Los paseos a través del parque no eran rituales de expectación. El camino torcía hacia el oeste y Keith pasaba junto a las pistas de tenis sin pensar demasiado en la habitación donde ella había estado esperando ni en el dormitorio del final del pasillo. Tomaban placer erótico mutuo pero no era por eso por lo que volvía. Era lo que sabían juntos, en la deriva sin tiempo de la larga caída en espiral, y volvía otra vez aunque sus encuentros contradijeran lo que últimamente Keith estaba considerando la verdad de su vida, es decir que tenía que vivirla en serio y responsablemente, no irla agarrando a puñados torpes.
Más adelante ella dijo lo que siempre dice alguien.
—¿Tienes que marcharte?
Él estaba de pie, desnudo, junto a la cama.
—Siempre tendré que marcharme.
—Y yo siempre tendré que conseguir que tu marcha signifique alguna otra cosa. Hacerla que signifique algo romántico o sexual. Pero no vacío, no solitario. ¿Sé cómo hacer una cosa así?
Pero ella no era una contradicción, ¿verdad? No era alguien a quien agarrar a puñados, no era la negación de alguna verdad con la que él pudiera haber tropezado en estos largos días extraños y noches quietas, estos días de después.
Éstos son los días de después. Todo ahora se mide por después.
Ella dijo:
—¿Sé cómo hacer una cosa a partir de otra, sin fingir? ¿Puedo seguir siendo quien soy, o tengo que convertirme en todas esas otras personas que se quedan mirando cuando alguien sale por la puerta? Nosotros no somos otras personas, ¿verdad que no?
Pero lo miraba de un modo tal que lo obligaba a sentirse cualquier otro, ahí de pie junto a la cama, dispuesto a decir lo que alguien siempre dice.
Ocupaban una mesa de rincón, mirándose. Carol Shoup llevaba un blusón de seda a rayas violetas y blancas, que parecía árabe o persa.
Ella dijo:
—Dadas las circunstancias, ¿qué esperas?
—Espero que llames y preguntes.
—Pero, dadas las circunstancias, ¿cómo voy siquiera a sacar el tema?
—Ya lo sacaste —dijo Lianne.
—Sólo a posteriori. No podía pedirte que trabajaras en un libro así. Con lo que le ha pasado a Keith, todo, todo ello. No concebía que quisieras implicarte. Un libro tan enormemente inmerso, que vuelve a ello, que conduce a ello. Y un libro tan exigente, tan increíblemente aburrido.
—Y tú lo publicas.
—Tenemos que publicarlo.
—¿Cuántos años llevaba dando vueltas de editorial en editorial?
—Tenemos que publicarlo. Cuatro o cinco —dijo Carol—. Porque parece predecir lo ocurrido.
—Parece predecir.
—Cuadros estadísticos, informes empresariales, planos arquitectónicos, organigramas del terrorismo. ¿Qué más quieres?
—Y tú lo publicas.
—Está mal escrito, mal estructurado, y yo diría que es profunda y enormemente aburrido. Lo rechazaron un montón de veces. Era ya una leyenda entre los agentes y los editores.
—Y tú lo publicas.
—Un monstruo que hay que corregir línea por línea.
—¿Quién es el autor?
—Un ingeniero aeronáutico retirado. Le llamamos el Unaflyer[4]. No vive en una remota cabaña con sus productos químicos para hacer explosivos y sus anuarios de la universidad, pero lleva quince o dieciséis años trabajando de un modo obsesivo.
Se podía ganar un buen dinero, bueno para ser un trabajo de encargo, si el libro era un proyecto importante. En este caso, era también un proyecto urgente, oportunista, noticiable, incluso visionario, al menos según lo que se decía en el catálogo que preparaba la editorial: un libro en el que se detallan las fuerzas globales interrelacionadas que parecen converger en un punto explosivo del tiempo y el espacio, un punto que cabría considerar representativo de Boston, Nueva York y Washington en el transcurso de una mañana de finales de verano, a principios del siglo XXI.
—Hacer la corrección de estilo de semejante monstruo te puede dejar baldada varios años. Es todo datos. Todo hechos, mapas y horarios.
—Pero parece profético.
El libro necesitaba un corrector de estilo de fuera de la editorial, alguien capaz de trabajar horas y horas lejos del frenesí programado de las llamadas telefónicas, el correo electrónico, los almuerzos de trabajo y las reuniones que los editores internos han de afrontar: el frenesí en que consiste su trabajo.
—Contiene una especie de extenso tratado sobre el secuestro de aviones. Contiene muchos documentos relativos a la vulnerabilidad de ciertos aeropuertos. Menciona el Dulles y el Logan. Menciona muchas cosas que han pasado en la realidad o que están pasando ahora. Wall Street, Afganistán, esto y aquello. Afganistán está pasando.
A Lianne no le importaba lo denso, intrincado e intimidatorio que pudiera ser el material, ni que a fin de cuentas no saliera profético. Era lo que ella quería. No supo que eso era lo que quería hasta que Carol mencionó el libro, en tono burlón, de pasada. Lianne creyó que la invitación a comer era para proponerle un encargo. Resultó ser una cita estrictamente personal. Carol quería hablar de Keith. El único libro que mencionó fue precisamente el que no iba a ser para Lianne y precisamente el que ella necesitaba revisar.
—¿Vas a tomar postre?
—No.
Mantente aparte. Mira las cosas clínicamente, sin emoción alguna. Eso era lo que Martin le había dicho. Mide los elementos. Combínalos. Aprende algo de lo sucedido. Ponte a su altura.
Carol quería hablar de Keith, oír de Keith. Quería la historia de ese hombre, la historia de ambos, juntos de nuevo, instante por instante. La blusa que llevaba correspondía a otro tipo físico, otro color de piel, mala copia de una túnica persa o marroquí. Lianne lo notó. No tenía nada interesante que contarle a esa mujer sobre Keith, porque nada interesante había ocurrido que no fuese demasiado íntimo para contárselo.
—¿Tomas café?
—Le di un golpe en la cara a una mujer, el otro día.
—¿Para qué?
—¿Para qué se le pega a la gente?
—Espera. ¿Le pegaste a una mujer?
—La vuelven a una loca. Por eso fue.
Carol la miraba.
—¿Tomas café?
—No.
—Tienes a tu marido otra vez en casa. Tu hijo ya tiene padre a tiempo completo.
—No sabes nada.
—Da alguna muestra de felicidad, de alivio, algo. Da muestra de algo.
—Sólo está empezando. ¿No lo sabes?
—Lo tienes de nuevo en casa.
—No sabes nada —dijo Lianne.
El camarero se mantenía cerca, esperando que una de las dos pidiera la cuenta.
—Muy bien, mira. Si ocurre algo —dijo Carol—, como que la editora no pueda ocuparse del texto. La editora no puede trabajar con la velocidad suficiente. Tiene la sensación de que este libro le está destruyendo la vida que con tanto cuidado se había construido durante los últimos veintisiete años. Si eso, te llamo.
—Llámame —dijo Lianne—. Si no, no me llames.
Después del día en que no logró recordar dónde vivía, Rosellen S. no volvió al grupo.
Los integrantes del grupo quisieron escribir sobre ella y Lianne los miraba trabajar, inclinados sobre sus blocs. De vez en cuando alguno levantaba la cabeza, repasando la memoria o los vocablos. Todas las palabras sobre lo inevitable parecían abarrotar la habitación y Lianne se encontró pensando en las viejas fotos de pasaporte que había en la pared del piso de su madre, en las colecciones de Martin, rostros mirando desde la distancia sepia, perdidos en el tiempo.
El sello circular del funcionario en la esquina de la foto.
Estado civil del portador y puerto de embarque.
Royaume de Bulgarie.
Embassy of the Hashemite Kingdom.
Türkiye Cumhuriyeti.
Había empezado a ver a las personas que tenía delante, Omar, Carmen, etcétera, en la misma colocación aislada, con la firma del portador cruzada a veces sobre la propia foto, una mujer con sombrero en forma de campana, una más joven que parecía judía, Staatsangehörigkeit, con más significación en el rostro y en la cara de la que podría explicar la simple travesía del océano, y el rostro de la mujer que está casi perdido en sombras, con la palabra Napoli, impresa, engarzada alrededor de un sello circular.
Las fotos saltaban anónimamente, imágenes generadas a máquina. Había algo en la premeditación de esas fotos, la intención burocrática, las poses sencillas y directas, que la introducían paradójicamente en las vidas de los retratados. Tal vez lo que veía fuese padecimiento humano enmarcado en el rigor estatal. Vio gente huyendo, de allí para acá, con las más oscuras penalidades presionando los bordes del marco. Huellas de pulgar, emblemas con cruces inclinadas, un hombre con bigotes de manubrio, una muchacha con trenzas. Pensó que se estaba inventando el contexto, seguramente. No sabía nada de la gente fotografiada. Sólo conocía las fotos. Ahí es donde encontraba inocencia y vulnerabilidad, en la naturaleza de los viejos pasaportes, en la profunda textura del propio pasado, gente en largos desplazamientos, gente ahora muerta. Cuánta belleza en las vidas agostadas, pensó, en las imágenes, en las palabras, las lenguas, las firmas, los documentos sellados.
Cirílico, griego, chino.
Dati e connotati del Titolare.
Les Pays Étrangers.
Está mirando a los integrantes del grupo mientras escriben sobre Rosellen S. Una cabeza se alza y vuelve a caer, están ahí sentados, escribiendo. Lianne sabe que no miran desde una neblina teñida, igual que los dueños de los pasaportes, sino que en ella se internan. Otra cabeza se alza y luego otra y ella intenta no captar la mirada de ningún individuo. Pronto levantarán todos la vista. Por primera vez desde el inicio de las sesiones, Lianne tiene miedo de oír lo que digan cuando lo lean de las páginas rayadas.
Permanecía en la parte delantera del amplio recinto, mirándolos hacer ejercicio. Andaban por los veinte, treinta años, dispuestos en filas sobre las máquinas de subir escaleras y las elípticas. Recorrió el pasillo más cercano, sintiéndose unido a esos hombres y mujeres, sin saber muy bien por qué. Se afanaban en bancos con pesas y montaban bicicletas estáticas. Remaban en máquinas y artilugios metálicos que parecían telarañas. Hizo una pausa a la entrada de la sala de pesas y vio levantadores situados entre barras de seguridad, superando entre gruñidos su postura acuclillada. Vio mujeres en los speed bags cercanos, lanzando ganchos y jabs, y otras haciendo piernas, saltando a la comba, o con una rodilla levantada, los brazos cruzados.
Lo escoltaba un joven vestido de blanco, empleado del fitness. Keith permanecía en la retaguardia de aquel gran espacio abierto, con la gente moviéndose por todos lados, bombeando sangre. Caminaban sobre las cintas rodantes o corrían sin moverse de sitio, sin dar nunca la impresión de estar bajo control, de estar rígidamente trabados. Era una escena cargada de resolución y de una especie de sexo elemental, de raíz, mujeres arqueadas e inclinadas hacia delante, todas codos y rodillas, con las venas del cuello abultadas. Pero había algo más también. Ésta era la gente que él conocía, si a alguien conocía. Aquí, todas juntas, éstas fueron las personas con quienes pudo alinearse en los días de después. Tal vez fuera eso lo que sentía, el espíritu, el parentesco de la confianza.
Recorrió el pasillo del fondo, con su acompañante detrás esperando que Keith le preguntara algo. Estaba pasando revista al sitio. Tendría que ponerse a hacer ejercicio en serio en cuanto empezara con su trabajo, dentro de pocos días, ya. No era bueno pasarse ocho horas en la oficina, diez horas, y luego marcharse directamente a casa. Tendría que quemar las cosas, poner su cuerpo a prueba, orientarse hacia dentro, trabajando en su fuerza, su energía, su agilidad, su cordura. Le iba a hacer falta una disciplina de compensación, una forma de comportamiento controlado, voluntario, que le impidiera volver a casa arrastrando los pies y odiando a todo el mundo.
Su madre se había vuelto a dormir. Lianne quería marcharse a su casa, pero le constaba que no podía. Sólo habían transcurrido cinco minutos desde la abrupta partida de Martin, y no quería que Nina se encontrase sola al despertar. Fue a la cocina y encontró algo de queso y fruta. Mientras lavaba una pera en el fregadero, oyó algo en el salón. Cerró el grifo y escuchó y luego volvió a la habitación. Su madre le estaba hablando.
—Tengo sueños cuando no estoy completamente dormida, no todo lo profundamente posible, y me pongo a soñar.
—Más valdría que comiésemos algo, las dos.
—Tengo casi la sensación de que puedo abrir los ojos y ver lo que estoy soñando. No tiene sentido, ¿verdad? El sueño no está tanto en mi cabeza como todo a mi alrededor.
—Es la medicación para el dolor. Estás tomándola demasiado, sin motivo.
—La terapia física provoca dolor.
—La terapia física no la estás haciendo.
—Entonces será que no estoy tomando la medicación.
—No tiene gracia. Una de esas medicinas que tomas crea hábito. Por lo menos una.
—¿Dónde está mi nieto?
—Exactamente en el mismo sitio en que estaba la última vez que me preguntaste. Pero ésa no es la cuestión. La cuestión es Martin.
—Es difícil concebir algún momento del próximo futuro en que dejemos de discutir sobre esto.
—Es un hombre muy intenso.
—Tú no lo has visto cuando se pone intenso. Es algo crónico, que viene de antiguo, de mucho antes de que nos conociéramos.
—De lo cual ya hace veinte años, sí.
—Sí.
—Pero antes de eso, ¿qué?
—Estaba comprometido con los tiempos. Toda la agitación esa. Era un hombre activo.
—Las paredes desnudas. Una persona que invierte en arte, con las paredes desnudas.
—Casi desnudas. Sí, así es Martin.
—Martin Ridnour.
—Sí.
—¿No me dijiste una vez que ése no era su verdadero nombre?
—No estoy segura. Quizá —dijo Nina.
—Si me suena, será porque tú me lo has dicho. ¿Es su verdadero nombre?
—No.
—No recuerdo que me hayas dicho su verdadero nombre.
—Puede que yo no lo sepa.
—En veinte años.
—No seguidos. Ni siquiera durante periodos prolongados. Él está en un sitio, yo estoy en otro.
—Tiene mujer.
—Y ella está en otro sitio, sí.
—Veinte años. Viajando con él. Durmiendo con él.
—¿Por qué tengo que saber su nombre? Es Martin. ¿Qué voy a saber de él, enterándome de su nombre, que no sepa ahora?
—Sabrías su nombre.
—Es Martin.
—Sabrías su nombre. Es agradable, saberlo.
La madre señaló con la cabeza los dos cuadros de la pared norte.
—Cuando nos conocimos le hablé de Giorgio Morandi. Le enseñé un libro. Naturalezas muertas, muy bonitas. Forma, color, profundidad. Él estaba empezando en el negocio y apenas si había oído hablar de Morandi. Fue a Bolonia a ver los cuadros con sus propios ojos. Volvió diciendo que no, que no. Un artista menor. Vacío, absorto en sus propios intereses, burgués. Básicamente, una crítica marxista, con eso me vino Martin.
—Y veinte años más tarde.
—Ve la forma, el color, la profundidad, la belleza.
—¿Es eso un adelanto en el terreno de la estética?
—Ve la luz.
—O una traición, un autoengaño. Cosas que dice el propietario sobre sus propiedades.
—Ve la luz —dijo Nina.
—También ve el dinero. Son objetos carísimos.
—Sí, lo son. Y al principio, lo digo muy en serio, me pregunté cómo habría hecho para adquirirlos. Tengo la sospecha de que durante aquellos primeros años estuvo metido en el mercado de piezas robadas.
—Un tipo interesante.
—Me lo dijo una vez, he hecho algunas cosas. Me dijo: «No por ello mi vida es más interesante que la tuya. Se puede hacer que suene más interesante. Pero en la memoria, en esas profundidades», dijo, «no hay muchos colores fuertes ni sensaciones desbocadas. Todo es gris, todo es espera Sentarse y esperar». Dijo: «Todo es como neutral, sabes».
Imitó el acento con habilidad, quizá incluso un poco de burla.
—¿Qué era lo que esperaba?
—Esperaba a la historia, creo. La llamada a la acción. La visita de la policía.
—¿Qué sección de la policía?
—No la de robos de obras de arte. Una cosa sí sé. Era miembro de un colectivo a finales de los años sesenta. Kommune One. Se manifestaban contra el Estado alemán, el Estado fascista. Así lo veían ellos. Empezaron lanzando huevos. Luego pusieron bombas. A partir de ahí, no sé muy bien qué fue lo que hizo él. Creo que pasó una temporada en Italia, en plena vorágine, cuando las Brigadas Rojas. Pero no sé.
—No sabes.
—No.
—Veinte años. Comiendo y durmiendo juntos. No sabes. ¿Le has preguntado? ¿Lo has apremiado?
—Una vez me enseñó un cartel, hace unos años, cuando fui a verlo a Berlín. Tiene casa allí. Un cartel de se busca. Terroristas alemanes de principios de los setenta. Diecinueve nombres con sus correspondientes caras.
—Diecinueve.
—Buscados por homicidio, atentados con explosivos, robo de bancos. Él lo guarda, no sé por qué lo guarda. Pero sí sé por qué me lo enseñó. Su cara no está en el cartel.
—Diecinueve.
—Hombres y mujeres. Los conté. Él quizá formara parte de algún grupo de apoyo o de una célula durmiente. No lo sé.
—No lo sabes.
—Según él, esa gente, los yihadistas, tiene algo en común con los extremistas de los sesenta y setenta. Según él, son parte del mismo esquema clásico. Tienen sus teóricos. Tienen su visión de la fraternidad mundial.
—¿No lo hacen sentir nostalgia?
—No creas que no voy a preguntárselo.
—Paredes desnudas. Casi desnudas, dices tú. ¿También eso es parte de la vieja añoranza? Días y noches encerrados, escondidos en algún sitio, renunciando hasta a la última brizna de comodidad material. Tal vez haya matado a alguien. ¿Se lo has preguntado? ¿Lo has apremiado a ese respecto?
—Mira, si hubiera hecho algo grave, matar o herir a alguien, ¿crees que en estos momentos andaría por aquí? Ya no se esconde, si es que alguna vez lo hizo. Está aquí, allí, por todas partes.
—Actuando bajo nombre falso —dijo Lianne.
Estaba en el sofá, frente a su madre, mirándola. Nunca había detectado ninguna debilidad en Nina, ninguna que fuese capaz de recordar, alguna fragilidad de carácter o alguna renuncia al juicio claro y riguroso. Se notó dispuesta a abusar de la situación y ello la sorprendió. Estaba decidida a hacer sangre, a insistir, a hurgar hasta el fondo.
—Tantísimos años. Nunca has sacado a colación el asunto. Mira en qué se ha convertido, el hombre que conocemos. ¿No es la clase de persona que ellos habrían incluido entre los enemigos? Quiero decir los hombres y mujeres del cartel de se busca. Vamos a secuestrar al hijoputa ese. Vamos a quemarle los cuadros.
—Ah, sí, eso creo que lo sabe. ¿No crees que lo sabe?
—Pero ¿qué sabes tú? ¿No pagas un precio por no saber?
—Soy yo quien lo paga. Cállate —dijo su madre.
Sacó un cigarrillo del paquete y lo sostuvo entre los dedos. Parecía estar pensando en alguna cuestión remota, más bien midiendo que recordando, marcando el alcance o el grado de algo, el significado de algo.
—La pared en que hay un objeto está en Berlín.
—El cartel de se busca.
—El cartel no está colgado. Lo guarda en un armario, dentro de un tubo de cartón. No, me refiero a una foto pequeña con un marco sencillo que cuelga sobre la cabecera de su cama. Él y yo, una instantánea. Estamos delante de una iglesia, en una de esas ciudades de Umbría que están en lo alto de un monte. Nos habíamos conocido el día antes. Le pidió a una mujer que pasaba por allí que nos hiciera una foto.
—¿Por qué será que me molesta tanto lo que me estás contando?
—Se llama Ernst Hechinger. Te molesta lo que te estoy contando porque piensas que me avergüenzo de ello. Que me hace cómplice de un gesto sensiblero, de un gesto patético. Una tontería de foto. El único objeto que tiene a la vista.
—¿Has tratado de averiguar si a Ernst Hechinger lo busca la policía de algún país de Europa? Sólo por saberlo. Por dejar de decir que no lo sabes.
Quería castigar a su madre, pero no por Martin, o no sólo por eso. Era algo más cercano y más profundo y en última instancia sobre una sola cosa Era de eso de lo que se trataba todo, quiénes eran, el feroz cuerpo a cuerpo, como manos unidas en oración, ahora y para siempre.
Nina encendió el cigarrillo y exhaló. Hizo que pareciera un esfuerzo, eso, espirar el humo. Volvía a estar soñolienta. Una de sus medicinas llevaba fosfato de codeína y hasta hacía poco siempre la había tomado con precaución. De hecho, sólo hacía unos días, una semana, más o menos, que había dejado de seguir el régimen de ejercicios sin alterar la toma de analgésicos. Lianne pensaba que esta relajación de la voluntad era una derrota y que en mitad de esa derrota estaba Martin. Estaban sus diecinueve del pasquín, los secuestradores, los yihadistas aunque sólo fuese en la mente de su madre.
—¿En qué estás trabajando?
—En un libro sobre alfabetos antiguos. Todas las formas que adoptó la escritura, todos los materiales utilizados.
—Suena interesante.
—Tendrías que leerlo.
—Suena interesante.
—Interesante, exigente, profundamente deleitable en algunos momentos. Dibujos también. Escritura pictórica. Te conseguiré un ejemplar cuando se publique.
—Pictogramas, jeroglíficos, cuneiforme —dijo su madre.
Parecía estar soñando en voz alta.
Dijo:
—Los sumerios, los asirios, etcétera.
—Te conseguiré un ejemplar, desde luego.
—Gracias.
—De nada —dijo Lianne.
El queso y la fruta habían quedado en la cocina, en un plato. Estuvo un rato más con su madre y luego fue a buscar la comida.
A tres de los jugadores de cartas sólo los llamaban por el apellido, Dockery, Rumsey, Hovanis, y a dos por el nombre, Demetrius y Keith. Terry Cheng era Terry Cheng.
Alguien le dijo a Rumsey una noche, fue Dockery, el publicitario bromista, que todo en su vida sería distinto, en la de Rumsey, si una letra de su nombre fuera distinta. Una a en vez de una u. Lo cual lo convertía efectivamente en Ramsey. Era la u, el rum, lo que había moldeado su vida y su mente. Su modo de andar y de hablar, su falta de garbo en la postura, su tamaño y su forma, incluso, la lentitud y el espesor que de él se desprenden, la forma en que se mete la mano debajo de la camisa para rascarse cuando le pica. Todo ello sería distinto si hubiera nacido Ramsey.
Se quedaron esperando la respuesta de R, observando cómo se demoraba en el aura de su definida condición.
Bajó al sótano con un canasto de ropa sucia. Había un pequeño cuarto gris, húmedo y cerrado, con lavadora y secadora y un frío metálico que Lianne sintió en los dientes.
Oyó que la secadora estaba en marcha y al entrar vio a Elena apoyada en la pared con los brazos cruzados y un cigarrillo entre los dedos. Elena no levantó la cabeza.
Por un momento, ambas escucharon las sacudidas de la carga en el tambor. Luego Lianne dejó su canasto en el suelo y levantó la tapa de la lavadora. En el filtro quedaban hilachas de la ropa recién lavada por la otra mujer.
Lianne estuvo un momento mirando, luego sacó el filtro de la lavadora y se lo tendió a Elena. Ésta dejó transcurrir un instante y luego lo cogió y lo miró. Sin cambiar de postura, utilizó un movimiento de revés para golpear dos veces el filtro contra la parte baja de la pared en que estaba apoyada. Lo volvió a mirar, aspiró el humo de su cigarrillo y le devolvió el filtro a Lianne, que lo cogió y lo miró y luego lo puso encima de la secadora. Arrojó sus cosas a la lavadora, puñados de prendas oscuras, y volvió a colocar el filtro en el agitador o activador o como se llamara. Echó detergente, eligió el modo en el dial que había al otro lado y cerró la tapa. Luego tiró del botón de control para iniciar el lavado.
Pero no abandonó la habitación. Supuso que la secadora estaría a punto de terminar con su carga, porque, si no, qué hacía aquella mujer allí esperando. Supuso que la mujer habría bajado sólo unos minutos antes, había visto que la máquina no había terminado de secar y había decidido esperar en vez de subir de nuevo a su casa para volver a bajar en seguida. Lianne no veía el indicador de tiempo desde su posición y prefería que no se le notase que estaba mirando. Pero no tenía la menor intención de abandonar aquel cuarto. Se apoyó en la pared adyacente a la ocupada por la otra mujer, medio acuclillada. Sus líneas de visión quizá se cruzaran en el centro del cuarto. Mantuvo la espalda recta, notando la huella de la vieja pared agujereada contra los omoplatos.
La lavadora empezó a rugir, la secadora se convulsionaba, dando chasquidos cuando algún botón de camisa golpeaba el tambor. Estaba fuera de toda duda que Lianne tendría que esperar más que la otra mujer. La cuestión estaba en qué haría la otra si terminaba el cigarrillo antes de que su carga de ropa estuviera seca. La cuestión estaba en si cruzarían alguna mirada antes de que la otra saliera de la habitación. Ésta era como una celda de monje con un par de gigantescas ruedas de oración batiendo sus letanías. La cuestión era si una mirada daría lugar a palabras y si las palabras darían lugar a qué.
Era un lunes lluvioso en el mundo y Lianne caminaba hacia los Apartamentos Godzilla, donde el chico había ido a pasar una hora después del colegio con los Dos Hermanos, jugando partidas de videojuegos.
En días como éste, cuando iba al colegio, escribía poemas. Tenían algo en común, la lluvia y la poesía. Más adelante fueron el sexo y la lluvia los que tenían algo en común. Los poemas solían ser sobre la lluvia, la sensación de estar en el interior mirando deslizarse las gotas solitarias por el cristal de la ventana.
El paraguas no le servía de nada con el viento. Era una de esas veces en que la lluvia azota las calles y las deja vacías de gente, haciendo que el cuándo y el dónde parezcan anónimos. Éste era el tiempo que hacía en todas partes, el estado mental, el lunes genérico, y Lianne caminaba pegada a las casas y cruzaba las calles a la carrera y sintió que el viento le pegaba de frente al alcanzar las alturas enladrilladas de Godzilla.
Se tomó un café rápido con la madre, Isabel, y luego arrancó a su hijo de la pantalla del ordenador y lo metió en la chaqueta a tirones. Él quería quedarse, los otros querían que se quedara. Lianne les dijo que ella, como mala de la función, era demasiado auténtica para un videojuego.
Katie los acompañó a la puerta. Llevaba unos vaqueros de color rojo arremangados y un par de botines de ante cuyos ribetes se encendían al andar, como luces de neón. Su hermano Robert los siguió a cierta distancia, un chico de ojos oscuros que parecía demasiado tímido para hablar, comer o pasear un perro.
Sonó el teléfono.
Lianne le dijo a la chica:
—No estáis vigilando el cielo, ¿verdad? No os pasáis el día y la noche haciéndolo. No. ¿O sí?
La chica miró a Justin y sonrió con taimada complicidad, sin decir nada.
—Él se niega a decírmelo —dijo Lianne—. Se lo pregunto una y otra vez.
Él dijo:
—No, no me lo preguntas.
—Pero si lo hiciera no me lo dirías.
Los ojos de Katie se hicieron más brillantes. Estaba disfrutando esto, alerta a la posibilidad de una hábil respuesta. Su madre hablaba por el teléfono de pared que había en la cocina.
Lianne le dijo a la chica:
—¿Aún estáis esperando una palabra? ¿Aún estáis vigilando los aviones? ¿Día y noche, desde la ventana? No. No me lo creo.
Se inclinó hacia la chica y le habló en un susurro teatral.
—¿Seguís hablando con esa persona? ¿El hombre cuyo nombre no se supone que conozcamos ninguno?
El hermano pareció acongojarse. Se mantenía a cinco metros de Katie, quieto como un muerto, con la vista puesta en el suelo de parqué, entre los botines de su hermana.
—¿Sigue ahí fuera, obligándoos a vigilar el cielo? El hombre cuyo nombre a lo mejor todos sabemos pero no se supone que lo sepamos.
Justin le tiró de la chaqueta a la altura del codo, lo que quería decir «ya, vámonos a casa».
—A lo mejor sólo a lo mejor. Eso creo yo. A lo mejor ha llegado el momento de que ese hombre desaparezca. El hombre que todos sabemos cómo se llama.
Tenía la mano en el rostro de Katie, acunándolo, abarcándolo, de oreja a oreja. En la cocina, la madre subía el tono de voz, hablando de un problema con la tarjeta de crédito.
—A lo mejor ya es el momento. ¿No pensáis que sea posible? A lo mejor ha dejado de interesaros. ¿Sí o no? A lo mejor sólo a lo mejor ya es hora de que dejéis de vigilar el cielo, de hablar del hombre a quien me refiero. ¿Qué os parece? ¿Sí o no?
La chica parecía menos feliz ahora. Trató de lanzarle una mirada a Justin, que estaba a su izquierda, como preguntándole qué pasa aquí, pero Lianne puso un poco más de fuerza y utilizó la mano derecha para taparle la vista, sonriéndole a la chica como si estuviera jugando.
El hermano trataba de hacerse invisible. Estaban confusos y un poco asustados pero ésa no fue la razón de que Lianne apartara las manos del rostro de Katie. Se disponía a marcharse, ésa fue la razón, se pasó los veintisiete pisos de bajada en el ascensor, hasta el portal, pensando en la mítica figura que anunciaba el regreso de los aviones, el hombre cuyo nombre todos sabían. Pero ella lo había olvidado.
Llovía menos y el viento había amainado. Caminaron sin decir una palabra. Lianne trataba de recordar el nombre sin conseguirlo. El chico se negaba a andar bajo el paraguas abierto, manteniéndose cuatro pasos atrás. Era un nombre fácil, hasta ahí llegaba, pero los nombres fáciles eran los que la mataban.