Cuando la convocaron para formar parte de un jurado unos meses antes y se presentó al Tribunal Federal de Distrito de Estados Unidos con otros quinientos jurados en potencia y se enteró de que el juicio para el que los citaban concernía a una letrada a quien se acusaba de contribuir a la causa del terrorismo, llenó las cuarenta y cinco páginas del cuestionario de verdades, de verdades a medias y de muy sinceras mentiras.
Cuando esto sucedió llevaban cierto tiempo ofreciéndole trabajar en la edición de libros sobre terrorismo y otros temas relacionados. Todos los temas parecían relacionados. No acababa de entender por qué había sentido un ansia tan desaforada de trabajar en libros así durante las semanas y meses en que no podía dormir y en la escalera de su edificio había canciones de mística del desierto.
El juicio estaba ya en marcha pero ella no lo seguía por los periódicos. Le dieron el número 121 en la lista de posibles miembros del jurado y la eximieron de la prestación por culpa de sus respuestas escritas. Ignoraba si había sido así por las respuestas verdaderas o por las mentiras.
Sí sabía que la abogada, norteamericana, estaba relacionada con un religioso radical musulmán que cumplía cadena perpetua por terrorismo. Sí sabía que el hombre era ciego. Eso lo sabía todo el mundo. Era el Jeque Ciego. Pero Lianne no sabía con detalle de qué se acusaba a la abogada, porque no seguía las crónicas de los periódicos.
Trabajaba en un libro sobre las primeras exploraciones polares y otro sobre el arte renacentista tardío y contaba al revés de siete en siete a partir de cien.
Muerto por su propia mano.
Después de que su padre se pegara el tiro que lo mató, Lianne se pasó diecinueve años diciéndose estas palabras, periódicamente, in memoriam, bellas palabras de regusto arcaico, inglés medio, escandinavo antiguo. Las imaginaba grabadas en una lápida medio caída, en el camposanto de alguna iglesia desatendida de Nueva Inglaterra.
Los abuelos desempeñan un oficio sagrado. Son ellos quienes poseen la memoria más profunda. Pero los abuelos faltan casi todos ellos. A Justin ya sólo le quedaba uno, el padre de su padre, reacio a viajar, hombre cuyos recuerdos se habían instalado en el estrecho circuito de sus días, más allá del fácil alcance del chico. El chico aún ha de crecer para adentrarse en la sombra profunda de sus propios recuerdos. Lianne, madre-hija, se halla en un punto intermedio de la serie, consciente de que un recuerdo al menos es ineludiblemente seguro, el día que señaló su propia consciencia de quién es ella y cómo vive.
Su padre no estaba enterrado en un camposanto expuesto al viento bajo árboles desnudos. Jack estaba en un nicho de mármol en lo alto de un muro en un mausoleo de las afueras de Boston con otros varios cientos, todos puestos en hileras, del suelo al techo.
Lianne se encontró con la nota necrológica una noche, hojeando un periódico de seis días atrás.
«Todos los días hay muertos», dijo Keith en una ocasión. «No es noticia».
Ahora ya había vuelto a Las Vegas y ella estaba en la cama, pasando las páginas, leyendo las esquelas. La fuerza de esta necrológica le pasó inadvertida al principio. Un hombre llamado David Janiak, 39 años. El relato de su vida y muerte era breve y esquemático, escrito a toda prisa para entregarlo en fecha, pensó. Pensó que habría una crónica más completa en el periódico del día siguiente. No había foto, ni del hombre ni de los actos que durante cierto tiempo hicieron de él una figura tristemente célebre. Estos actos se recogían en una sola frase, donde se mencionaba que en vida había sido el artista callejero llamado el Hombre del Salto.
Dejó caer el periódico al suelo y apagó la luz. Quedó tendida en la cama, con dos almohadas bajo la nuca. Una alarma de coche empezó a sonar al final de la calle. Lianne apartó la almohada más alta y la soltó encima del periódico y luego volvió a tenderse, respirando regularmente, con los ojos todavía abiertos. Al cabo de un rato cerró los ojos. El sueño estaba allí, en algún sitio, sobre la curvatura de la tierra.
Esperó a que dejara de sonar la alarma. Cuando así fue encendió la luz y se levantó de la cama y fue al salón. Había una pila de periódicos viejos en la cesta de mimbre. Buscó el de cinco días atrás, que era el del día siguiente, pero no logró encontrarlo, ni en todo ni en parte, leído o sin leer. Se sentó en el sillón de al lado de la cesta esperando que algo ocurriera o dejara de ocurrir, un ruido, un ronroneo, un electrodoméstico, antes de trasladarse al cuarto contiguo en busca del ordenador.
La búsqueda avanzada quedó hecha en un instante. Ahí estaba, David Janiak, en imagen y por escrito.
Colgando del balcón de una vivienda de Central Park West.
Colgando del tejado de un edificio de lofts en la zona Williamsburg de Brooklyn.
Colgando del telar en Carnegie Hall durante un concierto, con la sección de cuerda dispersada.
Colgando sobre el East River del puente de Queensboro.
En el asiento trasero de un coche patrulla.
De pie en el pretil de una terraza.
Colgando del campanario de una iglesia del Bronx.
Muerto a los 39 años, al parecer por causas naturales.
Lo habían detenido en varias ocasiones por allanamiento de morada, imprudencia temeraria y alboroto. Le pegó una paliza un grupo de individuos frente a un bar de Queens.
Pinchó en el enlace a la transcripción de una mesa redonda celebrada en la New School. «El Hombre del Salto como exhibicionista empedernido o nuevo y valeroso cronista de la Era del Terror».
Leyó unos cuantos comentarios y luego dejó de leer. Pinchó enlaces a páginas en ruso y otras lenguas eslavas. Se quedó un rato mirando el teclado.
Fotografiado con el arnés de seguridad, mientras un colega trata de protegerlo de la cámara.
Fotografiado con la cara ensangrentada en el vestíbulo de un hotel.
Colgando del antepecho de una casa de pisos de Chinatown.
Siempre se lanzaba de cabeza, nunca había comunicado previo. Los números no estaban pensados para que los recogiera un fotógrafo. Las fotos que hay fueron tomadas por personas que estaban allí por casualidad o por algún profesional al que hubiera avisado un transeúnte.
Estudió teatro e interpretación en el Institute for Advanced Theatre Training de Cambridge, Massachusetts. Durante su periodo de formación pasó tres meses en la Escuela de Teatro de Moscú.
Muerto a los 39 años. Nada que indicara juego sucio. Tenía una dolencia cardíaca y la tensión alta.
Trabajaba sin poleas, ni cables ni alambres. El arnés de seguridad solamente. Sin cable bungee que absorbiera el choque en las caídas largas. Sólo un entramado de correas bajo la camisa de vestir y el traje con un cabo que le asomaba por la pernera del pantalón y desde allí llegaba a la sujeción de lo alto.
Casi todos los cargos se le retiraron. Fue objeto de multas y amonestaciones.
Tropezó con otra ampliación en lenguas extranjeras, muchas palabras decoradas con acentos agudos, circunflejos y otras marcas cuyos nombres desconocía por completo.
Miraba la pantalla esperando que hubiera algún ruido en la calle, un coche frenando, una alarma, que la sacara de esa habitación y la devolviera a la cama.
Su hermano, Roman Janiak, ingeniero de software, lo ayudaba en casi todos los saltos, dejándose ver por los espectadores sólo cuando era inevitable. Según él, estaba prevista una última caída en la que no habría arnés.
Lianne pensó que así podría llamarse un naipe del tarot, el Hombre del Salto, el nombre en letra gótica, la figura recortándose en su caída, contorsionada, contra un proceloso cielo nocturno.
Hay cierto debate sobre el significado de la postura que adoptaba durante la caída, la postura que mantenía en suspensión. ¿Pretendía reflejar esta postura la de una persona concreta a la que fotografiaron cayendo de la torre norte del World Trade Center, en vertical, con la cabeza por delante, ambos brazos pegados al cuerpo, una rodilla doblada, un hombre puesto para siempre en caída libre contra el fondo amenazador del panel de columnas de la torre?
Caída libre es la caída de un hombre dentro de la atmósfera sin ningún dispositivo que lo retenga como por ejemplo un paracaídas. Es el movimiento ideal de caída de un cuerpo sujeto solamente al campo gravitatorio de la tierra.
No siguió leyendo pero en seguida supo a qué foto se refería la crónica. Había quedado muy impresionada al verla por primera vez, al día siguiente, en el periódico. El hombre cabeza abajo, las torres al fondo. La masa de las torres llenaba el encuadre de la foto. «El hombre cayendo, las torres al lado», pensó, «detrás de él». Los enormes trazados ascendentes, los paneles verticales de las columnas. «El hombre con sangre en la camisa», pensó, «o quemaduras, y el efecto de las columnas del fondo, la composición», pensó, «las tiras oscuras de la torre más cercana, la norte, las claras de la otra, y qué inmensidad, y el hombre colocado casi exactamente entre las filas verticales más oscuras y las más claras». «De cabeza, en caída libre», pensó, y esa foto le abrió un agujero en la mente y en el corazón, Dios del Cielo, era un ángel caído y su belleza era horrífica.
Un pinchazo más y ahí tenía la foto. Apartó los ojos, miró el teclado. Es el movimiento ideal de caída de un cuerpo.
Las conclusiones preliminares indican muerte por causas naturales, pero faltan la autopsia y el informe toxicológico. Padecía depresión crónica por culpa de una lesión de vértebras.
Si esta foto era un elemento de sus actuaciones en público fue algo que no dijo cuando le preguntaron los periodistas una de las veces en que lo detuvieron. Nada dijo cuando le preguntaron si había perdido a alguien cercano en los ataques. No tenía nada que comentar a los medios en ningún respecto.
Suspendido del pretil de un jardín de terraza en Tribeca.
Colgado de un puente peatonal sobre la FDR Drive.
EL ALCALDE AFIRMA QUE EL HOMBRE DEL SALTO ES UN IDIOTA.
Rechazó la invitación de dejarse caer desde lo más alto del Museo Guggenheim a intervalos establecidos durante un periodo de tres semanas. Rechazó invitaciones a hablar en la Japan Society, la Biblioteca Pública de Nueva York y varias organizaciones culturales europeas.
Se afirmaba que sus caídas eran dolorosas y que implicaban un riesgo tremendo debido a lo rudimentario del equipo que utilizaba.
Su cuerpo fue hallado por su hermano, Román Janiak, ingeniero de software. El informe de la oficina del forense del condado de Saginaw habla de un aparente fallo coronario, que deberá verificarse en pruebas posteriores.
Durante su periodo de formación asistió a clase seis días a la semana tanto en Cambridge como en Moscú. Los estudiantes de arte dramático montaron en Nueva York una función para directores de castin, directores artísticos, agentes, etcétera. David Janiak, en el papel de un enano brechtiano, atacó a otro actor con la aparente intención de arrancarle la lengua a tirones durante una supuesta improvisación estructurada.
Siguió pinchando enlaces. Trataba de hallar la relación entre este hombre y el momento que ella vivió bajo el puente del tren elevado, hacía ya casi tres años, observando a una persona que se disponía a lanzarse desde una plataforma de mantenimiento mientras pasaba el tren. No había fotos de ese salto. Era ella la foto, la superficie fotosensible. Ese cuerpo sin nombre, cayendo, era a ella a quien le tocaba recordarlo y asimilarlo.
A principios de 2003 fue reduciendo el número de actuaciones y tendía a mostrarse sólo en partes remotas de la ciudad. Luego cesaron las actuaciones.
En uno de los saltos se produjo una lesión de espalda tan grave que tuvieron que hospitalizarlo. La policía fue a detenerlo al hospital por obstrucción del tráfico de vehículos y por crear situaciones de riesgo potencial que implicaban delito.
Los planes del último salto en fecha indeterminada no preveían el empleo del arnés, según su hermano Román Janiak, de 44 años, que habló con un periodista poco después de haber identificado el cadáver.
Los alumnos del instituto crean su propio vocabulario de movimientos y su propio programa de formación permanente que seguirán durante toda su carrera profesional. El ejercicio psicofísico forma parte de sus estudios, como la biomecánica de Meyerhold, el sistema Grotowski, el sistema de plasticidad de Vakhtangov, la acrobacia individual y acompañada, la danza clásica e histórica, las investigaciones en el campo de los estilos y los géneros, la eurítmica de Dalcroze, el trabajo por impulso, el movimiento lento, la esgrima, el combate en escena con armas y sin armas.
No se sabe ahora mismo qué llevó a David Janiak a un motel de las afueras de una pequeña localidad situada a más de ochocientos kilómetros de donde se alzaba el World Trade Center.
Lianne miraba el teclado. Aquel hombre se le escapaba. Lo único que sabía era lo que había visto y sentido aquel día junto al patio del colegio, un chico botando una pelota de baloncesto y un profesor con un silbato colgando de un cordón. Podía creer que conocía a esas personas, y a todas las demás que había visto y oído aquella tarde, pero no al hombre que se alzaba por encima de su cabeza, minucioso y amenazador.
Al final se fue a la cama y se quedó dormida en el lado de su marido.