Llevaba su visa, su número de usuario frecuente de aerolíneas. Podía utilizar el Mitsubishi. Había perdido veintidós kilos y los había convertido a libras multiplicando por 2,2046. El calor de la costa del golfo era tremendo a veces y a Hammad le gustaba. Alquilaron una casita estucada en West Laurel Road y Amir rechazó una oferta de televisión por cable gratuita. La casa era de color rosa. Se sentaron en torno a una mesa, el día uno, y prometieron cumplir con su deber, que era para cada uno de ellos, en hermandad de sangre, matar norteamericanos.
Hammad empujaba un carro por el supermercado. Era invisible para aquella gente y ellos estaban haciéndosele invisibles a él. A veces miraba a las mujeres, sí, a la cajera que se llamaba Meg o Peg. Él sabía cosas que ella no podría empezar a imaginarse ni aunque viviera diez vidas. En la luz que todo lo empapaba vio una ligera traza de vello sedoso en el antebrazo de la chica y una vez dijo algo que la hizo sonreír.
Sus entrenamientos de vuelo no iban bien. Metido en el simulador, intentaba reaccionar según las condiciones. Los otros, casi todos ellos, lo hacían mejor. Siempre estaba Amir, claro. Amir pilotaba aviones pequeños y marcaba horas extra en simuladores de Boeing 767. Pagaba al contado a veces, empleando para ello el dinero que le giraban de Dubai. Pensaron que el Estado leería sus mensajes electrónicos cifrados. Que el Estado comprobaría todas las bases de datos de las líneas aéreas y las transacciones a partir de cierta cantidad de dinero. Amir no tenía en cuenta esto último. Recibía ciertas sumas de dinero en la cuenta que tenía a su nombre en un banco de Florida, nombre y un apellido, Mohamed Atta, porque en lo esencial no era nadie ni procedía de ninguna parte.
Iban ahora pulcramente afeitados. Llevaban camisetas de manga corta y pantalones de algodón. Hammad empujó su carro pasillo adelante hasta llegar a la caja y cuando dijo algo ella sonrió pero no dio la impresión de fijarse en él. La idea es que nadie se fije.
Conocía su peso en libras pero no se lo anunció a los demás ni se vanaglorió de ello ante sí mismo. Convertía los metros en pies multiplicando por 3,28. Había dos o tres en la casa y otros iban y venían pero no con la frecuencia ni el abrasador espíritu de los días de la Marienstrasse. Eso ya lo habían dejado atrás, en los plenos y denodados preparativos. Amir era ya el único que se abrasaba. Amir era eléctrico, chorreaba fuego por los ojos.
La pérdida de peso se había producido en Afganistán, en un campo de instrucción, donde Hammad había empezado a comprender que la muerte es más fuerte que la vida. Allí es donde el paisaje lo consumía, cascadas de agua detenidas en el espacio, un cielo al que nunca se le veía el final. Todo era islam, los ríos y los riachuelos. Levanta una piedra del suelo y sostenla en la palma de la mano, es islam. El nombre de Dios en todas las lenguas del paisaje. No había una sensación parecida en ningún momento anterior de su existencia. Llevaba un chaleco con explosivos y sabía que ya era un hombre, por fin, dispuesto a cerrar la distancia con Dios.
Iba en el Mitsubishi por calles soñolientas. Un día, qué extraño, vio un coche con seis o siete personas amontonadas en su interior, riendo y fumando, y eran jóvenes, quizá universitarios, chicos y chicas. ¿Le resultaría fácil bajarse de su coche y subirse al de ellos? Abrir la puerta con el coche en marcha y llegar al otro vehículo cruzando la calzada, caminando por el aire, y abrir la puerta del otro coche y subirse.
Amir cambió del inglés al árabe para recordar una frase.
Nosotros nunca hemos destruido ningún país cuyo final no estuviera escrito de antemano.
Toda esta vida, este punto de césped que regar y herramientas almacenadas en interminables estanterías, era un espejismo total y para siempre. En el campo de instrucción, en la llanura batida por el viento, hacían de ellos auténticos hombres. Utilizaban armas de fuego y operaban con explosivos. Eran instruidos en la yihad más elevada, que consiste en que la sangre corra, la propia y la ajena. La gente riega el césped y consume comida rápida. Hammad encargaba platos preparados de vez en cuando, indudablemente. Todos los días, cinco veces, rezaba, unas veces menos, otras nada en absoluto. Veía la televisión en un bar de cerca de la escuela de vuelo y gustaba de imaginar su propia aparición en la pantalla, una figura grabada en vídeo que pasa por los detectores camino del avión.
No era que fuesen a llegar tan lejos nunca. El Estado tenía listas de observación y agentes secretos. El Estado sabía cómo leer las señales que parten de mi teléfono móvil y pasando por las torres de microondas y los satélites en órbita llegan hasta el móvil de otra persona que ocupa un automóvil en una carretera desierta de Yemen. Amir ya no mencionaba a los judíos ni a los cruzados. Todo era táctica ahora, horarios de vuelo y reponer carburante y trasladar hombres de una localidad a otra, a tiempo, al sitio exacto.
Esta gente correteando por el parque, dominación del mundo. Esos ancianos sentados en sillones playeros, cuerpos blanquecinos de venas muy marcadas y gorras de béisbol, controlan nuestro mundo. Le gustaría saber si ellos se plantean alguna vez la cuestión. Le gustaría saber si lo ven aquí, recién afeitado, en zapatillas de tenis.
Había llegado el momento de cortar todo contacto con su madre y su padre. Les escribió una carta comunicándoles que iba a pasarse una temporada viajando. Les dijo que trabajaba para una compañía de ingeniería y que pronto lo ascenderían. Les dijo que los echaba de menos y luego rompió la carta y dejó que se llevara el aire los pedazos en una resaca de recuerdos.
En el campo de instrucción le dieron un cuchillo largo que antes había pertenecido a un príncipe saudí. Un anciano hizo que un camello se arrodillase, a fustazos y luego agarró la brida y tiró de la cabeza hacia el cielo y Hammad le rebanó el cuello. Hicieron ruido ambos, él y el camello, que bramó, y Hammad experimentó una profunda alegría de guerrero, retrocediendo un paso para ver mejor la caída del animal. Ahí de pie, Hammad, con los brazos muy abiertos, besó el cuchillo ensangrentado y lo presentó a la vista de quienes le hacían corro, los hombres de la túnica y el turbante, mostrándoles su respeto y gratitud.
Un hombre que vino de visita no conocía el nombre de la ciudad en que se encontraban, en las afueras de otra ciudad llamada Venice. Había olvidado el nombre, o nunca lo había sabido. Hammad pensó que daba igual. Nokomis. ¿Qué más daba? Que todas estas cosas se conviertan en polvo. Coches, casas, personas. Dejemos todas estas cosas atrás, aunque aquí comamos y durmamos. Todo esto es una partícula de polvo en el fuego y en la luz de los días venideros.
Pasaban por allí, uno o dos, de vez en cuando, y a veces le contaban que habían pagado a una mujer para yacer con ella, de acuerdo, pero él no quería escuchar. Él quería hacer esta cosa concreta muy bien, entre todas las cosas que había hecho antes. Aquí se encontraban en pleno centro del reino de los infieles, en la corriente sanguínea del kufr. Percibían las cosas todos juntos, sus hermanos y él. Percibían la enunciación del peligro y el aislamiento. Percibían los efectos magnéticos de la conjura. La conjura los unía más estrechamente que nunca. La conjura reducía el mundo a la más delgada línea de visión, donde todo converge en un punto. Había la enunciación del destino, de que todos ellos habían nacido para eso. Había la enunciación de ser los elegidos, ahí afuera, en el viento y bajo el cielo del islam. Había la afirmación que la muerte hacía, la más poderosa de todas las enunciaciones, la más elevada yihad.
Pero ¿tiene un hombre que darse muerte para llevar algo a término en este mundo?
Tenían software de simulador. Jugaban con simuladores de vuelo en su ordenador. El piloto automático detecta las desviaciones de la ruta. El parabrisas es a prueba de pájaros. Tenía un croquis de cartón, a gran tamaño, de la cabina de mando de un Boeing 767. Se lo estudiaba en su cuarto, aprendiéndose de memoria la colocación de las palancas y relojes. Los otros le decían que era como si estuviese casado con ese cartel. Convertía litros en galones, gramos en onzas. Sentado en el sillón de una peluquería, se miró en el espejo. Él no estaba, no era él.
Dejó prácticamente de cambiarse de ropa. Llevaba la misma camisa y los mismos pantalones todos los días semana tras semana y la ropa interior también. Se afeitaba, pero prácticamente no se vestía ni se desvestía, incluso dormía con la ropa puesta. Los otros hacían comentarios muy rotundos. En cierta ocasión se vistió con la ropa de otro para llevar sus cosas a la lavandería. Llevó esa ropa durante una semana y quiso que el otro se pusiera la suya, ahora que estaba limpia, aunque limpio o sucio diera igual.
Hombres de mirada torva y mujeres riéndose en la televisión, sus soldados profanan la Tierra de los Dos Lugares Santos.
Amir había hecho la peregrinación a La Meca. Era hachch, había cumplido con sus deberes, había dicho la oración fúnebre, salat al-yanaza, proclamando su hermandad con los que perdían la vida en el viaje. Hammad no se sentía menesteroso. Pronto habrían de cumplir con otro deber, no escrito, todos ellos, mártires juntos.
Pero ¿tiene un hombre que darse muerte para alcanzar algún peso, para ser alguien, para hallar el camino?
Hammad pensó en esto. Recordó lo que le había dicho Amir. Amir pensaba con claridad, en líneas rectas, de modo directo y sistemático.
Amir le hablaba en la cara.
El fin de nuestra vida está predeterminado. Se nos lleva hacia ese día desde el momento mismo en que nacemos. No hay ninguna ley santa contra lo que vamos a hacer. No es suicidio en ninguna de las acepciones o interpretaciones de la palabra. Es sólo algo que lleva mucho tiempo escrito. Nosotros sólo estamos descubriendo el camino que nos eligieron.
Miras a Amir y ves una vida demasiado intensa para durar un minuto más, quizá porque nunca se haya follado a una mujer.
«Pero y qué», pensó Hammad. «Olvidémonos del hombre que se quita la vida en esta situación. Pero ¿qué pasa con las vidas que se lleva consigo?».
No ardía en deseos de tratar la cuestión con Amir pero al final lo hizo, ambos solos en la casa.
¿Qué pasa con los otros, los que morirán?
Amir se impacientó. Dijo que ya habían tratado ese asunto en principio cuando estaban en Hamburgo, en la mezquita y en el piso.
¿Qué pasa con los otros?
Amir dijo que sencillamente no hay otros. Los otros sólo existen en la medida en que desempeñen el papel que se les ha asignado. Ésa es su función en cuanto a otros. Los que morirán no tienen ningún derecho sobre sus vidas fuera del hecho útil de sus muertes.
Hammad quedó impresionado. Sonaba a filosofía.
Dos mujeres hablando en voz baja en un parque, a última hora de la tarde, con falda larga, una de ellas descalza. Hammad ocupaba un banco, solo, mirando, luego se levantó y las siguió. Esto fue algo que ocurrió, sin más, igual que un hombre puede llevarse una enorme sorpresa y luego el cuerpo se adapta. Las siguió solamente hasta la calle en que terminaba el parque y se quedó mirándolas mientras desaparecían, fugaces como páginas que uno pasa de prisa.
El parabrisas es a prueba de pájaros. El alerón es una solapa móvil.
Reza y duerme, reza y come. Son comidas basura que suelen hacerse en silencio. La conjura da forma a cada bocanada de aire que respira. Ésta es la verdad que siempre ha buscado sin saber cómo llamarla ni dónde buscar. Están juntos. No hay palabra que puedan pronunciar, los demás y él, que no se remita a esto.
Uno de ellos pela una naranja y procede a partirla en gajos.
—Piensas demasiado, Hammad.
—Hay hombres que han dedicado años a organizar en secreto esta operación.
—Sí, vale.
—Los vi con mis propios ojos, a esos hombres, en el campamento, cuando estábamos allí.
—Vale. Pero se acabó pensar.
—Y hablar.
—Vale. Ahora lo hacemos.
Le tiende un gajo de naranja a Hammad, que es quien conduce.
—Mi padre —dice el otro hombre— daría trescientas veces su vida por saber lo que estamos haciendo.
—Se muere una vez.
Se muere una vez, gran diversión.
Hammad piensa en el arrobo de los explosivos conectados y presionándole el pecho y la cintura.
—Pero no te olvides de que la CIA va a detenernos en cualquier momento —dice el otro hombre.
Lo dice y a continuación se ríe. Puede que ya haya dejado de ser cierto. Puede que sea un cuento que se han contado ellos mismos tantas veces que ya no se lo creen. O puede que no lo creyeran entonces y sólo empezaran a creerlo ahora, con el momento aproximándose. Hammad no ve nada divertido en ello, de uno u otro modo.
Las personas a quienes miraba tendrían que avergonzarse de su apego a la vida, ahí, paseando sus perros. Piénsalo, perros escarbando la tierra, regadores siseando. Cuando veía una tormenta acercándose por el golfo le venían ganas de abrir los brazos y abalanzar e de cabeza contra ella. Lo que esta gente considera tan precioso, a nosotros nos parece espacio vacío. No pensaba en el objetivo de su misión. Lo único que veía era conmoción y muerte. No hay objetivo alguno, ése es el objetivo.
Mientras va caminando por el pasillo resplandeciente piensa mil veces en un segundo sobre lo que va a ocurrir. Afeitado, en una cinta de vídeo, pasando por los detectores de metales. La cajera hace rodar la lata de sopa delante del escáner y él trata de que se le ocurra algo divertido que decir, aunque lo dirá primero internamente para poner las palabras en el orden correcto.
Miraba más allá de las chozas de adobe hacia las montañas. Chaleco para bombas y capucha negra. Nosotros estamos dispuestos a morir, ellos no. Ésta es nuestra fuerza, amar la muerte, atender el reclamo del martirio armado. Estaba con los demás en la vieja mina rusa de cobre, campo de instrucción afgano, ahora de ellos, y escuchaban la voz amplificada que les llegaba atravesando la llanura.
El chaleco era de nailon azul con correas cruzadas. Había latas de explosivos potentes cosidas con alambre al cinturón. Había placas de plástico situadas encima de su pecho. No era éste el método que sus hermanos y él emplearían llegado el momento pero sí era la misma visión del cielo y del infierno, la venganza y la devastación.
Estaban ahí de pie, escuchando la grabación que los llamaba a la plegaria.
Ahora está sentado en el sillón de la peluquería, con un abrigo a rayas. El peluquero es un hombre pequeño con pocas cosas que decir. La radio da noticias, el tiempo, los deportes, el tráfico. Hammad no escucha. Está otra vez pensando, mirando más allá de la cara en el espejo, que no es suya, esperando que llegue el día, los cielos despejados, los vientos ligeros, cuando ya no quede nada en que pensar.