrazo ininterrumpido. Se oía por doquier. El salón en el que entró el señor Hire era inmenso. A un lado la gente comía; al otro, las mesas, cubiertas con tapetes rojos, estaban ocupadas por jugadores de cartas. Más allá, al fondo, había seis billares iluminados por focos verdes, y varios hombres en mangas de camisa daban vueltas alrededor de ellos con aire ceremonioso.

Mujeres y niños aguardaban a que el padre acabase su partida. Cuarenta camareros corrían entre las hileras de mesas exclamando:

—¡Cuidado!

Y, sobre una tarima, un pianista, un violinista y una violonchelista anunciaban la pieza que se disponían a tocar colgando unos números de cartón en una varilla de cobre.

El señor Hire se abrió paso dando saltitos. Al pasar por delante de la caja, el gerente le dedicó un saludo personal.

Se seguía oyendo el timbrazo del cine, la orquesta que afinaba, el entrechocar de las bolas de billar, pero a través de una puerta abierta llegaban otros ruidos, el sonido de algo que rodaba seguido de una especie de trueno.

El señor Hire se encaminó hacia el lugar de donde procedía el trueno. Franqueó una puerta, más allá de la cual no había ya luces rutilantes, sino la iluminación escasa y sobria de una fábrica o un laboratorio. Se quitó el sombrero y el abrigo, le dio la carpeta al camarero y pasó por el lavabo, donde se peinó un poco y se lavó las manos.

Cuando salió, el policía ya se había decidido a entrar. Se había sentado a una mesa, en un rincón, sin atreverse a quitarse el abrigo. Debía de sentirse incómodo, incapaz de dilucidar si se encontraba en un lugar público o privado.

La sala era cuadrada y estaba cubierta por una vidriera. En unas pocas mesas se veían vasos de cerveza, pero no había nadie sentado a ellas.

La gente se agrupaba algo más lejos, cerca de los cuatro juegos de bolos. De la pared colgaba un cartel: CLUB DE BOLOS VOLTAIRE.

El señor Hire se abrió paso con la soltura de un bailarín y tendió la mano, que todos estrecharon. Sí, todos estrechaban la mano del señor Hire; incluso los jugadores que sostenían con los dedos una bola grande provista de círculos de hierro suspendían un instante la partida. Todos conocían al señor Hire. Todos le decían algo.

—Lo estábamos esperando.

—Tiene el número cuatro.

Los hombres no llevaban chaqueta; el señor Hire se quitó la suya y la dejó en una silla, bien doblada, no sin antes dirigirle una mirada al policía bajito que estaba solo allí detrás, sentado a uno de los veladores verdes.

—¿Qué le pongo, señor Hire?

Era el camarero, que también lo conocía.

—Que sea un cúmel.

¡Mala suerte! Estaba decidido. Mientras aguardaba su turno, seguía las jugadas con una mirada un tanto desdeñosa, y en cierto momento el policía lo oyó tararear el vals que la orquesta interpretaba en el salón.

—¡Le toca a usted!

El señor Hire se volvió hacia el inspector y, con un suspiro de satisfacción, le dijo a su compañero:

—Empiece usted, por favor.

Buscó su bola habitual entre las grandes, la reconoció, la sopesó y la hizo bascular tres o cuatro veces antes de colocarse muy lejos de la pista sobre la que tenía que deslizarse la bola antes de alcanzar su objetivo. Su adversario había derribado cinco bolos.

Con el cuerpo doblado hacia delante y el brazo colgando, el señor Hire aguardaba a que volvieran a ponerlos en pie; entornaba los ojos y tanteaba el suelo con el pie derecho como un corredor dispuesto a tomar impulso. Veinte personas estaban pendientes de él. Tenía los mofletes sonrosados y los labios entreabiertos.

De repente, echó a correr dando saltitos rápidos. Parecía que la pesada bola lo arrastraría pero, en un momento dado, se desprendió de su mano y salió despedida a lo largo de la pista, con un pausado y constante movimiento de rotación. En cuanto alcanzó el primer bolo empezó a comportarse como una peonza, o más bien como si estuviera dotada de inteligencia. Cualquiera habría jurado que cambiaba de rumbo en su afán de derribarlo todo.

Solo quedó en pie un bolo. El señor Hire arrugó el entrecejo y se secó las mejillas húmedas con el pañuelo.

El camarero le tendió el cúmel, que bebió distraídamente a pequeños sorbos antes de recoger la bola que le devolvían. Sus ojos medían, calculaban, maquinaban. Con el ceño fruncido, tomó impulso, soltó la bola y golpeó el suelo con el pie, pues también esta vez uno de los nueve bolos quedó en pie.

—Está usted poniéndose nervioso —le dijo el secretario del club, que era subjefe de departamento en un ministerio.

El señor Hire no contestó. No disponía de tiempo para hacerlo. Una vez más, se secó las manos, esmerándose entre los dedos, y aprovechó para enjugarse la frente y la nuca.

—¡… han! —soltó en el momento en que la bola se separaba de su cuerpo.

No hizo falta seguirla con los ojos, pues la gente estalló en aplausos. Y él, sin decir palabra, fue a recoger la bola al extremo del canalón por el que regresaba, dobló el cuerpo y corrió a pasitos cortos.

—¡Nueve!

El ruido que hacían los nueve bolos al caer era un fragor glorioso, tanto más glorioso cuanto que lo precedía un momento de ansiedad al oscilar el último bolo como si se resistiera a caer.

—¡Otra vez nueve!

¡Derribó los nueve bolos cinco veces seguidas, una detrás de otra! Estaba sin aliento, tenía la barbilla bañada en sudor y el cabello pegado a las sienes.

Había terminado. Sonriente, volvió a ponerse la chaqueta por miedo a coger frío y luego se acercó a sus compañeros.

—¿Tengo que hacer otra partida?

—Dentro de un rato, contra Godard.

No inició conversación alguna. Desenvuelto y con el pañuelo entre las manos sudorosas, iba de una partida a otra, contemplaba el lanzamiento de las bolas y daba su amable aprobación a tiradas que solo derribaban cuatro o cinco bolos.

La luz, la temperatura, la austeridad del lugar y la expresión grave de todos los hombres evocaban una sala de esgrima o un picadero. Era un asunto serio. No había una sola mujer. Al otro lado de la puerta, los jugadores de billar se movían en la sala común, en medio de la música y de los niños que correteaban alrededor de los tapices verdes. Algo más lejos, las mujeres de los jugadores de cartas se habían reunido con ellos y les decían:

—¿Por qué no cortas?

Y aún más allá estaba el cine. Entre esos muros había tal vez tres mil personas que bebían, comían, jugaban y fumaban, y los ruidos se superponían sin confundirse, sin ahogarse, desde el débil tintineo que sonaba cada vez que se servía un vaso hasta el campanilleo de la caja registradora, al que precedía el crepitar metálico de la manivela.

¿Dónde se había metido el policía bajito? En la zona de los veladores verdes no quedaba ya nadie. Solo su sombrero permanecía en la silla.

Con las manos en los bolsillos, el señor Hire hizo la ronda por la sala y, en cuanto tuvo al alcance de la vista lo que había al otro lado de la puerta abierta, descubrió al inspector, que conversaba con el camarero. Sonrió y consultó la hora en su reloj.

—¿Dice usted que siempre se pasa por aquí el primer lunes de cada mes?

—Es el día del club. Hay quien también viene a entrenarse los demás días, pero él nunca lo hace. —El camarero estaba asombrado y observaba al inspector con suspicacia—. Siendo usted un policía, debería conocerlo, puesto que él también lo es y seguro que está bien situado en el cuerpo.

—¡Ah! Entonces, ¿ha dicho él que es de la policía?

—Así lo creía todo el mundo mucho antes de que él lo dijera. Tiene toda la pinta.

—¿Hace mucho tiempo que forma parte del club?

—Tal vez dos años. Lo recuerdo porque ya entonces era yo el encargado de servir en la bolera. Una noche, entró tímidamente, como usted, y me preguntó si esto era un lugar público. Se sentó allá, con la carpeta en el regazo, y pidió un cortado. Tanto le fascinaba el juego que se quedó dos horas sentado, y después de que se marchara todo el mundo puso los bolos en pie y probó varias veces él solo. Se puso rojo cuando me vio, y yo mismo le aconsejé que se inscribiera, ya que solo cuesta treinta francos al año, ¿sabe?

El señor Hire los observaba desde lejos.

—¿Y fue él quien habló de la policía?

—Nos pasamos meses preguntándonos a qué se dedicaría. No habla mucho. Incluso ahora que es el mejor jugador del club no se ve con los otros socios fuera de aquí. Y un buen día, el tesorero apostó a que había acertado y le planteó la pregunta a quemarropa.

—¿Qué pregunta?

—Le dijo: «Es usted un pez gordo de la policía, ¿verdad?». Al señor Hire se le subieron los colores, y eso mismo probaba que era cierto. Como sabíamos que a los policías suelen darles entradas para el teatro, le pedimos algunas, y casi siempre nos las trae.

Cuando el inspector volvió a la bolera, el señor Hire estaba a punto de acabar la segunda partida y, como en ella se decidía el campeonato mensual, todos se habían congregado a su alrededor. Esta vez el premio era una pava, que el tesorero había colocado sobre una mesa cerca de la pista. Algunos se acercaban desde el billar para asistir al final del torneo.

El señor Hire iba y venía en mangas de camisa, con el bigote atusado y los labios rojos. Ejecutaba todos sus movimientos con una soltura sobrenatural. Ponía los pies en el suelo en el lugar exacto donde debía ponerlos. Impulsada por su brazo la bola describía un arco de perfección geométrica.

Mientras aguardaba a su marido, la mujer del presidente se abrochaba los guantes de hilo gris y contemplaba la pava, cuya piel amarilla había acariciado.

—¡Nueve!

Todo se sucedía con una precisión matemática. El señor Hire no veía a nadie; la gente no era más que un decorado, un fresco situado a cada lado de la pista de juego. Mientras esperaba a que pusieran los bolos en pie, se aventuró a tirar la bola al aire con un ademán indolente y a cogerla al vuelo con los tres dedos. El inspector era uno de los espectadores más próximos, y quizá fue su presencia la que movió al señor Hire a lucirse haciendo un triple molinete antes de tirar la bola.

—¡Nueve!

Entonces tendió la mano hacia el gentío y pidió, sin levantar la voz:

—Un pañuelo.

Le dieron un fular gris que se ató a la cabeza de forma que le tapara los ojos. Volvió a tender la mano y tanteó hasta dar con la bola.

—¡Ocho!

La gente estalló en aplausos mientras él se arrancaba el pañuelo y murmuraba, titubeante:

—¿A quién le toca?

Aún le quedaba un lanzamiento y seguía buscando algo extraordinario que intentar, por más arriesgado que fuera. Se sentía capaz de salir airoso de cualquier desafío. Ligero como un globo, ya no daba saltitos, sino auténticos brincos.

—Tres puntos más y la victoria es suya —anunció el secretario.

Permaneció un momento inmóvil, como si de repente le hubiera abandonado el valor, y entonces se encaminó hacia el extremo de la pista por el que tenía que partir la bola, se volvió de espaldas al juego y separó las piernas. Veía frente a él al infeliz del inspector. Levantó la bola hasta la altura de la cabeza y la proyectó hacia atrás, por entre las rodillas.

—¡Siete!

Todo el mundo hablaba a la vez. Todos se ponían las chaquetas y los abrigos. Todos se iban. El señor Hire se acercó a la mujer del presidente.

—Permítame que le regale… Señalaba la pava.

—Acepto encantada con la condición de que venga usted a comerla con nosotros.

—Tendrá que disculparme, pero eso es imposible. Mi trabajo…

Se había acabado. Nadie le prestaba ya atención. La gente se estrechaba la mano con aire distraído.

—¿Vendrá usted mañana?

Lo que ahora predominaba era el ruido de las bolas de billar. El camarero había apagado la mitad de las luces, como sucede en el circo no bien se acaba el último número; también aquí la luz se volvía polvorienta y reinaba el mismo vacío. Aun así, el señor Hire no había agotado todavía la vitalidad que se le había infundido. Iba y venía con las mejillas encendidas y los ojos brillantes, sin que nadie reparase en su presencia, y de pronto se plantó delante del inspector, que contaba el cambio que el camarero acababa de devolverle.

—¿Qué hay, buen hombre? —saludó el señor Hire; las palabras le habían salido espontáneamente, con énfasis, y una mirada protectora le animaba las facciones—. Menudo trabajito tiene que hacer por mi culpa, ¿verdad?

A pesar de todo, los labios le temblaban, no tanto de miedo como de excitación. Tampoco el policía debía de sentirse mucho más cómodo porque, después de toser tapándose la boca, balbuceó:

—¿Decía usted algo?

—¡Mi abrigo, Joseph! —prefirió decir el señor Hire. El presidente se lo llevó aparte.

—Mi mujer me ha dicho… ¿De verdad no quiere usted la pava? Podría ofrecérsela a algún amigo.

—Le aseguro que no… —afirmó él, sonriendo con frialdad.

Nadie habría acertado a explicar por qué aquello acababa siempre con una especie de desbandada. Ya no quedaba más que un grupo de cuatro o cinco miembros del comité que discutía los nuevos estatutos. Se limitaron a saludar desde lejos al señor Hire y, en cuanto les dio la espalda, todo fueron codazos y murmullos hasta que llamaron al camarero.

—¿Quién era el otro tipo?

—¿El bajito de la barba que llevaba un abrigo raído? Un inspector de la Súreté. Se miraron exultantes.

¿Qué os había dicho yo?

Con la carpeta bajo el brazo, el señor Hire atravesaba la sala nadando a contracorriente inmerso en la riada humana que surgía del cine. Aprovechando el entreacto, la muchedumbre invadió el café y zarandeó al señor Hire, que se quedó atrapado entre los codos. El sombrero salió despedido, y lo encontró un metro más allá, en precario equilibrio sobre el hombro de alguien.

Se detuvo titubeante al borde de la acera, bañado en la luz anaranjada del letrero luminoso. De no ser por los espectadores del cine que no querían tomar nada y permanecían de pie en la penumbra fumando un cigarrillo hasta que sonara el timbre, el bulevar habría estado desierto.

Dos metros más allá, también en el borde de la acera, el inspector se levantaba el cuello del abrigo y golpeaba el suelo con los pies para entrar en calor, porque empezaba a caer una lluvia fina y fría.

«A su señoría el fiscal de la República… A su señoría el fis…».

La silueta del señor Hire dejaba traslucir su indecisión. A su izquierda, oyó el ruido de un coche que se ponía en marcha y vio al presidente y a la presidenta sumidos en la trepidante atmósfera del interior del vehículo. La pava descansaba sobre el regazo de la mujer, envuelta de cualquier manera en una hoja de periódico.

Al pasar junto al señor Hire, el presidente lo saludó con la mano, pero su compañera ni siquiera lo vio.

Cinco taxis aguardaban en fila en medio del bulevar y el señor Hire levantó la mano. El primer taxista descendió del vehículo para abrirle la puerta y al rostro del inspector afloró una expresión de fastidio.

—A Villejuif, pasado el cruce. Ya le indicaré dónde tiene que parar.

El taxi olía a polvos de arroz y había un clavel marchito en el asiento. El señor Hire vio por la ventana al policía barbudo, que titubeó aún unos instantes antes de decidirse por fin a caminar hacia el metro.

El cúmel le daba ardor de estómago. Como cada primer lunes del mes después de jugar a los bolos, las piernas le temblaban.

El proceso de enfriamiento era gradual. Poco a poco, la temperatura del señor Hire se igualaba a la del coche. Conforme el febril nerviosismo y la vivacidad se apagaban, él se hundía hasta la nariz en el cuello del abrigo. Sin moverse de su asiento ni moderar la velocidad, el taxista abrió el vidrio de separación con una mano y, asomándose apenas, gritó:

—¿Tiro por la Porte d’Italie?

—Por donde quiera.

El vidrio se cerró con un chasquido. Y la ventanilla bajó un par de centímetros, por donde se colaba una corriente de aire helado.

«A su señoría el fiscal de la República…».

Bordearon el descampado donde la mujer había sido asesinada. El taxista debía de saberlo, porque aminoró la marcha para mirar hacia la valla. Como siempre, en la esquina de la calle había una muchacha, que siguió el coche con una mirada indiferente.

A la portera le costó despertarse; en cuanto el señor Hire pronunció su nombre al pasar frente a la portería, oyó que alguien se removía en la cama. Subió despacio los cuatro pisos, y para cuando llegó a su rellano la luz ya se había apagado.

Al abrir la puerta de su casa frunció el ceño, sorprendido por algo fuera de lo normal. La oscuridad no era absoluta. Había un reflejo rojizo en el piso, un ligero ronroneo y vaharadas de calor.

En cuanto dio la luz, descubrió que el fuego estaba encendido y que la cafetera humeaba sobre la estufa. La cama estaba abierta. Y en el centro de la mesa había un jarro con cuatro o cinco flores, bastante tristonas, a decir verdad, pues en Villejuif apenas se vendían otras flores que las de cementerio.

El señor Hire cerró la puerta y, antes de quitarse el abrigo, se dirigió a la ventana y levantó uno de los papeles grises. Enfrente, la luz estaba encendida, aunque Alice ya se había dormido. El libro había caído sobre la colcha. Tenía los ojos cerrados y la respiración le levantaba el pecho a intervalos regulares; el brazo doblado bajo la cabeza dejaba al descubierto el vello rojizo del sobaco.

«A su señoría el fiscal de la República…», se repetía, consumido de excitación e impotencia. «A su señoría el fis…».

Con un gesto frenético, se pasó la mano por el cabello a contrapelo y empezó a quitarse la ropa, mirando ora las flores, ora la cama, ora la estufa encendida.

Volvió a la ventana. Alice había estirado el brazo. Ahora estaba boca arriba y había retirado la colcha. Los pechos, grandes y apretados, despuntaban por debajo del camisón.

La noche anterior se había tendido en la cama del señor Hire. Y allí fue donde él se sentó para quitarse los calcetines; luego anduvo descalzo para cerrar a medias la llave de la estufa y retirar la cafetera, que estaba ardiendo.

Acto seguido, volvió a colocar bien el papel gris, tras una última mirada de reojo, y apagó la luz. La cama chirrió. Un estruendo considerable atravesó el espacio desde el lado de la carretera: era el camión del servicio urgente de Lyon, que circulaba a cien kilómetros por hora con ocho toneladas de carga. La taza vibraba aún en el platillo después de que el ruido se hubiera desvanecido.

Hubo de pasar una hora antes de que la respiración del señor Hire se regularizara. La mano le colgaba fuera de la cama. Cada vez que el aire salía por entre los labios producía un ruidito, un casi imperceptible pfff…, y los pelos de la parte inferior del bigote se estremecían.

Aún dormía cuando, como cada mañana, la criada se levantó a las seis, apagó la alarma del despertador y se vistió sin lavarse, con los ojos hinchados de sueño y la boca pastosa, para ir a limpiar la tienda y colocar las botellas de leche junto a las puertas.