Hicieron el recorrido completo, veinte manzanas en dirección norte y luego atravesaron la ciudad y por último bajaron hacia Union Square, tres kilómetros de calor asfixiante, entre policías con cascos antidisturbios y chalecos antibalas, niños pequeños a hombros de sus padres. Caminaban con otros quinientos mil, un brillante enjambre de gente de acera a acera, pancartas y carteles, camisetas impresas, ataúdes envueltos en tela negra, una marcha contra la guerra, el presidente, la política.
Se sentía muy alejada del acontecimiento, a pesar de toda la presión que ejercía sobre ella. Helicópteros de la policía tableteaban en lo alto y había una hilera de manifestantes que cantaban y gritaban. Justin le cogió un panfleto a una mujer con pañuelo negro en la cabeza. Tenía manchas de pigmentación en las manos y la mirada puesta en una distancia intermedia, evitando mirar a los ojos. La gente se detuvo a mirar una llamarada flotante, de papel maché, y la multitud se hizo más densa, acumulándose en sí misma. Lianne trató de cogerle la mano al chico pero eso ya se había acabado. Tenía diez años y mucha sed y se escabulló corriendo hacia el lado opuesto de la calle, donde se veía a un vendedor de refrescos con un montón de cajas. Había una docena de policías cerca, situados delante de una red roja que colgaba bajo un andamio. Allí era donde detendrían a los más comprometidos y menos controlables.
Se le acercó un hombre, caído de hombros, saliendo de la multitud, negro, con la mano en el corazón, y le dijo:
—Hoy es el cumpleaños de Charlie Parker.
Estaba casi mirándola pero no del todo y luego siguió desplazándose y le dijo lo mismo a un hombre que llevaba una camiseta con un signo de la paz y de su tono de reproche sacó Lianne la consecuencia de que toda esta gente, este medio millón de personas con zapatillas de deporte y sombreros para el sol y diversos objetos portadores de símbolos, eran unos comemierdas que se juntaban aquí con el calor que hacía y la humedad, para lo que fuese que se hubieran juntado, cuando podrían llenar las calles con mejor motivo, exactamente en las mismas cantidades, para manifestar su respeto a Charlie Parker en el día de su cumpleaños.
Si su padre estuviera aquí, Jack, seguro que estaría de acuerdo. Y sí, percibía una separación, una distancia. Esta muchedumbre no le devolvía la sensación de encontrarse entre los suyos. Estaba aquí por el chico, para permitirle que caminara en medio del desacuerdo, para que viera y percibiera el alegato contra la guerra y el mal gobierno. Ella, por su parte, lo que quería era estar lejos de todo esto. En los tres años transcurridos desde aquel día de septiembre, la vida entera se había hecho pública. La comunidad herida derrama voces y la mente de la noche solitaria se adapta al modelo del griterío. Lianne estaba feliz dentro del pequeño esquema acorazado que se había construido últimamente, organizando los días, trabajando los detalles, quedándose en su sitio, manteniéndose aparte. Liberada de la furia y del presagio. Liberada de noches que se repantigan en interminables concatenaciones insomnes de infierno personal. Marchaba aparte de los eslóganes hechos cartel y de los ataúdes de cartón, la policía a caballo, los anarquistas lanzando botellas. Todo era coreografía, que se haría trizas en unos segundos.
El chico se dio la vuelta para mirar al hombre entremeterse en la multitud, haciendo un alto de vez en cuando para expresar su comunicado.
—Un músico de jazz —le dijo ella—. Charlie Parker. Murió hace cuarenta o cincuenta años. Cuando volvamos a casa a ver si logro encontrar algo suyo entre los discos viejos. Un LP. Charlie Parker. Lo llamaban Bird, pájaro. No me preguntes por qué. Antes de que me lo preguntes ya te lo digo, no me lo preguntes porque no lo sé. Encontraré los discos y escucharemos algo. Pero recuérdamelo. Porque me olvido de las cosas.
El chico cogió más panfletos. La gente se alineaba a los bordes de la manifestación entregando materiales en nombre de la paz, la justicia, el registro de votantes, algún movimiento paranoico pro verdad. El chico miraba los panfletos sin dejar de andar, subiendo y bajando la cabeza para ver a los manifestantes que le precedían y leer al mismo tiempo las palabras impresas que llevaba en la mano.
Lloremos a los muertos. Curemos a los heridos. Terminemos con la guerra.
—Tómatelo con calma. Ahora anda, y luego lees.
Él dijo:
—Sí, vale.
—Si lo que pretendes es hacer encajar lo que lees con lo que ves, no necesariamente encajan.
Él dijo:
—Sí, vale.
Esto era nuevo, dos cansinas palabras de despreocupada renuncia. Lianne lo empujó a la acera y él se bebió su refresco a la sombra con la espalda apoyada contra la pared de un edificio. Ella se mantuvo a su lado, consciente de que el chico iba dejándose caer lentamente por la pared abajo, comentario gestual al calor y a la larga marcha, más teatro que queja.
Al final quedó en postura de pequeño luchador de sumo en cuclillas. Revisó sus papeles, demorándose varios minutos en uno de los folletos. Lianne vio la palabra islam en la cabecera de la página central, seguida por un número ochocientos y pico. Era seguramente el folleto que le había dado la mujer del pañuelo negro. Vio palabras en negrita, con explicaciones.
Pasó una tropa de señoras mayores cantando una vieja canción de protesta.
Él dijo:
—El hachch.
—Sí.
Él dijo:
—El shahadah.
—Sí.
—No hay más Dios que Alá y Mahoma es Su profeta.
—Sí.
Volvió a recitar el texto, lentamente, de manera más concentrada, atrayéndoselo en cierto modo, tratando de verlo por dentro. Había personas a su alrededor, unas paradas, otras pasando junto a ellos sin orden ni concierto, los manifestantes se perdían por las aceras.
El chico recitó el texto en árabe ahora. Él recitó el texto, ella le dijo que era árabe, transliterado. Pero hasta eso era demasiado, un momento aislado, a la sombra con su hijo, un momento que la hacía sentirse a disgusto. El chico leyó la definición de otra palabra relativa a la obligación anual de ayunar durante el mes de Ramadán. Esto la hizo pensar una cosa. Él siguió leyendo, casi todo en silencio pero a veces en voz alta, pegando el papel al aire en espera de que ella lo recogiese cuando necesitara ayuda para pronunciar una palabra. Ello ocurrió dos o tres veces y cuando no ocurría Lianne se descubrió pensando en El Cairo, unos veinte años atrás, formas muy difusas en su memoria, bajándose de un autobús de turistas para incorporarse a una vasta multitud.
El viaje era un regalo, graduación, y en el autobús iban ella y una antigua compañera de clase y luego bajaron del autobús y se hallaron en medio de una especie de festival. Era una multitud tan grande, que todas sus partes parecían el centro. Era una multitud densa y movediza, tras la puesta de sol, que los llevaba por entre los tabancos y los tenderetes de comida, y ambas amigas perdieron contacto en cuestión de medio minuto. Lo que ella empezó a sentir entonces, además de desamparo, fue un elevado sentido de quién era en relación a los otros, miles, ordenados pero rodeándola por todas partes. Los que tenía cerca la veían, sonreían, algunos, y le hablaban, uno o dos, y ella se vio obligada a verse a sí misma en la superficie reflectante de la multitud. Se convirtió en lo que fuera que ésta le devolviese. Se convirtió en su propio rostro y sus propios rasgos, su color de piel, una persona blanca, lo blanco era su condición básica, su estado. Esto es lo que era, no verdaderamente pero al mismo tiempo sí, exactamente, por qué no. Era una persona privilegiada, distante, pendiente de sí misma, blanca. Estaba ahí en su rostro, educado, inconsciente, asustado. Percibió toda la amarga verdad que los estereotipos llevan dentro. La multitud poseía el talento de ser multitud. Ésa era su verdad. Pensó que esas personas estaban en su casa, en la oleada de cuerpos, en la masa comprimida. Ser una multitud era una religión per se, con independencia de la ocasión que se estuviera celebrando. Pensó en multitudes presa del pánico, emergiendo de las márgenes del río. Eran ideas de persona blanca, un procesamiento de datos de pánico blanco. Los otros no tenían estas ideas. Debra sí las tenía, su amiga, su doble extraviada, que andaba por ahí ocupada en ser blanca. Trató de localizarla en su entorno pero era difícil hacerlo, era difícil liberar los hombros y darse la vuelta. Estaban ambas en medio de la multitud, cada una de ellas era el centro, para sí misma. La gente le dirigía la palabra. Un anciano le ofreció un dulce y le dijo el nombre del festival, que señalaba el fin del Ramadán. El recuerdo terminaba ahí.
El chico recitó el texto en árabe, sílaba por sílaba, lentamente, y ella le cogió el papel y dio su versión, no menos insegura, pero más rápida. Hubo otras palabras que el chico le fue pasando y ella las pronunció, bien o mal, sintiéndose incómoda, a pesar de la pequeñez del asunto, recitando un texto, explicando un rito. Era parte del discurso público, lo que se despachaba, el islam con un ochocientos y pico. Incluso la cara del anciano, en el recuerdo, el de El Cairo, la volvía a poner en situación. Lianne estaba en ese recuerdo y en esta acera al mismo tiempo, el fantasma de una ciudad, el trueno frontal de la otra, y necesitaba escapar de ambas multitudes.
Se reincorporaron a la marcha en su fase del Downtown y oyeron hablar a alguien de una plataforma provisional en Union Square. Luego entraron en la cercana librería y deambularon por los largos pasillos, al fresco y tranquilamente. Miles de libros, relucientes, en mesas y estanterías, casi vacío el local, domingo de verano, y al chico le dio por imitar a un perro de caza, mirando los libros y olfateándolos pero sin tocarlos, tirándose de los carrillos hacia abajo con los dedos. Lianne no sabía qué significaba aquello pero empezó a comprender que el chico no trataba de hacerle gracia ni de molestarla. Este comportamiento se hallaba fuera de su campo de influencia, era entre él y los libros.
Subieron al segundo piso por la escalera mecánica y estuvieron un rato viendo libros científicos, sobre la naturaleza, de viajes por el extranjero, ficción[5].
—¿Qué es lo mejor que has aprendido hasta ahora en el colegio? Desde el principio, desde los primeros días.
—Lo mejor.
—Lo más gordo. A ver qué me dices, listillo.
—Pareces papá hablando.
—Estoy sustituyéndolo. Doble trabajo para mí.
—¿Cuándo va a venir a casa?
—Dentro de ocho o nueve días. ¿Qué es lo mejor?
—Que el sol es una estrella.
—Lo mejor que has aprendido.
—Que el sol es una estrella —dijo él.
—Pero ¿no fui yo quien te enseñó eso?
—No creo.
—Eso no lo aprendiste en el colegio. Eso te lo enseñé yo.
—No lo creo.
—Tenemos un planisferio celeste en la pared.
—El sol no está en nuestra pared. Está ahí fuera. No está ahí arriba No hay arriba ni abajo. El sol está ahí fuera, sin más.
—O a lo mejor somos nosotros los que estamos aquí fuera —dijo ella—. Eso debe de aproximarse más a la verdad. Somos nosotros quienes estamos fuera, en algún sitio.
Lo estaban disfrutando ambos, este poco de broma y de choteo, y permanecieron ante el ventanal alto viendo el final de la manifestación, pancartas bajadas y plegadas, la multitud fragmentándose, esparciéndose, la gente yendo en dirección al parque o metiéndose en el metro o perdiéndose en las calles laterales. Era sorprendente, en cierto modo, lo que el chico había dicho, una frase, cinco palabras, que decía muchísimo sobre todo lo que existe. El sol es una estrella. ¿Cuándo lo aprendió ella y por qué no recordaba cuándo? El sol es una estrella. Parecía una revelación, un nuevo modo de plantearse el hecho de ser quienes somos, el más puro camino, y que sólo al final se despliega, una especie de repeluzno místico, un despertar.
Podía ser que sólo estuviera cansada. Era ya hora de volver a casa, comer algo, beber algo. Ocho o nueve días o más. Comprarle un libro al chico y volverse a casa.
Esa noche hurgó en la colección de discos de jazz de su padre y le puso un par de fragmentos a Justin. Cuando el chico se fue a la cama le vino otra cosa a la cabeza y bajó una polvorienta enciclopedia de las estanterías de arriba y ahí estaba, en cuerpo seis, no sólo el año sino también el mes y el día. Era el cumpleaños de Charlie Parker.
Contaba al revés de siete en siete, empezando en cien. La confortaba hacerlo. Había contratiempos de vez en cuando. Los números impares eran espinosos, como ir dando tumbos violentos por el espacio, resistiéndose a la fácil marcha de lo divisible por dos. Por eso era por lo que querían que fuera restando de siete en siete, para hacérselo menos fácil. Podía bajar hasta los números de una cifra sin un solo tropezón, normalmente. La transición más inquietante era de veintitrés a dieciséis. Lo primero que le venía era diecisiete. Siempre estaba a punto de ir de treinta y siete a treinta, a veintitrés, a diecisiete. El número impar, autoafirmándose. En el centro de salud el médico sonreía ante el error, o no se daba cuenta, o estaba mirando una copia impresa de los resultados del test. La inquietaban los fallos de memoria, muy arraigados en el historial de la familia. Se encontraba bien, por lo demás. Cerebro normal para su edad. Tenía cuarenta y un años y estaba dentro de los protocolos limitados del proceso imaginativo, no había gran cosa que llamara la atención. Los ventrículos no llamaban la atención, tampoco el tronco cerebral ni el cerebelo, ni la base del cráneo, ni las regiones sinusoidales cavernosas, ni la glándula pituitaria. Nada llamaba la atención.
Se sometió a las pruebas y exámenes, al escáner de resonancia magnética, a la psicometría, emparejó palabras, hizo tests de memoria, de concentración, caminó por una línea recta de pared a pared, contó hacia atrás de siete en siete.
La confortaba, contar al revés, y lo hacía a veces en pleno ajetreo familiar, recorriendo una calle, dentro de un taxi. Era su forma de poesía lírica, subjetiva y sin rima, algo cantarina pero con rigor, una tradición de orden establecido, sólo que al contrario, para descartar la presencia de otro tipo de inversión, que uno de los médicos amablemente denominaba retrogénesis.
En el Race & Sports Book, en el centro, en el viejo casino, había cinco hileras de mesas largas dispuestas en escalones. Él ocupaba el extremo de la última mesa, en lo más alto, mirando al frente, con cinco monitores en la parte alta de la pared de delante, dando carreras de caballos de diversos lugares y husos horarios del planeta. Un hombre leía un libro de bolsillo sentado a la mesa directamente por debajo de la suya, con un cigarrillo quemándosele entre los dedos. Al otro lado de la habitación, en el nivel más bajo, una mujer grande, con sudadera de capucha, estaba instalada ante un despliegue de periódicos. Sabía que era una mujer porque no tenía puesta la capucha y lo habría sabido de todas formas, por algo, por el gesto o la postura, por el modo en que se colocaba los periódicos delante, utilizando ambas manos para alisar las páginas y apartando otras fuera de la zona de lectura, todo ello con luz pálida y humo enganchado al aire.
El casino se extendía a su espalda y a ambos lados, acres y más acres de tubos de neón, casi vacíos ahora de todo impulso humano. Aun así, se sentía cercado, prisionero de la penumbra y los techos bajos y del espeso residuo de humo que se adhería a su piel y acarreaba decenios de multitudes y actividad.
Eran las ocho de la mañana y él era la única persona que lo sabía. Echó una mirada hacia el extremo más alejado de la mesa adyacente donde un anciano de pelo blanco sujeto en cola de caballo apoyaba todo el cuerpo en un brazo del asiento, observando la fase intermedia de una carrera de caballos y mostrando la ansiosa inclinación de que se sirve el inglés corporal para indicar que hay dinero en juego. Por lo demás, permanecía inmóvil. La inclinación era todo lo que había y luego la voz del locutor de las carreras, a ráfagas rápidas, la única moderada agitación: «Yankee Gal» remonta por dentro.
No había nadie más en las mesas aquí. Carreras terminaban, carreras empezaban, o eran las mismas carreras que pasaban de nuevo en uno o más de los monitores. No les prestaba mucha atención. Había aleteos de actividad en otro juego de monitores, empotrado en un nivel inferior, sobre el tabuco del cajero. Miró quemarse el cigarrillo entre los dedos del hombre que leía un libro, justo por debajo de él. Volvió a mirar el reloj. Conocía la hora y el día y se preguntó cuándo estas migajas de datos empezarían a ser desechables.
El de la cola de caballo se levantó y se marchó en el tramo final de una carrera en marcha, doblando el periódico en apretados pliegues para luego golpearse el muslo con él, como con una fusta. Aquel sitio, todo él, apestaba a abandono. En su momento, Keith se puso en pie y se trasladó a la sala de póquer, donde completó su aprovisionamiento de fichas y procedió a ocupar su asiento, listo para empezar el torneo, por llamarlo de alguna manera.
Sólo había tres mesas ocupadas. Alrededor de la septuagésimo séptima partida de hold ’em, empezó a percibir vida en todo ello, no para él sino para los demás, una pequeña alborada de significado metida en un túnel. Observó a la mujer que parpadeaba al otro lado de la mesa. Era flaca, estaba llena de arrugas, difícil de ver, allí, a metro y medio, el pelo poniéndosele gris. No se preguntó quién sería ni adónde iría cuando esto terminara, a qué clase de habitación ni dónde, a pensar qué pensamientos. Esto era el cuento de nunca acabar. Ahí estaba la cosa. No había nada fuera de la partida sino espacio desvaído. La mujer parpadeaba e iba, pestañeaba y no iba.
En la distancia del casino, la voz ahumada del locutor, en repetición. Yankee Gal remontaba por dentro.
Echaba de menos esas noches con amigos en que se habla de todo. No había mantenido el contacto y no se sentía culpable ni experimentaba la necesidad. Hubo horas de charlas y de risas, de descorchar botellas. Echaba de menos los cómicos monólogos de la crisis de los cuarenta años en los egoístas patológicos. Se acababa la comida, el vino no, y quién era el hombrecito de la chalina roja que imitaba los efectos sonoros de las antiguas películas de submarinos. Ahora salía muy de vez en cuando, sola, no se retiraba tarde. Echaba de menos los fines de semana otoñales en la casa de campo de alguien, caída de hojas y touch football, los niños bajando a volteretas las laderas herbosas, líderes y seguidores, todos bajo la vigilancia de una pareja de perros esbeltos y altos, posados sobre sus cuartos traseros como efigies de un mito.
No sentía la vieja atracción, la expectativa. También era cosa de pensar en Keith. A él no le apetecería. Nunca se había sentido a gusto en esos ambientes y ahora le resultaría imposible cambiar. La gente tenía problemas para acercarse a él incluso en el más simple nivel social. Todos pensaban que saldrían rebotados. Que chocarían con una pared y saldrían rebotados.
Su madre, eso era lo que echaba de menos. Nina la rodeaba por todas partes, ahora, pero sólo en el aire meditativo, su rostro y su aliento, una presencia atenta, en algún lugar cercano.
Después de la ceremonia, cuatro meses atrás, un pequeño grupo fue a última hora a comer. Martin acababa de llegar por avión de algún lugar, como de costumbre, de Europa, y había un par de antiguos colegas de su madre.
Fue una hora y media muy tranquila, con anécdotas de Nina y otros asuntos, el trabajo que estaban haciendo, los sitios que habían visitado últimamente. La mujer, biógrafa, comió poco, habló largo y tendido. El hombre apenas dijo nada. Era director de una biblioteca de arte y arquitectura.
La tarde iba pasando, con los cafés. Entonces dijo Martin:
—Estamos todos hartos de Estados Unidos y de los estadounidenses. El tema nos da náuseas.
Nina y él se habían visto poco en los últimos dos años y medio de la vida de ella. Ambos estaban al corriente de lo que hacía el otro, por amigos comunes o por Lianne, que seguía en contacto con Martin, esporádicamente, por correo electrónico o por teléfono.
—Pero os diré una cosa —dijo él.
Ella lo miró. Llevaba la misma barba de trece días, los párpados caídos del desajuste horario. Llevaba el consabido traje sin planchar, su uniforme, camisa como si hubiera dormido con ella puesta, sin corbata. Alguien muy desplazado o muy profundamente distraído, perdido en el tiempo. Pero estaba más fondón ahora, la cara se le iba al este y al oeste, había señales de hinchazón y descolgamiento que la barba no alcanzaba a ocultar. Tenía el aspecto presionado de todo hombre a quien los ojos se le han empequeñecido en la cabeza.
—A pesar de todo su negligente poder, permitidme decirlo, a pesar de todo el peligro que representa en el mundo, este país, Estados Unidos, pronto será irrelevante. ¿No estáis de acuerdo?
Lianne no sabía muy bien por qué había mantenido el contacto con él. Los desincentivos eran considerables. Estaba lo que ella sabía de él, aunque incompleto, y estaba, algo más revelador, lo que su madre había llegado a pensar de él. Era culpa por asociación, lo de Martin, cuando las torres cayeron.
—En alemán hay una palabra. Gedankenübertragung. La transmisión del pensamiento. Todos estamos empezando a pensar lo mismo, que Estados Unidos es irrelevante. Funciona un poco como la telepatía. Pronto llegará el día en que nadie tendrá que pensar en Estados Unidos, si no es por el peligro que supone este país. Está perdiendo el centro. Se está convirtiendo en el centro de su propia mierda. Ése es el único centro que ocupa.
Lianne no sabía muy bien quién había sacado el tema, podía ser que alguien hubiera dicho alto, de pasada, en un momento anterior. Podía ser que Martin mantuviera una discusión de difuntos, con Nina. Estaban arrepintiéndose de no haberse marchado a casa, los colegas de su madre, antes del café con pastas. La mujer dijo que no era el momento adecuado para ponerse a hablar de política global. Nina se habría defendido mejor que cualquiera de nosotros, pero no está aquí y esta conversación deshonra su memoria.
Martin hizo un gesto de alejamiento con la mano, rechazando los estrechos términos del discurso. Lianne se dijo que era un vínculo con su madre. Por eso había permanecido en contacto con él. Todavía cuando su madre estaba viva y marchitándose, Martin había contribuido a que Lianne tuviera una más clara idea de ella. Diez o quince minutos al teléfono con él, un hombre estampado de arrepentimiento pero también de amor y recuerdos de antaño, o conversaciones más largas que se iban hasta la hora, y al final Lianne se sentía, al mismo tiempo, más triste y mejor, viendo a Nina en una especie de imagen detenida, llena de vida y alerta. Cuando le contaba estas llamadas a su madre, vigilaba atentamente su expresión, esforzándose en encontrar algún signo de luz.
Ahora ella lo miraba a él.
Los colegas de Nina se empeñaron en pagar la comida. Martin no opuso resistencia. Había terminado con ellos. Ambos representaban una forma de tacto cautelar que más valía dejar para los funerales de Estado en países dictatoriales. Antes de marcharse, el director de la biblioteca tomó un pequeño girasol del florero y se lo puso en el bolsillo pectoral de la chaqueta a Martin. Lo hizo con una sonrisa, posiblemente hostil, quizá no. Al final dijo, de pie junto a la mesa, mientras enfundaba su largo cuerpo en un impermeable:
—Si ocupamos el centro, es porque vosotros nos ponéis ahí. Ése es vuestro verdadero dilema —dijo—. A pesar de todo, nosotros seguimos siendo América, vosotros Europa. Vais a ver nuestras películas, leéis nuestros libros, escucháis nuestra música, habláis nuestro idioma. ¿Cómo vais a dejar de pensar en nosotros? Nos estáis viendo y nos estáis oyendo todo el tiempo. Pregúntate una cosa. ¿Qué viene después de Estados Unidos de América?
Martin contestó en voz baja, casi distraídamente, para sí mismo.
—A Estados Unidos ya no lo conozco. No lo reconozco —dijo—. Hay un vacío donde antes se hallaba Estados Unidos.
Se quedaron ambos, ella y Martin, únicos clientes que permanecían en el alargado comedor, por debajo del nivel de calle, y hablaron un rato. Lianne le contó los últimos y duros meses de la vida de su madre, rotura de vasos sanguíneos, pérdida del control muscular, habla confusa y mirada vacía. Él permanecía muy inclinado sobre la mesa, respirando de modo audible. Lianne quería oírlo hablar de Nina y él lo hizo. Era como si todo lo que ella hubiera sabido de su madre durante un largo periodo de tiempo fuera Nina en un sillón, Nina en la cama. Él la había subido a lofts de artistas, a ruinas bizantinas, a salas donde había dado conferencias, de Barcelona a Tokio.
—De pequeña me imaginaba que era ella. A veces me plantaba en mitad de una habitación y le hablaba a una silla o al sofá. Decía cosas la mar de ocurrentes sobre los pintores. Sabía pronunciar todos los nombres, todos los difíciles, conocía los cuadros por los libros y por las visitas a los museos.
—Estabas sola con mucha frecuencia.
—No me entraba en la cabeza que mis padres se hubieran separado. Mi madre nunca cocinaba. Mi padre no parecía comer nunca. ¿Qué pudo fallar?
—Siempre serás hija, me parece. Por encima de cualquier otra cosa, siempre, eso es lo que eres.
—Y tú ¿qué es lo que eres siempre?
—Yo soy siempre el amante de tu madre. Mucho antes de conocerla. Siempre eso. Tenía que ocurrir.
—Casi consigues que me lo crea.
Lo otro que quería creer es que en su aspecto físico no había pruebas de enfermedad ni de ningún apuro financiero que le estuviera afectando la moral. Era el final de una larga historia, Nina y él, lo que lo había llevado a este punto de desánimo. Ni más ni menos que eso. Esto es lo que Lianne creía y esto es lo que despertaba su simpatía.
—Hay gente que tiene suerte. Acaban siendo lo que se supone que son —dijo él—. Eso a mí no me ocurrió hasta que conocí a tu madre. Un día nos pusimos a hablar y ya nunca paramos aquella conversación.
—Ni siquiera al final de las cosas.
—Ni siquiera cuando ya no encontrábamos nada agradable que decir o ya no encontrábamos nada que decir. La conversación nunca concluyó.
—Te creo.
—Desde el primer día.
—En Italia —dijo ella.
—Sí, eso es verdad.
—Y el segundo día. Delante de una iglesia —dijo ella—. Los dos. Y alguien os hizo una foto.
Él levantó la mirada y dio la impresión de estar estudiando a Lianne, preguntándose qué más sabría. Nunca le contaría lo que sabía o que no había hecho ningún esfuerzo por averiguar nada más. No había acudido a las bibliotecas para escudriñar las historias de los movimientos underground de aquellos años y no había buscado en internet las huellas de un hombre llamado Ernst Hechinger. No lo había hecho su madre, no lo había hecho ella.
—Tengo que coger un avión.
—Qué harías tú sin tus aviones.
—Siempre hay un avión que coger.
—¿Dónde te instalarías? —dijo ella—. ¿En una ciudad? ¿En cuál?
Había venido por un día, sin maleta ni bolsa. Había vendido su piso de Nueva York y había reducido el número de sus compromisos aquí.
—No me encuentro preparado para contestar a esa pregunta. Una ciudad —dijo—, y quedo atrapado.
Lo conocían aquí y el camarero trajo brandy por cuenta de la casa. Se demoraron un poco más, casi hasta el crepúsculo. Lianne comprendió que nunca volvería a verlo.
Había respetado su secreto, claudicado ante su misterio. Fuera lo que fuera que hubiese hecho, ahora ya estaba más allá de las líneas de respuesta. Lianne podía imaginarse su vida, la de él, entonces y ahora, detectar el pulso mal articulado de una consciencia anterior. Quizá hubiera sido un terrorista, «pero era uno de los nuestros», pensó, y la idea la dejó helada, la avergonzó: uno de los nuestros, es decir sin dios, occidental, blanco.
Martin se puso en pie y se quitó la flor del bolsillo pectoral. Luego la olió y la arrojó sobre la mesa, sonriendo a Lianne. Se tocaron la mano por un instante y salieron a la calle, donde ella lo siguió con la vista mientras caminaba hasta la esquina, con el brazo levantado ante la ola de taxis pasajeros.