Aquel día, más que otros, le resultó difícil marcharse. Salió del centro comunitario y echó a andar hacia el oeste, pensando en otro día, que no tardaría en llegar, cuando las sesiones de expresión narrativa tendrían que terminar. El grupo estaba acercándose a ese momento y Lianne no creía que pudiera volver a hacerlo, volver a empezar, seis o siete personas, los bolígrafos y los blocs, la belleza que en ello hay, sí, el modo en que firman sus vidas, pero también la falta de cautela que aportan a lo que saben, la extraña y valiente inocencia que hay en ello, y su propia comprensión, por su padre.
Quería ir andando a casa y al llegar quería encontrarse un mensaje de Carol Shoup. Llámame lo antes posible. Era sólo una sensación pero tenía confianza y sabía lo que el mensaje significaría, que la editora había renunciado a cumplir con esa tarea. Entraría por la puerta, escucharía el mensaje de cuatro palabras y sabría que la editora no lograba manejar el libro, un texto tan entrelazado de detalle obsesivo que era imposible seguir adelante. Quería entrar por la puerta y ver los números iluminados en el aparato telefónico. Soy Carol, llámame en cuanto puedas. Un mensaje de seis palabras que dejaba entrever muchísimo más. Eso era lo que a Carol le gustaba decir en sus mensajes telefónicos. Llámame en cuanto puedas. Era algo prometido, la urgencia en las palabras, una indicación de circunstancias propicias.
Caminó sin plan, giró hacia el oeste por la calle 116, dejando atrás la peluquería y la tienda de discos, los mercados de fruta y la panadería. Viró al sur y mantuvo esta dirección durante cinco manzanas y luego miró a la derecha y vio el alto muro de granito desgastado que sostenía las vías elevadas, por donde pasan los trenes llevando viajeros desde o hacia la ciudad. Inmediatamente pensó en Rosellen S. pero no supo por qué. Caminó en esa dirección y llegó a un edificio llamado Greater Highway Deliverance Temple. Hizo una pausa, asimilando el nombre, templo mayor de la autopista de la liberación, y observando las recargadas pilastras del dintel y las cruces de piedra del techo. Fuera había un cartel en que se enumeraban las actividades del templo. Escuela dominical, gloria de domingo por la mañana, servicio de liberación de los viernes y estudio de la Biblia. Se quedó ahí parada pensando. Pensando en la conversación que tuvo con el doctor Apter el día en que Rosellen no logró recordar dónde vivía. Era una coyuntura que tenía obsesionada a Lianne, el momento desalentado en que las cosas se vienen abajo, las calles, los nombres, todo sentido de la orientación y de la situación, toda la rejilla de referencias fijas de la memoria. Ahora comprendió por qué Rosellen parecía estar presente en esa calle. Aquí estaba, este templo cuyo nombre era un grito de aleluya, donde Rosellen encontró refugio y ayuda.
Ahí parada seguía, y pensando. Pensando en el lenguaje que había utilizado Rosellen en las últimas sesiones a que pudo asistir, el modo en que desarrollaba versiones ampliadas de una sola palabra, todas las inflexiones y relaciones, quizá una especie de protección, una acumulación de recursos contra el último estadio de la desnudez, cuando hasta el más profundo gemido pudiera no ser lamento sino sólo gemido.
Decimos adiós, sí, voy, me voy, me estoy yendo, por última vez, me iré.
Eso era lo que recordaba de la deslavazada redacción de las últimas páginas de Rosellen.
Regresó cruzando el parque. Los corredores parecían eternos, trazando círculos en torno al embalse, y Keith trataba de no pensar en la última media hora, con Florence, hablándole a su silencio. Ése era otro tipo de eternidad, la quietud de su rostro y de su cuerpo, fuera del tiempo.
Recogió al chico del colegio y luego caminaron en dirección norte metiéndose en un viento que traía un ligero revuelo de lluvia. Era un alivio tener algo de qué hablar, cómo le iba a Justin en el colegio, sus amigos y profesores.
—¿Adónde vamos?
—Tu madre dijo que volvería a pie de su sesión en el Uptown. Vamos a salirle al paso.
—¿Por qué?
—Para darle una sorpresa. Acercarnos sigilosamente. Levantarle el ánimo.
—¿Cómo sabemos por dónde va a venir?
—Ahí está lo difícil. Vendrá en línea recta, vendrá dando un rodeo, irá de prisa, irá despacio.
Le hablaba al viento, no del todo a Justin. Seguía en otro sitio, con Florence, doble de sí mismo, yendo y viniendo, los paseos por el parque y vuelta atrás, el profundo yo compartido, bajando a través del humo, y en seguida aquí otra vez, sano y salvo y en familia, a las implicaciones de la propia conducta.
Dentro de cien días, más o menos, cumpliría cuarenta años. Ésa era la edad de su padre. Su padre tenía cuarenta años, sus tíos. Siempre tendrían cuarenta años, mirándolo de soslayo. ¿Cómo era posible que él estuviera a punto de convertirse en alguien de clara y diferenciable definición, marido y padre, finalmente, ocupando una habitación en tres dimensiones, al modo de sus padres?
Había permanecido junto a la ventana durante aquellos últimos minutos mirando la pared de enfrente, donde colgaba una fotografía, Florence de niña, vestida de blanco, con su madre y su padre.
El chico dijo:
—¿Por dónde vamos, por esta calle o por ésa?
Era una foto en la que apenas se había fijado antes y la visión de Florence en aquel entorno, sin tocar aún por las consecuencias de lo que había venido a decirle, le produjo tensión en el pecho. Lo que ella necesitaba de él era que pareciese tranquilo, aunque no comprendiera el caso. Keith sabía que Florence se lo agradecía, el hecho de que fuera capaz de leer los niveles de su dolor. Keith era la figura inmóvil, que observa, siempre atenta, diciendo poco. A esto era a lo que ella quería aferrarse. Pero en este momento era ella quien no hablaba, mirándolo ahí, junto a la ventana, oyendo la queda voz que le dice que todo ha terminado.
«Compréndelo», dijo él.
Porque, a fin de cuentas, ¿qué otra cosa cabía decir? Vio cómo se derrumbaba la luz en el rostro de ella. Era la vieja revocación que siempre estaba cerca, produciéndose de nuevo inevitablemente en la vida de Florence, una herida que no hacía menos daño por estar escrita.
Permaneció un momento más fuera del templo. Había voces en el patio del colegio de más arriba, en la acera de enfrente de las vías del ferrocarril elevado. En una esquina había un policía con los brazos cruzados, dada la escasez de tráfico en el estrecho tramo de una sola dirección que va de la acera al baluarte de edificios de piedra llenos de cicatrices.
Pasó un tren.
Lianne caminó hacia la esquina, sabiendo que no había en su casa ningún mensaje esperándola. Se le había pasado, ya, la sensación de que un mensaje la esperaba Cuatro palabras. Llámame en cuanto puedas. Le había dicho a Carol que no la llamase si no era para decirle que le encargaba el libro. No había libro ninguno, no para ella.
Pasó un tren, esta vez en dirección sur, y oyó que alguien gritaba en español.
Había una fila de viviendas, el proyecto piloto, situadas a este lado de las vías, y Lianne, al llegar a la esquina, miró a la derecha, más allá del patio del colegio, y vio la prominente fachada lateral de un edificio, cabezas en las ventanas, media docena, quizá, en torno al noveno, décimo, undécimo piso, y volvió a oír la voz, alguien llamando, una mujer, y vio a los colegiales, unos cuantos, que hacían un alto en sus juegos, levantaban la cabeza, miraban en torno.
Un profesor se acercó lentamente a la valla, un hombre alto, con un silbato en la mano, colgando de un cordón.
Lianne esperó en la esquina. Ahora llegaban más voces procedentes del proyecto piloto y volvió a mirar en esa dirección, comprobando cuál era su línea de visión. Estaban mirando las vías, el carril norte, un punto situado casi directamente encima de ella. Luego vio a unos cuantos estudiantes retroceder por el patio hacia la pared del edificio del colegio, y comprendió que intentaban obtener un mejor ángulo de visión de este lado de las vías.
Pasó un coche, con la radio a tope.
Tardó un momento en hacerse visible, primero la parte de arriba del cuerpo, un hombre al otro lado de la valla protectora que bordeaba las vías. No era ferroviario, no iba vestido de color naranja chillón. Eso llegó a ver Lianne. Lo vio del torso para arriba y empezó a oír a los colegiales, llamándose unos a otros, todos los juegos en suspenso.
Parecía haber salido de la nada. No había parada de estación aquí, ninguna taquilla ni plataforma para pasajeros, y Lianne no veía cómo había podido llegar a la zona de las vías. Hombre de raza blanca, pensó. Camisa blanca, chaqueta oscura.
La calle adyacente estaba en calma. Los transeúntes miraban y seguían andando y algunos se detenían, un momento, y otros, más jóvenes, se entretenían un rato. Eran los chicos del patio los interesados, así como los rostros de más arriba, a la derecha de Lianne, que ya eran más numerosos, flotando en las ventanas del proyecto piloto.
Hombre de raza blanca con traje oscuro y corbata, se veía ahora, mientras bajaba por la corta escalera que salía de una abertura de la valla.
Fue entonces cuando lo supo, claro. Lo vio bajar a la plataforma de mantenimiento que se proyectaba por encima de la calle, justo al sur de la intersección. Entonces fue cuando comprendió, aunque ya había presentido algo antes de atisbar por primera vez la figura. Fue por las caras en las ventanas altas, algo en las caras, una advertencia, el modo en que sabemos algo antes de percibirlo directamente. Esto es lo que él tenía que ser.
Se alzaba sobre la plataforma, unos tres pisos por encima de Lianne. Todo estaba pintado de color marrón herrumbroso, la grada superior de granito sin pulimentar, la barrera que acababa de atravesar y la propia plataforma, una estructura de planchas metálicas semejante a una salida de incendios, pero de mayor tamaño, cuatro metros de largo por dos de ancho, a la que normalmente podían acceder los trabajadores de las vías o los que a ras de calle acudían con un camión de mantenimiento equipado de brazo vertical y cofa portapersonas.
Pasó un tren, de nuevo en dirección sur. «Por qué estará haciendo esto», pensó ella.
Estaba pensando, no escuchando. Empezó a escuchar cuando caminaban ya por el Uptown, hablando en ráfagas cortas, y se dio cuenta de que el chico volvía a silabear.
Le dijo:
—Cor-ta el ro-llo.
—¿Qué?
—¿Qué tal se me dan las sílabas?
—¿Qué?
—Que cor-tes el ro-llo.
—¿Por qué? ¿No di-ces que no ha-ble?
—Eso es tu madre, no yo.
—Aho-ra que ha-blo me di-ces que no ha-ble.
Le salía cada vez mejor, a Justin, con leves pausas entre sílaba y sílaba. Al principio era una modalidad de juego bastante instructiva, pero la práctica, ahora, implicaba algo más, una solemne obstinación, casi ritual.
—Mira, me da igual. Puedes hablar en la lengua de los inuit, si te apetece. Aprende inuit. Tienen alfabeto de sílabas, en vez de letras. Puedes hablar sílaba por sílaba. Si la palabra es larga, tardarás un minuto y medio en decirla. No tengo prisa. Tómate todo el tiempo que quieras. Largas pausas entre sílaba y sílaba. Comemos grosura de ballena y tú hablas inuit.
—No creo yo que me guste comer carne de ballena.
—No digo carne, digo grosura.
—Eso es lo mismo que grasa.
—Dilo, gro-su-ra.
—Eso es lo mismo que grasa. Es grasa. Grasa de ballena.
Listillo, el niño.
—La cuestión es que a tu madre no le gusta que hables así. Le molesta. Vamos a dejarla en paz un poco. Puedes comprenderlo. Y aunque no lo comprendes, deja ya de hacer eso.
El cielo entremezclado se había hecho más oscuro. Empezó a pensar que era una mala idea, tratar de encontrarse con ella en su camino de regreso a casa. Caminaron una manzana hacia el este, luego otra vez hacia el norte.
Había otra cosa que pensaba en lo tocante a Lianne. Pensaba contarle lo de Florence. Era lo correcto. Era una de esas verdades peligrosas que conducen a una comprensión de proporciones limpias y bien equilibradas, duradera, con un sentimiento de amor y confianza recíprocos. Así lo creía él. Era una forma de dejar la duplicidad interior, de llevar en pos la tensa sombra de las cosas no dichas.
Le contaría lo de Florence. Ella diría que se había dado cuenta de que algo pasaba pero que en vista de la naturaleza completamente insólita de la relación, cuyo punto de origen estaba en el humo y el fuego, no lo consideraría una ofensa imperdonable.
Le contaría lo de Florence. Ella diría que podía comprender la intensidad del compromiso, en vista de la naturaleza completamente insólita de su origen, en el humo y el fuego, y ello la haría sufrir enormemente.
Le contaría lo de Florence. Ella agarraría un cuchillo de cortar carne y lo mataría.
Le contaría lo de Florence. Ella entraría en un largo y torturado periodo de repliegue en sí misma.
Le contaría lo de Florence. Ella diría: «Cuando acabábamos de volver a empezar en nuestro matrimonio». Ella diría: «Cuando el terrorífico día de los aviones había vuelto a unirnos. ¿Cómo ha podido el mismo terror?». Ella diría: «¿Cómo ha podido el mismo terror poner en peligro todo lo que sentimos el uno por el otro, todo lo que he sentido durante estas últimas semanas?».
Le contaría lo de Florence. Ella diría: «Quiero conocerla».
Le contaría lo de Florence. Su insomnio periódico se haría total, obligándola a someterse a un tratamiento que incluiría dieta, medicación y asesoramiento psiquiátrico.
Le contaría lo de Florence. Ella pasaría más tiempo en casa de su madre, en compañía del niño, quedándose allí hasta última hora de la tarde y dejando a Keith pasearse entre las paredes vacías a su regreso de la oficina, como en las épocas más míseras de su exilio.
Le contaría lo de Florence. Ella querría convencerse de que la relación había terminado y él la convencería, porque le estaba diciendo la verdad, sencillamente y para siempre.
Le contaría lo de Florence. Ella lo mandaría al infierno con una mirada y llamaría a un abogado.
Oyó el sonido y miró a la derecha. Un chico, en el patio del colegio, botaba un balón. El sonido no se correspondía con este momento, pero era que el chico no jugaba, sólo andaba, llevando el balón con él, como pensando en otra cosa cuando lo botaba, mientras iba acercándose a la valla, con la cabeza levantada, los ojos puestos en la figura de lo alto.
Otros lo seguían. Con el hombre ya completamente a la vista, los colegiales avanzaban desde el extremo opuesto del patio hacia la valla. El hombre había fijado el arnés de seguridad a la plataforma. Los colegiales avanzaban desde todos los rincones del patio para ver mejor lo que estaba ocurriendo.
Ella retrocedió. Lianne se movió hacia el lado opuesto, hacia el edificio de la esquina. Luego paseó los ojos en torno sólo por cambiar una mirada con alguien. Buscó al policía de tráfico, pero no había nadie a la vista. Le habría gustado creer que todo aquello era una especie de payasada callejera, una función de teatro del absurdo de las que provocan a los espectadores a compartir una visión cómica de los aspectos irracionales del ser, o de la pequeña pisada siguiente.
Esto resultaba demasiado próximo y profundo, demasiado personal. Lo único que ella deseaba compartir era una mirada, verle los ojos a alguien, captar lo que estaba sintiendo. No se le ocurrió marcharse. El hombre estaba directamente encima de ella, pero ella no lo estaba mirando ni se iba. Miró al profesor de enfrente, con el silbato agarrado en una mano, el cordón colgando, con la otra mano aferrada a las mallas de la tela metálica. Lianne oyó a alguien por encima de su cabeza, en la vivienda que ocupaba la esquina, una mujer asomada a la ventana.
Dijo:
—¿Qué está usted haciendo?
La voz procedía de algún punto por encima del nivel de la plataforma de mantenimiento. Lianne no miró. A su izquierda la calle estaba desierta, con excepción de un hombre harapiento que salía del pasaje abovedado de debajo de las vías, llevando una rueda de bicicleta en la mano. Eso miraba Lianne. Luego, otra vez, la voz de la mujer.
—Voy a llamar al novecientos once.
Lianne trataba de comprender por qué él estaba aquí y no en cualquier otro sitio. Éstas eran circunstancias rigurosamente locales, gente en las ventanas, colegiales en un patio de recreo. El Hombre del Salto tenía fama de presentarse ante las multitudes o en sitios donde la gente podía congregarse con rapidez. Aquí había un anciano paria haciendo correr una rueda de bicicleta calle abajo. Aquí había una mujer en una ventana, que no lo conocía y tenía que preguntarle quién era.
Otras voces ahora, procedentes del proyecto piloto y del patío del colegio, y Lianne volvió a levantar la vista. El hombre permanecía de pie en equilibrio sobre el raíl de la plataforma. La superficie del raíl era ancha y plana, y ahí se alzaba él, traje azul, camisa blanca, corbata azul, zapatos negros. Se asomaba a la acera, con las piernas ligeramente separadas, los brazos despegados del cuerpo y doblados por el codo, asimétricamente, hombre asustado, mirando desde lo más profundo de un estanque de concentración al espacio perdido, al espacio muerto.
Lianne se deslizó por la esquina del edificio. Era un movimiento de huida sin sentido, por el que sólo añadía un par de metros a la distancia entre ellos, pero tampoco era tan raro, no si el hombre se caía de verdad, si el arnés no alcanzaba a sujetarlo. Lianne siguió mirándolo, con el hombro incrustado en la pared de ladrillo del edificio. No se le pasó por la cabeza dar media vuelta y marcharse.
Todos esperaban. Pero no cayó. Permaneció en equilibrio sobre el raíl durante un minuto entero, luego otro. La voz de la mujer subió de tono esta vez.
Dijo:
—No se quede usted ahí.
Los chicos gritaban el inevitable «Que salte», pero sólo dos o tres de entre ellos y luego pararon y hubo voces procedentes del proyecto piloto, llamadas tristes en el aire húmedo.
Entonces empezó ella a comprender. Arte callejero, sí, pero ese hombre no estaba ahí actuando para quienes se hallaban a ras de calle, ni para los de las altas ventanas. Se hallaba donde se hallaba, muy lejos del personal de estación y de la policía ferroviaria, esperando que llegara un tren del norte, eso es lo que quería, un público en movimiento, pasando a unos palmos de su figura erguida.
Lianne pensó en los pasajeros. El tren surgiría a toda velocidad del túnel sur y luego iría reduciendo la marcha, al acercarse a la estación de la calle 125, a eso de un kilómetro. El tren pasaría y el hombre saltaría. Habría a bordo unos que lo verían quieto y otros que lo verían saltar, todos ellos arrancados de sus ensoñaciones diurnas o de sus periódicos o cuchicheando su asombro a los teléfonos móviles. Esas personas no lo habrían visto ponerse el arnés. Solamente lo verían saltar y desaparecer. Luego, pensó Lianne, los que ya hablaban por teléfono, los que se lanzaran al teléfono, todos tratarían de describir lo que habían visto ellos mismos o habían visto otros, cerca de ellos, y ahora les estaban contando.
Era una cosa la que tenían que contar, en esencia. Una persona que salta. El hombre del salto. Lianne se preguntó si ésa sería su intención, extender así la palabra, por teléfono móvil, íntimamente, como en las torres y en los aviones secuestrados.
O ella estaba soñando las intenciones de él. Estaba inventándoselo todo, ciñéndose tan apretadamente al momento que le resultaba imposible pensar sus propios pensamientos.
—Te diré lo que pretendo hacer —dijo.
Pasaron por delante de un escaparate de supermercado salpicado de cartelitos de oferta. El chico llevaba las manos escondidas en las mangas.
—Estoy tratando de leerle la mente. Bajará por una de las avenidas, la Primera, la Segunda, la Tercera, o vendrá dando rodeos por aquí y por allá.
—Eso ya lo has dicho.
Era algo que hacía últimamente, alargar las mangas del jersey para taparse las manos. Iba con los puños cerrados, lo cual le permitía utilizar la punta de los dedos para sujetar la manga a la mano. A veces asomaba la punta del pulgar o un atisbo de los nudillos.
—Ya lo he dicho. Muy bien. Pero no dije que fuera a leerle la mente. Léesela tú —dijo— y dime qué te parece.
—Puede haber cambiado de opinión. Lo mismo ha cogido un taxi.
Llevaba los libros y el material escolar en una mochila, lo cual le dejaba las manos libres para esconderlas. Era un gesto afectado que Keith asoció con otros chicos mayores, de los que intentan llamar la atención por sus rarezas.
—Dijo que volvería andando.
—Puede haber cogido el metro.
—Ya no coge el metro. Dijo que volvería andando.
—¿Qué tiene de malo el metro?
Tomó nota del talante de hosca oposición, el modo de andar, como si lo llevaran a rastras. Iban en dirección oeste, ahora, algo por debajo de la calle 100, parándose en cada bocacalle para mirar hacia el Uptown, tratando de localizarla entre los rostros y las formas. Justin hizo como que perdía interés, desviándose hacia el borde de la acera para estudiar el polvo y los escombros menores. No le gustaba verse despojado de sus poderes silábicos.
—El metro no tiene nada de malo —dijo Keith—. Quizá tengas razón. Lo mismo ha cogido el metro.
Le contaría lo de Florence. Se quedaría mirándolo, a la espera. Él le diría que no era, de hecho, la clase de relación a que la gente se refiere cuando dice que alguien está liado con alguien. No era un lío. Había sexo, sí, pero no amor. Había emoción, sí, pero generada por condiciones externas que Keith no podía controlar. Ella no diría nada, a la espera. Él diría que el tiempo que había pasado con Florence ya empezaba a parecerle una aberración… ésa era la palabra. Era la típica cosa, le diría, que uno mira en retrospectiva con la sensación de haber entrado en algo que, en verdad, era irreal, y él ya estaba teniendo esta sensación y sabiéndolo. Ella permanecería sentada, mirándolo. Él aduciría la brevedad de la cosa, que fue en contadas ocasiones. No era abogado en ejercicio pero sí que era abogado, técnicamente, aunque él mismo a duras penas llegara a creérselo, y reconocería su culpabilidad con toda franqueza, presentando los hechos relativos a tan corta relación e incluyendo unas circunstancias decisivas que suelen considerarse, con razón, atenuantes. Ella se sentaría en la silla que nunca utiliza nadie, la lateral, de caoba, con el respaldo contra la pared entre la mesa de despacho y la librería, y se quedaría mirándolo, a la espera.
—Seguro que ya está en casa —dijo el chico, caminando con un pie en la calzada y otro en el bordillo.
Pasaron por delante de una farmacia y de una agencia de viajes. Keith vio algo por delante de ellos. Se fijó en el modo de andar de una mujer que cambiaba de acera, insegura, cerca del cruce. Dio la impresión de que se paraba en la mitad. Un taxi le tapó la vista por un momento pero Keith se dio cuenta de que algo no iba bien. Se inclinó hacia delante y le dio un golpecito en el brazo al chico, con el envés de la mano, sin apartar los ojos de la figura de delante. Cuando Lianne alcanzó la esquina de este lado de la calle, ya ambos corrían hacia ella.
Oyó llegar el tren por la vía norte y lo vio tensar el cuerpo, preparándose. El sonido era un redoble bajo con repetición de émbolo, discontinuo, como de números palpitando, y Lianne casi llegaba a contar las décimas de segundo según se hacía más fuerte.
El hombre tenía los ojos puestos en los ladrillos del edificio de la esquina, pero no los veía. Había en su rostro una inexpresividad, sí, pero profunda, como de mirada perdida. Porque, a fin de cuentas, ¿qué era lo que estaba haciendo? Porque ¿acaso lo sabía? Lianne pensó que el espacio desnudo en que tenía fija la mirada debía de ser propio, no una visión siniestra de otras personas cayendo. Pero ¿por qué permanecía ella allí, mirando? Porque veía a su marido en algún sitio, cerca. Vio a su amigo, el que le había presentado, o el otro, quizá, o se lo inventó y lo vio, en una ventana alta de la que salía humo. Porque se sentía obligada, o sencillamente impotente, ahí, agarrada a la correa del bolso.
El tren llega con gran estruendo y él vuelve la cabeza y lo mira (mira su muerte por el fuego) y luego echa la cabeza hacia atrás y salta.
Salta o cae. Se desploma hacia delante, con el cuerpo rígido, y cae cuan largo es, de cabeza, provocando un murmullo de espanto en el patio del colegio, con gritos de alarma aislados, sólo parcialmente ahogados por el fragor del tren.
Lianne sintió que se le aflojaba el cuerpo. Pero la caída no fue lo peor. La sacudida final lo dejó cabeza abajo, sujeto por el arnés, a seis metros por encima del nivel de la calle. La sacudida, equivalente a un impacto en el aire, con rebote y retroceso, y ahora la inmovilidad, los brazos pegados al cuerpo, una rodilla doblada. Había algo espantoso en aquella postura estilizada, cuerpo y extremidades, su rúbrica. Pero lo peor de todo era la propia inmovilidad y lo cerca que ella estaba del hombre, su posición aquí, donde no había nadie más cerca de él que ella. Podría haberle dirigido la palabra pero eso era otro plano del ser, inalcanzable. El hombre permaneció inmóvil, con el tren aún pasando como un borrón por la mente de Lianne y el reverberante diluvio de sonido cayéndole encima a él, mientras la sangre se le agolpaba en la cabeza, a él, lejos de la cabeza de Lianne.
Miró directamente hacia lo alto y no vio ni rastro de la mujer de la ventana. Inició un desplazamiento, ahora, manteniéndose junto al costado del edificio, con la cabeza gacha, orientándose al palpo, siguiendo la áspera superficie del enladrillado. Él tenía los ojos abiertos pero ella se guiaba al palpo y luego, una vez pasada la figura colgante, viró hacia el centro de la acera, desplazándose ya rápidamente.
Casi de inmediato tropezó con el paria, el anciano reducido al mínimo, que tenía la mirada puesta más allá de Lianne, en la figura suspendida cabeza abajo en el aire. El hombre parecía haber adoptado una posición propia, como si llevara media vida atado a este lugar, sujetando con una mano translúcida su rueda de bicicleta. Su rostro evidenciaba un intenso estrechamiento del juicio y la posibilidad. Estaba viendo algo elaboradamente distinto de lo que había conocido paso a paso en el transcurso ordinario de las horas. Tenía que aprender a verlo correctamente, encontrar una rendija en el mundo donde aquello encajara.
El hombre no la vio pasar por su lado. Lianne caminaba tan de prisa como le era posible, dejando atrás más proyectos piloto o ensanches del mismo, una calle detrás de otra. Seguía con la cabeza gacha, viendo las cosas como resplandores fugaces, una bobina de alambre de púas encima de una barrera baja o un coche patrulla dirigiéndose al norte, que era de donde venía ella, un destello blanquiazul con rostros. Esto último la hizo pensar en el hombre de ahí arriba, colgado, con el cuerpo colocado, y ya no pudo pensar en otra cosa.
De pronto se dio cuenta de que estaba corriendo, con el bolso dándole golpes en la cadera. Guardaba las cosas que escribían, los participantes, en las primeras fases, se llevaba las hojas dentro del bolso, en una carpeta, y luego, en casa, las perforaba y las metía en un cuaderno de hojas cambiables. La calle estaba casi vacía, un almacén a su izquierda. Pensó en el coche de policía parándose directamente debajo del hombre que caía. Corría bastante de prisa, las hojas de la carpeta y los nombres de los participantes le circulaban por la mente, el nombre y la primera letra del apellido, así era como los conocía y los veía, y el bolso llevando el compás, rebotándole en la cadera, proveyéndola de un tempo, de un ritmo que mantener. Ahora corría a la altura de los trenes y luego por encima, cuesta arriba, adentrándose en un cielo acanalado con manojos de grandes nubes desangrándose en las filas más bajas.
Pensó: «Muerto por su propia mano».
Dejó de correr entonces y permaneció inclinada hacia delante, respirando pesadamente. Miró la acera. En sus ejercicios matinales corría largas distancias y nunca se sentía tan cansada, tan exhausta. Estaba doblada hacia delante, como si hubiera dos versiones de su mismo cuerpo, una que había corrido y la otra que no sabía por qué. Aguardó a que la respiración se le normalizara e irguió la postura. Dos chicas la miraban desde la escalinata de entrada de una vivienda cercana. Lianne terminó de subir la calle en cuesta, lentamente, y volvió a pararse, para permanecer durante algún tiempo con trenes saliendo de un agujero y metiéndose en otro, en algún lugar situado al sur de la calle 100.
Se llevaría las hojas a casa, las cosas que escribieron, y las colocaría con las anteriores, perforadas y ensartadas en las anillas del cuaderno, varios cientos de páginas ya. Pero primero comprobaría el contestador.
Cruzó en rojo y estaba parada en la muy concurrida esquina cuando los vio venir hacia ella, corriendo. Resplandecían, sin disfraz alguno, moviéndose entre gente agazapada tras la rutina anónima. El cielo parecía tan cercano. Resplandecían de vida urgente, por eso corrían, y ella levantó la mano para que pudieran verla entre la muchedumbre de rostros, treinta y seis días después de los aviones.