14

Había raros momentos entre mano y mano en que permanecía sentado y escuchaba los sonidos de su entorno. Nunca dejaba de sorprenderlo el esfuerzo que requiere oír lo que siempre está ahí. Las fichas estaban ahí. Detrás del ruido ambiental y de las voces no localizadas, estaba el sonido de las fichas lanzadas, rastrilladas, cuarenta o cincuenta mesas de gente amontonando fichas, de dedos leyendo y contando, equilibrando las pirlas, fichas de arcilla con los bordes suaves, frotándolas, deslizándolas, entrechocándolas, días y noches de siseo distante, como una fricción de insectos.

Estaba encajando en algo que había sido hecho a su medida. Nunca era más él mismo que en aquellos salones, con el repartidor anunciando una vacante en la mesa diecisiete. Miraba los pocket tens, esperando la última. Éstos eran los momentos en que no había nada fuera, ningún destello de historia ni de memoria que él pudiera invocar sin querer en el desarrollo normal de las cartas.

Recorrió el ancho pasillo oyendo el murmullo de los stickmen en las mesas de dados, de vez en cuando un grito procedente de la sala de apuestas diversas. A veces un huésped del hotel arrastrando su maleta de ruedas pasaba por allí, más perdido que en Swazilandia. En las horas libres hablaba con las repartidoras ante las mesas de blackjack vacías, siempre mujeres, esperando en alguna zona de sensación expurgada. Podía darse el caso de que jugara un poco, se sentaba, hablaba, poniendo especial cuidado en no interesarse en la mujer como tal, sólo en la conversación, fragmentos de vida exterior, problemas con el coche, las clases de equitación de su hija Nadia. En cierto modo, formaba parte del personal del casino, estaba pasando un rato agradable de charla antes de reincorporarse a la acción.

Todos quedarán planchados al final de la noche, ganen o pierdan, pero eso era parte del proceso, la cuarta carta común, la turn card, la última carta, la river card, la mujer del parpadeo. Los días se desdibujan, la noche se arrastra, verla y subir, despertarse y dormir. La mujer del parpadeo desapareció un día y nunca más se supo. Era aire rancio. Keith no era capaz de situarla en ningún otro lugar, en una parada de autobús, en un centro comercial, y no veía motivo para intentarlo.

Se preguntaba si no estaría convirtiéndose en una especie de mecanismo autorregulado, igual que un robot humanoide que comprende doscientas órdenes de voz, que ve a larga distancia, que es sensible al tacto, pero total y rígidamente controlable.

Está calculando un medium-ace al otro lado de la mesa, el tipo de las gafas reflectantes.

O un perro robot con sensores infrarrojos y botón de pausa, sometido a setenta y cinco órdenes de voz.

Levantarse antes del fracaso. Pegar pronto y duro.

No había centro de fitness en el hotel. Localizó un gimnasio a no mucha distancia y entrenaba cuando tenía tiempo. Nadie utilizaba la máquina de remar. A él no le gustaba un pelo, lo ponía de mal humor, pero notó la intensidad del ejercicio, la necesidad de halar y tensar, de disponer el cuerpo contra un mecanismo de castigo hecho de acero y cables tan estúpida como lustrosa.

Alquiló un coche y dio una vuelta por el desierto, inició el regreso cuando ya se había puesto el sol y luego subió a una elevación que en seguida se allanaba. Le llevó un momento comprender qué estaba viendo, a muchos kilómetros, la ciudad flotando en la noche, una febril extensión de luz tan rápida e inexplicable que parecía una especie de delirio. Se preguntó que cómo era que nunca se había imaginado a sí mismo en medio de semejante cosa, viviendo allí más o menos. Vivía en habitaciones, por eso era. Vivía y trabajaba en esta o aquella habitación. Sólo se movía marginalmente, de habitación en habitación. Utilizaba taxis para ir y volver a la calle del centro en que estaba situado su hotel, un lugar sin mosaico en el suelo y con toalleros calefactados, y hasta ahora no se había dado cuenta, mirando esa vasta franja de desierto de neón tembloroso, de la vida tan extraña que llevaba. Pero sólo desde aquí, a buena distancia. Dentro de la cosa misma, de cerca, en los ojos fijados alrededor de la mesa, no había nada que no fuera normal.

Estaba evitando a Terry Cheng. No quería decirle nada, ni escucharle nada, ni quedarse mirando como ardía su cigarrillo en el cenicero.

No le entró la jota de la suerte.

Keith no prestaba atención a lo que se decía a su alrededor, el brote incidental de diálogo entre jugador y jugador. Una baraja nueva subió a la mesa. A veces lo destripaba la fatiga, reduciéndolo a un estado casi ferino, barriendo la mesa con los ojos antes de que las cartas estuvieran repartidas.

Pensaba en Florence Givens casi a diario. Seguía haciéndolo, casi todos los días, como hoy, en el taxi, mientras miraba un cartel publicitario. Nunca la había llamado. Nunca se le pasó por la cabeza volver a cruzar el parque para verla, charlar un rato, preguntarle cómo le iba. Pensaba en ello de un modo remoto, como en un paisaje, como cuando pensamos en volver a la casa donde nos criamos y pasear por los senderos del paisaje y cruzar la alta pradera, la típica cosa que no haremos nunca y lo sabemos.

Contaba en última instancia lo que él era, no la suerte ni la pura habilidad. Era fortaleza mental, inteligencia afilada, pero no sólo eso. Había algo más difícil de nombrar, una estrechez de necesidad o de deseo, o cómo el carácter de un hombre determina su línea de visión. Estas cosas lo harían ganar pero no demasiado, no ganancias de tales proporciones que lo llevaran a enfundarse en la piel de otro.

Ha vuelto el enano, Carlo, y Keith se alegra de ver esto, de ver cómo ese hombre ocupa su asiento a dos o tres mesas de él. Pero no recorre con la vista el recinto para localizar a Terry Cheng y así permitirse un intercambio de sonrisas torvas.

Hombres con bostezos estilizados y los brazos en alto, hombres mirando fijamente el espacio muerto.

Terry podía estar en Santa Fe o Sydney o Dallas. Terry podía estar muerto en su habitación. A Terry le llevó dos semanas comprender que el accesorio que había en un extremo de la pared de la alargada habitación, con las indicaciones LIGERA y GRUESA, servía para abrir y cerrar independientemente las cortinas del otro extremo de la habitación, una interior, fina, y otra exterior, más gruesa. Terry intentó en una ocasión abrirlas a mano y en ese momento comprendió que daba igual cerradas que abiertas. Nada había ahí fuera que él necesitara saber.

Nunca llegó a hablarle a Lianne de las travesías del parque. Su experiencia con Florence fue breve, quizá cuatro o cinco encuentros en un periodo de quince días. ¿Es posible? ¿Sólo eso? Trató de contar las veces, metido en un taxi ante un semáforo, mirando un cartel publicitario. Todo discurría al mismo tiempo ahora, con sólo un leve toque de sentimiento y permanencia. La vio en la torre como ella lo había descrito, a marchas forzadas por las escaleras, y Keith a veces creía verse a sí mismo, en momentos sueltos, sin forma, falso recuerdo o demasiado distorsionado y pasajero para ser falso.

El dinero importaba pero no mucho. El juego importaba, el tacto del tapete bajo las manos, el modo en que el repartidor quema la primera carta, sirve la siguiente. No jugaba por dinero. No jugaba por las fichas. El valor de cada ficha sólo tenía un significado nebuloso. Era el propio disco lo que contaba, el propio color. Estaba el hombre que se reía en la otra punta de la sala. Estaba el hecho de que todos morirían algún día. Le gustaba recoger las fichas y apilarlas. El juego importaba, ir apilando fichas, el ojo importaba, el juego y la danza de la mano y el ojo. Él era idéntico a estas cosas.

Puso el nivel de resistencia muy alto. Aplicaba mucha fuerza, con los brazos y con las piernas pero sobre todo con las piernas, tratando de no dejar caer los hombros, detestando cada golpe de remo. A veces no había nadie más, en todo caso alguien en la cinta rodante mirando la tele. Siempre utilizaba el aparato de remos. Remaba y se duchaba y las duchas olían a moho. Dejó de ir al cabo de un tiempo pero luego volvió, puso el nivel de resistencia todavía más alto, y sólo una vez se preguntó por qué era ésta una cosa que tenía que hacer.

Iba buscando un five-deuce off-suit. Por un momento pensó que podía levantarse y marcharse. Pensó que podía salir de allí y subirse al primer avión, hacer el equipaje y adelante, coger ventanilla y bajar la cortina y quedarse dormido. Dejó las cartas y se recostó en el asiento. Para cuando subió una nueva baraja él ya estaba otra vez dispuesto a jugar.

Cuarenta mesas, nueve jugadores por mesa, otros esperando detrás de la barandilla, pantallas en la parte de arriba de tres paredes con fútbol y béisbol, estrictamente ambiental.

LIGERA y GRUESA.

No quería escuchar a Terry Cheng ejerciendo su facilidad de palabra, en su nueva caracterización, parloteando junto a la cascada azul, tres años después de los aviones.

Viejos con la cara resquebrajada, los párpados echados. ¿Los reconocería si los viese en algún restaurante, desayunando en la mesa de al lado? Dilatadas vidas de emociones de repuesto, palabras todavía más de repuesto, igualar la puesta, ver la subida, dos o tres caras así todos los días, hombres casi imperceptibles. Pero le daban al juego su nicho en el tiempo, dentro de la sabiduría popular de cara de póquer y mano de la muerte, y una ráfaga de autoestima.

La cascada era azul ahora, o quizá siempre lo fuese, o era otra cascada de otro hotel.

Tienes que romper la estructura de mampostería del propio hábito sólo para hacerte escuchar. Aquí está, el tintineo de las fichas, lanzarlas y desperdigarlas, jugadores y repartidores, amontonarlas o apilarlas, un ligero sonido repicante tan nativo de la ocasión que queda fuera del entorno auditivo, en su propia corriente de aire, y nadie lo oye más que tú.

Ahí está Terry arrastrándose por un pasillo lateral a las tres de la madrugada y apenas se miran y Terry Cheng dice:

—Tengo que volver al ataúd antes de que salga el sol.

La mujer de dondequiera que sea, con su gorra negra de cuero, Bangkok o Singapur o Los Ángeles. Lleva la gorra ligeramente ladeada y Keith sabe que están todos tan neutralizados por la sostenida pulsión de verlo o no ir que hay muy poca actividad, en todas las mesas, en lo tocante al arte popular del polvo de fantasía.

Una noche estaba en su habitación haciendo los antiguos ejercicios, el antiguo programa de rehabilitación, vuelta de muñeca hacia el suelo, vuelta de muñeca hacia el techo. El servicio de habitaciones terminaba a las doce. A esa hora, el televisor ofrecía películas de porno blando con mujeres desnudas y hombres sin pene. Keith no estaba ni perdido ni aburrido ni loco. El torneo del jueves empezaba a las tres, inscripciones a mediodía. El torneo del viernes empezaba a mediodía, inscripciones a las nueve.

Estaba convirtiéndose en el aire que respiraba. Se movía dentro de una ola de ruido y palabras amoldada a su forma. Mirar el as-reina debajo del pulgar. A lo largo de los pasillos, el claqué de las ruletas. Se sentó en la sala de apuestas diversas sin fijarse en los tanteos ni en las probabilidades ni en los cuadros de puntuación.

Miró a las mujeres con minifalda que servían las copas. Fuera en el Strip un calor muerto y pesado. Estuvo ocho o nueve manos pasando. Se quedó un rato delante de la tienda de ropa deportiva preguntándose qué podía comprarle al chico. No había ni días ni horas excepto los horarios de los torneos. No estaba ganando el dinero suficiente como para justificar esta vida desde el punto de vista práctico. Pero no existía tal necesidad. Debería haber existido pero no existía y ésa era la cuestión. La cuestión estribaba en la invalidación. Ninguna otra cosa era aplicable. Sólo esto tenía fuerza vinculante. Pasó otras seis manos, luego echó el resto. Hacerlos sangrar. Hacerlos derramar su preciosa sangre de perdedores.

Éstos eran los días de después, y ahora los años, mil sueños levantándose, el hombre atrapado, las extremidades fijas, el sueño de la parálisis, el hombre con la boca abierta, el sueño de la asfixia, el sueño del desamparo.

Una nueva baraja apareció encima de la mesa.

La fortuna ayuda a los valientes. No conocía el original latino de este viejo adagio y qué vergüenza. Esto es lo que siempre le había faltado, el toque de erudición inesperada.

Era una niña, siempre hija, y su padre se estaba tomando un martini de Tanqueray. Le había pedido que añadiera un toque de limón, instruyéndola de un modo tan detallado que resultaba cómico. La existencia humana, ése era su tema esta noche, en el porche de una destartalada casa propiedad de alguien de Nantucket. Cinco adultos, la niña en los márgenes. La existencia humana tenía que poseer una fuente más profunda que nuestros propios fluidos malsanos. Malsanos o rancios. Tenía que haber una fuerza detrás, un ser principal que ha sido y es y siempre será. A Lianne le gustaba el sonido de esas palabras, como una salmodia, y pensó en ello ahora, sola, con su café y su tostada, y en algo más también, la existencia que canturreaba en las propias palabras, ha sido y es, y en cómo el viento helado moría al caer la noche.

La gente se había puesto a leer el Corán. Sabía de tres personas que estaban haciéndolo. Con dos de ellas había hablado y conocía de oídas a la tercera. Se habían comprado traducciones al inglés del Corán y estaban intentando muy en serio aprender algo, descubrir algo que pudiera ayudarlos a pensar más profundamente en la cuestión del islam. A Lianne no le constaba que aún persistieran en el esfuerzo. Se podía imaginar a sí misma haciendo eso, la decidida acción que flota hasta trocarse en gesto vacío. Pero tal vez sí que persistieran. Eran personas serias quizá. Conocía a dos de ellas, pero no muy bien. Uno era médico y recitó la primera aleya del Corán en su consulta:

Este libro no da lugar a ninguna duda[6]

Ella ponía las cosas en duda, tenía sus dudas. Dio un largo paseo cierto día, por el Uptown, hasta East Harlem. Echaba de menos el grupo, la risa y las charlas quitándose la palabra unos a otros, pero sabiendo en todo momento que aquello no era un simple paseo, cosa de viejos tiempos y lugares. Recordó el resuelto chist que caía sobre la habitación cuando los participantes empuñaban la pluma y se ponían a escribir, ajenos al clamor que los rodeaba, raperos en el vestíbulo, apenas en edad de ir al instituto, puliendo las letras, u obreros con taladradoras y martillos en el piso de arriba. Estaba aquí buscando algo, una iglesia, cerca del centro comunitario, católica, creía, y bien podía ser la iglesia que frecuentaba Rosellen S. No estaba segura, pero pensó que podía ser, la hizo ser, dijo que era. Echaba de menos las caras. «Tu cara es tu vida», le dijo su madre. Echaba de menos esas voces francas que empezaban a distorsionarse y perder color, esas vidas que decrecían hasta el susurro.

Su morfología era normal. Le encantaba la palabra. Pero ¿qué hay dentro de la forma y la estructura? Esta mente y esta alma, suyas y de todos, siguen soñando hacia algo inalcanzable. ¿Quiere ello decir que hay algo ahí fuera, en los límites de la materia y la energía, una fuerza en cierto modo responsable de la propia naturaleza, de la vibración de nuestras vidas desde la mente hacia el exterior, la mente en pequeños parpadeos de paloma que extienden el plano del ser, mucho más allá de toda lógica y de toda intuición?

Quería no creer. Era una infiel, por expresarlo en la jerga geopolítica vigente. Recordó que a su padre se le ponía la cara brillante y roja, como vibrando por acción de la corriente eléctrica, tras un día al sol. «Mira en derredor, lejos, a lo alto, el océano, el cielo, la noche», y Lianne pensaba en ello, delante de su café y su tostada, en que su padre creía que Dios inculcaba tiempo y espacio en el ser puro, hacía que las estrellas dieran luz. Jack era arquitecto, artista, un hombre triste, pensó, durante gran parte de su vida, y era el tipo de tristeza que añora algo intangible y vasto, el único solaz que habría podido disolver su mísero infortunio.

Pero qué majadería, verdad, los cielos de la noche y las estrellas inspiradas por Dios. Las estrellas generan su propia luz. El sol es una estrella. Pensó en Justin anteanoche, cantando sus deberes. Ello significaba que se aburría, solo, en su habitación, componiendo monótonas canciones de sumar y restar, de presidentes y vicepresidentes.

Otros leían el Corán, ella iba a la iglesia. Se trasladaba en taxi al Uptown, entre semana, dos o tres veces a la semana, y se sentaba en la iglesia casi vacía, la iglesia de Rosellen. Seguía a los demás cuando se levantaban y se arrodillaban y observaba al cura celebrar la misa, pan y vino, y cuerpo y sangre. No creía en eso, en la transubstanciación, pero creía en algo, temerosa en parte de que ese algo la ocupara.

Corría a lo largo del río, con la luz tempranera, antes de que el chico se despertara. Pensó en entrenarse para la maratón, no la de este año, la del siguiente, el dolor y la dureza de la prueba, la larga distancia considerada como esfuerzo espiritual.

Pensó en Keith con una prostituta en la habitación, practicando el sexo de cajero automático.

Después de misa trató de atrapar un taxi. Los taxis escaseaban por aquí y el autobús tardaba una eternidad y para el metro aún no estaba preparada.

Este libro no da lugar a ninguna duda.

Ella estaba atrapada en sus dudas pero le gustaba sentarse en la iglesia. Iba temprano, antes de misa, para estar sola un rato, para sentir la calma que caracteriza una presencia ajena a los riffs incesantes de la mente en estado de vigilia. No era nada divino lo que percibía, sino la sensación de los demás. Los demás nos acercan. La iglesia nos acerca. ¿Qué sentía aquí? Sentía a los muertos, los suyos y los desconocidos. Esto era lo que siempre había sentido en las iglesias, en las infladas catedrales europeas, en las pequeñas parroquias como ésta. Sentía a los muertos en las paredes, por los decenios y los siglos. No había en ello ningún escalofrío de desánimo. Era una confortación, sentir su presencia, la de los muertos a quienes había querido y las de todos los demás sin rostro con los que podrían llenarse mil iglesias. Aportaban intimidad y alivio, las ruinas humanas que yacen en las criptas y cámaras o enterradas en los camposantos que rodean las iglesias. Tomó asiento y esperó. Pronto vendría alguien y pasaría junto a ella hacia el fondo de la nave. Lianne siempre llegaba la primera, siempre se sentaba al fondo, respirando a los muertos en las velas y el incienso.

Pensó en Keith y él a continuación la llamó por teléfono. Le dijo que se lo había montado para pasar unos días en casa a partir de la semana que viene, más o menos, y ella dijo vale, bien.

Vio el gris que empezaba a trasminar su pelo cerca de las raíces. No pensaba teñírselo. Dios, pensó. ¿Qué significado tiene decir esa palabra? ¿Nacemos con Dios? Si nunca oímos la palabra ni observamos el ceremonial, ¿sentimos el aliento vivo en nuestro interior, en las ondas cerebrales o en los latidos del corazón?

Su madre tenía una guedeja de canas al final, el cuerpo roto poco a poco, perseguido por los ataques, sangre en los ojos. Estaba derivando hacia la vida del espíritu. Era ya una mujer espiritual, a duras penas capaz de emitir un sonido que pudiera pasar por palabra. Permanecía tendida en la cama, encogida, todo lo que quedaba de ella enmarcado en el largo pelo liso, escarchado de blanco cuando le daba la luz, bello y etéreo.

Permanecía en la iglesia vacía esperando la llegada de la embarazada o tal vez del anciano que siempre la saludaba con una inclinación de cabeza. Una mujer, luego la otra, o una mujer y luego el hombre. Tenían una pauta establecida, los tres, o casi, y luego llegaban los demás y empezaba la misa.

Pero ¿no es el propio mundo lo que te conduce a Dios? La belleza, el desconsuelo, el terror, el desierto vacío, las cantatas de Bach. Los demás te acercan, la iglesia te acerca, las vidrieras de la iglesia, los pigmentos inherentes al vidrio, los óxidos metálicos fundidos con el cristal, Dios de barro y piedra, o ¿hablaba por hablar, consigo misma, para pasar el rato?

Regresaba a casa a pie desde la iglesia cuando había tiempo pero en caso contrario intentaba coger un taxi, intentaba hablar con el taxista, que estaba en la duodécima hora de su turno y lo único que quería era terminar sin morirse.

Se mantenía apartada del metro, aún, y nunca dejaba de fijarse en los muros de cemento del exterior de las estaciones y otros objetivos posibles.

Corría por la mañana temprano y volvía a casa y se desnudaba y se duchaba Dios iba a consumirla. Dios iba a descrearla y ella era demasiado pequeña y mansa como para ofrecer resistencia. Por eso estaba resistiéndose ahora. Porque piénsalo. Porque una vez que te crees una cosa así, una cosa como Dios, ¿cómo podemos escapar, como podemos sobrevivir a su poder, que es y ha sido y será?

Estaba sentado a la mesa, frente a la polvorienta ventana. Apoyó el antebrazo izquierdo a lo largo del borde, hasta quedar con la mano colgando por fuera. Era el décimo día de estiramientos de muñeca dos veces al día, de desviaciones cubitales. Contaba los días, las veces por día.

No había problemas con la muñeca. La muñeca estaba bien. Pero estaba ahí sentado, en la habitación del hotel, de cara a la ventana, con la mano hecha un puño blando, con el pulgar hacia arriba en ciertos movimientos. Recordaba frases del pliego de instrucciones y las recitaba quedamente, trabajando las formas de la mano, la inclinación de la muñeca hacia el suelo, la inclinación de la muñeca hacia el techo. Utilizaba la mano no afectada para aplicar presión en la mano afectada.

Estaba profundamente concentrado. Recordaba los pasos, uno por uno, y el número de segundos que correspondía a cada cual, y el número de repeticiones. Con la palma hacia abajo, tuerza la muñeca hacia el suelo. Apoyando lateralmente el antebrazo, tuerza la muñeca hacia el suelo. Hizo las flexiones de muñeca, las desviaciones cubitales.

Sin falta por la mañana, por la noche cuando volvía. Miraba el cristal polvoriento, recitando fragmentos del pliego de instrucciones. Mantenga la posición hasta contar cinco. Repítalo diez veces. Hacía el programa entero cada vez, la mano levantada, el antebrazo plano, la mano hacia abajo, el antebrazo en posición lateral, reduciendo el ritmo ligeramente, del día a la noche y luego otra vez al día siguiente, alargándolo, haciéndolo durar. Contaba los segundos, contaba las repeticiones.

Había nueve personas en misa hoy. Los veía sentarse y arrodillarse y hacía ella lo mismo pero no le salían las respuestas que los feligreses daban a las palabras litúrgicas que el sacerdote iba diciendo.

Pensó que la posible presencia de Dios en lo alto era lo que creaba la soledad y la duda en el alma y también pensó que Dios era la cosa, la entidad existente fuera del espacio y del tiempo que resolvía esta duda en el poder tonal de una palabra, una voz.

Dios es la voz que dice: «No estoy aquí».

Discutía consigo misma pero no era una discusión, sólo ruidos que el cerebro produce.

Su morfología era normal. Luego una noche ya tarde, desnudándose, se sacó una camiseta verde y limpia por la cabeza y no fue sudor lo que olió o quizá sólo un atisbo pero no el mal olor agrio de después de las carreras matinales. Era sencillamente ella, el cuerpo entero y verdadero. Era el cuerpo y todo lo que acarreaba, por dentro y por fuera, la identidad y la memoria y el calor humano. Ni siquiera llegaba a ser tanto un olor como algo que ya sabía. Era algo que siempre había sabido. La niña estaba ahí dentro, la chica que quería ser otras personas, y cosas oscuras que no podía nombrar. Fue un pequeño momento, que ya estaba quedando atrás, el típico momento que siempre está a pocos segundos del olvido.

Estaba lista para quedarse sola, en calma confiable, ella y el chico, igual que estaban antes de que los aviones aparecieran aquel día, plata surcando el azul.