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A las ocho menos cinco, el señor Hire se enteró por la radio de que era domingo, pues todos los domingos por la mañana un receptor retransmitía música, voces y zumbidos desde algún rincón indeterminado del edificio. Miró por la ventana y vio que la habitación de la criada aún no estaba arreglada, lo que constituía otra característica más de los domingos. A la una, la muchacha entraría en la habitación, estiraría aprisa y corriendo la ropa de la cama y se vestiría a toda prisa.

Seguía sin tener leña en el apartamento. Una película de hielo había cubierto el agua del jarro, y el señor Hire enfiló la escalera sin el cuello postizo y en zapatillas.

Fuera, se habría dicho que hacía más frío que la víspera, aunque tal vez se debiera a que había menos gente. La amplia carretera estaba casi vacía. Todo apuntaba a que el tranvía no saldría antes de un cuarto de hora. Quienes caminaban en el aire pálido y cortante eran sobre todo personas que estaban de luto y que, encogidas y con flores en las manos, se encaminaban al nuevo cementerio. Era su hora.

Al pasar por delante de la portería, el señor Hire solo vio a la chiquilla, que se estaba lavando y no llevaba más que unas braguitas blancas. Pero, desde el umbral, descubrió que el inspector estaba en el cruce, golpeando los pies contra el suelo para entrar en calor mientras hablaba con el guardia. El inspector también lo vio a él, pero ni se inmutó, y el señor Hire giró a la izquierda para entrar en la tienda de ultramarinos.

A pesar del cuello alzado del abrigo, que se había puesto sobre el pijama, tenía un aspecto demasiado arreglado, casi solemne, para la hora que era. Aguardó su turno con dignidad y paciencia y luego señaló los artículos que deseaba.

—Una docena… Media libra… ¿Cuánto es?

La gente lo conocía desde hacía tiempo, y aun así lo miraban con turbación y curiosidad. Necesitaba leña para encender el fuego, queso, mantequilla y verduras cocidas. En la charcutería compró una costilla fría y pepinillos. Iba cargado de paquetitos blancos y tenía que sacar la barriga para sostenerlos.

Apostado en el centro del cruce junto al guardia uniformado, el inspector observaba sus idas y venidas como el maestro que vigila a sus alumnos en el patio del colegio mientras charla con el director.

A unos escasos doscientos metros, se veía un grupo de gente delante de una valla donde estallaban los colores rojo y amarillo del cartel publicitario de una marca de betún. Era en la calle de enfrente, una calle que al principio estaba flanqueada de casas como todas las demás, pero que un poco más lejos se convertía en una serie de solares y de descampados.

De noche, al pasar por allí, siempre había alguna mujer dispuesta a cogerle a uno del brazo y señalarle los solares desiertos donde, dos domingos atrás, se había encontrado el cuerpo mutilado de una de ellas.

Aún ahora, la gente aprovechaba el domingo para ir a ver el lugar exacto y las manchas oscuras que subsistían en una piedra tallada.

Cargado con los engorrosos paquetes, el señor Hire pasó por delante de la lechería en el preciso momento en que la criada salía de allí con las botellas de leche. Se detuvo en el umbral y sonrió mientras él se metía apresuradamente en el portal, donde tropezó con la portera, que estaba de espaldas y se volvió con un sobresalto.

Siguió su camino cada vez más aprisa, tropezó en el primer peldaño de la escalera y se le cayó un paquetito, no sabía cuál. No se detuvo a recogerlo, sino que se limitó a apretar con más fuerza los otros paquetes contra el pecho; cuando llegó jadeante al cuarto piso, más que andar, corría.

No se detuvo y evitó mirarse en el espejo. Arrodillado en el suelo, lo primero que hizo fue encender el fuego, que enseguida emitió un vivo ronroneo. Luego se quitó el abrigo, se ató una toalla a la cintura a guisa de delantal y emprendió la limpieza del apartamento.

El edificio estaba lleno de ruidos, con muchas más voces masculinas que entre semana, y murmullos de agua, y llantos de niños a los que alguien daba una tunda. En la radio, una voz parloteaba sin cesar, tal vez en casa de los obreros del quinto, o quizás en el tercero; la voz se propagaba por el espacio de manera tan uniforme que era imposible saberlo.

A las diez y media, el señor Hire contempló la habitación limpia, la cama hecha, la estufa caliente, que acababa de bruñir, y el infiernillo de gas, en el que el agua gorgoteaba.

Se afeitó, se vistió, sin el cuello postizo ni la corbata, que nunca se ponía hasta el último momento.

Y eso era todo. Ya no le quedaba más que sentarse y abstraerse en sus pensamientos. De vez en cuando miraba la ventana de enfrente, donde intuía que la palangana estaba llena de agua y jabón. En cuanto desplegó el periódico supo que la criada saldría por la tarde, porque había un partido de fútbol importante. A la una y media, ya estaría en la segunda parada del autobús especial del domingo, esperando a su enamorado, que no tardaría en llegar.

Si el partido no hubiera sido interesante, habrían ido a París, al cine Splendid. Siempre hacían una de las dos cosas.

Se oyó la sirena de una ambulancia. Los domingos, siempre pasaba alguna. Al mismo tiempo, el violín del chiquillo se superpuso a la radio.

El señor Hire puso en hora el despertador, embetunó por segunda vez los zapatos que ya había lustrado antes, ordenó los víveres que estaban sobre la mesa y se sentó a almorzar. Así transcurrió una hora. Tomaba un bocado y masticaba durante mucho rato, mirando la ventana que estaba delante de él, tan ensimismado que se olvidaba durante cinco minutos de tomar otro bocado. Se preparó café, mientras el bebé de arriba sufría un ataque interminable de desesperación, berreando hasta que, presumiblemente, su madre sofocó su llanto dándole el pecho.

Solo era mediodía. A las doce y cuarto, ya había recogido la mesa, lavado el hule con agua clara y guardado la comida sobrante en el armario.

La criada subió a la una pero, de día, solo acertaba a entrever cómo arrojaba desde un extremo de la habitación el calzado de trabajo, el delantal y la falda para colocarse delante del espejo, vestida con la camisola y las bragas, envuelta en la semipenumbra.

El señor Hire no se acercaba a la ventana. Miraba desde lejos, mientras se ponía la corbata y los zapatos de botones. Sabía que, en cuanto ella estuviera lista, oiría el ruido de la ventana que abría para ventilar la habitación.

Ese día ni siquiera esperó. Salió y pasó tan deprisa por delante de la portería que la portera tuvo que salir para cerciorarse de que se trataba de él. En la calle, aún había gente que se encaminaba al cementerio: era la oleada ascendente, que venía de París y se dirigía hacia los suburbios.

No obstante, la oleada descendente era más nutrida, con los habitantes de Juvisy, de Corbeil y de más arriba aún que se precipitaban sobre París en sus camionetas, en autobuses especiales, en bicicleta o a pie.

El inspector estaba allí, a menos de diez metros de la casa, y el señor Hire pasó muy cerca de él, contoneándose, dando saltitos y sacando pecho, tal y como acostumbraba siempre caminar. No lo hacía adrede. Más bien se debía a su constitución, a su cuerpo regordete que no le permitía sino andar a saltitos sobre las veloces piernecillas.

En el espacio delimitado por cadenas, junto a los tranvías, había una cola de cien metros. El señor Hire se internó en la calzada, se detuvo dos veces por culpa del tráfico y el guardia lo emplazó a apresurarse.

—Venga. Deprisa.

Respiraba con dificultad. Tenía los nervios de punta. Deliberadamente, no se subió a la otra acera. Estaba atento a los ruidos e intuía la presencia del inspector vestido de paisano a treinta pasos de él.

Entonces se oyó el rugido de un motor y una campanilla que parecía desgañitarse; se trataba del autobús especial de Juvisy, que iba completo y se saltaba la parada.

El señor Hire apretaba las mandíbulas. Volvió un poco la cabeza, vio la parte delantera del autobús y saltó con todas sus fuerzas, tanteando con la mano derecha que por fin se aferró a la barra del autobús mientras dos brazos se tendían para izarlo sobre el estribo.

No pudo por menos de sonreír con una emoción que lo hacía tan enternecedor como grotesco. El cobrador, que estaba al fondo del coche, no lo había visto. La gente que abarrotaba la plataforma se apretujó más aún mientras le dirigían una mirada de muda desaprobación. El inspector estaba allá, en el cruce, plantado sobre las dos piernas que ahora de nada le servían, apenas visible entre la multitud.

Una mujer que tenía el codo de alguien clavado en las costillas rezongó y el señor Hire se apresuró a balbucear:

—Bajo enseguida…

El autobús se saltó otra parada y el señor Hire se instaló en el estribo, mirando hacia delante, y se dejó caer. Doce personas de la plataforma lo observaron con curiosidad mientras, arrastrado por su propio impulso, daba diez pasitos, solo en aquella carretera.

Era la una y cuarto. Caminaba deprisa y, en lugar de ir por la calle principal de Villejuif, tomó una calle paralela y así regresó hacia el cruce sin necesidad de aventurarse por aquella.

En una esquina, se agazapó contra el muro, sombrío y grave como un gendarme de servicio. Primero llegó la criada, con las formas realzadas por un abrigo verde, el cuello subido y las mejillas tirantes a causa del frío. Casi de inmediato, apareció un joven que llevaba un sombrero gris y ella se puso de puntillas para besarlo en la mejilla al tiempo que se colgaba de su brazo.

Hablaban, pero él no podía oír lo que decían. Cuando el autocar que iba a Colombes se detuvo, el señor Hire vio que la criada se volvía antes de subir, como si estuviera buscando a alguien.

Entonces él también subió. Ya no quedaba sitio, pero dejaban subir a todo el mundo, de modo que resultaba imposible mover los brazos o las piernas. El traqueteo hacía que todas las caras se mecieran más o menos a la misma altura, y por debajo de ellas todo se fundía en una masa anónima.

La pareja estaba a dos metros del señor Hire. A veces las miradas se cruzaban, como lo hacían las miradas de toda aquella gente, neutras, vacías e indiferentes. El autocar siguió traqueteando sobre los adoquines y atravesó la Porte d’Italie, donde aún subió más gente.

El enamorado era flaco y de rostro macilento. Cuando miraba al señor Hire, sus ojos rezumaban ironía; sin embargo, siempre era él quien apartaba primero la mirada, a diferencia del señor Hire, que podía mirar a alguien durante mucho tiempo, sin intención alguna, sin curiosidad, sin matiz alguno, como se mira una pared o el cielo.

Entonces el joven le daba un codazo a su compañera, le susurraba algo al oído fingiendo reírse, y el señor Hire se sonrojaba un poco.

Pero no ocurría con frecuencia. Había demasiadas cabezas entre ellos. El cobrador, con los codos separados, se zambullía ahora en la masa reclamando el dinero del billete.

Atravesaban calles vacías y plazas vacías en cuyas aceras solo se distinguían algunas siluetas perdidas, lívidas de frío, y donde el cierzo barría el polvo.

Y, de repente, un violento empujón se llevó al señor Hire, arrastrándolo fuera del autobús, hacia la muchedumbre, el griterío y las músicas. Apenas si podía frenar para volverse y cerciorarse de que la pareja seguía entre el tumulto.

Habría unas diez taquillas, o tal vez fueran veinte. En medio del tumulto, alguien le tendía entradas multicolores al tiempo que le gritaba al oído:

—Tribunas reservadas. Veinticinco francos.

Su rostro expresó un terror infantil cuando perdió a la pareja; entonces se puso a dar vueltas sobre sí mismo como un trompo y, al vislumbrar a lo lejos el sombrero verde de la criada, abrió la boca de felicidad.

—Perdón… Perdón…

Llegó a la taquilla casi al mismo tiempo que ella y cogió una localidad de diez francos. Ella compró dos naranjas que su compañero pagó con aire desdeñoso; la gente iba y venía en todas las direcciones y gritaba cosas distintas mientras, más allá de las vallas, se oía el martilleo de los pies impacientes en las tribunas.

Brillaba un sol tan ácido como las naranjas, pero, una vez franqueadas las puertas, el viento que venía del terreno de juego levantaba los sombreros y atiesaba la piel de la cara.

El enamorado llevaba las manos en los bolsillos y el abrigo abierto. Y la criada se colgaba de su brazo como una chiquilla que teme perderse. Caminando de lado, se deslizaban entre las hileras abarrotadas de banquillos seguidos por el señor Hire, con su sombrero hongo y su abrigo negro con cuello de terciopelo.

—Perdón… Perdón…

La mayor parte de la gente llevaba gorra y casi todos comían algo, ya fueran cacahuetes, naranjas o castañas calientes. Muchos se llamaban desde lejos. El señor Hire atravesaba la multitud con una expresión de disculpa en el rostro y un atisbo de sonrisa en los labios.

—Perdón…

Encontró un asiento justo una fila detrás de la pareja y, como los bancos carecían de respaldo, sus rodillas tocaban los riñones de la mujer.

Todo el mundo golpeaba el suelo con los pies, siguiendo el compás de una fanfarria que trataba en vano de luchar contra el cierzo, que se llevaba la música hacia el lado opuesto al de las tribunas.

Por fin, unos hombrecillos, vestidos con rayas amarillas y azules los unos y de rojo y verde los otros, saltaron al inmenso terreno de juego. Parlamentaron un instante en el centro del campo y, tras el resonar de un silbato, la multitud se puso a aullar al unísono.

Con los hombros encogidos para luchar contra el frío, el señor Hire se esforzaba en no mover las rodillas ni un solo milímetro, pues la criada se apoyaba en ellas, descargando su peso como si fueran un respaldo, aunque la mano enfundada en el guante de cabritilla seguía aferrada al brazo de su compañero.

Los abigarrados hombrecillos corrían a lo largo del campo, obligados a detenerse de vez en cuando por los pitidos del silbato, mientras el señor Hire contemplaba cierta nuca vivaz, cubierta de una ligera pelusilla dorada, que se hallaba a solo cuarenta centímetros de él. Aunque la mujer no se volvía, por fuerza tenía que notar la mirada pegada a la piel porque, para distraerse, a veces sentía la necesidad de preguntar inmediatamente después de un pitido:

—¿Qué pasa?

Seguía el juego sin comprenderlo. Su compañero se encogía de hombros. Las tribunas vibraban como un tambor, se estremecían e incluso oscilaban cuando miles de personas se ponían en pie a la vez para gritar.

El señor Hire permanecía en su asiento. Con la mirada de quien despierta sobresaltado, en la media parte observó a la multitud que, repentinamente sosegada, volvía a comer. También la mujer comía de nuevo una naranja lustrosa, cuya monda arrancaba con las uñas. El jugo astringente brotaba a chorros. Los dientecillos puntiagudos mordisqueaban la pulpa; la lengua, muy tiesa, se abría paso; los labios sorbían y el olor de la fruta se propagaba a varios metros.

—Está ácida… —dijo la criada con placer—. Dame un cigarrillo, ahora. —Se lo fumó poniendo morritos en torno al filtro, como hacen todos los que fuman más por pose que por el sabor del tabaco. Los aromas se mezclaban, componiendo un olor agrio y a la vez empalagoso que parecía emanar de esa nuca de pelirroja, tan redonda y enhiesta como una columna—. ¿Quién ha ganado?

El hombre leía un periódico deportivo sin ver la manita que seguía apoyada en su muñeca. La media parte tocaba a su fin. Los jugadores saltaron al campo. El silbato volvía a detener o provocar trifulcas.

Ya casi había anochecido cuando el partido llegó a su fin, y los espectadores golpeaban el suelo con los pies para entrar en calor. En el aire gris flotaban algunos copos de nieve y, a pesar del techo de las tribunas, uno de ellos vino a posarse sobre el sombrero verde, donde se fundió.

Había que forcejear para salir, y el señor Hire habría perdido a la pareja de no ser porque el joven se encontró con unos amigos.

Se habían congregado cerca de una de las salidas y nadie le hacía caso a la criada, que se había quedado algo más atrás.

Ella vio salir al señor Hire y lo miró largo rato, con una expresión más grave que de costumbre. Los jóvenes hablaban alto. El enamorado se volvió hacia ella, le dijo algo, se sacó un billete de cinco francos del bolsillo y, al tiempo que se lo daba, la besó en la frente.

Los hombres se embutieron en un taxi que se alejó hacia París. Ella caminaba despacio, como si el hecho de estar sola la desconcertara. El señor Hire no se movió, para dejar que se le adelantase. La joven no se dirigía ni hacia los tranvías ni hacia los autobuses. Se limitaba a seguir la misma calle que el taxi, sin apresurarse ni mirar atrás. Sabía que el señor Hire estaba allí. Oía sus pasos, con los inconfundibles saltitos y el deslizarse de las suelas, tan finas que apenas si rozaban el suelo.

Era de noche. Los postigos de las tiendas estaban cerrados. Solo quedaba ya la luz de los cafés, y los matrimonios regresaban a sus casas, endomingados y con los niños andando delante de ellos.

Entre el señor Hire y la criada había diez metros, que no tardaron en reducirse a cinco. Él dio entonces tres pasos rápidos, pero se detuvo para restablecer la distancia.

Caminaron así durante un cuarto de hora y, de vez en cuando, ella volvía a medias la cabeza, demasiado poco para verlo bien, pero lo bastante como para saber que seguía allí.

Al final, la criada entró en un barecillo donde solo quedaba un metro libre en la barra en forma de herradura.

—Un diabolo[*].

Acodada en la superficie de zinc, contemplaba al señor Hire, que se había instalado en el otro extremo y que murmuró, avergonzado:

—Un diabolo.

Dos hombres que estaban al fondo se pusieron a observarlos e incluso interrumpieron su conversación hasta que el patrón vino a reanudar con ellos la partida de dados que tenían entre manos.

La criada contó monedas sin sacarlas del bolso. Las mejillas y los ojos le brillaban por el rato que había pasado al aire libre y de los labios entreabiertos parecía manar la sangre.

—¿Cuánto es?

Estaba defraudada, y evitaba mirar al señor Hire.

—Catorce céntimos.

El señor Hire depositó un franco sobre la barra, salió al mismo tiempo que ella sin esperar el cambio y se hizo el despistado para dejarla pasar primero.

Ella estaba convencida de que él la iba a abordar. Le sonrió, dispuesta a tender la mano y a murmurar: «Hola».

Pero él no dijo nada y ella prosiguió su marcha a lo largo de la calle, contoneando todavía más las rotundas caderas, que tiraban de la falda a cada paso.

Cerca ya de París, había más luces y más gente. La muchacha seguía caminando, un poco fatigada, pero con paso uniforme y cierta obstinación. En una plaza, tomó un tranvía sin volverse siquiera para averiguar si él aún la seguía. ¿Acaso le traía sin cuidado?

El señor Hire se acomodó tres asientos más atrás. El tranvía atravesó calles céntricas, repletas de paseantes, con muchos cafés, tenderetes que vendían chucherías y parejas cogidas de la cintura. El señor Hire estaba pálido, seguramente a causa del cansancio. A veces, cobraba de pronto un color plomizo, los ojos se le ponían ojerosos y daba la sensación de haberse deshinchado. Tenía un aspecto menos rubicundo, menos fofo, menos raro. Los ojos perdían su insensibilidad y, como los ojos de los perros, que tenían el mismo color que los suyos, parecían implorar ayuda.

La criada resistía el asedio sin amedrentarse, interpretando un papel. Fingía no verlo y estar a sus anchas, indiferente. Se empolvó y se retocó los labios dos veces. Dos veces también, se estiró la falda como si hubiera sorprendido al señor Hire mirándole las rodillas.

El paisaje se volvía familiar. Ni siquiera era necesario mirar por la ventana para reconocer los letreros luminosos de la Place d’Italie, los cafés de la avenida y la puerta.

—¡Final de trayecto! Abajo todo el mundo.

Ella bajó primero y permaneció un instante al borde de la acera. Otros tranvías, que pasaban por Villejuif, esperaban a veinte metros. A lo largo del camino, la carretera estaba sumida en la oscuridad y los transeúntes eran escasos.

A pesar de todo, se puso en marcha. Antes había comprado veinte céntimos de castañas, y ahora iba comiéndoselas mientras seguía su camino, aminorando el paso cada vez que una piel se le resistía. Ya había recorrido quinientos metros cuando se estremeció, como si de repente hubiera echado algo en falta. Se volvió y no vio más que el vacío detrás de ella.

El señor Hire había desaparecido. Por el otro lado de la carretera pasó un tranvía, y allí estaba él, detrás de una de las ventanas, sentado en medio de la luz rojiza.

A ella aún le quedaban quinientos metros hasta la siguiente parada. Cuando llegó, no venían tranvías, de modo que continuó hasta la otra parada, y así, de etapa en etapa, llegó a pie hasta Villejuif. En el cruce, volvió a comprarse unas castañas. Estaba cansada. Los talones se le habían recalentado y le dolían las plantas de los pies por culpa de los tacones. A pesar de la temperatura, estaba tan acalorada que se había echado el sombrero verde hacia la nuca y de esa guisa entró en el edificio, con la bolsa de castañas en la mano.

Como de costumbre, le echó un vistazo a la garita. Vio que la portera se había puesto las gafas y que leía el periódico acodada a la mesa. Enfrente de ella, el inspector se calentaba las manos sobre la estufa. Entró.

—¡No se molesten! ¿Una castaña?

Hablaba entre soplidos, porque la castaña que tenía en la boca estaba caliente. El inspector cogió dos. También parecía cansado y desanimado.

—No tendrá usted la menor idea de dónde puede haberse metido el señor Hire, ¿verdad?

—¿Yo? ¿Cómo iba a saberlo?

—Todos los domingos por la tarde sale con su enamorado —explicó la portera sin levantar la vista del periódico—. ¿Qué tal ha estado el partido?

El inspector miraba la estufa con hastío.

—¡Lo ha hecho adrede!

—¿Qué?

—Saltar al autobús en marcha. Yo pensaba que cogería el tranvía, como siempre. Eso significa que tenía que ir a algún sitio y no quería que lo siguieran.

—¿Le interesa a usted mucho?

—¡Pues claro!

—Quizá podría ir a saludarlo.

La portera levantó la cabeza. Las gafas le cambiaban la expresión; la envejecían, pero al mismo tiempo le conferían cierta distinción.

—¿Estás loca?

La muchacha se reía enseñando todos los dientes. Se le veían trocitos de castaña en la boca.

—¿A que soy capaz de tirarle de la lengua? —soltó, al tiempo que abría la puerta.

Y corrió hacia la escalera B, subió a su casa y vio la ventana iluminada del señor Hire y a este, que vertía agua hirviendo en la cafeterita. No había encendido la lámpara. A tientas, se acercó al tocador, encontró la botella de colonia y se roció la ropa y el cabello. Sumida en la oscuridad, se peinó y se estiró las medias de seda artificial, que se le habían enrollado en una goma por encima de las rodillas.

El señor Hire estaba poniendo la mesa: una taza, un plato, un platillo con mantequilla, un trozo de pan y jamón.

Cuando se disponía a salir, la criada titubeó un momento, y su mirada fue de su cama a la ventana iluminada. No tenía necesidad de pasar por delante de la portería. Al llegar al patio, el frío la pilló desprevenida, pues sus idas y venidas la habían hecho sudar a mares. La escalera era igual que la suya, salvo por las puertas, que estaban pintadas de marrón, mientras que las de la escalera B eran azul oscuro.

Se vio obligada a detenerse porque una familia entera subía laboriosamente, con los niños delante seguidos de la madre jadeante y cargada de paquetes.

Por fin llegó a la puerta que se correspondía con la suya. Volvió a retocarse con un dedo el cabello cobrizo, se estiró una media que se le había arrugado y llamó.

Se oyó el ruido de una taza al ser depositada en un platillo y el de una silla empujada con brusquedad. La criada sonrió cuando oyó unos pasos sigilosos que se acercaban a la puerta. Bajó la vista. El contorno de la cerradura estaba iluminado pero, un instante después, algo se interpuso entre la puerta y la luz.

Se supo observada por un ojo, y, sonriente, retrocedió un paso para colocarse en el campo de visión y sacar orgullosamente el exuberante pecho.