A las cinco, el señor Hire entraba en el cuarto bistrot sin moverse de la Avenue d’Italie. Del primer barecillo se había trasladado a una casa de comidas, tres edificios más allá. Había titubeado delante de un cine, pero acabó por instalarse en el bar del estanco, en la esquina de la primera calle.
En total no había recorrido más de doscientos metros. Ahora estaba sentado en una gran taberna popular, en la Place d’Italie, en el preciso instante en que los músicos tomaban posesión del tablado.
—Un cortado —pidió.
No se había quitado el abrigo desde la mañana. No se acomodaba a sus anchas. Se sentaba en el borde de la banqueta, como si no fuera a quedarse más que unos instantes, y así se pasaba las horas, sin dar muestras de impaciencia ni de aburrimiento. Sin embargo, debía de estar meditando sin cesar, febrilmente. A veces clavaba sus ojos de color avellana en un punto cualquiera del espacio y la frente se le estremecía, los labios hacían un movimiento imperceptible y las manos se le crispaban en los bolsillos o sobre el mármol de la mesa.
De tanto discurrir desde la mañana, ahora tenía la mente en blanco. A su alrededor había ruidos, retazos de conversación y el ir y venir de la gente. Encontró un periódico doblado encima de la mesa, y leyó del revés: EL SUCESO DE VILLEJUIF.
El señor Hire sonrió al camarero que le traía el cortado, y se bebió la mitad antes de dejar que su mirada regresara al periódico. Entonces se levantó y se dirigió al lavabo con el único propósito de poder darle la vuelta a la página al pasar, como por distracción. Aprovechó para volver a pegarse el esparadrapo y atusarse el bigotillo.
De regreso a su asiento, contó cinco minutos antes de aventurarse a echarle un vistazo al periódico, que contenía un extenso artículo:
«… desde hace quince días… investigación difícil… un gran paso adelante gracias a la identificación del cadáver… probablemente una tal Léonide Pacha, alias Lulu, que ejercía como mujer de la vida… hipótesis de un crimen sádico… se sigue barajando… pero el bolso de la víctima ha desaparecido… según se ha verificado, contenía dos mil francos en el momento del crimen…
»… una nueva pista… la investigación entra en la fase definitiva… es imprescindible la discreción…».
La orquesta atacaba El Danubio Azul. Al coger la taza, el señor Hire tiró el periódico al suelo. Su vecina se agachó a recogerlo.
—Perdón… perdón… —musitó, y volvió a poner el periódico sobre la mesa, del derecho.
—¿Está usted solo? —preguntó ella. El señor Hire no miraba a la mujer pero la veía, sentada en la banqueta frente a una jarra de cerveza. Por discreción, ella apenas se volvió hacia él mientras abría una cajita lacada en negro, que sostuvo a la altura de la cara para empolvarse.
—Tal vez estaríamos mejor en otra parte —añadió sin despegar los labios, mientras lo observaba por encima del espejo.
Él hizo repiquetear una moneda de cinco francos en la mesa al tiempo que le hacía señales al camarero.
—¿Cuánto es?
—Un franco y medio. ¿La jarra de la señorita también?
Dejó los cinco francos sobre el mármol y se marchó. Fuera todas las luces centelleaban, se solapaban y dibujaban perspectivas verticales y horizontales. Las aceras, los tranvías y los autobuses estaban llenos de gente. Con la carpeta bajo el brazo y sus pasitos saltarines, el señor Hire se encaminaba hacia la Porte d’Italie, deslizándose entre los transeúntes, sin detenerse y sin ver más que las hileras de farolas, los tenderetes borrosos, las siluetas y los rostros indefinidos que pasaban en dirección opuesta.
Precedido por la nubecilla de vapor que producía su respiración, dejó atrás la Porte d’Italie y el antiguo peaje. Las luces empezaron a escasear y, cuando giró a la derecha, ya no quedaban más que los minúsculos y espaciados puntos de luz de las farolas de gas. Caminaba a un ritmo regular y el eco de la calle vacía le devolvía el ruido de sus pasos. Tomó por la izquierda y desembocó en una calle inacabada, con pocas casas, muy altas y todas nuevas, separadas unas de otras por descampados. Las aceras aún no estaban pavimentadas. Habían plantado unos árboles escuálidos y habían envuelto el tronco con paja.
A lo largo de una valla deambulaban algunos hombres solos, árabes en su mayoría, que miraban incesantemente al mismo lado, hacia una luz que iluminaba un rectángulo de acera. Era la única luz de la calle y eso le confería un halo mágico. Salía de una casa grande y singular, construida de arriba abajo con azulejos como los de las charcuterías. Todo era blanco, con reflejos lunares. Daba la impresión de atesorar alguna cosa rosa y comestible. En todas las ventanas, una luz muy intensa se filtraba por las ranuras de las persianas.
El señor Hire siguió caminando, en diagonal ahora, y, sin aminorar el paso, subió tres escalones y pisó un felpudo que puso en funcionamiento un timbre de alegre sonido.
Solo entonces se detuvo, un tanto jadeante, mientras unas motitas de escarcha se le fundían en el bigote. Una segunda puerta se abrió por sí sola, con un chasquido, y de pronto se sumergió en la luz, en un auténtico baño de una luz tan intensa, abundante y resplandeciente que no parecía de verdad.
Las paredes eran blancas, de un mismo blanco uniforme y reluciente. Un vapor perfumado flotaba en el aire. Una mujer vestida de satén negro, que tenía un rostro sereno y benévolo, frunció el ceño apenas un instante y luego sonrió.
—Giséle, ¿verdad?
Él asintió. No hacía falta hablar. La mujer pulsó un botón con el dedo y un timbre llenó el espacio. Una muchacha muy joven, con las vigorosas piernas envueltas en medias negras, entreabrió la puerta.
—Llévalo a la dieciséis.
La joven sonrió al saludar al señor Hire. Sonaron más timbres. El señor Hire seguía a la criada a lo largo de un pasillo flanqueado por puertas numeradas. El vapor se hizo más denso. La siete estaba abierta y se veía una bañera llena de agua caliente; el vapor que despedía cubría de gotitas los cristales y las paredes.
De la doce salió una mujer con una camiseta azul y ambas manos en los pechos, que le bailaban cuando corría. En la catorce, alguien llamaba desde el interior y la criadita exclamó:
—¡Ya voy! ¡Ya voy! Un momentito.
El suelo estaba embaldosado y se notaba que lo habían fregado con profusión de agua y jabón. Todo brillaba limpio y perfumado. El delantal de la criada estaba tieso por el almidón.
—Ahora mismo le traigo todo lo que necesita.
El señor Hire entró y tomó asiento en un estrecho diván de mimbre, frente a la bañera, cuyos dos grifos había abierto la sirvienta antes de salir, y que ahora provocaban remolinos y un estruendo ensordecedor. En la bañera, el agua cobraba una tonalidad verde pálido de piedra preciosa.
También en las otras cabinas corría el agua, quizás en diez o en veinte a la vez.
—Giséle está a punto de venir. Báñese usted mientras tanto. —La doncella volvió a cerrar la puerta. Había dejado encima de la mesilla dos toallas blancas, una pequeña pastilla de jabón de un color rosa que recordaba un caramelo y una botellita minúscula de agua de Colonia—. ¡Ya voy! —gritó a alguien que la llamaba desde el otro extremo del pasillo.
En una cabina contigua, una voz de mujer decía:
—¡Cuánto tiempo sin verte por aquí!
Hacía calor, un calor singular que penetraba por los poros, la carne y el cerebro. Un calor que zumbaba en la cabeza, teñía de rojo las orejas y atenazaba la garganta con una angustia imperceptible.
El señor Hire seguía sentado, sin moverse, con su carpeta de cuero en el regazo, contemplando el agua de la bañera, cuyo nivel no dejaba de subir; cuando alguien llamó a la puerta, se sobresaltó.
—¿Está ya? —Apareció una cara, con el cabello muy oscuro y los hombros al aire—. ¡De acuerdo! Vuelvo en cinco minutos.
Solo entonces empezó a desnudarse lentamente. En dos de las paredes había espejos, de forma que veía tres o cuatro veces la imagen de su cuerpo a medida que este surgía poco a poco, muy blanco, rechoncho, y tan terso y redondeado como el de una mujer. Pero bajó los ojos y se apresuró a meterse en el agua, donde se tendió con un suspiro.
Fuera se oía caminar, correr, mientras los timbres no dejaban de sonar, mezclados con los nombres de las mujeres a quienes llamaban de un extremo a otro del pasillo. Predominaba el ruido del agua, el olor del jabón y del agua de Colonia, la humedad de los baños. Era como estar en un horno. En un abrir y cerrar de ojos, los espejos perderían toda nitidez. A veces, un chorro de vapor venido de no se sabía dónde tornaba la atmósfera más opaca y uno se movía en medio de una nube. Aquello evocaba una colada, con su misma alegría trivial.
Y, a pesar de todo, detrás de tanto ruido y tanto trasiego había susurros y suspiros tenues, vergonzosos y apagados, y extraños besos demasiado húmedos.
Cuando la puerta se abrió de un empujón, el señor Hire, de pie en la bañera, se enjabonaba todo el cuerpo. Una mujer entró diciendo:
—¿Eres tú? Hola.
La puerta aún no se había cerrado del todo cuando ella se quitó el albornoz y se mostró desnuda, más desnuda en aquella atmósfera de lo que habría podido estarlo en cualquier otro lugar.
Era gruesa, rosada, y estaba limpia, tras lavarse una y otra vez, e impregnada de vapor, jabón y perfume. Exhalaba salud y vigor. Con un movimiento del pulgar, hizo salir el agua de la ducha y el señor Hire vio cómo el jabón se deslizaba a lo largo de su cuerpo y cubría el agua de la bañera con una espuma gris.
—Ven —invitó. Le tendió el albornoz abierto y comenzó a masajearlo. Sus pechos se estremecían al menor movimiento y rozaban el omóplato del hombre—. ¿Te has peleado?
Aludió al corte sin dejar de friccionar y de secarse su propio pecho, que se le había mojado.
—Fue al afeitarme… —dijo él con humildad.
Estaba colorado a causa de la friega y del calor. Las piernas le temblaban. Aquella mujer ya se había tumbado en el diván, con la espalda bien recta y las rodillas dobladas.
—Ven.
Estuvo a punto de obedecer, pero de repente le faltó valor y tomó asiento al borde del diván.
—Eso no…
—Como quieras.
Ella se incorporó, se sentó a su lado y comenzó a recorrerle con los dedos los pectorales, que estaban grasientos. Mientras lo hacía le dijo, con la mirada fija al frente:
—¿Me dejas el agua de Colonia?
Él balbuceó un sí apagado al tiempo que reclinaba la cabeza y la dejaba caer sobre el pecho de su compañera. Cerró los ojos. En el extremo de los labios, al fondo de las comisuras, había una sombra de sonrisa y un mohín de dolor.
—¿Así?
Ella se movió un poco porque él le aplastaba el pecho, y la cabeza del señor Hire siguió el movimiento como lo habría hecho la cabeza de un bebé.
A poco, la mujer se levantó mientras él se enderezaba con dificultad y ocultaba la mirada.
—Vístete deprisa.
Se enroscó en las caderas el albornoz enrollado como un taparrabos y salió de esa guisa, con los pechos al aire y los pezones enhiestos y de un rosa encendido. El señor Hire se puso lentamente los calzoncillos y el pantalón. Alguien llamaba a la puerta.
—¿Puedo empezar? —Era la mujer de la limpieza, con sus bayetas, el cubo y un cepillo; mientras el señor Hire acababa de vestirse, ella lavó la bañera, restregó el enlosado y cambió la sábana del diván de rota—. ¿Ha ido todo bien?
Sin decir palabra, él buscó una moneda y, con la carpeta bajo el brazo, rehízo el mismo camino en sentido contrario y se cruzó con un negro que seguía a otra criada.
Una vez en la calle tuvo frío, un frío malsano debido a la humedad que impregnaba sus carnes. Todavía había sombras a lo largo de la valla, quizá de hombres que dudaban si entrar o no, quizá de agentes de la brigada de lo social.
En la última calle antes de alcanzar la zona iluminada, a apenas cincuenta metros de las tiendas, había una pareja apoyada contra una puerta; estaban tan estrechamente abrazados que sus rostros se confundían en una mancha lechosa y uno tenía la impresión de percibir el sabor del beso. La muchacha llevaba un delantal blanco. A buen seguro sería la criada de algún carnicero o de algún lechero.
Eran las ocho. El señor Hire llegó una vez más a la Porte d’Italie e hizo ademán de dirigirse hacia el tranvía, que estaba esperando. En un bar, alguien tocaba el acordeón. Tres jóvenes que llevaban una flor roja de papel en el ojal de la solapa lo empujaron.
Anduvo por fin hasta un restaurante y cenó, solo en una mesa, los platos ligeros y dulces que había elegido. A pesar de ello, no comió casi nada. A las nueve y media volvía a estar fuera y se detenía delante de un hotelito situado en una calle transversal.
Seguía inmerso en sus pensamientos y, a fuerza de pensar, se le había enturbiado la mirada y se llevaba un susto cada vez que alguien pasaba de repente a su lado, o cuando un coche daba un bocinazo o alguna chica lo rozaba.
Volvió a la Avenue d’Italie. La mayor parte de las tiendas estaban cerradas, pero había bastante luz y, al final de la calle, en la plaza, se veían las luces de un tiovivo, que relampagueaban en el cielo.
En una ocasión, un transeúnte le dio un golpe y el señor Hire tuvo que agacharse a recoger la carpeta, que se le había caído. Tras levantarse con un suspiro de cansancio, se dirigió hacia el tranvía, descubrió que su sitio estaba ocupado y se quedó de pie en la plataforma.
A las diez y cuarto se apeaba en la terminal de Villejuif. El cruce estaba desierto. Solo había gente en los dos cafés y los coches circulaban por la pista reluciente sin detenerse.
El portal estaba cerrado. Tuvo que llamar. La portera tiró del cordón para abrirle y dio la luz. Pasó sin prestar particular atención a la portería, pero aun así alcanzó a distinguir a un hombre, tal vez acompañado, sentado a horcajadas en una silla frente a la estufa. Sabía que se trataba del hombre que le había arrancado el esparadrapo y que lo había seguido por la mañana.
Subió la escalera trabajosamente, y la luz se apagó cuando todavía le faltaba un piso. Pero estaba acostumbrado. Encontró la cerradura, metió la llave y una vaharada de aire frío procedente de su habitación le azotó la cara. Cuando, una vez cerrada la puerta, encendió la luz, tenía el ceño fruncido y una expresión angustiada. Buscó con la mirada algo en torno de él.
El señor Hire no fumaba, y, sin embargo, en el aire flotaba un vago olor a tabaco frío.
Fue de inmediato a un cajón que contenía la ropa sucia y volvió a cerrarlo, hastiado; luego tiró la carpeta de cuero en la cama y colgó el sombrero en el perchero.
El paño ensangrentado había desaparecido.
Había apagado la luz y estaba de pie en la ventana, con el abrigo puesto y las manos en los bolsillos. La criada del lechero se había acostado antes de que él llegara, pero no dormía. Estaba leyendo otra novela, con los brazos al aire y un cigarrillo en los labios.
Ya no había ruidos en el edificio, salvo el de un molinillo de café justo encima de la cabeza del señor Hire. Debía de ser algún enfermo, pues había que estarlo para hacer café a semejantes horas.
La criada no se había soltado el pelo para acostarse. Daba incluso la impresión de haberse empolvado la cara y de haberse puesto un atisbo de carmín en los labios. De vez en cuando levantaba la cabeza. Su mirada abandonaba las líneas impresas, atravesaba la cama y llegaba hasta la ventana de transparentes visillos de muselina.
¿Qué es lo que miraba? ¿El muro negro que daba al otro extremo del patio? Hizo un vago movimiento con la cabeza, como cuando se quiere llamar discretamente a alguien. ¿No sería que tenía la nuca agarrotada?
El señor Hire estaba inmóvil. Vio perfectamente que los labios carnosos de la joven se entreabrían en una sonrisa. Pero ¿para quién? ¿Por qué? Ella retiró un poco las frazadas y se estiró, arqueando el pecho que abultaba bajo la tela blanca del camisón. No dejaba de sonreír, con una sonrisa pletórica de beatitud carnal.
¿Sería porque estaba envuelta en el calor de las frazadas? ¿O acaso era al protagonista de la novela a quien sonreía?
Dobló las rodillas por debajo de la colcha y la frente del señor Hire presionó aún más sobre el cristal helado.
¡Lo estaba llamando! ¡No cabía la menor duda! ¡Repetía el movimiento de la cabeza! ¡Estaba claro que sonreía hacia su ventana! Él no se movió. La joven se levantó, descubriendo un instante sus muslos rosados; la lámpara estaba a su espalda y, en cuanto se puso de pie, la luz que despedía ofreció al señor Hire la imagen de su cuerpo bajo el camisón.
¡Le estaba indicando por señas que fuera a verla! ¡Señalaba la puerta! Quitó el pestillo, volvió a acostarse con un movimiento voluptuoso y prometedor y se estiró de nuevo, esta vez cogiéndose los pechos con las manos.
El señor Hire retrocedió. Seguía viéndola, pero más lejana. Tropezó con la mesa y, sin encender la luz, hurgó en un cajón en busca de algo blanco, cualquier cosa, y dio con un pañuelo.
La criada ya no miraba la ventana. Debía de pensar que él había bajado, y ahora se arreglaba el cabello ante un espejo de mano y se pintaba los labios.
El señor Hire no hacía ruido. Un somier gemía por encima de su cabeza y una voz murmuraba frases quejumbrosas. Con la ayuda del mango de la escoba, mantuvo el pañuelo apoyado contra el cristal, en el sitio donde antes estaba su cara; fue a abrir la puerta y aguzó los oídos.
Aunque llevaba zapatillas de fieltro, los peldaños crujieron. Desde detrás de una puerta, una voz preguntó:
—¿Eres tú?
Pasó de largo sin responder. Era el apartamento de un matrimonio que tenía tres hijos. Ya no había luz en la portería, y el señor Hire la dejó atrás, sorteó por los pelos los ruidosos cubos de la basura y llegó al patio.
Medía tres metros de largo y dos de ancho, y de arriba abajo había ventanas, de las que solo tres estaban iluminadas; entre otras, arriba del todo, las del piso de los que hacían café. La suya era la de debajo. La veía en perspectiva, sumida en la oscuridad. Y sobre esa misma oscuridad buscó la mancha del pañuelo, que se le antojó fantasmagórica, pero tan visible como lo era su rostro todas las noches.
Frente a él se abría la puerta de la escalera B, que llevaba a casa de la criada. El señor Hire la contempló, titubeante, y huyó hacia su propia escalera respirando con violencia.
En ese lapso, algo había cambiado en el pasillo de la planta baja. Alguien había dado la luz. Sin embargo, el timbre no había sonado. Ni se había oído ruido de pasos.
El señor Hire caminaba encorvado y de puntillas. Estaba a punto de alcanzar la puerta acristalada de la portería cuando se detuvo.
Detrás de los cristales, de pie en la penumbra, un hombre lo observaba tranquilamente mientras se fumaba una pipa. Su expresión no era trágica, ni amenazadora, ni irónica. De hecho no tenía expresión alguna. Se fumaba la pipa como si fumar a aquellas horas, plantado en la portería en medio de la oscuridad, sin más luz que el reflejo de las lámparas del pasillo, fuera lo más natural del mundo.
Tampoco mostró la menor sorpresa al ver que el señor Hire lo miraba con los ojos desorbitados. Se movió un poco, apenas para levantar el brazo, quitarse la pipa de la boca y exhalar una bocanada de humo que, arremolinada contra el cristal, hizo que el rostro se desdibujara durante un instante como si lo hubieran borrado con una goma.
El señor Hire tendió la mano hacia la manilla de la puerta, la dejó caer y, obligándose penosamente a andar, se zambulló en la escalera, que subió agarrado a la barandilla.
Al llegar a su habitación se sentó, pero alcanzó a ver la ventana de enfrente, donde la criada volvía a cerrar la puerta con pestillo y, con un gesto enfurruñado, se soltaba el pelo y apagaba el cigarrillo aplastándolo contra el esmalte de la palangana.
Por último, sacó la lengua mirando hacia el patio, en dirección a la ventana, y giró el interruptor.