El avión estaba ya bajo control y él ocupó el asiento plegable de enfrente de la galería delantera, vigilando. Tenía un doble cometido: vigilar desde esta posición, junto a la cabina, o patrullar por el pasillo con el cúter en la mano. No estaba confundido, sólo estaba recuperando el aliento, tomándose un momento. Entonces fue cuando notó una sensación en la parte de arriba del brazo, el fino dolor, como un respingo, de la piel hendida.
Tenía una mampara delante y el WC a su espalda, sólo primera clase.
El aire estaba impregnado de Mace[7] que él mismo había vaporizado y había sangre de alguien, su sangre, corriendo por el puño de su camisa de manga larga. Era su sangre. No buscó el origen de la herida pero vio que había más sangre empezando a calarle la camisa cerca del hombro. Pensó que quizá el dolor estuviera allí desde antes pero que sólo ahora se acordaba de sentirlo. No sabía dónde estaba el cúter.
Si lo demás iba normalmente, según él había entendido el plan, la aeronave tenía puesto rumbo al corredor del Hudson. Ésta era la frase que le había oído decir a Amir varias veces. No había ventana por la que pudiese mirar sin levantarse del asiento y no vio necesidad de hacerlo.
Tenía puesto el teléfono móvil en vibración.
Todo estaba quieto. No había sensación de vuelo. Oía ruido pero no percibía movimiento y el ruido era de los que todo lo ocupan y parecen completamente naturales, todos los motores y sistemas pasando a formar parte del propio ambiente.
Olvídate del mundo. No tengas en consideración esa cosa llamada el mundo.
Todo el tiempo perdido de la vida se ha terminado ya.
Esto es lo que tanto tiempo llevabas anhelando, morir con tus hermanos.
La respiración le venía en estallidos breves. Le quemaban los ojos. Cuando miró a la izquierda, sólo a medias, vio un asiento vacío en la cabina de primera clase, en el pasillo. Justo delante de él, la mampara. Pero había una visión, había una escena claramente imaginable que procedía de su nuca.
No sabía cómo se había cortado. Tenía que haber sido uno de sus hermanos, quién si no, accidentalmente, en la lucha, y dio la bienvenida a la sangre pero no al dolor, que se estaba haciendo difícil de soportar. A continuación recordó algo que tenía olvidado desde hacía tiempo. Recordó a los muchachos shiíes que combatieron en el Shatt al-Arab. Los vio salir de las trincheras y reductos y echar a correr por la marisma en dirección a las posiciones enemigas, con las bocas abiertas en un grito mortal. Tomó fuerzas de ello, viéndolos segados en oleadas por las ametralladoras, centenares de muchachos, luego miles, brigadas suicidas, con pañuelos rojos al cuello y llaves de plástico para abrir las puertas del paraíso.
Recita las palabras sagradas.
Cíñete las vestiduras.
Mantén la vista fija.
Lleva el alma en la mano.
Tenía el convencimiento de que podía ver las torres a pesar de que estaba de espaldas a ellas. No conocía la localización de la aeronave pero creía firmemente que podía ver en línea recta por la nuca y atravesar el acero y el aluminio de la aeronave y percibir cómo se iban acercando esas alargadas siluetas, esas formas, esas figuras, las cosas materiales.
Los antepasados piadosos siempre se habían ceñido las vestiduras antes de entrar en combate. Ellos fueron quienes pusieron nombre al camino. ¿Acaso cabría muerte mejor?
Todos los pecados de la vida te son perdonados en los próximos segundos.
No hay nada entre la vida eterna y tú en los próximos segundos.
Deseas la muerte y aquí está en los próximos segundos.
Se puso a vibrar. No sabía si era el movimiento del aparato o el suyo propio. Se meció en el asiento, por el dolor. Oyó sonidos procedentes de algún lugar de la cabina. El dolor era más fuerte ahora. Oyó voces, gritos excitados procedentes quizá de la cabina, no estaba seguro. Algo cayó de una repisa en la galería.
Se abrochó el cinturón de seguridad.
Una botella cayó de la repisa en la galería, al otro lado del pasillo, y se quedó mirando cómo rodaba de aquí para allá, una botella de agua, vacía, trazando un arco en una dirección y luego volviendo en la dirección opuesta, y vio que rodaba con más rapidez y que luego brincaba en el suelo una fracción de segundo antes de que la aeronave chocara con la torre, calor, luego carburante, luego fuego y atravesó la estructura una ola de choque que tiró a Keith Neudecker de su sillón y lo lanzó contra la pared. Se encontró golpeándose contra una pared. No soltó el teléfono hasta que chocó con la pared. El suelo empezó a deslizársele debajo y perdió el equilibrio y resbaló por la pared hasta caer al suelo.
Vio una silla rebotar pasillo abajo, a cámara lenta. Creyó ver que el techo se ondulaba, se ondulaba y se empandaba hacia arriba. Se cubrió la cabeza con las manos y se sentó con las rodillas levantadas y la cara metida entre ellas como una cuña. Era consciente de los desplazamientos amplios y de otras cosas más pequeñas, no vistas, objetos que iban a la deriva y patinaban, y sonidos que no eran ni una cosa ni otra sino sólo sonidos, un cambio en la disposición básica de las partes y los elementos.
El movimiento estaba debajo de él y luego en su alrededor, masivo, algo jamás soñado. Era la torre que se tambaleaba. Lo comprendía ahora. La torre inició una larga oscilación hacia la izquierda y Keith levantó la cabeza. Sacó la cabeza de entre las rodillas para escuchar. Trató de permanecer absolutamente inmóvil e intentó respirar e intentó escuchar. A la puerta del despacho, por fuera, creyó ver a un hombre arrodillado en la primera oleada pálida de humo y polvo, una figura profundamente concentrada, con la cabeza levantada, la chaqueta a medio quitar, colgándole de un hombro.
Al cabo de un instante notó que la torre dejaba de inclinarse. La inclinación le pareció eterna e imposible y permaneció sentado y escuchando y al cabo de un rato la torre inició el lento regreso a su posición original. No sabía dónde estaba el teléfono, pero oía una voz al otro lado del hilo, todavía allí, en alguna parte. Vio que el techo empezaba a ondularse. El olor a algo conocido estaba por todas partes pero no supo qué podía ser.
Cuando la torre al fin recuperó su posición vertical Keith se levantó del suelo y se dirigió a la puerta. El techo del final del pasillo se abrió con un quejido. La tensión fue audible y luego se abrió, cayeron objetos, paneles y tableros de separación. El polvo de yeso llenó la zona y se oían voces por el pasillo. Keith iba perdiendo las cosas según ocurrían. Sintió que las cosas llegaban y se iban.
El hombre seguía allí, de rodillas ante la puerta del despacho de enfrente, ensimismado en alguna reflexión, con sangre en la camisa. Era un cliente, o un asesor legal y Keith lo conocía de algo y cruzaron una mirada. Qué podía significar, esa mirada. Había gente gritando por el pasillo. Cogió su chaqueta de la puerta. Introdujo la mano detrás de la puerta y descolgó su chaqueta del gancho, sin saber muy bien por qué lo hacía pero sin sentirse estúpido por ello, olvidando sentirse estúpido.
Echó a andar por el recibidor, poniéndose la chaqueta. Había personas desplazándose hacia las salidas, en la otra dirección, desplazándose, tosiendo, ayudando a otros. Iban pisando escombros, en sus rostros se leía la urgencia más extremada. Esto era lo que todos los rostros sabían bien, la distancia que tendrían que cubrir hasta llegar a ras de calle. Le hablaron, un par de ellos, y él les dijo que sí con la cabeza, o no. Le hablaban y lo miraban. Keith era el tipo que había creído obligatorio llevar chaqueta, el tipo que iba en dirección contraria.
Era a combustible a lo que olía y ahora lo identificó, rezumando desde los pisos superiores. Llegó al despacho de Rumsey al final del vestíbulo. Tuvo que trepar para meterse. Trepó por encima de sillas y libros desparramados y un archivador volcado. Vio bastidores desnudos, armaduras de sujeción, donde antes estaba el techo. El tazón de café de Rumsey seguía en sus manos, roto. Rumsey aún sostenía un fragmento por el asa.
Sólo que no se parecía a Rumsey. Estaba en su sillón, con la cabeza ladeada. Lo había golpeado algo muy grande y duro al desplomarse el techo o incluso antes, en el primer espasmo. Tenía la cara apretada contra el hombro, algo de sangre, no mucha.
Keith le habló.
Se acuclilló a un lado y le cogió la mano y lo miró, hablándole. Algo salió babeando de la comisura de la boca de Rumsey, como bilis. ¿A qué se parece la bilis? Vio la marca en su cabeza, una mella, una marca de gubia, profunda, que dejaba al descubierto la carne y el nervio.
El despacho era pequeño y provisional, un cubículo encajado en un rincón, con una limitada vista del cielo mañanero. Keith percibió la proximidad de los muertos. Sintió esto, dentro del polvo en suspensión.
Observó que el hombre respiraba. Estaba respirando. Tenía el aspecto de alguien que estuviera paralítico para siempre, nacido así, la cabeza torcida contra el hombro, atado a una silla día y noche.
Había fuego arriba en alguna parte, carburante en llamas, humo saliendo por el conducto de ventilación, luego humo delante de la ventana, arrastrándose hacia abajo por la superficie del edificio.
Enderezó el dedo índice de Rumsey y retiró el tazón roto.
Se puso en pie y miró al otro. Le habló. Le explicó que no podía trasladarlo en el sillón, aunque éste tuviera pequeñas ruedas, porque había escombros por todas partes, hablaba de prisa, escombros bloqueando la puerta y el pasillo, hablando de prisa para lograr que el otro pensara del mismo modo.
Las cosas comenzaron a caerse, una cosa y luego otra, una por una al principio, cayendo por la apertura del techo, y trató de levantar a Rumsey de la silla. Luego algo por fuera, algo que pasó por delante de la ventana. Algo pasó por delante de la ventana, luego lo vio él. Primero fue un visto y no visto, y luego lo percibió y tuvo que quedarse un momento mirando la nada, sujetando a Rumsey por las axilas.
No podía dejar de verlo, a seis o siete metros, un instante, algo pasando de refilón por delante de la ventana, camisa blanca, la mano levantada, cayendo antes de que él lo viera. Ahora llegaban racimos de cascotes. Había ecos que resonaban por los pisos inferiores y cables que le azotaban la cara y polvareda blanca por todas partes. Lo aguantó en pie, sujetando a Rumsey. La partición de cristal se hizo añicos. Algo cayó y hubo un ruido y antes de partirse tembló el cristal y tras él cedió la pared.
Le llevó cierto tiempo recuperarse y salir. Notaba en la cara cien puntazos ardientes y era difícil respirar. Localizó a Rumsey en el humo y el polvo, bocabajo sobre los cascotes y sangrando malamente. Trató de levantarlo para darle la vuelta y se encontró con que no podía utilizar la mano izquierda pero así y todo logró volverlo parcialmente.
Quería subírselo al hombro, utilizando el antebrazo izquierdo para guiar la parte superior del cuerpo mientras con la mano derecha agarraba a Rumsey por el cinturón y trataba de sujetarlo y subirlo.
Empezó a tirar, sintiendo en el rostro el calor de la sangre de Rumsey, la sangre y el polvo. El hombre dio un respingo sin llegar a soltarse. Hubo un ruido en su garganta, abrupto, medio segundo, la mitad de una boqueada, y luego sangre de algún sitio, saliendo a flote, y Keith se apartó, sin soltar el cinturón que tenía agarrado. Aguardó, tratando de respirar. Miró a Rumsey, que se había desmoronado, el tronco fláccido, el rostro apenas suyo. El hecho de ser Rumsey se había reducido a escombros. Keith lo sostenía con fuerza por la hebilla del cinturón. Estaba ahí parado, mirándolo, y el hombre abrió los ojos y murió.
Entonces fue cuando se preguntó qué estaba pasando aquí.
El papel volaba por el pasillo, tableteando en un viento que parecía proceder de arriba.
Había muertos, entrevistos, en los despachos de ambos lados.
Trepó por encima de una pared derrumbada y fue acercándose lentamente a las voces.
En el hueco de la escalera, casi a oscuras, una mujer llevaba un pequeño triciclo sujeto contra el pecho, una cosa para un niño de tres años, el manillar le abrazaba las costillas.
Fueron bajando, a miles, y él estaba allí con ellos. Caminaba en un largo sueño, un peldaño detrás de otro.
Había agua corriendo en alguna parte y voces a una extraña distancia, procedentes de otra escalera o de alguna fila de ascensores, en algún punto de la oscuridad.
Hacía calor y había mucha gente y el dolor de su rostro parecía encogerle la cabeza. Pensó que los ojos y la boca se le estaban hundiendo en la piel.
Las cosas le volvían en visiones nebulosas, como si las viera con los ojos entrecerrados. Eran momentos que se había perdido mientras ocurrían y tuvo que dejar de andar para dejar de verlos, tuvo que quedarse quieto mirando la nada. La mujer del triciclo le dijo algo mientras pasaba por su lado.
Percibió un olor funesto y comprendió que era él, que las cosas se le pegaban a la piel, partículas de polvo, humo, una especie de asperón pegajoso en el rostro y en las manos mezclándose con los desperdicios del cuerpo, como pasta, con la sangre y la saliva y el sudor frío, y era a él a lo que olía, y a Rumsey.
La magnitud, las meras dimensiones físicas del caso, y dentro él, la masa y la escala, y el modo en que las cosas se tambaleaban, la lenta y espectral inclinación.
Alguien lo agarró del brazo y lo hizo bajar unos cuantos peldaños y luego siguió adelante él solo, en su sueño, y por un instante volvió a ver al hombre pasando por delante de la ventana, y esta vez pensó que era Rumsey. Lo confundió con Rumsey, al que caía de lado, con el brazo extendido y hacia arriba, como señalando a lo alto, por qué estoy aquí en vez de estar allí.
Tenían que esperar a veces, largos momentos de atasco, y Keith miraba al frente. Cuando la fila volvía a moverse él bajaba un peldaño y luego otro. Le hablaron varias veces, personas distintas, y cuando esto ocurría él cerraba los ojos, quizá porque así indicaba que no tenía que responder.
Había un hombre en el rellano siguiente, un anciano, pequeño, sentado en la sombra, con las rodillas dobladas, descansando. Varias personas hablaron y él dijo de acuerdo con la cabeza, saludando al asentir.
Había por ahí un zapato de mujer, bocabajo. Había un maletín acostado y el hombre tuvo que inclinarse para alcanzarlo. Alargó una mano y lo empujó con cierto esfuerzo hacia delante, dentro de la fila.
Dijo:
—No sé qué hacer con esto. Una señora se cayó y lo dejó aquí.
Los demás no lo oyeron o no lo retuvieron o no quisieron oírlo y siguieron adelante, Keith también, la fila empezaba a desovillarse hacia una zona donde había algo de luz.
No se le hizo eterno, el descenso. No tenía sentido de la marcha ni del paso. Había en las escaleras una franja de luz que no había visto antes y alguien de detrás de la fila rezaba en español.
Llegó un hombre, moviéndose de prisa, con casco, y la gente le abrió paso, y luego hubo bomberos, en grandes cantidades, y despejaron el paso.
Rumsey era el del sillón. Lo comprendió ahora. Keith lo había vuelto a poner en el sillón y allí lo encontrarían y lo bajarían, y a otros.
Había voces más arriba, a su espalda, en las escaleras, una y luego otra casi en eco, una fuga de voces, voces de cántico con los ritmos del habla natural.
Esto va abajo.
Esto va abajo.
Páselo.
Se detuvo de nuevo, por segunda o tercera vez, la gente se afanaba a su alrededor y lo miraba y le decía que se moviera. Una mujer lo cogió del brazo para ayudarle y él no se movió y ella siguió adelante.
Páselo.
Esto va abajo.
Esto va abajo.
El maletín fue abajo y en torno al hueco de la escalera, de mano en mano, alguien se ha dejado esto, alguien ha perdido esto, esto va abajo, y él siguió mirando hacia delante y cuando le llegó el maletín, adelantó la mano derecha para recogerlo, con la mirada vacía, y luego reanudó su marcha escaleras abajo.
Hubo esperas muy largas y otras no tan largas y a su tiempo los condujeron hasta el nivel del vestíbulo, bajo la plaza, y pasaron por delante de tiendas vacías, con el cerrojo echado, y ahora corrían, algunos, con agua cayendo de algún sitio. Salieron a la calle, mirando hacia atrás, ambas torres en llamas, y no tardaron en oír un fuerte estruendo de derrumbe y vieron humo salir de lo alto de una torre, hinchándose y deshinchándose, metódicamente, de piso en piso, y la torre cayendo, la torre sur hundiéndose en el humo, y de nuevo corrieron.
La ráfaga de aire tiró a la gente al suelo. Una nube de humo negro y ceniza se desplazaba hacia ellos. La luz se secó de pronto, el día desapareció. Corrían y se caían y trataban de levantarse, hombres con la cabeza envuelta en toallas, una mujer cegada por los despojos, una mujer llamando a alguien. Sólo quedaban vestigios de luz ahora, la luz de lo que viene después, acarreada en los residuos de la materia pulverizada, en las ruinas de ceniza de algo que fue diverso y fue humano, cerniéndose en el aire arriba.
Dio un paso y luego otro, con el humo soplándole por encima. Notó escombros bajo la suela de los zapatos y había movimiento por todas partes, gente corriendo, cosas volando junto a él. Dejó atrás la señal de Aparcamiento Fácil, el Desayuno Especial y Tres Trajes a Precio de Ganga y la gente lo adelantaba a toda carrera, perdiendo zapatos y dinero. Vio a una mujer con el brazo levantado, como persiguiendo un autobús.
Pasó junto a una hilera de coches de bombero y ahora estaban vacíos, con las luces destellando. No se hallaba a sí mismo en las cosas que veía y oía. Dos hombres pasaron corriendo con una camilla en la que iba alguien bocabajo, con el pelo y las ropas humeándole. Se quedó mirándolos mientras se perdían en la conmocionada distancia. Allí era donde todo estaba, a su alrededor, desprendiéndose, las señales de las calles, las personas, cosas que no lograba nombrar.
Luego vio una camisa cayendo del cielo. Andaba y la veía caer, agitando los brazos como nada en esta vida.