Había una exposición de cuadros de Morandi en una galería de Chelsea, naturalezas muertas, seis, y un par de dibujos, naturalezas muertas, y Lianne por supuesto acudió. No estaba muy convencida de que le apeteciera pero acudió. Porque incluso esto, botellas y jarras, un florero, un vaso, formas simples en óleo sobre lienzo, lápiz sobre papel, la devolvía al momento crucial de todo aquello, el intercambio de argumentos, percepciones, tácticas mortíferas, su madre y el amante de su madre, como estocadas.
Nina se había empeñado en devolver los dos cuadros de su salón. Regresaron a manos de Martin durante los prolegómenos de su distanciamiento, y lo mismo las viejas fotos de pasaporte. Estas obras databan de medio siglo antes, los cuadros, y las fotos eran mucho más antiguas, casi todas ellas, y eran un trabajo que a ambas mujeres les encantaba. Pero respetó los deseos de su madre, dispuso el envío, calculó el valor en dólares de los cuadros, respetó la integridad de su madre, pensó que los cuadros, una vez en Berlín, serían negociados y vendidos en una transacción por teléfono móvil. El salón era una tumba sin ellos.
La galería estaba en un viejo edificio industrial con ascensor de jaula que requería un ser humano vivo, a tiempo completo, que moviera la palanca del control giratorio, haciendo que los visitantes subieran y bajaran por el eje a fuerza de sacudidas.
Recorrió un largo pasillo oscuro y encontró la galería. No había nadie. Se detuvo ante el primer lienzo, mirando. La exposición era pequeña, los cuadros eran pequeños. Dio un paso atrás, luego se acercó. Le gustaba esto de estar sola en una habitación, mirando.
Se estuvo un buen rato mirando el tercer cuadro. Era una variación de uno de los cuadros que su madre había tenido en casa. Observó la naturaleza y forma de cada objeto, la disposición de los objetos, los rectángulos altos y oscuros, la botella blanca. No podía dejar de mirar. Había algo oculto en el cuadro. El salón de Nina estaba allí, recuerdo y movimiento. Los objetos del cuadro casi desaparecían en las figuras que había detrás, la mujer sentada fumando, el hombre de pie. Al cabo de un rato pasó al cuadro siguiente y luego al siguiente, fijándolos en su mente, y luego venían los dibujos. Aún no se había acercado a los dibujos.
Entró un hombre. Puso más interés en mirarla a ella que a los cuadros. Quizá diera por supuesta la vigencia de determinadas libertades porque eran personas con mentalidades parecidas, aquí, en un edificio ruinoso, mirando arte.
Lianne se metió por la puerta abierta en la zona de oficinas, donde colgaban los dibujos. En la mesa de despacho, un hombre joven permanecía inclinado sobre un ordenador portátil. Lianne examinó los dibujos. No sabía muy bien por qué los miraba con tanta intensidad. Estaba pasando del placer a una especie de asimilación. Estaba tratando de absorber lo que veía, llevárselo a casa, envolverse en ello, dormir con ello puesto. Había tanto que ver. Convertirlo en tejido viviente, en quien eres.
Volvió a la sala principal pero no pudo mirar los cuadros del mismo modo estando allí aquel hombre, la observara o no la observara a ella. No la estaba observando pero estaba allí, cincuentón y coriáceo, monocromo de foto policial, pintor seguramente, y Lianne salió de la sala y volvió a recorrer el pasillo y luego pulsó el botón del ascensor.
Se dio cuenta de que no había recogido el catálogo pero no volvió. No le hacía falta el catálogo. Llegó el ascensor traqueteando en su eje. Nada distanciado en esta obra, nada libre de resonancias personales. Todos los cuadros y dibujos llevaban el mismo título. Natura morta. Incluso eso, el equivalente de naturaleza muerta, traía consigo los últimos días de su madre.
Había veces, en los salones de apuestas diversas, en que echaba un vistazo a uno de los monitores y le costaba averiguar si estaba viendo un fragmento de actividad en directo o una repetición a cámara lenta. Era un lapso que no debería haberle inquietado, cosa de las funciones cerebrales básicas, una realidad contra otra, pero todo parecía cuestión de diferenciaciones falsas, rápido, lento, ahora, luego, y se bebió la cerveza y escuchó la mezcolanza de sonidos.
Nunca apostaba en las diversas. Lo traía aquí el efecto de los sentidos. Todo ocurría remotamente, incluso el ruido más cercano. El recinto era de techo alto y estaba escasamente iluminado, los hombres estaban ahí sentados con la cabeza levantada, o de pie, o yendo de un lado a otro, y de la furtiva tensión del ambiente procedían los gritos, un caballo que rompía el pelotón, un corredor que terminaba su ronda en segundo lugar, y la acción se traslada al primer plano, de allí a aquí, vida o muerte. Le gustaba escuchar el exabrupto visceral, hombres poniéndose en pie, gritando, una áspera salva de voces que aportaban calor y emoción franca al blando tedio de la sala. Luego se terminaba, en unos segundos, y también eso le gustaba.
Enseñó el dinero en la sala de póquer. Las cartas entraban al azar, sin causa atribuible, pero él seguía siendo agente de la libre elección. La suerte, la probabilidad, nadie sabía en qué podían consistir tales cosas. Sólo se daba por supuesto que afectaban el curso de los acontecimientos. Él poseía memoria, juicio, la capacidad de decidir qué es verdad y qué es suposición, cuándo atacar, cuándo desdibujarse. Poseía una medida de calma, de aislamiento calculado, y había cierta lógica de que podía valerse. Terry Cheng decía que la única auténtica lógica del juego era la lógica de la personalidad. Pero el juego poseía estructura, principios orientadores, dulces y placenteros interludios de lógica onírica en que el jugador sabe que la carta que necesita es con toda seguridad la carta que va a entrarle. Luego está el momento crucial siempre repetido mano tras mano, la elección entre sí o no. Ver o subir, ver o no ir, el pequeño pulso binario que se localiza detrás de los ojos, la elección que te recuerda quién eres. Le pertenecía, ese sí o no, a él, no a ningún caballo corriendo por el barro en algún lugar de Nueva Jersey.
Lianne vivía en el espíritu de lo siempre inminente.
Se abrazaron sin decir nada. Luego hablaron en tonos bajos que llevaban dentro un matiz de tacto. Compartieron casi cuatro días enteros de rodeos antes de ponerse a hablar de las cosas que les importaban. Era tiempo perdido, destinado desde la primera hora a no ser recordado. Lianne recordaría esta canción. Pasaron noches en la cama con las ventanas abiertas, ruido de tráfico, voces pasando, cinco o seis chicas calle abajo a las dos de la madrugada cantando una vieja balada de rock que Lianne cantó con ellas, con suavidad, con cariño, palabra por palabra, equiparando acentos, pausas y cesuras, disgustándose ante el hecho de que las voces se fueran perdiendo en la distancia. Las palabras, las suyas propias, no eran mucho más que sonidos, corrientes de aire de aliento sin forma, cuerpos hablando. Había algo de viento si tenían suerte pero incluso en el calor húmedo del piso de arriba bajo el techo alquitranado Lianne mantenía apagado el acondicionador de aire. Según ella, Keith necesitaba sentir el auténtico aire, en una auténtica habitación, con el trueno retumbando justo encima.
Durante aquellas noches a Lianne le parecía que ambos caían fuera del mundo. No era una forma de espejismo erótico. Ella seguía manteniéndose aparte, pero tranquilamente, controlando. Él estaba cautivo de sí mismo, como siempre, pero con medida espacial ahora, hecha de kilómetros y ciudades, una dimensión de distancia literal entre los demás y él.
Llevaron al chico a un par de museos y luego ella se sentó en un banco del parque a verlos lanzar pelotas. Justin le pegaba fuerte. No perdía el tiempo. Agarraba la pelota en el aire, la recogía con la mano desnuda, la traspasaba al guante, se echaba hacia atrás y lanzaba con fuerza y luego, la vez siguiente, quizá con algo más de fuerza. Era como una máquina de lanzar con pelo y dientes, con la velocidad ajustada al máximo. Keith al principio se extrañó, luego se impresionó, luego pasó al desconcierto. Le dijo al chico que se tranquilizara, que se lo tomara con calma. Le dijo que siguiera el lanzamiento. Había preparación, disparo, seguimiento. Le dijo que estaba haciéndole un agujero en la mano a su pobre viejo.
Lianne tropezó con un torneo de póquer en la televisión. Keith estaba en la habitación de al lado repasando un basural de correo acumulado. Lianne vio tres o cuatro mesas, en plano largo, con espectadores sentados entre ellas, arracimados, en una fantasmagórica luz azul. Las mesas estaban ligeramente elevadas, los jugadores inmersos en un resplandor fosforescente e inclinados hacia delante en una tensión mortal. Lianne no sabía dónde estaba celebrándose esto, ni cuándo, ni sabía por qué no estaba en aplicación el protocolo normal, primeros planos de dedos pulgares, nudillos, cartas y rostros. Pero siguió observando. Quitó el sonido y miró a los jugadores sentados en torno a las mesas mientras la cámara barría lentamente la sala y se dio cuenta de que estaba esperando que saliera Keith. Los espectadores permanecían sentados en aquella helada luz violeta, con poca o nula visibilidad. Ella quería ver a su marido. La cámara iba captando los rostros de los jugadores antes oscurecidos y ella los miraba atentamente, uno por uno. Se imaginó a sí misma en formato de dibujos animados, tonta integral, corriendo hacia la habitación de Justin, con el pelo flotándole en pos, y sacándolo a rastras de la cama y situándolo delante del televisor para que pudiese ver a su padre, Mira, en Río o Londres o Las Vegas. Su padre estaba cinco metros más allá, sentado a la mesa del cuarto contiguo, leyendo papeles del banco y haciendo talones. Lianne siguió un rato más mirando, buscando a Keith, y luego lo dejó.
Hablaron al cuarto día, sentados en el salón, tarde, con un tábano fijo en el techo.
—Hay cosas que comprendo.
—Muy bien.
—Comprendo que hay hombres que sólo están aquí a medias. No digamos hombres. Digamos gente. Gente que resulta más o menos oscura en ciertos momentos.
—Eso lo entiendes.
—Así se protegen, a sí mismos y a los demás. Eso lo comprendo. Pero luego está lo otro y es la familia. Es ahí donde voy, que tenemos que permanecer juntos, mantener la familia en funcionamiento. Sólo nosotros, los tres, a largo plazo, bajo el mismo techo, no todos los días del año ni todos los meses pero en la idea de que somos permanentes. En los tiempos que corren, la familia es necesaria. ¿No te parece? ¿Ser una unidad, permanecer juntos? Así es como logramos sobrevivir a las cosas que casi nos matan de miedo.
—Bien.
—Nos necesitamos el uno al otro. Sólo personas que comparten el aire, ya está.
—Bien —dijo él.
—Pero sé lo que está pasando. Vas a largarte. Estoy preparada para eso. Te quedarás fuera más tiempo, te largarás a algún sitio. Sé lo que quieres. No es exactamente un deseo de desaparecer. Es lo que conduce a ese deseo. Desaparecer es la consecuencia. O quizá el castigo.
—Sabes lo que quiero. Yo no lo sé. Tú lo sabes.
—Quieres matar a alguien —dijo ella.
No lo miró mientras decía esto.
—Eso fue lo que querías durante un tiempo —dijo ella—. No sé cómo funciona ni qué sentimientos trae consigo. Pero es algo que llevas dentro.
Ahora que lo había dicho, no estaba segura de creerlo. Pero sí estaba segura de que él nunca había debatido la idea en su mente. Lo llevaba en la piel, quizá sólo una pulsación en la sien, una levísima cadencia en una pequeña vena azul. Lianne sabía que había algo y que ese algo tenía que hallar satisfacción, que el asunto tenía que descargarse por completo, y pensaba que ello ocupaba el centro de la inquietud de Keith.
—Lástima que no pueda alistarme en el ejército. Demasiado viejo —dijo él—. Así podría matar sin castigo y volver luego a casa con mi familia.
Bebía whisky, a sorbitos, seco, y sonreía levemente por lo que acababa de decir.
—No puedes volver al trabajo anterior. Eso lo comprendo.
—El trabajo. El trabajo no era muy diferente del que tenía antes de que todo esto ocurriera. Pero eso fue antes, ahora es después.
—Ya sé que casi ninguna vida tiene sentido. Quiero decir ¿hay algo que tenga sentido en este país? No puedo estar aquí sentada y decirte vámonos un mes por ahí. No voy a reducirme a decir una cosa así. Porque eso es otro mundo, el que tiene sentido. Pero escúchame. Tú eras más fuerte que yo. Tú me ayudaste a llegar hasta aquí. No sé qué puede haber ocurrido.
—No sé nada de fuerza. ¿Qué fuerza?
—Eso es lo que vi y sentí. Tú eras el que estaba en la torre pero fui yo quien enloquecí. Ahora, maldita sea, no lo sé.
Tras un silencio, él dijo:
—Yo tampoco lo sé —y ambos rieron.
—Te miraba dormir. Sé que suena muy raro. Pero no era raro. Sólo porque eras quien eras, estabas vivo y habías vuelto con nosotros. Te observaba. Tenía la sensación de conocerte, en cierto modo. Nunca te había conocido antes. Éramos una familia. Eso era. Así lo hicimos.
—Oye, ten confianza en mí.
—Bien.
—No tengo intención de hacer nada permanente —dijo él—. Estoy fuera una temporada, vuelvo. No estoy a punto de desaparecer. No estoy a punto de hacer nada drástico. Estoy aquí ahora y volveré a estar. Tú quieres que vuelva. ¿Es cierto eso?
—Sí.
—Me voy, vuelvo. Así de sencillo.
—Hay dinero a la vista —dijo ella—. La venta está casi cerrada.
—Dinero a la vista.
—Sí —dijo ella.
Keith había intervenido en la puesta a punto de la transacción relativa al piso de la madre de Lianne. Había leído los contratos, ajustado algún punto y enviado las instrucciones por correo electrónico desde un casino de una reserva india donde se estaba celebrando un torneo.
—Dinero a la vista —repitió Keith—. La educación del chico. Desde ahora hasta la universidad, once o doce años, unas sumas de dinero verdaderamente asesinas. Pero eso no es lo que estás diciendo. Lo que estás diciendo es que podemos permitirnos cualquier gran pérdida que yo sufra en la mesa de juego. No ocurrirá.
—Si tú lo crees así, yo también lo creo.
—No ha ocurrido nunca y no va a ocurrir ahora —dijo él.
—Y ¿qué pasa con París? ¿Sí ocurrirá?
—Se ha quedado en Atlantic City. Dentro de un mes.
—¿Qué le parecería al alcaide una visita conyugal?
—No puede apetecerte estar ahí.
—No me apetece. Tienes razón —dijo ella—. Porque pensar en ello es una cosa. Verlo me produciría depresión. Gente sentada en torno a una mesa venga repartir cartas. Una semana detrás de otra. Mira que coger un avión para ir a jugar a las cartas. Quiero decir, aparte de lo absurdo, el completo desatino psicótico, ¿no hay algo tristísimo en todo eso?
—Tú lo has dicho. Casi ninguna vida tiene sentido.
—Pero ¿no es desmoralizador? ¿No te hartas? Te tiene que devorar el espíritu. Quiero decir que anoche lo vi por la tele. Una reunión en el infierno. Tic toc tic toc. ¿Qué pasa cuando llevas meses metido en el asunto? O años. ¿En quién te conviertes?
Él se quedó mirándola y asintió con la cabeza como diciéndole que estaba de acuerdo y luego siguió asintiendo, trasladando el gesto a otro nivel, una especie de sueño profundo, de narcolepsia, con los ojos abiertos, con la mente cerrada.
Había una última cosa, demasiado evidente en sí misma para que hiciera falta decirla. Ella quería sentirse a salvo en el mundo y él no.