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Cuando la hemorragia se le cortó, el señor Hire tuvo que andar con cuidado, con la cabeza erguida, para que la herida no volviera a abrirse. El bigote le colgaba de un lado y la sangre mezclada con agua le había cubierto la cara con una aguada rosa de acuarela.

Primero vació la palangana y la secó con un trapo. Luego, su mirada se detuvo en una estufa de hierro colado que estaba fría. Salvo por la inmovilidad de la cabeza, que llevaba como si se tratara de un cuerpo extraño, era el mismo hombre del tranvía, del metro o del sótano de la Rue Saint-Maur, tranquilo y comedido en todos sus gestos, que parecían tan ordenados como los sucesivos ritos de una ceremonia.

Sacó el periódico del bolsillo de su abrigo y, después de arrugarlo, lo empujó hacia el fondo de la estufa. En la repisa de mármol negro de la chimenea había un manojo de ramitas, que diseminó encima del papel. A su alrededor solo había silencio y frío. Los únicos ruidos eran los que hacía al golpear el atizador o la cubeta del carbón. Se arrodilló, manteniendo la cabeza erguida y el cuello tieso, para deslizar una cerilla por debajo de la reja y prender el papel. Hizo varias tentativas. Tuvo que rascar tres cerillas antes de conseguirlo y lograr que todas las fisuras de la estufa despidieran humo.

Hacía más frío en la habitación que fuera. Mientras esperaba el calor del fuego, el señor Hire volvió a ponerse el abrigo, un abrigo grueso de lana negra con cuello de terciopelo; abrió el armario que le servía de cocina, encendió el hornillo y vertió agua en una cazuela. Daba con las cosas sin necesidad de buscarlas. Colocó en la mesa un tazón, un cuchillo y un plato, y tras reflexionar un instante devolvió el plato al armario; sin duda acababa de recordar que el incidente de la portería le había impedido hacer sus compras.

Le quedaba pan y mantequilla. Cogió café molido de una lata de galletas, frunció el ceño y miró la estufa, que ya no despedía humo ni emitía ronquidos. La leña se había consumido sin que el carbón prendiera. Ya no quedaba más leña en la repisa de la chimenea. El señor Hire enarcó las cejas, vertió el agua que hervía en el hornillo sobre el café molido y se calentó las manos.

En el lado derecho de la habitación había una cama, un lavamanos y una mesilla de noche; a la izquierda, el armario del infiernillo y una mesa cubierta con un hule.

Sentado a esta mesa, el señor Hire comía pan untado con mantequilla y bebía café pausadamente, con la mirada clavada al frente. Cuando acabó, aún se quedó un rato inmóvil, como incrustado en el tiempo y en el espacio. Se oían ruidos, débiles y anónimos al principio, crujidos, pasos y golpes; y muy pronto fue el mundo entero el que se manifestaba alrededor de esa habitación en forma de sonidos furtivos.

En la habitación contigua se oía el entrechocar de los platos y el ruido de una conversación. Era extraño, porque el ruido de platos no llegaba nada distorsionado. Parecía provenir de la casa misma, mientras que las voces, en cambio, se fundían en un murmullo muy grave y en cierto modo mecánico.

Abajo, como todas las noches, un niño tocaba el violín: una y otra vez los mismos ejercicios de su método. También allí se elevaba una voz de bordón que obligaba al chico a empezar de nuevo.

Y luego estaba la carretera, esa especie de succión paulatina de coches que venían desde lejos a toda velocidad y estallaban delante de la casa, para ser rápidamente aspirados por el espacio hacia el otro extremo del horizonte. Solo los pesos pesados gravitaban con estruendo, lentamente, y casi cortaban la respiración mientras la casa vibraba de arriba abajo.

Pero toda esa agitación se producía más allá de aquellas paredes. En la habitación no había más que un bloque de silencio, compacto, uniforme y sin fisuras, y el señor Hire, sentado delante de su taza vacía, apuraba el bienestar que le procuraba el calor del café.

Entonces se levantó, se abrochó el abrigo y se envolvió el cuello con la bufanda. Cogió el tazón en el que había bebido, lo lavó debajo del grifo, lo secó con un trapo que colgaba de un clavo y lo devolvió al armario. Recogió las migas de pan con un cartón cubierto de grasa a fuerza de usarlo a tal fin, y, tras echarlas a la estufa, se acercó a la cama y la abrió.

¿Qué le quedaba todavía por hacer? Poner en hora el despertador, que formaba una mancha blanca sobre la repisa de la chimenea y que marcaba las ocho y media.

¿Y qué más? Se quitó los zapatos y los lustró, sentado en el borde de la cama, con el cuello tieso aún y la mejilla izquierda vuelta hacia arriba.

Eso era todo. El niñito volvió a empezar su ejercicio y el arco derrapó en la segunda cuerda.

Junto a él, el hombre debía de leer el periódico en voz alta, pues el murmullo era tan monótono como el chorro de un grifo.

El señor Hire se levantó de la cama, donde estaba incómodo; se instaló en el sillón frente a la estufa apagada, delante de la esfera del despertador, y ya no se movió más salvo para hundir en los bolsillos las manos, que se le helaban en los brazos del sillón.

Las nueve menos diez… Las nueve… Las nueve y cinco… No cerraba los ojos. No miraba nada.

Permanecía allí como en un tren que no condujera a lugar alguno. Ni siquiera suspiraba. Al final, algo de calor empezó a condensarse bajo su abrigo y él se esforzó por conservarlo mientras los dedos de los pies se le encogían de frío.

Las nueve y veinte… y veinticinco… y veintiséis.

De vez en cuando se oía un portazo. Un grupo de gente bajó por la escalera armando tal estruendo que parecía que tropezaran en cada peldaño. Al cabo de un rato, se alcanzaba a distinguir el silbato del guardia en el cruce.

Las nueve y veintisiete… El señor Hire se levantó, giró el interruptor de la luz y, a oscuras, regresó al sillón desde el que ya no veía más que la tenue luminiscencia de las agujas del despertador.

No dio muestras de impaciencia hasta las diez, cuando empezó a mover los dedos en los bolsillos. Los inquilinos de al lado dormían, pero en alguna parte un bebé berreaba y su madre le canturreaba para volver a dormirlo:

—La… la… la… la…

El señor Hire se levantó y se dirigió a la ventana, más allá de la cual solo había oscuridad. A poco, se encendió una luz a apenas tres metros de él y se iluminó una ventana, y con ella una habitación de la que se distinguían hasta los menores detalles.

La mujer cerró la puerta de un puntapié que debió de hacer un ruido atronador, pero los sonidos no atravesaban el patio. Tenía prisa y tal vez estaba de mal humor, porque levantó la ropa de la cama con un gesto brusco para meter una bolsa de agua caliente que llevaba bajo el brazo.

El señor Hire no se movía. En su casa reinaba la oscuridad. Estaba de pie, con la frente apoyada en el cristal helado, y solo sus pupilas iban y venían, siguiendo todos los movimientos de la vecina.

En cuanto la mujer hubo cubierto de nuevo la cama, su primer movimiento fue para soltarse el pelo, que le cayó sobre los hombros, no muy largo pero abundante y de un color rojo sedoso. Y se restregó la nuca y las orejas en una suerte de estiramiento voluptuoso.

Delante de ella había un espejo, sobre un tocador de madera torneada. Contemplaba el espejo, y siguió contemplándolo mientras tiraba hacia arriba de su vestido de lana negra para sacárselo por la cabeza. Luego, cuando se quedó en combinación, se sentó en el borde de la cama para quitarse las medias.

Incluso desde la habitación del señor Hire se veía perfectamente que tenía la carne de gallina, y cuando ya no le quedó sobre el cuerpo más que una braguita, se friccionó largo rato los pezones, encogidos por el frío, para calentárselos.

Era joven y vigorosa. Cogió un camisón blanco y se lo puso antes de quitarse las bragas, volvió a mirarse en el espejo y sacó cigarrillos del cajón de la mesilla de noche.

No había mirado hacia la ventana. Tampoco miraba hacia allí ahora. Ya estaba envuelta en las frazadas, con el codo apoyado en la almohada, y antes de leer el libro que tenía delante encendió lentamente un cigarrillo.

Estaba de cara al patio, frente al señor Hire, detrás del cual el despertador se esforzaba en vano por dar los segundos y mover sus manecillas fosforescentes.

Una colcha roja cubría la cama. Tenía la cabeza reclinada y eso acentuaba el dibujo de sus labios carnosos, al tiempo que le hacía la frente más corta, le espesaba la masa sensual de cabellos pelirrojos y le hinchaba el cuello, dando la impresión de que la mujer era toda ella de una pulpa rica y llena de savia.

Por encima del camisón, la mano seguía acariciándose mecánicamente un pecho, cuyo relieve quedaba expuesto cada vez que lo abandonaba para apartarse el cigarrillo de los labios.

Un ruidito del despertador anunció las diez y media, otro las once. Ya no se oía más que el llanto del bebé a quien tal vez habían olvidado dar de comer, y de vez en cuando el agresivo silbido de un coche circulando a toda velocidad por la carretera principal.

La muchacha volvía las páginas, soplaba las cenizas que moteaban la colcha a fin de dispersarlas y encendía más cigarrillos.

El señor Hire solo se movía para rascar el vaho que su aliento dejaba en el cristal, donde se congelaba.

Un inmenso silencio se extendía poco a poco por encima del patio, en el cielo invisible.

La mujer acabó la novela a las doce y cuarto y se levantó a apagar la luz.

Aquella noche la portera se levantó tres veces, y cada una de ellas apartó la cortina para cerciorarse de que el inspector seguía recorriendo la acera emblanquecida por la helada.

Los cristales cubiertos de escarcha parecían cristal esmerilado. El señor Hire tenía las manos entumecidas y el cepillo con el que le quitaba el polvo a su abrigo se le cayó dos veces. Luego se arrodilló para volver a anudarse el cordón de la bota, recorrió la habitación con la mirada y cerró la puerta del armario que estaba entreabierta.

Ya no le quedaba más que coger la carpeta y ponerse el sombrero. Con la llave en el bolsillo, enfiló la escalera, que crujía porque la casa era nueva y no demasiado sólida. Tampoco era muy alegre, pues los colores que habían elegido para pintarla eran los grises-hierro y los castaños oscuros. La madera de abeto de los peldaños se negaba a coger pátina; en medio estaba sucia, casi negra, pero en los lados, donde no se pisaba, se había quedado de un blanco deslucido. En vez de deslustrarse, las paredes perdían trozos de yeso aquí y allá.

Se sucedían sin interrupción las puertas, la barandilla de pino americano y las botellas de leche en los rellanos. Y todo esto iba acompañado de ruidos. Por todas partes la gente se movía al otro lado de las paredes y algunos ruidos evocaban esfuerzos titánicos. Sin embargo, solo eran los inquilinos, que se vestían.

Una corriente de aire más inclemente anunció la proximidad de la planta baja y el señor Hire bajó los últimos peldaños, giró a la izquierda y se detuvo apenas un instante.

Allí estaba la muchacha de los cabellos rojos, apoyada en la puerta de la portería. Tenía las mejillas encendidas, pues había estado fuera desde las seis de la mañana, y el contraste con su delantal blanco las avivaba aún más. Todavía llevaba en la mano media docena de botellas de leche vacías, cuyas argollas sujetaba con un solo dedo.

Tenía la cabeza girada a medias. Al oír sus pasos, la volvió por completo y prosiguió su conversación con la portera, que estaba en la garita.

El señor Hire pasó sin mirar. En cuanto hubo recorrido tres metros, se hizo detrás de él un silencio sepulcral y la portera se precipitó con ansiedad hacia el pasillo.

El señor Hire seguía andando. En el aire frío, la vida cobraba un ritmo acelerado, los tonos blancos se volvían más blancos, los grises más claros y los negros más negros. Compró el periódico en el quiosco y se adentró en la masa humana que abarrotaba la acera alrededor de las carretillas.

—Perdón…

No llegaba a pronunciarlo. En realidad, nadie podía oírlo, ni siquiera él. Pero era una costumbre, un movimiento de los labios que hacía al pasar entre dos mujeres, al empujar a alguien o cuando golpeaba el brazo de alguna carretilla.

—Perdón…

El tranvía estaba allí, esperando, y el señor Hire apretó el paso, sacando el pecho y con la carpeta pegada al costado; los últimos diez metros los hizo corriendo, como solía.

—Perdón…

No veía a las personas con quienes se cruzaba. No distinguía a nadie. Se adentraba en la multitud. Se introducía en ella y avanzaba a través de un hormiguero sembrado aquí y allá de vacíos inesperados, de cuadrados de acera desocupados donde caminaba más deprisa.

Estaba sentado en su sitio, en el tranvía, con la carpeta en las rodillas. Se disponía a desplegar el periódico. Deslizó un instante la mirada por los ocupantes del vagón, sin detenerse, pero el señor Hire fruncía el ceño, rebullía, como si de pronto se sintiera mal sentado, incómodo, demasiado torpe para abrir el periódico.

La sensación que tuvo en ese momento lo remitía hasta tal punto a aquella otra en que le habían arrancado el esparadrapo el día anterior en la portería, que estuvo en un tris de pasarse la mano por la mejilla izquierda: el hombre que tenía frente a él, en el otro extremo del vagón, era uno de los dos acompañantes de la portera.

Aun así, volvió las páginas del periódico hasta la Porte d’Italie. Como siempre, siguió a la muchedumbre que se precipitaba hacia el interior del metro. Y reanudó la lectura en el borde del andén.

Un estruendo creciente anunció la llegada de un convoy, y un vagón se detuvo delante de él. Las puertas se abrieron con un chasquido y la gente lo empujó hacia el interior.

—Perdón…

Dio un paso hacia delante y otro hacia atrás. Todavía llevaba el periódico delante de él. Estaba de nuevo en el andén. Las puertas se cerraron y el convoy empezó a deslizarse. Y, en uno de los vagones que pasaban a la altura del señor Hire, un hombre trataba en vano de abrir para saltar a tierra.

¡El hombre del tranvía, de la portería y del esparadrapo!

Por encima del periódico, el señor Hire vio cómo el convoy se hundía en la oscuridad. Luego dio media vuelta, subió a la superficie y atravesó la plaza; entró por último en un pequeño café, se sentó cerca de la cristalera y pidió un chocolate bien caliente. Las piernas le flaqueaban como si hubiera corrido durante mucho rato. Le dirigió una débil sonrisa de agradecimiento al camarero que lo atendía.

A mediodía aún seguía allí, al calor, mirando pasar a gente y más gente, miles de personas que andaban, corrían, se detenían, se daban alcance, se adelantaban, gritaban y murmuraban mientras en el pequeño bar los camareros daban la impresión de entrechocar adrede los platillos.