El repartidor tocó el botón verde, una baraja nueva apareció encima de la mesa.
Durante estos meses que dedicó a adquirir un pleno dominio del juego pasó la mayor parte del tiempo en el Strip, ahora, sentado en poltronas de cuero en los salones de apuestas diversas, encorvado bajo doseles en las salas de póquer. Por fin estaba haciendo dinero, cantidades discretas que comenzaban a dar muestras de consistencia. También pasaba periódicamente por su casa, tres o cuatro días, amor, sexo, paternidad, cocina casera, pero a veces le resultaba casi imposible decir algo. No había idioma, al parecer, en que contarles a qué dedicaba sus días y sus noches.
Pronto sentía la necesidad de reincorporarse. Cuando su avión sobrevolaba el desierto, al aterrizar, le resultaba fácil creer que conocía este lugar desde siempre. Había métodos y procedimientos de rutina. Taxi al casino, taxi de vuelta al hotel. Se las apañaba con dos comidas al día, no necesitaba más. El calor ejercía presión sobre el metal y el cristal, confiriendo un tenue resplandor aparente a las calles. En la mesa no estudiaba a los contrincantes en busca de gestos que los denunciaran, no le interesaba por qué tosían o parecían aburrirse o se rascaban el antebrazo. Estudiaba las cartas y conocía las tendencias. Había eso y la mujer del parpadeo. La recordaba del casino del centro, invisible en todo menos los ojos enojadizos. El parpadeo no indicaba nada. Era sólo lo que era ella, la madre de algún hombre hecho y derecho, arrojando fichas al bote, parpadeando por disposición de la naturaleza, como una luciérnaga campestre. Sólo de vez en cuando tomaba bebidas fuertes, casi nunca, y se permitía cinco horas de sueño, apenas consciente de estar poniendo límites y restricciones. Nunca se le pasaba por la cabeza prender un cigarro puro, como en los viejos tiempos, en las partidas de antes. Caminaba por vestíbulos de hotel atestados de gente bajo capillas sixtinas pintadas a mano y adentrándose en el alto resplandor de tal o cual casino, sin mirar a nadie, sin ver prácticamente a nadie, pero cada vez que subía a un avión echaba un vistazo a los rostros de ambos lados del pasillo, tratando de localizar al hombre o los hombres que podían constituirse en un peligro para todos.
Cuando ocurrió le pareció raro no haberlo sabido de antemano. Ocurrió en uno de los casinos de casta superior, quinientos jugadores reunidos en un torneo de hold ’em sin límite, con una cuota de inscripción muy elevada. Allí, al otro lado de la sala, por encima de las cabezas de quienes ocupaban las arracimadas mesas, había un hombre puesto en pie, haciendo flexiones, relajando el cuello y los músculos de la espalda, haciendo circular la sangre. Había un elemento de puro ritual en sus movimientos, algo más allá de lo funcional. Practicaba la respiración abdominal, profundamente, luego zambullía una mano hacia la mesa y al parecer lanzaba fichas al bote sin mirar siquiera la acción que incitaba la apuesta. El hombre le resultaba extrañamente familiar. Lo raro era esto: que transcurridos varios años alguien pueda parecer tan diferente sin dejar por ello de ser inequívocamente él. Tenía que ser Terry Cheng, que ya volvía a arrellanarse en su asiento, quedando fuera del campo de visión de Keith, y por supuesto que era él porque cómo podía estar ocurriendo todo esto, el circuito de póquer, la estruendosa estampida de dinero, el alojamiento cortesía de la casa y la alta competición, sin la presencia de Terry Cheng.
No fue hasta el día siguiente, mientras la mujer del estrado anunciaba los puestos disponibles en ciertas mesas, cuando se encontraron codo a codo delante de la barandilla.
Terry Cheng mostró una desvaída sonrisa. Llevaba gafas tintadas y una chaqueta verde oliva con las solapas muy anchas y botones relucientes. La chaqueta le quedaba grande, le colgaba por los hombros. Llevaba unos pantalones amplios y unas zapatillas del hotel, de terciopelo, y una camisa de seda deslucida por el uso.
Keith no se habría sorprendido mucho si hubiera roto a hablar en chino mandarín del siglo V.
—Me preguntaba cuánto tardarías en localizarme.
—Entiendo que tú sí me habías localizado a mí.
—Hará una semana —dijo Terry.
—Y no dijiste nada.
—Estabas inmerso en la partida. ¿Qué iba a decirte? Cuando volví a mirar, ya no estabas.
—Voy al salón de apuestas diversas a relajarme. Me como un sándwich y me tomo una cerveza. Me gusta lo que ocurre a mi alrededor, todos esos monitores, todos los deportes. Me tomo una cerveza y no me entero de casi nada.
—A mí me gusta sentarme junto a la cascada. Pido algo suave de beber. Diez mil personas a mi alrededor. En los pasillos, en el acuario, en el jardín, en las tragaperras. Me tomo algo suave, sorbito a sorbito.
Terry parecía escorado a la izquierda, como quien está a punto de dirigirse a una salida. Había perdido peso y se le veía más viejo y hablaba con una voz algo rasposa, distinta de la habitual.
—Te alojas aquí.
—Cuando estoy en la ciudad. Las habitaciones son grandes y tienen los techos altos —dijo Terry—. Una pared es toda ventana.
—Te sale gratis.
—Sólo gastos imprevistos.
—Un jugador muy serio.
—Estoy en sus ordenadores. Todo está en sus ordenadores. Todo se mete. Si sacas una cosa del minibar y no la vuelves a poner en su sitio, al cabo de sesenta segundos te la cargan directa e instantáneamente a tu cuenta.
A él eso le gustaba. Keith no estaba tan seguro.
—Cuando te registras, te dan un plano. Yo sigo necesitándolo, a pesar del tiempo que llevo. Nunca sé dónde estoy. El servicio de habitaciones trae bolsitas de té en forma de pirámide. Todo es muy dimensional. Les digo que no me traigan el periódico. Si no lees el periódico, nunca llevas un solo día de retraso.
Estuvieron charlando un minuto más, luego se dirigieron a sus respectivas mesas sin hacer planes de verse más tarde. La idea de más tarde resultaba esquiva.
El chico permanecía de pie al otro lado de la mesa, untándose mostaza en el pan. Lianne no vio huella de ninguna otra forma de comida.
Dijo:
—Yo tenía una pluma bastante decente. Como plateada. ¿La has visto tú por algún sitio?
Él hizo un alto en su tarea y pensó, con los ojos entrecerrados, con la cara poniéndosele vidriosa. Eso quería decir que había visto la pluma, la había utilizado, la había perdido, la había regalado o la había cambiado por cualquier estupidez.
—En esta casa no tenemos nada que sirva para escribir y valga la pena.
Lianne se dio cuenta de cómo sonaba eso.
—Tienes cien lápices y tenemos una docena de bolígrafos malos.
Sonaba a decadencia y caída de la comunicación mediante la escritura en una superficie como el papel. Vio que volvía a introducir el cuchillo en el frasco y luego untaba la mostaza cuidadosamente en los bordes de la rebanada de pan.
—¿Qué les pasa a los bolígrafos? —dijo él.
—Son malos.
—¿Qué puede haber de malo en un lápiz?
—Vale, los lápices. Madera y plomo. Los lápices son una cosa seria. Madera y grafito. Materiales de la tierra. Esto es lo que respetamos en los lápices.
—¿Adónde va esta vez?
—A París. Un torneo muy importante. Puede que yo lo siga dentro de unos días.
Él se detuvo y volvió a pensar.
—Y ¿qué pasa conmigo?
—Vives tu vida. Lo único que tienes que hacer es cerrar bien la puerta al volver a casa, tras una noche de alcohol y francachela.
—Sí, claro.
—¿Sabes qué quiere decir francachela?
—Más o menos.
—Lo mismo me pasa a mí. Más o menos —dijo ella—. Y no voy a ir a ninguna parte.
—¿Te crees que no lo sabía?
Permaneció junto a la ventana viéndolo doblar el pan y darle el primer bocado. Era pan integral, nueve cereales, diez cereales, sin ácidos grasos transaturados, buena fuente de fibra. No tenía ni idea de qué sería la mostaza.
—¿Qué has hecho con la pluma? La de plata. Sabes muy bien de qué te estoy hablando.
—Creo que la cogió él.
—¿Crees qué? No, no la cogió él. No necesita para nada una pluma.
—Tiene que escribir cosas. Como todo el mundo.
—No la cogió él.
—No lo estoy acusando de nada. Solamente lo digo.
—No esta pluma. No ha cogido esta pluma. Así que ¿dónde está?
El chico puso los ojos en el tablero de la mesa.
—Creo que sí la cogió. A lo mejor ni se enteró de que la cogía. No lo estoy acusando.
Seguía ahí de pie, con el pan en la mano, y no la miraba.
Dijo:
—Francamente, de verdad, creo que la cogió él.
Personas por todas partes, muchas con cámaras.
—Has pulido tu modo de jugar —dijo Terry.
—Algo parecido, sí.
—La situación va a cambiar. Todo este seguimiento, la cobertura televisiva, los ejércitos de participantes, todo va a desmoronarse pronto.
—Eso es bueno.
—Eso es bueno —dijo Terry.
—Y nosotros aquí estaremos.
—Somos jugadores de póquer —dijo él.
Estaban en el salón de al lado de la cascada con refrescos y algo de comer. Terry Cheng llevaba las zapatillas del hotel, sin calcetines, y no hacía caso del cigarrillo que se consumía en el cenicero.
—Hay un garito clandestino, partidas privadas, apuestas muy altas, en ciudades escogidas. Es como una religión prohibida que resurge. Five-card stud and draw.
—Lo que jugábamos nosotros.
—Hoy dos modalidades. Phoenix y Dallas. ¿Cómo se llama el sitio ese de Dallas? Muy rico.
—Highland Park.
—Gente rica, mayor, líderes de la comunidad. Conocen el juego y lo respetan.
—Five-card stud.
—Stud and draw.
—Te va bien. Ganas un montón —dijo Keith.
—Conozco sus almas —dijo Terry.
La muchedumbre se desplazaba en torno al salón, que en cierto modo parecía un carrusel, huéspedes del hotel, jugadores, turistas, gente camino de los restaurantes, las tiendas lujuriantes, la galería de arte.
—¿Fumabas en aquellos tiempos, cuando nuestras partidas?
—No lo sé. Dímelo tú —dijo Terry.
—Creo que tú eras el único que no fumaba. Teníamos varios de puro y uno de cigarrillos. Pero no creo que fueras tú.
Hubo momentos sueltos, de vez en cuando, aquí sentados, en que Terry Cheng volvió a parecerse al hombre que ocupaba un sitio en la mesa de póquer del piso de Keith, repartiendo las fichas con rapidez y con arte, tras las partidas de high-low. Era uno más, aunque se le dieran mejor las cartas, y no era uno más, en realidad.
—¿Viste al tipo de mi mesa?
—¿El de la mascarilla quirúrgica?
—Un ganador de raza —dijo Terry.
—Podría extenderse la cosa.
—La mascarilla, sí.
—Cualquier día se presentan tres o cuatro, cada uno con su mascarilla.
—Nadie sabe por qué.
—Y luego otros diez, y otros diez, y luego más. Como los ciclistas chinos.
—Vaya usted a saber —dijo Terry—. Exactamente.
Cada uno seguía las ocurrencias del otro sin apenas desviarse. En torno a ellos un alboroto sin palabras tan profundamente asentado en el ambiente y en las paredes y en el mobiliario, en los cuerpos de los hombres y las mujeres en movimiento, un alboroto no fácilmente separable de la ausencia total de sonido.
—Es una pausa dentro del circuito. Beben bourbon añejo y tienen a las mujeres en otra habitación, no sé dónde.
—Dallas, dices.
—Sí.
—No sé.
—Hay una sesión que va a empezar en Los Ángeles. Lo mismo, stud and draw. Gente más joven. Igual que los primeros cristianos en las catacumbas. Piénsatelo.
—No sé. No estoy seguro de poder aguantar dos noches semejante tinglado social.
—Creo que era Rumsey. El único —dijo Terry— que fumaba cigarrillos.
Keith se quedó mirando la cascada, que se hallaba a unos cuarenta metros. Se dio cuenta entonces de que no sabía si era auténtica o simulada. Fluía de un modo imperturbable y el sonido del agua al caer bien podía ser un efecto digital, tanto como la propia cascada.
Dijo:
—Rumsey era de puro.
—Rumsey era de puro. Tendrás razón, seguramente.
A pesar de sus maneras desenvueltas, la ropa que no combinaba bien, la tendencia a perderse por los más profundos recovecos y los más periféricos paseos del hotel, Terry se hallaba inflexiblemente encajado en su vida. No había norma de correspondencia en este punto. No había esto que compensara lo otro. No había ningún elemento que pudiera contemplarse a la luz de otro elemento. Era todo lo mismo, fuesen cuales fuesen la reunión, la ciudad, el premio en metálico. Keith lo comprendía. Prefería esto a las partidas privadas con intercambio de bromas y con las esposas disponiendo las flores, un formato que tentaba la vanidad de Terry, pensó, pero que en modo alguno podía compararse al decisivo anonimato de estos días y semanas, la mezcolanza de incontables vidas que carecían de historia adjunta.
—¿Has mirado alguna vez la cascada? ¿Eres capaz de convencerte de que estás viendo agua, verdadera agua, y no algún efecto especial?
—No pienso en ello. No se supone que tengamos que pensar en cosas así —dijo Terry.
Su cigarrillo se había consumido hasta el filtro.
—Yo trabajaba en el Midtown. No experimenté el impacto como otros lo experimentaron, abajo, donde estabais vosotros —dijo—. Me han dicho, alguien me dijo que la madre de Rumsey. ¿Qué era lo que me contaron? Que llevó un zapato de Rumsey. Llevó un zapato y una hoja de afeitar. Fue a casa de su hijo y cogió esas cosas, lo que pudo encontrar que contuviera material genético, como vestigios de pelo o de piel. Lo llevó todo a un depósito, para que hicieran una búsqueda por ADN.
Keith miró la cascada.
—Volvió un par de días después. ¿Quién me lo contó? Llevó otra cosa, no sé, un cepillo de dientes. Luego volvió otra vez. Llevó otra cosa más. Y otra vez volvió. Luego cambiaron el depósito de sitio. Hasta entonces no dejó de ir.
Terry Cheng, el antiguo Terry, nunca había sido tan hablador. Contar una breve anécdota era ya algo que rebasaba los límites de lo que a él se le antojaba un autocontrol de índole superior.
—Se lo decía a la gente. La gente te contaba dónde se encontraban, en qué trabajaban. Yo decía en el Midtown. Sonaba a muy poco. Sonaba neutral, como a no estar en ninguna parte. Me dijeron que Rumsey se tiró por una ventana.
Keith siguió mirando la cascada. Era mejor que cerrar los ojos. Si cerraba los ojos, veía cosas.
—Tú te reincorporaste al bufete durante una temporada. Recuerdo que lo hablamos.
—Era otra compañía y no un bufete.
—Qué más da —dijo Terry.
—Eso es lo que era, qué más da.
—Pero aquí estamos y aquí seguiremos cuando toda esta locura se desvanezca.
—Sigues jugando en línea.
—Juego en línea, sí, pero no puedo renunciar a esto. Aquí seguiremos.
—Nosotros, y el de la mascarilla quirúrgica.
—Sí, él también seguirá.
—Y la mujer del parpadeo.
—A ésa no la he visto —dijo Terry.
—Algún día hablaré con ella.
—Has visto al enano.
—Sólo una vez. Luego se marchó.
—Un enano llamado Carlo. Un perdedor de raza. Es el único jugador cuyo nombre conozco, quitándote a ti. Sé el nombre porque pertenece a un enano. No hay ninguna otra razón para saberlo.
Los tragaperras amontonados bullían a sus espaldas.
Cuando oyó la noticia en la radio, el Colegio Número Uno, muchos niños, comprendió que tenía que llamarla. Terroristas tomando rehenes, el asedio, las explosiones, había sido en Rusia, a saber dónde, cientos de muertos, muchos de ellos niños.
Ella habló quedamente.
—Tenían que saberlo. Habían creado una situación que desembocaba en esto, con niños. Indiscutiblemente tenían que saberlo. Fueron allí a morir. Crearon una situación, con niños, a propósito, y sabían cómo terminaría. Tenían que saberlo.
Hubo silencio a ambos lados del hilo telefónico. Pasado un tiempo, Lianne dijo que hacía calor, unos treinta grados, y añadió que el chico estaba muy bien, que el chico estaba perfectamente. Hubo algo cortante en su voz, seguido de otro silencio. Keith trató de escucharlo, de descubrir el vínculo en sus observaciones. En la profunda pausa empezó a verse a sí mismo exactamente donde estaba, de pie en una habitación cualquiera de un hotel cualquiera, con un teléfono en la mano.
Lianne le dijo que no habían encontrado nada que llamara la atención. No había signos de deterioro. Utilizó varias veces nada que llamara la atención. Le encantaba ese modo de decirlo. Le proporcionaba un enorme alivio. No había lesiones, ni hemorragias, ni infartos. Le leyó los resultados a Keith y él seguía allí de pie, en su habitación, escuchando. Era una larga relación de cosas que no llamaban la atención. A Lianne le encantaba la palabra infarto. Luego dijo que no sabía si creerse el informe. Vale, por ahora sí, pero ¿y más adelante? Keith le dijo y se lo dijo muchas veces que estaba maquinando modos de asustarse. Ella dijo que no era miedo, sino sólo escepticismo. Estaba bien. Dijo que la morfología era normal, refiriéndose al informe. También ese término le encantaba, normal, pero no lograba creérselo, aplicado a ella. Dijo que era cuestión de escepticismo, del griego skeptikós. Luego habló de su padre. Estaba algo borracha, no medio trompa, quizá sólo una cuarta parte, que era lo más trompa que había estado nunca. Habló de su padre y le preguntó a Keith sobre el suyo. Luego se rió y dijo: «Escucha», y se puso a recitar una serie de números, haciendo una pausa entre uno y otro, empleando una modalidad feliz de canturreo.
Cien, noventa y tres, ochenta y seis, setenta y nueve.
Echaba de menos al chico. A ninguno de los dos le gustaba hablar por teléfono. ¿Cómo se habla con un niño por teléfono? Hablaba con ella. A veces hablaban en plena noche de ella, o en plena noche de él. Ella describía su posición en la cama, con las rodillas dobladas, con la mano entre las piernas, el cuerpo tan abierto como le era posible, encima de las sábanas, el teléfono en la almohada, y él la oía murmullar en la doble distancia, la mano en el pecho, la mano en el coño, viéndola con tanta claridad que pensaba que la cabeza podía estallarle.