1

La portera carraspeó antes de golpear la puerta con los nudillos, y, mientras miraba el catálogo de jardinería de La Belle Jardinière que llevaba en la mano, profirió:

—Es una carta para usted, señor Hire.

Y se apretó el chal sobre el pecho. Alguien se movió detrás de la puerta oscura. Los ojos grises de la portera parecían seguir el rastro del ruido invisible a través del tablero, ora a la izquierda, ora a la derecha, ora unos pasos, ora un frufrú o un tintineo de porcelanas. El ruido se acercó por fin, y la llave giró. Apareció un rectángulo de luz, un papel pintado con flores amarillas y el mármol de un lavabo. Un hombre tendió la mano, pero la portera no lo vio o, en todo caso, lo vio mal, y no le prestó atención porque su mirada escrutadora se había detenido en otro objeto: una toalla empapada en sangre de un rojo oscuro que se recortaba sobre el mármol frío.

El batiente de la puerta la obligó poco a poco a retroceder. La llave volvió a girar y la portera bajó los cuatro pisos parándose de vez en cuando a reflexionar. Estaba flaca. La ropa le colgaba como cuelga de los palos en cruz que forman el armazón de los espantapájaros; tenía la nariz húmeda, los párpados enrojecidos y las manos agrietadas por el frío.

Más allá de la puerta acristalada de la portería, había una niñita de pie, vestida con una combinación de franela, delante de una silla sobre la que descansaba una palangana con agua. Su hermano, que ya se había vestido, se divertía salpicándola, y la mesa estaba por recoger junto a ellos.

Se oyó el ruido seco de la puerta al abrirse. El chiquillo se volvió y la niñita mostró la cara bañada en lágrimas.

—¡Esperad y veréis! —La madre le propinó una bofetada al niño, y lo empujó fuera—. Tú, lárgate al colegio. Y tú, si continúas llorando…

Zarandeó a la pequeña y le puso el vestido tirándole de los brazos como a una marioneta. Luego guardó la palangana de agua jabonosa en el armario, fue hacia la puerta y volvió sobre sus pasos.

—¿Vas a dejar de sorberte los mocos de una vez?

Se sumió en sus pensamientos. Estaba indecisa. Tenía el ceño fruncido y los pequeños ojos llenos de inquietud. Saludó mecánicamente con la cabeza al inquilino del segundo, que pasaba por delante de la portería, y, de pronto, se echó encima un segundo chal y se precipitó hacia la calle después de cerrar a medias la llave de la estufa.

Helaba. En la carretera de Fontainebleau, que atraviesa Villejuif, los coches circulaban despacio por culpa del hielo y los radiadores despedían vapor. El cruce estaba a cien metros a la izquierda, con un bistrot a cada lado y el guardia en el medio; eran suburbios de calles animadas que llegaban hasta las puertas de París, con tranvías, autobuses y coches. Pero hacia la derecha, dos casas más allá, inmediatamente después del último garaje, ya no se veía más que la carretera y el campo, con los árboles y las tierras emblanquecidas por el hielo.

Temblando de frío, la portera todavía vacilaba. Hizo un gesto para llamar a un hombre estaba parado en una esquina, pero él no la vio y entonces ella se le acercó corriendo y le tocó el brazo.

—Venga un momento.

Volvió a entrar en casa sin preocuparse por él, agarró a su hija del brazo y la sentó en una silla, en un rincón, para quitarla de en medio.

—Entre. No se quede ahí, que él podría verle.

Estaba sin aliento o quizá muy alterada. Su mirada iba del pasillo al hombre, que tendría unos treinta años y todavía llevaba puesto el sombrero.

—Ayer aún tenía mis dudas, pero acabo de ver algo y pondría la mano en el fuego a que es el señor Hire.

—¿Cuál de ellos es?

—Uno bajito y regordete, con bigote rizado, que lleva siempre una carpeta negra bajo el brazo.

—¿A qué se dedica?

—No lo sé. Se marcha por la mañana y vuelve por la noche. Le he subido un catálogo, y por la rendija de la puerta entreabierta he visto una toalla llena de sangre…

Hacía quince días que el inspector, con dos de sus colegas, se pasaba los días y a veces las noches en el barrio, observando a todo el mundo, y ya empezaba a conocer a la gente de vista.

—Y aparte de esa carpeta… —empezó.

La portera estaba trastornada.

—Pensé en él desde el primer día, el domingo, ¿lo recuerda? Acababan de descubrir a la mujer en el descampado. Su colega me hizo preguntas, como a todas las porteras. Pues bien, ese día el señor Hire no salió. Eso significa que no comió, porque todos los domingos va a buscar lo que le hace falta a la charcutería de la Rue Gambetta. Por la tarde no se movió. ¡Cuidado!

Se oían pasos en la escalera. Al otro lado de la puerta acristalada el pasillo estaba oscuro; sin embargo, vieron pasar a un hombre de corta estatura que llevaba una carpeta bajo el brazo izquierdo. La portera y el inspector se asomaron ligeramente y fruncieron el ceño al mismo tiempo; el policía salió entonces con gran decisión, dio algunos pasos rápidos hasta la luz glauca de la calle y regresó sin apresurarse.

—Lleva una tira ancha de esparadrapo en la mejilla.

—Ya lo he visto.

Los duros ojos de la portera miraban muy lejos, más allá de lo que la rodeaba.

—Entonces no es eso —siguió el hombre, dispuesto a marcharse.

Pero una mano febril se aferraba a su brazo. La portera estaba cada vez más alterada, tal vez por el esfuerzo que hacía para recordar.

—¡Espere! Me gustaría estar segura… Me he fijado sobre todo en la toalla y, sin embargo… —Hacía muecas como una médium en trance, y su voz se volvió lenta y apagada. La niña jugaba a dejarse caer de la silla—. Juraría que cuando le he entregado el catálogo no tenía esa herida. No lo miraba de frente, pero igualmente lo he visto y me imagino que eso me habría llamado la atención…

Seguía devanándose los sesos como en trance. El inspector frunció el ceño.

—¡Vaya! ¡Claro! Tal vez la ha visto mirar la toalla y entonces se le ha ocurrido…

En aquella portería, cerca de la mesa cubierta con un hule oscuro, ambos se imponían respeto mutuamente. No estaban ni a doscientos metros del descampado donde, quince días antes, un domingo por la mañana, había aparecido el cadáver de una mujer tan mutilado que no había podido ser identificado.

—¿A qué hora volverá?

—A las siete y diez.

A la derecha del cruce, cerca de la terminal de los tranvías, había una hilera de carretillas, y el señor Hire, con la carpeta bajo el brazo, bamboleándose, se abría paso entre las amas de casa y dejaba atrás el tenderete del carnicero, el de las verduras, otro más de carne y, por último, una carretilla donde no había más que coliflores. El cobrador del tranvía silbó y el señor Hire se echó a correr como quien no acostumbra hacerlo; levantaba las piernas hacia los lados, como las mujeres.

Y, mientras corría, llamaba:

—¡Pssst! ¡Pssst!

El brazo del cobrador lo sujetó justo a tiempo. Un segundo inspector estaba parado cerca del primer vagón y examinaba a la gente mientras se golpeteaba los costados para entrar en calor. Al ver el esparadrapo del señor Hire entornó los ojos; a poco, los abrió desorbitadamente, se abstrajo unos instantes en la contemplación del paisaje y, por último, saltó al estribo en el momento en que el tranvía arrancaba.

Bajo las uñas de la muerta se había encontrado sangre e incluso fragmentos de epidermis y, a falta de otra pista, el informe indicaba: «Someter a especial vigilancia a los hombres con arañazos en la cara».

El señor Hire iba sentado en el sitio que ocupaba todos los días, al fondo del vagón, y leía el periódico con la carpeta sobre el regazo. Como cada día, tenía el billete preparado en la mano y se lo tendió al cobrador sin levantar los ojos siquiera.

No estaba gordo, sino fofo. Su volumen no excedía el de un hombre corriente, pero no se percibían ni huesos, ni carne, ni nada que no fuera esa materia suave y blanda, tan suave y tan blanda que sus movimientos resultaban equívocos.

En su cara redonda se recortaban unos labios de un rojo intenso, un bigotito rizado con tenacillas que parecía dibujado con tinta china y, en los mofletes, unos coloretes de muñeca.

No miraba nada de lo que había a su alrededor. No sabía que un inspector lo observaba. Se apeó en la Porte d’Italie, como si su instinto le hubiera advertido que había llegado a su destino, y de nuevo se deslizó entre la muchedumbre dando saltitos, seguro de sí mismo y bamboleando los hombros; luego bajó las escaleras del metro y, una vez en el borde del andén, reanudó la lectura del diario.

En cuanto el metro se detuvo entró en él leyendo, y no dejó de leer, de pie en un rincón, durante el viaje; luego cambió de línea en République, y finalmente se bajó en la estación Voltaire.

El inspector aún lo seguía, sin convicción, pero allí no estaba peor que en el cruce de Villejuif.

El señor Hire tomó la Rue Saint-Maur, giró a la izquierda, se adentró en un patio abarrotado de barricas y desapareció por el fondo.

El patio era viejo, igual que la casa. Un vendedor de toneles, un carpintero y un impresor se anunciaban en unas placas de esmalte. Se oía el ruido de una sierra y el de una prensa. El inspector no vio portera alguna y titubeó un momento en la calle. Lo que le llamó la atención fue un reflejo rojizo en los adoquines. Al volverse descubrió que las ventanas enrejadas, abiertas a ras de suelo, se habían iluminado y, al mismo tiempo, vio al señor Hire, que se quitaba el abrigo y la bufanda, los guardaba en un armario y se dirigía hacia una mesa de madera blanca.

No era ni un sótano ni una planta baja. El patio hacía pendiente y, a causa de ello, la habitación por la que se movía el señor Hire quedaba a un metro por debajo del suelo. Resultaba gracioso, porque de ese modo la acera cortaba al hombrecillo a la altura del vientre. En el techo no había más que una triste bombilla eléctrica, sin pantalla, que creaba una atmósfera amarillenta y, desde fuera, no se oía nada de lo que ocurría dentro.

El señor Hire estaba tranquilo y quieto. Sentado delante de una pila de cartas, las abría cuidadosamente una por una con un abrecartas. No las leía, se limitaba a poner a su derecha las cartas propiamente dichas y a la izquierda el giro que cada sobre contenía. No fumaba. Se levantó dos veces para volver a cargar una pequeña estufa de hierro colado.

El inspector recorrió el patio en busca de la portera, pero el tipógrafo le dijo que no tenían.

Cuando regresó a la acera, el señor Hire, que estaba al otro lado de la ventana enrejada, y justo debajo de ella, hacía paquetes con gestos precisos. Aunque lo cierto es que todos los paquetes eran iguales.

El señor Hire cogía de un lado una caja de madera blanca, del otro una hoja de papel impresa, luego seis postales que pertenecían a seis montones distintos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo envolvía todo y lo ataba con un cordel rojo de un ovillo que colgaba a la altura de su cabeza.

El inspector se fue a beber dos copas de ron al bistrot. Cuando regresó, ya había unos veinte paquetes acabados. A mediodía, ya eran sesenta.

Y el señor Hire se vistió con parsimonia, salió a la calle y se encaminó hacia un restaurante del Boulevard Voltaire, donde tomó asiento como un parroquiano más y comió leyendo el periódico.

A las dos, estaba haciendo paquetes de nuevo. A las tres y media escribió las direcciones en unas etiquetas, y hacia las cuatro, empezó a pegarlas.

Luego, con todos los paquetitos hizo uno grande y, a las cinco en punto, entraba en la oficina de correos y se ponía en la cola delante de la ventanilla de los «impresos certificados».

El empleado ni siquiera los pesó. Estaba acostumbrado. El señor Hire pagó y salió, sin otra cosa en las manos que la carpeta. El inspector se aburría. Desde la mañana se había bebido nueve o diez copas de ron para combatir el frío.

Sin embargo, el señor Hire aún no había acabado. Con la misma precisión rutinaria, cogió un autobús, se apeó enfrente de Le Matin y le tendió una hoja de papel y treinta francos a la empleada de los anuncios por palabras, que ni siquiera lo miró, de tantas veces como debía de haberlo visto.

Los bulevares estaban más desiertos que de costumbre. La gente se agrupaba alrededor de los braseros. El hielo emblanquecía el asfalto. El señor Hire caminaba balanceándose, sin fijarse en las mujeres que lo rozaban al pasar. Tomó la Rue Richelieu, entró en Le Journal y depositó en la ventanilla de los anuncios por palabras un folio ya preparado y treinta francos.

El inspector estaba harto. Aun a riesgo de perder a su hombre, se precipitó hacia la ventanilla en cuanto este se hubo marchado y enseñó su placa.

—Entrégueme el anuncio.

La empleada se lo tendió con absoluta naturalidad. La caligrafía del texto era muy bonita.

DE OCHENTA A CIEN FRANCOS DIARIOS POR TRABAJO FÁCIL SIN DEJAR EMPLEO ACTUAL. ESCRIBIR AL SEÑOR HIRE, RUE SAINT-MAUR, 67, PARIS.

Los dos hombres volvieron a encontrarse en la entrada del metro Bourse, donde se sumergieron el uno detrás del otro. Y así, el uno detrás del otro, emergieron también del subterráneo en la Porte d’Italie. El señor Hire leía un periódico vespertino. El inspector lo miraba aviesamente.

En el tranvía tomaron asientos contiguos. Eran las siete y cinco cuando el señor Hire se apeaba en la terminal de Villejuif y se encaminaba hacia su casa, donde entró con la mayor inocencia del mundo.

El inspector entró detrás de él, empujó la puerta acristalada de la portería y le gruñó a su colega, que bebía un tazón de café caliente:

—¿Qué estás haciendo tú aquí?

—¿Y tú?

En una esquina de la mesa, el niño hacía los deberes. La lámpara alumbraba poco. El cartero acababa de dejar un montón de impresos encima del hule, al lado de la cafetera de esmalte azul.

—¿El señor Hire?

—¿Tú también?

La portera los miraba alternativamente, con la cara crispada.

—Ustedes creen que ha sido él, ¿verdad? ¡Dios mío! —Estaba a punto de echarse a llorar. Y se echó a llorar. De momento no eran más que lágrimas de nerviosismo, pero las escuálidas manos le temblaban—. Tengo miedo. No se vayan. Hace quince días que no puedo vivir.

Su hijo la observaba por encima de la libreta. La niña estaba sentada en el suelo.

—¿Una taza de café? —ofreció el inspector que había llegado primero, y sirvió a su compañero—. ¿Qué es lo que te puso sobre aviso?

—La cicatriz. Y su oficio. Es uno de esos tipos que prometen no sé cuánto al día por un trabajo fácil y que, por cincuenta o sesenta francos, le envían a la gente una caja de acuarelas que solo vale veinte y seis postales para colorearlas.

Aquello decepcionó a la portera. El primer inspector, que estaba de pie, llenaba toda la portería con su corpulencia.

—Por lo visto hay una toalla ensangrentada. Me gustaría saber si realmente se hizo una herida.

No sabían qué hacer. El primero se sirvió un poco más de café.

—No soportaría encontrármelo otra vez en la escalera —jadeó la portera—. En realidad, siempre me ha dado miedo. ¡Y a todo el mundo!

—¿No sale nunca?

—Solo los domingos. Creo que va al cine.

—¿Nadie viene a visitarlo?

—Nadie.

—¿Y quién le limpia la casa?

—Él mismo. Nunca he podido entrar en su apartamento. Cuando esta mañana recibió un catálogo, seguramente por error, ya que era la primera vez, vi la ocasión de echar un vistazo. Le grité a través de la puerta que se trataba de una carta. —Los dos hombres se miraron, azorados—. Tienen que hacer algo, arrestarlo, ¡yo qué sé! Pero no puedo vivir pensando que… Miren, cada vez que pasa por aquí suele acariciarle la cabeza a mi pequeña. Y a mí eso me pone los pelos de punta, como si…

Ahora sí que lloraba de verdad, sin enjugarse los ojos, porque estaba cargando la estufa. Se oía el rumor de los coches que pasaban por la carretera y los pitidos, más lejanos, de los tranvías. Hacía calor, pero todos tenían los pies helados.

—¿Y si subiéramos con algún pretexto?

Estaban incómodos.

—Sería mejor que lo hiciéramos bajar. Vaya usted a decirle que alguien quiere hablar con él.

—¿Yo? ¡Eso nunca! ¡Ni hablar! —Temblaba y lloraba sin convicción, a ráfagas—. Ni siquiera tengo un marido que me defienda. De noche, aquí todo está muerto, menos los coches que pasan a cien por hora.

Puso a su hija en pie de un solo movimiento.

—Siéntate en una silla.

—¿Está segura de que esta mañana no tenía esa herida?

—No lo sé. Me parece. Juraría que sí. De tanto darle vueltas todo el día tengo un dolor de cabeza espantoso.

—¿Qué, colega? ¿Subimos?

No hizo falta; alguien bajaba por la escalera. La portera aguzó el oído y se apresuró a abrir la puerta.

—¡Señor Hire!

La portera, que permanecía detrás de la puerta abierta, temblaba y miraba a los dos hombres como diciéndoles: «Ahora les toca a ustedes».

—Perdón…

El señor Hire se disculpó, titubeó en el umbral y dio dos pasos adelante, sorprendido y azorado.

—¿Qué es lo que…?

No veía a la portera, oculta tras el batiente. Los inspectores se daban codazos. De pronto, la chiquilla, que miraba al señor Hire, estalló en sollozos.

—¿Me han llamado?

—Una coincidencia. Mi prima me estaba diciendo que se ha hecho usted una herida. —Era el primer inspector el que se había lanzado a la aventura sin pensárselo dos veces. Estaba pálido y tragaba saliva entre palabra y palabra—. Soy enfermero y…

Para acabar de una vez, tendió una mano brutal y torpe, tiró de la punta del esparadrapo y lo arrancó. Estaban amontonados en la exigua portería. La chiquilla lloró aún con más fuerza.

El señor Hire se llevó la mano a la mejilla y la retiró bañada en sangre, que comenzaba a caerle por el cuello y por el hombro. La sangre brotaba, roja y fluida, mientras los labios de la herida se abrían paulatinamente bajo su impulso.

—Pero qué…

La portera parecía a punto de romperse los dedos de tanto como se los estrujaba. El inspector se había quedado traspuesto al ver el corte de navaja de afeitar reciente y nítido.

—Discúlpeme… Yo…

Buscaba el grifo y un trapo, lo que fuera, para cortar la hemorragia y acabar con aquello. El señor Hire tenía los ojos desorbitados y las pupilas oscuras. Miraba alternativamente a todos los ocupantes de la portería, sin saber tampoco cómo detener toda esa sangre, que había salpicado el cemento con gruesos goterones.

El niño seguía en su sitio, con la pluma en ristre, delante de su libreta, mientras su hermana se revolcaba por el suelo.

—Ha sido… Qué torpeza la mía… Si me permite usted que lo cure…

La sangre que le manchaba la cara y le chorreaba por la barbilla, como si tuviera la boca partida, desfiguraba al señor Hire. Y estaba trastornado. Los redondeles rosa de sus mofletes se habían apagado.

—Gracias.

Y encima aún parecía pedir perdón, como el tipo que mancha sin querer la casa de quienes lo han invitado. Tropezó con una jamba de la puerta.

−Quédese… Voy a…

El inspector había encontrado un trapo de cocina y se lo tendía.

—Gracias…, gracias…, perdón…

Ya se había adentrado en la fría oscuridad del pasillo; mientras lo oían subir, pesado y titubeante, creían percibir el goteo de la sangre sobre los escalones.

—¡Cállate de una vez! —chilló de repente la portera abofeteando a su hija. Estaba desgreñada y tenía la mirada perdida. Se puso a zarandear al niño—. ¡Y tú, que te quedas ahí, como un pasmarote!

Los inspectores no sabían dónde meterse.

—Cálmese. Mañana mismo, el comisario…

—¿Creen que voy a pasar la noche aquí sola? ¿De verdad lo creen?

El ataque de nervios parecía inminente. Era una cuestión de segundos. Sin darse cuenta, puso la mano en una gota de sangre que había caído en la mesa y se sobresaltó.

—Nos quedaremos. Bueno, uno de nosotros dos.

La portera aún no sabía si sosegarse. Los miraba y ellos intentaban adoptar una actitud firme.

—Tú, ve a hacer el informe.

El agua hervía desde hacía media hora y los cristales estaban empañados.

−Pero vuelve, ¿eh?

La portera retiró el escalfador y removió las brasas con la punta del atizador.

−Hace ya quince días que no duermo —concluyó—. Ya lo han visto. No estoy loca…