5

El señor Hire no se movía. La criada, que seguía viendo el ojo, hizo un esfuerzo por mantener la sonrisa y, tras asegurarse de que no había nadie en la escalera, balbuceó:

—Soy yo.

El ojo desapareció y, a través de la cerradura, se vio una especie de velo. Sin duda se trataba de la silueta del hombre, que había vuelto a enderezarse; aparte de eso, ni un ruido, ni un movimiento. La criada taconeó con impaciencia y, al advertir que la cerradura volvía a estar iluminada, se agachó a su vez.

El señor Hire ya se había alejado; estaba a tres metros, junto a la mesa, mirando fijamente la puerta. Tenía la expresión dolorida de un enfermo que aguarda la siguiente crisis conteniendo la respiración. ¿Veía él también el ojo que estaba detrás de la cerradura?

La criada tuvo que marcharse, pues alguien bajaba la escalera. Cuando llegó a la portería, ya había tenido tiempo de adoptar una sonrisa que, sin embargo, no consiguió prestarle a sus labios carnosos un aire displicente.

—¿Eres tú, Alice?

La portera, que estaba desnudando a su hija, le daba la espalda. Sentado junto a la estufa y con el molinillo de café entre las rodillas, el inspector le dirigía a la criada una mirada inquisitiva.

—¿Le ha visto?

Ella se sentó en el borde de la mesa y se encogió de hombros; por encima de las medias enrolladas, se adivinaba la carne de los muslos.

Me apuesto lo que sea a que está loco —dijo. Y la portera, sin volverse ni soltar la aguja que sostenía entre los dientes, replicó:

—¡Un loco que sabe muy bien lo que hace! —Empujando a su hija hacia el fondo de la garita añadió—: Tú, vete a la cama.

Estaba cansada. Le cogió el molinillo al inspector.

Gracias. Es usted muy amable.

Se habían acostumbrado el uno al otro. El policía, que llevaba quince días vigilando el barrio, había adoptado la portería como refugio. Siempre había un poco de café caliente en una esquina del fogón. Él mismo traía de vez en cuando un litro de vino o unas galletas.

Alice balanceaba una de sus vigorosas piernas, clavando en el suelo una mirada malhumorada.

—¿Ha vuelto ya mi patrona?

—Hace una hora, con su cuñada de Conflans.

La portera se sentó y reanudó la conversación con el inspector en el punto en que la había dejado. Se había vuelto a poner las gafas y una expresión reflexiva se había apoderado de su semblante.

—Compréndalo usted, yo juraría que no me equivoco, pero de ahí a asegurarlo… Aquel sábado, él regresó a la misma hora de siempre. El único día que vuelve tarde es el primer lunes de cada mes. No lo vi volver a bajar y, sin embargo, por la noche le abrí la puerta.

—¿Para salir?

—No, para entrar, precisamente.

Cuando reflexionaba de ese modo parecía ganar agudeza.

Alice no había dejado de balancear la pierna, cuyo vaivén seguía maquinalmente la mirada del inspector. Hacía calor. El café caía del filtro gota a gota. La atmósfera era la típica de las tardes de domingo, con el cansancio que da el no trabajar, la falta de energía y los minutos que discurren con mayor lentitud que el resto de los días.

La criada tenía los riñones hechos fosfatina y los pies doloridos por culpa de los zapatos demasiado estrechos. Algunos inquilinos pasaban por delante de la portería y enfilaban perezosamente la escalera. Una mujer abrió la puerta.

—¿Ha venido mi suegra?

—A las tres. Dijo que ya se verían en el cementerio.

Alice, que observaba al inspector, preguntó con un cigarrillo sin encender entre los labios:

—¿No va usted a detenerlo?

La portera la fulminó con la mirada.

—Tú eres una viciosa —afirmó.

Y no estaba bromeando. Desaprobaba la silueta carnosa de la criada, sus brazos desnudos, su hoyuelo en la barbilla.

—Todavía no lo sabemos —suspiró el policía mientras le tendía una cerilla—. Necesitaríamos una prueba.

La portera frunció el ceño como si esas palabras solo le incumbieran a ella, como si le hubieran encomendado a ella la tarea de descubrir la prueba en cuestión.

—Si lo dejan suelto, volverá a las andadas. Eso salta a la vista. Yo no sería capaz de tocarlo ni por todo el oro del mundo. Con decirle que ni siquiera me atrevo a tocar la ropa que me baja cada miércoles para que se la lleve a la lavandería.

El inspector tiró el cigarrillo en el cubo del carbón. También él estaba cansado de no hacer nada, de esperar, de pasarse todos los días entre esa cocina y el cruce de Villejuif.

Pues enséñele esto —dijo, sacándose un sobre del bolsillo.

—¿Y qué es eso?

—Una citación del comisario, para el miércoles. Eso podría inducirlo a intentar algo.

—¿Tengo que ir?

Tenía miedo y, sin embargo, en cuanto cogió la carta cobró un aspecto amenazador.

—¡Ahora mismo voy!

La criada se levantó de la mesa y se encaminó hacia la puerta. El inspector la miró con insistencia, señaló a la portera, que salía, e incluso alargó la mano acariciadora. Quería quedarse a solas con ella, pero la criada hizo ver que no lo entendía y cruzó el patio deprisa, pues hacía más frío que nunca y el cuadrado de cielo que se veía en lo alto tenía un tono gris plateado, a pesar de que era de noche.

Sumida en la oscuridad de la habitación y arrodillada en la cama para ver mejor, Alice no alcanzó a oír los golpes de la portera en la puerta de enfrente, pero los adivinó al ver estremecerse al inquilino. El señor Hire recortaba con unas tijeras unas grandes hojas de papel gris que había desplegado sobre la mesa. Se había quitado el cuello postizo y los zapatos.

Con las tijeras en la mano, se volvió hacia la puerta y retrocedió un poco. Luego, se precipitó hacia la cerradura andando de puntillas y pegó el ojo a ella.

En el rellano, la portera debió de impacientarse y decir algo. En efecto, el señor Hire se enderezó, se abrochó la chaqueta, entreabrió la puerta apenas unos centímetros y tendió la mano de forma que no se le viera. Se oía el violín del tercero, y la radio que los vecinos habían enchufado al volver a casa.

No bien hubo cerrado la puerta, el señor Hire examinó el sobre, y le dio un montón de vueltas sin abrirlo; después fue a coger un cuchillo en el armario del hornillo, cortó despacio el papel y desplegó la hoja.

No gesticuló. Sus rasgos no se alteraron. Se limitó a sentarse cerca de la mesa, con la mirada clavada en los papeles grises que había estado recortando. No oía ni los coches que circulaban por la carretera, ni el violín, ni la radio. Estaba inmerso en un rumor impreciso, un zumbido que tanto podía ser el de la estufa como el de su propio pulso.

Alice había abandonado su puerta de puntillas. Ahora, de pronto, el señor Hire levantó la cabeza y vio iluminarse, en el lado opuesto del patio, la habitación de la criada. Nunca había distinguido los detalles con tal precisión. La muchacha entró, cerró la puerta con violencia y, sin detenerse un instante, se echó en la cama completamente vestida y con la cabeza hundida entre los brazos.

Tampoco esta vez se inmutó el señor Hire. Ella yacía boca abajo. Las convulsiones que le agitaban todo el cuerpo le movían el trasero de una forma muy erótica. Pero lo que se le estremecía con mayor violencia eran los hombros, zarandeados por las furiosas patadas que le daba al edredón rosa.

Lloraba. Sollozaba. El señor Hire, hastiado por lo que debía de antojársele una incongruencia, tomó una de las hojas de papel gris de la mesa y la sujetó a la madera del marco con cuatro chinchetas de forma que tapara uno de los tres cristales; pero continuaba viéndola a través de los otros dos. Trabajaba despacio. Los labios se le entreabrían como si hablara consigo mismo.

Alice se acurrucó, se volvió con un salto tan ágil y brioso como el de un pez, se puso en pie de un brinco, se arrancó con rabia la blusa de seda verde y dejó al descubierto la camisola blanca donde se apretujaban los pechos.

Con el pelo alborotado, se echó a andar. Fue de la cama al tocador, cogió un peine que lanzó hacia el lado opuesto de la habitación y en dos ocasiones buscó con la mirada al señor Hire.

Él había cogido un segundo papel gris y otras cuatro chinchetas, dos de las cuales ya estaban clavadas. Alice se puso a registrar febrilmente su bolso, como si temiera perder un solo segundo; al cabo, sacó de él un lápiz y arrancó un buen pedazo del papel rematado con puntilla que cubría una estantería.

El señor Hire retrocedió en dirección a la mesa, desde donde ya no veía nada. Pero apenas la había alcanzado cuando dio un paso adelante, al tiempo que movía la cabeza para mirar a través del tercer cristal, el único que aún quedaba libre.

La joven ya había acabado de escribir y, arrodillada en la cama, pegaba el papel al cristal, acechando con ansiedad la ventana de enfrente.

Veía que él intentaba esconderse, y chasqueaba los dedos como una colegiala impaciente.

No imaginaba que al señor Hire le resultaba imposible leer lo que había escrito, porque la luz iluminaba la hoja desde atrás y lo único que veía era un cuadrado oscuro.

Cada vez más nerviosa, la muchacha tamborileó con los dedos en el cristal; él dio un paso adelante y, receloso, se quedó quieto un buen rato. Por fin le hizo un gesto negativo con la mano, cogió el papel gris, retrocedió y lo sostuvo cerca de su propia lámpara.

Ella no lo entendió. Apuntó a su propia hoja con el dedo, y el señor Hire le señaló la lámpara con un gesto breve y todavía vacilante. Al ver que la criada se frotaba los ojos con la mano libre, fue hasta su propia ventana, colocó el papel igual que lo había hecho ella, retrocedió y lo izó a la altura de la lámpara.

La joven lo comprendió por fin. Saltó de la cama y mostró la hoja sujetándola con las dos manos. Gotas de sudor perlaban la frente y, sobre todo, el labio superior del señor Hire, bajo el bigote.

Frunciendo el oscuro y poblado entrecejo, leyó: «Tengo que hablar con usted sin falta».

Ella todavía blandía en el aire la hoja de papel, haciendo que los pechos se le levantaran y parecieran más grandes aún con el gesto, y dejando que se le viera el vello pelirrojo de los sobacos.

Al ver que el señor Hire retrocedía, ella volvió a abalanzarse sobre la ventana con una expresión de súplica, asintió repetidamente con la cabeza: «¡Sí, sí, sí!».

Él casi había desaparecido, pues al retirarse hasta el fondo de la habitación la joven dejaba de verlo. Regresó, retrocedió una vez más y, con expresión severa, señaló la habitación de enfrente con un solo dedo.

«No», negó ella con la cabeza. Y apuntó a su vez hacia la habitación del señor Hire sin aguardar la respuesta. Saltó de la cama, recogió la blusa y se la puso mientras se dirigía a la puerta. No obstante, volvió sobre sus pasos para mirarse en el espejo y, tras secarse la cara con una toalla, se empolvó un poco y se examinó los labios para cerciorarse de que el carmín no se le había borrado.

Presa de la ansiedad, el señor Hire sujetó con dos chinchetas la tercera hoja de papel, corrió al lavabo, vació la palangana, cerró el armario y se apresuró a tirar de la colcha que cubría la cama. Aún no se oía nada en la escalera. Se detuvo frente al espejo, se pasó el peine por el cabello, se dio unos golpecillos en la cicatriz y se atusó el bigote. Estaba a punto de ponerse el cuello postizo y la corbata cuando percibió que unos pasos se detenían en el rellano.

Respiraba tan fuerte que los hirsutos pelos del bigote le vibraban ostensiblemente. No miraba hacia la puerta, y le supuso un esfuerzo titánico decir:

—¡Adelante!

De súbito le llegó el olor de la criada, el mismo olor que en las tribunas de Bois-Colombes apenas había adivinado entremezclado con la brisa. Era un olor cálido, el aroma empalagoso de los polvos de arroz que se mezclaba con la fragancia, más picante, de un perfume; pero, por encima de todo, era su olor, el olor de la carne, de los fluidos, del sudor.

También ella respiraba con fuerza. Sorbió con la nariz, recorrió el apartamento con la mirada y descubrió por último al señor Hire, junto a la puerta que acababa de cerrar.

No se le ocurría nada que decir. Al principio, trató de sonreír e incluso pensó en tenderle la mano, pero era imposible tenderle la mano a un hombre tan inmóvil y distante.

—Hace calor en esta casa.

Y miró la ventana, obstruida ahora por los papeles grises. Se acercó a ella, levantó uno de los papeles ligeramente y vio su habitación y, sobre todo, la cama, que parecía estar al alcance de la mano. Cuando se volvió y tropezó con la mirada del señor Hire, se sonrojó violentamente, al tiempo que él volvía la cabeza.

Hacía un momento había fingido que lloraba, pero ahora los párpados le escocían de verdad y se le nublaban los ojos. Lejos de acudir en su ayuda, él dejó que se debatiera a solas en el vacío de aquella habitación donde el menor ruido reverberaba como no lo habría hecho en ningún otro lugar, y se dirigió hacia la estufa y se agachó para coger el atizador.

No había ya por qué esperar. Alice rompió a llorar y, como estaba al lado de la cama, se sentó en ella; luego se dejó caer de costado para apoyarse en la almohada.

—¡Qué vergüenza! ¡No se lo puede imaginar! —tartamudeó. Encorvado y con el atizador en la mano, él la contemplaba mientras los últimos restos de rubor desaparecían de sus mejillas. Seguía llorando. No se le veía la cara. Entre sollozos, balbuceaba—: Lo vio usted, ¿verdad? ¡Es espantoso!

¡Yo no sabía nada! Estaba como en sueños. —Entreabriendo apenas los dedos para mirar, lo vio dejar el atizador y ponerse en pie, todavía vacilante. Estaba empapada. El sudor le había mojado la seda de la blusa por las axilas—. ¡Se ve todo! Y yo, que cada día me desnudaba y… —Lloró más fuerte, mostrando la cara congestionada y la boca deformada en una mueca por el esfuerzo que le suponía hablar—. ¡No me importaría si…! Puede usted mirarme todo lo que quiera. Pero aquello tan espantoso… —Despacio, tan despacio que el proceso era imperceptible, el rostro inexpresivo del señor Hire cobraba vida, se volvía humano, reflejando ansiedad y compasión—. Pero ¡venga a mi lado! Me parece que será más fácil… —Y, no obstante, él permanecía junto a la cama, tan hierático como un maniquí. Le cogió la mano antes de que pudiera retirarla—. ¿Qué cree usted? Sabe mejor que nadie que era la primera vez que él venía, ¿verdad?

No tenía pañuelo, así que se secó con la colcha. Su cuerpo lleno y carnoso despedía un intenso calor, instalado allí en la habitación, sobre la cama del señor Hire, como un foco de vida exuberante. El señor Hire miraba el techo. Tenía la impresión de que todo el edificio oía el eco y percibía el pálpito de esa vida. En el piso de arriba, alguien andaba de arriba a abajo, con pasos regulares, meciendo obstinadamente el bebé en sus brazos, probablemente para dormirlo.

—Siéntese a mi lado.

Aún era pronto. Él todavía se resistía, luchaba por escapar del influjo de aquel cuerpo que se estiraba y se encogía, que se revelaba en todo su esplendor tanto al sollozar como al estremecerse por un espasmo.

Algo más tranquila, dijo con voz entrecortada:

—Solo era un amigo con quien salir el domingo…

El señor Hire, que siempre los seguía al fútbol o al velódromo si hacía buen tiempo, o al cine de la Place d’Italie si llovía, lo sabía perfectamente. Los veía encontrarse a la una y media en la misma parada de autobús. Alice se cogía del brazo de su compañero. Más tarde, ya entrada la noche, se detenían de vez en cuando bajo un porche y la mancha clara de sus rostros se confundía.

—¡Pero ahora lo odio! —exclamó.

El señor Hire miraba el lavamanos, el despertador colocado en la repisa de la chimenea, la estufita y todas las cosas que solo él acostumbraba manipular como si les estuviera pidiendo auxilio. Se derretía. Ya no podía dejar de deslizarse pendiente abajo y, pese a todo, aún le quedaba un vestigio de contención; conservaba la facultad de mirarse a sí mismo, y le disgustaba lo que veía al hacerlo.

También Alice lo estudiaba a hurtadillas, con una mirada que, de repente, en apenas un segundo, se volvió fría y lúcida.

—¡Confiese que estaba aquí! —Con los papeles grises, la ventana cobraba un aspecto lúgubre. Pese a que en la habitación de enfrente la lámpara seguía encendida, por encima de los papeles no se distinguía más que un débil halo de luz—. A menudo me olvido de echar el pestillo y apagar la luz antes de dormirme.

Ahora que ya no se lo pedía, el señor Hire se sentó en el borde de la cama, todavía con la mano apresada en la de Alice. Era verdad: aquel sábado, se había quedado dormida y el libro había caído al suelo. Pero el señor Hire no tenía sueño. Notaba el frescor del cristal contra la frente.

Y el hombre había entrado justo en ese instante. No iba vestido como el domingo, sino que llevaba una gorra sucia y, alrededor del cuello, una bufanda que hacía las veces de cuello postizo. Alice se incorporó, apoyándose en los codos. Él se llevó un dedo a los labios instándola a callarse, y pronunció unas cuantas frases escuetas mientras se lavaba las manos en la palangana y se examinaba de los pies a la cabeza, como si quisiera borrar alguna clase de rastro.

Estaba frenético y sus gestos eran bruscos. Cuando se acercó a la cama, ocultó debajo del colchón un bolso de mujer que se había sacado del bolsillo. No se oía nada de lo que decía. Alice estaba atemorizada, pero no gritó ni hizo el menor gesto cuando, de pronto, su compañero arrancó la colcha con una sonrisa burlona y puso al descubierto la húmeda desnudez de las piernas y los muslos.

—¡Fue espantoso! —dijo ella—. ¡Y usted estaba mirando! ¡Lo vio todo, todo!

¡Sí, todo! El brutal abrazo de un hombre que busca atemperar sus nervios a cualquier precio.

El señor Hire tenía la mirada clavada en las flores del papel pintado. Los pequeños redondeles rojos asomaban nuevamente a sus mofletes, y Alice percibía el temblor de su mano, que tenía la equívoca morbidez de las manos de un enfermo.

—Se me ocurrió de repente —añadió ella—. ¡Sí, en aquel preciso momento! Pero no me atrevía a moverme ni a decir nada. Lo único que hice fue volver la cabeza, y entonces lo vi a usted. Me dijo que me mataría si hablaba. Y que también lo mataría a usted. Por eso no he dejado de salir con él. —El tono era cada vez menos patético—. No sé por qué lo hizo. Trabaja en un garaje, se gana bien la vida. Seguro que se dejó llevar por los amigos. Ahora ni siquiera se atreve a tocar los dos mil francos, porque teme que la policía conozca la numeración de los billetes. —El señor Hire hizo ademán de levantarse, pero ella lo retuvo—. Dígame: ¿me creerá si le juro que era la primera vez y que ni siquiera sentí el menor placer?

Ella lo tocaba con la cadera, sin dejar de estremecerse. Todo su ser vibraba, todo en ella era vital y cálido, y, después del llanto, tenía el rostro más colorado, los labios de un rojo tan intenso que parecía sangre, la mirada húmeda.

Arriba, el bebé lloraba, y alguien marcaba el ritmo golpeando el suelo con el pie para acunarlo. Por primera vez, el señor Hire no oía el ruido entrecortado del despertador.

—¿Me detesta usted? —preguntó ella, con creciente impaciencia. Temía que un gesto o una simple palabra bastaran para romper el hechizo—. Acérquese. Un poco más —instó, tirando de él. Notó que el codo del señor Hire se apretaba contra su pecho, y exclamó entre sollozos—: ¡No tengo a nadie!

Él la contempló de cerca, con el ceño fruncido. Notaba el aliento de la joven en la cara. Estaba casi echado encima de ella, y ella no paraba de moverse como si quisiera impregnarlo de su carne.

—¡Sé que Émile cumplirá sus amenazas! —Empezaba a desanimarse, y le costaba disimular una impaciencia que iba transformándose en rabia—. ¿No quiere ayudarme? —Lo sujetó por los hombros. Ya no quedaba más que una cosa por intentar. Le rodeó el cuello con los brazos y pegó la mejilla ardiente a la de él—. Dígame algo. ¡Hábleme!

Ahora vibraba de verdad, pero de ansiedad. Y entonces él le susurró a la oreja, en un hilo de voz:

—¡He sufrido mucho! —No trataba de sacar provecho de ese cuerpo a cuerpo, ni daba muestras de notar el vientre pegado al suyo o la pierna entrelazada con la suya. Solo cerró los ojos y respiró el aroma que ella desprendía—. ¡No se mueva! —suplicó.

Alice aprovechó para suavizar la expresión del rostro, que durante un instante dejó traslucir el aburrimiento y el cansancio. Al ver que él entreabría los ojos, murmuró con una sonrisa:

—Qué agradable es su casa.

La luz era cruda, tal vez porque la bombilla carecía de pantalla. Las líneas se recortaban con nitidez y los colores ofrecían un vivo contraste. Con el hule, la mesa parecía un rectángulo tan duro y frío como una lápida.

—¿Siempre está usted solo? —El señor Hire hizo ademán de levantarse, pero ella se lo impidió, abrazándose a él—. No. Quédese. ¡Me siento tan bien! Me parece… —Y de pronto añadió, en tono zalamero—: ¿Me permitirá que venga de vez en cuando a hacerle la limpieza? —Habría querido más. Trataba obstinadamente de conseguir otro vínculo entre los dos, pero él no parecía comprenderlo, y temía asustarlo si seguía presionándolo—. Me ayudará, ¿verdad? —añadió; cambiaba de actitud según la inspiración del momento, y esta vez había pronunciado su ruego tendiéndole los labios húmedos. Él no hizo más que rozarlos. Le acarició la cabeza con la mirada perdida, y preguntó—: ¿Es soltero? ¿Viudo?

—Sí.

Alice no supo si con aquel «sí» afirmaba que era viudo o que era soltero. Y necesitaba hablar. El silencio no haría sino poner de manifiesto lo absurdo de la situación, con ellos dos echados en esa habitación donde no había intimidad, cerca de una ventana cubierta de papeles grises.

—¿Trabaja en una oficina?

—Sí.

Ella tenía tanto miedo de que él se levantara y volviera a adoptar una actitud distante que se pegó más a él, con una presión que podía atribuirse a un gesto involuntario.

Él no dijo nada y eso la envalentonó. Todo el cuerpo de ella se estremeció presa de un aparente deseo de poseerlo, mientras pegaba la boca a la del hombre por debajo del hirsuto bigote.

El señor Hire parpadeó y se apartó con suavidad. Con la misma suavidad, apoyó su mejilla contra la de Alice, quedando ambos rostros orientados hacia el techo.

—No se mueva —suplicó entre susurros, y estrechó la mano de su compañera con la respiración entrecortada.

Le tembló el labio y, de repente, en el instante mismo en que los ojos se le humedecían, se puso de pie y balbuceó:

—No diré nada.

La chaqueta se le había levantado hasta las orondas caderas. Caminó hacia la estufa mientras Alice se sentaba en el borde de la cama, sin preocuparse lo más mínimo por el desorden de la ropa.

—Además, a usted no pueden hacerle nada. Y eso nos permite ganar tiempo. —Alice hablaba con tranquilidad, apoyando la barbilla en las manos y los codos en las rodillas—. Así que no tiene por qué preocuparle que sospechen de usted. —El señor Hire puso en hora el despertador—. Cuando archiven el asunto, él se irá de la región y nosotros nos quedaremos tranquilos.

El señor Hire solo oía el zumbido de su voz. Estaba agotado, lastrado por un cansancio a la vez físico y moral. Ella todavía no se había dado cuenta, y seguía hablando, ahora de pie, midiendo la habitación con sus pasos. Cuando por fin se percató de que él se había refugiado de nuevo en su hieratismo, le tendió la mano con una sonrisa.

—Buenas noches. Tengo que irme —anunció; él puso una mano blanda en la de ella—. ¿Me quiere usted un poquito? —insistió.

En lugar de contestar, el señor Hire abrió la puerta y la cerró con llave en cuanto ella salió.

Alice voló escalera abajo, cruzó el patio a través de una vaharada de aire frío y entró en su casa muy animada. Enseguida vio las tres hojas de papel gris que le ocultarían en lo sucesivo al señor Hire, esbozó una sonrisa satisfecha, y una vez más se quitó la blusa y la falda, se estiró y, por último, se desembarazó de la camisola. Cada tanto le echaba una ojeada a su reflejo en el espejo. Imaginó un agujerito en el papel gris y el ojo del señor Hire emboscado allí como lo había estado detrás de la cerradura.

Retrasó el momento de irse a la cama, e incluso contempló la posibilidad de lavarse de pies a cabeza para deambular un rato más desnuda bajo la luz de la habitación. Sin embargo, de vez en cuando, con una mirada fría y rencorosa, gruñía en tono amenazador:

—¡Menudo imbécil!

Pero el imbécil no estaba detrás del papel gris. Se había quedado de pie, apoyado en la puerta y con la mano sobre la llave, y lo que miraba era su habitación, el despertador blanco que descansaba en la repisa de la chimenea negra, la estufa de tres pies, el armario, el hule, la cafetera y, por último, la cama, donde había un hueco insólito.

Al final soltó la llave y dejó caer el brazo. Con un suspiro, dio por concluida la jornada.