7

Los dos objetos oscuros, la botella blanca, las cajas agrupadas. Lianne se alejó del cuadro y durante un breve instante vio la habitación como naturaleza muerta. Luego aparecen las figuras humanas, Madre y Amante, con Nina todavía en el sillón, pensando remotamente en algo, y Martin encorvado ahora en el sofá, frente a ella.

Al final, su madre dijo:

—Arquitectura, sí, quizá, pero enteramente venida de otro tiempo, de otro siglo. Torres de oficina, no. Estas formas no pueden trasladarse a torres modernas, torres gemelas. Son obras que rechazan este tipo de extensión o proyección. Te traen hacia dentro, hacia abajo y adentro. Eso es lo que yo veo ahí, medio enterrado, algo más profundo que las cosas o que las formas de las cosas.

Lianne supo, en un pinchazo de luz, lo que su madre iba a decir.

Dijo:

—De lo que se trata es de la condición mortal, ¿verdad?

—Ser humano —dijo Lianne.

—Ser humano, ser mortal. Creo que estas imágenes serán lo que yo siga mirando cuando ya haya dejado de mirar. Miraré botellas y jarras. Estaré aquí sentada mirando.

—Tendrás que acercar un poco el asiento.

—Pondré el sillón contra la pared. Llamaré al de mantenimiento y le pediré que empuje el sillón. Yo estaré demasiado endeble para hacerlo. Miraré y pensaré. O sólo miraré. Los cuadros acabarán no haciéndome falta para mirar. Los cuadros serán exceso. Miraré la pared.

Lianne se aproximó al sofá y aplicó un ligero pellizco en el brazo a Martin.

—¿Qué tal tus paredes? ¿Qué hay en tus paredes?

—Mis paredes están desnudas. En casa y en la oficina. Las mantengo desnudas —dijo él.

—No del todo —dijo Nina.

—Vale, no del todo.

Nina lo miraba.

—Nos dices que nos olvidemos de Dios.

La discusión había estado ahí todo el tiempo, en el aire y en la piel pero el cambio de tono fue abrupto.

—Cuéntanos esa historia.

Nina miraba a Martin, con mucha fijeza, en su voz había una nota de acusación.

—Pero no podemos olvidarnos de Dios. Ellos están invocándolo todo el tiempo. Es su fuente más antigua, su palabra más antigua. Sí, hay algo más, pero no historia ni economía. Es lo que los hombres sienten. Es la cosa que ocurre entre los hombres, la sangre que ocurre cuando una idea empieza a viajar, lo que sea que esté detrás, una fuerza ciega o contundente o violenta. Qué cómodo resulta descubrir un sistema de creencias que justifique todas esas sensaciones y todas esas matanzas.

—Pero es que el sistema no las justifica. El islam reniega de ello —dijo él.

—Si lo llamas Dios, es Dios. Dios es todo lo que Dios permite.

—¿No te das cuenta de lo extraño que resulta todo esto? ¿No ves lo que estás negando? Estás negando todos los agravios humanos contra los demás, todas las fuerzas históricas que ponen a la gente en situación de conflicto.

—Estamos hablando de esta gente, aquí y ahora. Es un agravio mal colocado. Es una infección viral. Los virus se reproducen fuera de la historia.

Martin estaba encorvado en el asiento, mirándola con los ojos entornados, inclinándose hacia ella ahora.

—Primero te matan, luego tratas de comprenderlos. Quizá, con el tiempo, acabes aprendiéndote sus nombres. Pero antes tienen que matarte.

La discusión se prolongó un rato y Lianne escuchaba, dejándose inquietar por el fervor de sus voces. Martin se envolvía en la discusión como en una capa, agarrándose una mano con la otra, y hablaba de tierras perdidas, de Estados fallidos, de intervencionismo extranjero, de dinero, de imperio, de petróleo, del corazón narcisista de Occidente, y Lianne se preguntaba cómo hacía el trabajo que hacía, vivía la vida que vivía, moviendo arte, extrayendo beneficio. Luego estaban las paredes desnudas. También eso le despertaba curiosidad.

Nina dijo:

—Ahora voy a fumarme un cigarrillo.

Esto alivió la tensión que había en la sala, por el modo en que lo dijo, solemnemente, anuncio y acaecimiento consecuentemente trascendentales, medidos por la altura del debate. Martin se rió, abandonando su postura rígida para acudir a la cocina en busca de otra cerveza.

—¿Dónde está mi nieto? Me está haciendo un retrato con lápices de cera.

—Te has fumado uno hace veinte minutos.

—Estoy posando para un retrato. Necesito relajarme.

—Sale del colegio dentro de dos horas. Keith va a recogerlo.

—Justin y yo. Tenemos que hablar del color de la piel, de los colores de la carne.

—Le gusta el blanco.

—Piensa muy blanco. Como el papel.

—Usa colores brillantes para los ojos, el pelo, quizá la boca. Donde nosotros vemos carne, él ve blanco.

—Piensa en papel, no en carne. La obra es un hecho en sí misma. El tema del retrato es el papel.

Volvió Martin, lamiendo la espuma del borde del vaso.

—¿Tiene lápiz blanco?

—No necesita lápiz blanco. Ya tiene papel blanco —dijo Lianne.

Martin dejó de mirar las selectas fotos de pasaporte de la pared sur, manchadas por los años, y Nina se quedó mirándolo a él.

—Tan guapos y tan dignos —dijo—, toda esa gente y sus fotos. Acabo de renovar el pasaporte. Diez años en un abrir y cerrar de ojos, como un sorbito de té. Nunca me he preocupado mucho de cómo salgo en las fotos. No me pasa como a la gente. Pero esta foto me mete miedo.

—¿Dónde vas? —le preguntó Lianne.

—Que renueve el pasaporte no quiere decir que vaya a ningún sitio. —Martin se situó detrás del sillón de Nina y allí permaneció, inclinándose hacia delante y hablando en voz baja.

—Deberías irte a algún sitio. Un viaje largo, cuando volvamos de Connecticut. Nadie viaja ahora. Deberías pensártelo.

—No es buena idea.

—Lejos —dijo él.

—Lejos.

—Camboya. Antes de que se la termine de comer la jungla. Voy contigo, si quieres.

Su madre fumaba como las mujeres de los años cuarenta en las películas de gánsteres, toda ansiedad nerviosa, en blanco y negro.

—Miro la foto del pasaporte. Y ¿quién es esa mujer?

—Y yo lo mismo cuando levanto la cabeza del lavabo —dijo Martin.

—¿Quién es ese hombre? Crees que te estás viendo en el espejo. Pero no eres tú. Ése no es tu aspecto. No es la cara literal, si tal cosa existe, nunca lo es. Es la cara compuesta. Es la cara en transición.

—No me digas eso.

—Lo que ves no es lo que ves. Lo que ves se distrae con la memoria, siendo quien eres, todo este tiempo, durante todos estos años.

—No quiero oír eso —dijo él.

—Lo que vemos es la viva verdad. El espejo suaviza el efecto sumergiendo el rostro real. Tu rostro es tu vida. Pero tu rostro también está sumergido en tu vida. Por eso no lo ves. Solamente los demás lo ven. Y la cámara, claro.

Él le sonrió al vaso de cerveza. Nina apagó su cigarrillo, apenas fumado, dejando una estela de niebla manchada.

—También está la barba —dijo Lianne.

—La barba ayuda a soterrar la cara.

—No es gran cosa, como barba.

—Ahí está el arte —dijo Nina.

—El arte de parecer que no te cuidas.

—No te cuidas, pero posees una profunda sensibilidad.

—Estáis haciendo algún chiste americano, ¿verdad? —preguntó él.

—La barba es un recurso agradable.

—Le habla —dijo Nina—. Todas las mañanas, delante del espejo.

—¿Qué le dice?

—Le habla en alemán. La barba es alemana.

—Me siento halagado, ¿eh? —dijo él—. Me halaga ser tema de chirigota.

—La nariz es austrohúngara.

Se inclinó hacia Nina, sin haberse movido de detrás del sillón, y le tocó el rostro con el dorso de la mano. Luego llevó el vaso vacío a la cocina y las dos mujeres quedaron en silencio por un momento. Lianne quería irse a su casa a dormir. Su madre quería dormir, ella quería dormir. Quería irse a casa y hablar un rato con Keith y luego caer en la cama, caer en el sueño. Hablar con Keith o no hablar nada. Pero quería que estuviese allí al llegar ella a casa.

Martin habló desde el rincón más alejado del salón, sorprendiéndolas.

—Quieren su lugar en el mundo, su propia unión global, no la nuestra. Es una guerra vieja y muerta, dices tú. Pero está en todas partes y es racional.

—A mí me engañó.

—No te dejes engañar. No pienses que la gente sólo muere por Dios —dijo él.

Le sonó el móvil y cambió de posición, volviéndose hacia la pared y dando la impresión de estar hablando con su propio torso. Estos fragmentos de conversación, que Lianne ya había oído antes, a distancia, incluían frases en inglés, en francés y en alemán, según quién llamaba, y a veces alguna pequeña sílaba encastrada, como Braque o Johns.

Terminó pronto y guardó el teléfono.

—Un viaje, sí, tenemos que pensárnoslo —dijo—. En cuanto estés bien de la rodilla, nos vamos, lo digo muy en serio.

—Lejos.

—Lejos.

—A ver ruinas —dijo ella.

—A ver ruinas.

—Ya tenemos nuestras propias ruinas. Pero me parece que prefiero no verlas.

Él se desplazó a lo largo de la pared, hacia la puerta.

—Para eso edificasteis las torres, sin embargo, ¿no? ¿No se levantaron las torres como fantasía de riqueza y poder que algún día se convirtiesen en fantasías de destrucción? Una cosa así se construye para verla caer. La provocación es evidente. ¿Qué otra razón podría haber para llegar tan alto y luego doblar, hacerlo por duplicado? Como es una fantasía, ¿por qué no hacerla dos veces? Es como decir: «Aquí está, a ver si la derribas».

Luego abrió la puerta y se marchó.

Estaba viendo una partida de póquer por la tele, caras doloridas en un casino del desierto. Miraba sin interés. No era póquer, era televisión. Llegó Justin y se puso a ver el programa con él, y Keith le esbozó las reglas del juego, a ráfagas, mientras los jugadores hacían una pausa y se levantaban de la mesa y las estrategias quedaban al descubierto. Luego llegó Lianne y se sentó en el suelo, mirando a su hijo. El chico estaba sentado en una posición radical, tan ladeado que apenas hacía contacto con el asiento, y observaba con desamparo el resplandor del aparato, como víctima de una abducción alienígena.

Lianne miró la pantalla, rostros en primer plano. El juego propiamente dicho se desvanecía en anestesia, el tedio de ganar o perder cien mil dólares con levantar una carta. No significaba nada. Estaba más allá de su interés o su capacidad de absorción. Pero los jugadores eran interesantes. Los miraba, la atraían, sin expresión, aletargados, con los hombros gachos, hombres en desgracia, pensó, saltando a Kierkegaard, de alguna manera, y recordando las largas noches que se había pasado en su vida con la cabeza en un texto. Miraba la pantalla e imaginaba una desolación septentrional, rostros fuera de sitio en el desierto. ¿No había una lucha anímica, una sensación de dilema permanente, incluso en el ligero guiño del ganador al ganar?

No le dijo nada de esto a Keith, que se habría girado a medias hacia ella, mirando el espacio en burlona contemplación, con la boca abierta, los párpados cerrándose despacio y la cabeza al final inclinándose hasta el pecho.

Pensaba en estar aquí, Keith, y no pensar en ello sino sólo sentirlo, vivirlo. Veía el rostro de ella reflejado en un rincón del televisor. Miraba a los jugadores, tomando nota de los detalles de jugada y contrajugada pero también observando a Lianne y percibiendo esto, la sensación de hallarse aquí con ellos. Sujetaba un vaso de single malt en la mano. Oyó una tranquila alarma sonando abajo, en la calle. Alargó el brazo y aplicó un golpe en la cabeza de Justin, toc-toc, para alertarlo de una revelación en marcha cuando la cámara expuso las cartas descubiertas de un jugador que aún no sabía que estaba liquidado.

—Está liquidado —le dijo a su hijo, y el chico siguió sentado sin comentarios en su diagonal improvisada, mitad en el asiento, mitad en el suelo, casi hipnotizado.

Le encantaba de Kierkegaard su vetustez, el drama esplendente de la traducción que poseía, una antigua antología de páginas quebradizas con subrayados rojos hechos con regla por alguien de la familia de su madre. Esto era lo que leía y releía hasta altas horas de la noche en su colegio mayor, un montón desordenado de papeles, ropa, libros y artilugios tenísticos que a ella le gustaba tener en la consideración de objetivo correlativo de una mente desbordante. ¿Qué es un objetivo correlativo? ¿Qué es la disonancia cognitiva? Entonces conocía todas las respuestas, le parecía ahora, y de Kierkegaard le gustaba hasta la grafía de su nombre. Las duras k escandinavas y la encantadora a doble. Su madre le enviaba libros todo el rato, alta narrativa densa y difícil de leer, hermética e implacable, pero contraria a su aguda necesidad de conocerse a sí misma, de algo más próximo a la cabeza y al corazón. Leía a Kierkegaard con una febril expectativa, sin arredrarse ante el yermo protestante que pasa de la enfermedad a la muerte. Su compañera de habitación escribía letras punk para una banda imaginaria llamada Méame en la Boca y Lianne le envidiaba tanta desesperación creativa. Kierkegaard le proporcionaba peligro, la sensación de hallarse al borde de un abismo intelectual. La existencia entera me horroriza, escribió. Lianne se reconocía en la frase. Kierkegaard la hacía sentir que su forma de hacerse un sitio en el mundo no era el estilizado melodrama que a veces le parecía.

Miraba los rostros de los jugadores, luego captó la mirada de su marido, en la pantalla, reflejada, mirándola a ella, y sonrió. Sostenía en la mano una bebida de color ámbar. Estaba sonando la tranquila alarma en algún lugar de la calle, el ruido reconfortante de las cosas familiares, la noche se tiende segura. Extendió los brazos y levantó al chico de su percha. Mientras su madre se lo llevaba a la cama, Keith le preguntó si quería un juego de fichas y cartas de póquer.

La respuesta fue «a lo mejor», que significaba sí.

Al final tuvo que hacerlo y lo hizo, llamó a la puerta, con vigor, y aguardó a que Elena abriera mientras dentro temblaban las voces, un suave coro de mujeres, cantando en árabe.

Elena tenía un perro llamado Marko. Lianne se acordó en el momento mismo en que daba el primer golpe en la puerta. «Marko», pensó, «con k, vaya usted a saber qué quiere decir la .

Volvió a llamar, esta vez con la palma de la mano, y de pronto ahí estaba la mujer, con unos vaqueros ajustados y una camiseta con lentejuelas.

—Esa música. Todo el tiempo, día y noche. Muy alta.

Elena la miró de hito en hito, irradiando una vida entera de alerta a los insultos.

—¿No se da usted cuenta? La oímos en la escalera, la oímos dentro de casa. Todo el puñetero rato, de día y de noche.

—¿Qué pasa? No es más que música. A mí me gusta. Es bonita. Me da paz. Me gusta, la pongo.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué en este preciso momento?

—Ahora, luego, ¿qué más da? Es música.

—Pero ¿por qué ahora y por qué tan alta?

—Nadie se ha quejado nunca. Es la primera vez que me dicen que está alta. No la pongo tan alta.

—Está muy alta.

—Es música. Si quiere usted hacer de ello una cuestión personal, ¿qué voy a decirle yo?

Marko acudió a la puerta, cincuenta kilos, negro, con el pelo espeso y las patas enmarañadas.

—Por supuesto que es una cuestión personal. ¿A quién no va a parecerle una cuestión personal? En estas circunstancias. Hay circunstancias y circunstancias. Eso lo comprende, ¿verdad?

—No hay circunstancias. Es música —dijo ella—. Me da paz.

—Pero ¿por qué ahora?

—La música no tiene nada que ver con ahora o luego ni ningún otro momento. Y nadie se ha quejado de que esté muy alta.

—Está alta de cojones.

—Será usted ultrasensible, lo cual no se me habría pasado nunca por la cabeza, oyéndola hablar.

—La ciudad entera está ultrasensibilizada, en este preciso momento. ¿No se ha enterado usted de nada?

Cada vez que veía al perro por la calle, a media manzana de distancia, con Elena llevando una bolsa de plástico para cosechar sus cagadas, pensaba: «Marko con .

—Es música. Me gusta y la pongo. Si le parece a usted que está demasiado alta, dese más prisa en llegar al portal.

Lianne le puso una mano en la cara.

—Le da paz —dijo.

Hizo presión con la mano abierta en el rostro de Elena, por debajo del ojo izquierdo, y la obligó a retroceder hacia el interior de la casa de un empujón.

—Le da paz —dijo.

Marko se metió en la casa, ladrando. Mientras Lianne le amasaba el ojo con la mano, la mujer le lanzó un golpe ciego que fue a dar en el borde de la puerta. Lianne ya sabía que se estaba volviendo loca, nada más darse media vuelta y marcharse, con un portazo y oyendo al perro ladrar por encima del sonido de un solo de laúd de Turquía o Egipto o Kurdistán.

Rumsey ocupaba un cubículo no lejos de la fachada norte, un palo de hockey apoyado en un rincón. Keith y él participaban en partidos entre equipos improvisados en el muelle de Chelsea a las dos de la mañana. Durante los meses más calurosos vagaban por las calles y las plazas a la hora de comer, bajo las sombras ondulantes de las torres, mirando a las mujeres, hablando de mujeres, contando historias, reconfortándose.

Keith separado, viviendo cerca por comodidad, comiendo por comodidad, comprobando el metraje de las películas que alquilaba antes de sacarlas de la tienda. Rumsey soltero, liado con una mujer casada, recién llegada de Malasia, que vendía camisetas y postales en Canal Street.

Rumsey era un maniático. Lo reconocía ante su amigo. Lo reconocía todo, no escondía nada. Contaba los coches aparcados en la acera, las ventanas de un edificio a una manzana de distancia. Contaba los pasos de aquí a allí, y de allí a aquí. Se aprendía cosas que le recorrían la conciencia, ráfagas de información, más o menos involuntariamente. Podía recitar los datos personales de diez o doce amigos y conocidos, las direcciones, los números de teléfono, los cumpleaños. Meses después de que la carpeta de un cliente cualquiera pasara por su mesa, era capaz de decir el nombre de soltera de su madre.

No era nada bonito. Había un patetismo declarado en aquel hombre. En la pista de hockey, en las partidas de póquer, compartían un conocimiento, él y Keith, una percepción intuitiva de la metodología del otro como compañero de equipo o como rival. Era un hombre corriente desde muchos puntos de vista, Rumsey, físico ancho y cuadrado, temperamento constante, pero a veces llevaba su normalidad hasta lo más profundo. Tenía cuarenta y un años, con chaqueta y corbata, caminando por los paseos, en plena ola de calor, buscando mujeres con sandalias de puntera abierta.

De acuerdo. Tenía la manía de contar cosas, incluidos los dígitos que integran la parte anterior de un pie de mujer. Lo reconocía. Keith no se burlaba. Trataba de verlo como algo habitual en los asuntos humanos, insondable, algo que la gente hace, que todos hacemos, de una forma u otra, en los momentos en que no vivimos la vida que los demás piensan que vivimos. No se burlaba, y sí. Pero comprendía que la fijación no se orientaba a fines sexuales. Era el hecho de contar lo que importaba, aunque el resultado estuviera establecido de antemano. Cuántos dedos tiene un pie, cuántos el otro. Siempre da diez.

Keith era alto, quince o veinte centímetros más que su amigo. Veía cumplirse en Rumsey las pautas de la calvicie masculina, cualquiera habría dicho que por semanas, en sus paseos de mediodía, o Rumsey disminuido en su cubículo, o sosteniendo un sándwich con las dos manos, con la cabeza gacha para morder. Iba a todas partes con botella de agua. Se aprendía las matrículas de los coches incluso yendo al volante.

Keith viendo a una mujer con dos criaturas, maldita sea. Residente en la Quinta Puñeta.

Mujeres en bancos o escalinatas, leyendo o haciendo crucigramas, tomando el sol, la cabeza echada atrás, o rebañando yogures con cucharitas azules, mujeres con sandalias, algunas con los dedos de los pies al descubierto.

Rumsey con la vista baja, buscando el disco por el hielo, chocando su cuerpo en los laterales, libre de toda necesidad aberrante durante un par de horas felices de esas que lo dejan a uno hecho polvo.

Keith corriendo en el sitio, en una cinta rodante del gimnasio, voces en la cabeza, sobre todo la suya propia, incluso cuando llevaba auriculares, escuchando audios de libros, ciencia o historia.

La cuenta siempre daba diez. Lo cual no era motivo de desaliento, ni óbice. «Diez es lo bonito. Diez es seguramente por qué lo hago. Para obtener la igualdad repetida», decía Rumsey. «Algo se sostiene, algo sigue en su sitio».

La chica de Rumsey quería que invirtiese en el negocio que ella llevaba con tres familiares, marido incluido. Querían ampliar la gama, trabajar las zapatillas de deporte y la electrónica personal.

Los dedos de los pies carecían de todo significado si no los definían las sandalias. En las mujeres descalzas de la playa no importaban los pies.

Acumulaba bonos por kilómetros recorridos en su tarjeta de crédito y volaba a ciudades elegidas rigurosamente por la distancia que las separaba de Nueva York, sólo para utilizar los kilómetros. Así cumplía con algún principio de crédito emocional.

Había hombres con sandalias abiertas, aquí y allá, en las calles y los parques, pero Rumsey no les contaba los dedos. De manera que quizá no fuese sólo el recuento lo que importaba. Era indispensable el factor mujer. Lo reconocía. Lo reconocía todo.

La persistencia de sus necesidades poseía una especie de lisiado atractivo. Hacía que Keith se abriese a cosas más oscuras, en ángulos más raros, a algo agazapado e incorregible que había en la gente, capaz también de suscitar un cálido afecto en él, un raro matiz de afinidad.

La calvicie de Rumsey, según iba aumentando, era una gentil melancolía, el pensativo lamento de un cuerpo fracasado.

Pelearon una vez, un instante, sobre el hielo, siendo compañeros de equipo, por error, en una tangana multitudinaria, y a Keith le pareció divertido, pero Rumsey se enfadó, un pequeño grito acusador, proclamando que Keith había lanzado unos cuantos puñetazos más cuando ya sabía a quién le estaba atizando, lo que no era cierto, dijo Keith, pensando que podía serlo, porque una vez empezada la cosa, ¿qué otro recurso queda?

Caminaban ahora hacia las torres, entre las multitudes de gente que se tejían y destejían a toda prisa.

De acuerdo. Pero ¿qué pasa si los números no siempre suman diez? «Vas en metro, supongamos, sentado, mirando el suelo», dijo Keith, «y vas escrutando los pasillos, con la cabeza en otro sitio, y ves un par de sandalias, y cuentas y vuelves a contar, y hay nueve dedos, u once».

Rumsey se llevó la pregunta a su altísimo cubículo, adonde regresaba para trabajar en asuntos menos acuciantes, dinero y fincas, contratos y títulos.

Un día después dijo: «Le pediría que se casara conmigo».

Y más tarde: «Porque comprendería que estaba curado, como en Lourdes, y ya podía dejar de contar».

Keith la miraba de lado a lado de la mesa.

—¿Cuándo ha sido?

—Hará cosa de una hora.

—Con el perro ese —dijo él.

—Ya sé. Fue una locura.

—Y ahora ¿qué? Vas a encontrarte con ella en el portal.

—Ahora eso, que no voy a pedir perdón.

Él, ahí sentado, mirándola, le decía que sí con la cabeza.

—Lamento decirlo, pero es que acabo de subir por la escalera.

—No hace falta que lo digas.

—La música sigue sonando —dijo él.

—Con lo cual es ella quien se sale con la suya, supongo.

—Ni más alta ni más baja.

—Es ella quien se sale con la suya.

Él dijo:

—Puede que esté muerta. Ahí tirada en el suelo.

—Viva o muerta, se sale con la suya.

—Con el perro ese.

—Ya sé. Una locura total. Me oía a mí misma hablar. Era como si mi voz viniese de alguna otra persona.

—He visto al animal ese. Al chico le da miedo. No lo dice, pero le tiene miedo.

—¿Qué es?

—Un terranova.

—La provincia entera —dijo ella.

—Tienes suerte.

—Tengo suerte y estoy loca. Marko.

Él dijo:

—Olvídate de la música.

—Lo escribe con k.

—Y yo también. Olvida la música —dijo él—. No es ningún mensaje, ni ninguna lección.

—Pero sigue sonando.

—Sigue sonando porque ella está muerta. Ahí tirada. Con el perro olisqueándola.

—Necesito dormir más. Eso es lo que me hace falta —dijo ella.

—Un pedazo de perro olfateándole la entrepierna a una muerta.

—Todas las noches llega un momento en que me despierto. Con la cabeza al galope. No puedo pararla.

—Olvídate de la música.

—Ideas que no logro identificar, pensamientos que no puedo considerar míos.

Él seguía mirándola.

—Toma algo. Tu madre entiende de eso. Así es como duerme la gente.

—No me entusiasman las cosas que toma la gente. Me vuelven loca. Me hacen estúpida, me hacen olvidar.

—Habla con tu madre. Ella entiende de eso.

—No puedo pararlo, no logro recuperar el sueño. Me cuesta una eternidad. Y de pronto ya es por la mañana —dijo ella.

La verdad era una cartografía de lenta y segura decadencia. Todos y cada uno de los integrantes del grupo vivían en esta certeza. A Lianne le resultaba dificilísimo aceptarlo en el caso de Carmen G., que parecía dos mujeres a la vez, la que está aquí sentada, menos combativa con el tiempo, menos claramente definida, con el habla empezando a quedársele atrás, y la joven y esbelta y brutalmente atractiva, como Lianne la imagina, una mujer llena de vida, en su esplendor más temerario, divertida y contundente, dando vueltas en una pista de baile.

Lianne, que llevaba la marca de su padre, el peaje potencial de placa y filamentos retorcidos, tenía que mirar a esta mujer y ver el delito, la pérdida de memoria, de personalidad, de identidad, la caída final en el estupor proteínico. Estaba la página que escribió y luego leyó en voz alta, tenía que haber sido una crónica de su jornada de ayer. No era la redacción que habían acordado hacer. Era la redacción de Carmen.

«Me despierto pensando dónde está todo el mundo. Estoy sola porque eso es lo que soy. Estoy pensando por dónde andan los demás, totalmente despierta, no quiero levantarme. Es como si me hiciera falta la documentación para salir de la cama. Prueba de ingreso. Prueba de dirección. Tarjeta de seguro social[3]. Identificación con foto. Mi padre que contaba chistes y le daba igual que fueran verdes, los niños tienen que aprender estas cosas. Tuve dos maridos, eran muy distintos menos en las manos. Sigo mirando las manos de los hombres. Porque como alguien dijo es cuestión de qué cerebro está en funcionamiento hoy, porque todo el mundo tiene dos cerebros. Por qué salir de la cama será lo más difícil del mundo. Tengo una planta que necesita agua todo el tiempo. Nunca pensé que una planta pudiera dar tanto trabajo».

Benny dijo:

—Pero ¿dónde se menciona tu jornada? Dijiste que ibas a escribir de un día tuyo.

—Éstos son los diez primeros segundos, más o menos. Esto es sin levantarme de la cama. La próxima vez que nos encontremos aquí a lo mejor termino de levantarme de la cama. La siguiente vez me lavo las manos. Eso, el tercer día. El cuarto me lavo la cara.

—¿Tanto vamos a vivir? Para cuando vayas a mear estaremos todos hechos fosfatina.

Luego le tocó a ella. Se lo habían estado pidiendo de un modo acuciante. Todos habían escrito algo, todos habían dicho algo de los aviones. Fue Omar H. quien volvió a suscitarlo, tan serio como siempre, con el brazo derecho levantado:

—¿Dónde estaba usted cuando sucedió?

Llevaba ya cerca de dos años, desde el comienzo de estas sesiones de expresión narrativa, cuando su matrimonio iba perdiéndose en el cielo de la noche, llevaba cerca de dos años escuchando a estos hombres y mujeres hablar de sus vidas de un modo divertido, punzante, franco y conmovedor, creando vínculos de confianza entre ellos.

Les debía una historia, ¿verdad?

Estaba Keith en la puerta. Siempre eso, tenía que ser eso, la desesperada visión de Keith, vivo, su marido. Trató de seguir la secuencia de los hechos, verlo mientras hablaba, figura flotante en luz reflejada, hecho pedazos, en frases cortas. Las palabras le vinieron de prisa. Recordó cosas que ignoraba haber absorbido, el fragmento de cristal con brillos en el párpado, como si se lo hubieran cosido, y cómo fueron andando al hospital, nueve o diez manzanas, con las calles casi desiertas, deteniéndose cada pocos pasos y en profundo silencio, y el joven que los ayudó, un repartidor, sujetando a Keith con una mano y la caja de pizza con la otra, y ella estuvo a punto de preguntarle cómo era posible que alguien hiciera algún encargo si los teléfonos no funcionaban, un latino alto, aunque quizá no, sosteniendo la caja por la parte de abajo, en equilibrio sobre la palma de la mano y apartada del cuerpo.

Quería no dispersarse, que las cosas siguieran un orden sensato. Hubo momentos en que lo suyo no fue tanto hablar como irse disolviendo en el tiempo, cayendo en algún alargamiento del pasado reciente en forma de embudo. Ellos permanecían muy quietos, mirándola. La gente, últimamente, la miraba mucho. Parecía hacerle falta que la mirasen. Ellos confiaban en que les contase algo con sentido. Esperaban palabras desde su lado de la divisoria, donde lo sólido no se derrite.

Les habló de su hijo. Cuando lo tuvo cerca, a la vista o al alcance de la mano, él en persona, en movimiento, el miedo se le pasó. Otras veces no podía pensar en él sin asustarse. Éste era el Justin incorpóreo, el niño urdido por ella.

Paquetes sin dueño, dijo, o la amenaza del almuerzo en una bolsa de papel, o el metro en hora punta, ahí abajo, en cajas selladas.

No podía verlo dormir. Se convertía en un niño de algún futuro proyectado. «¿Qué saben los niños? Saben quiénes son», dijo Lianne, «como nosotros no podemos saber y ellos no pueden explicarnos…». Hay momentos detenidos en el transcurso de las horas rutinarias. No podía verlo dormir sin pensar en lo que aún faltaba por llegar. Era parte de su quietud, figuras en una distancia silenciosa, fijas en las ventanas.

Por favor, informen de cualquier comportamiento sospechoso o paquete abandonado. Así lo decían, ¿verdad?

Estuvo a punto de contarles lo del maletín, el hecho de su aparición y desaparición y su significado, si significaba algo. Quería contárselo pero no lo hizo. Les contó todo, les dijo todo. Necesitaba que la escuchasen.

Keith antes quería más del mundo de lo que podía conseguirse, dados el tiempo y los medios disponibles. Ahora ya no lo quería, fuera lo que fuese lo que antes quería, en términos reales, cosas reales, porque nunca lo había sabido de verdad.

Ahora se preguntaba si había nacido para ser viejo, si le correspondía ser viejo y estar solo, dichoso en la ancianidad solitaria, y si todo lo demás, todas las miradas furiosas y los baladros que había lanzado contra las paredes no tenían otro objeto que el de conducirlo hasta ese punto.

Era su padre que iba asomando en él, sentado en la zona oeste de Pennsylvania, leyendo el periódico de la mañana, dando su paseo de por las tardes, un hombre trenzado a la rutina más dulce, viudo, comiéndose su cena, no confundido, vivo en su verdadera piel.

Había un segundo nivel en las variantes high-low. Terry Cheng era el jugador que repartía las fichas, la mitad a cada ganador, la mejor jugada y la peor jugada. Lo hacía en cuestión de segundos, apilando fichas de diferentes colores y denominaciones en dos columnas o en dos conjuntos de columnas, dependiendo del tamaño de la apuesta. No quería columnas tan altas que pudieran caerse. No quería columnas que tuvieran el mismo aspecto. La idea era llegar a dos porciones de igual valor monetario pero nunca con los colores distribuidos regularmente, ni nada parecido. Juntaba seis fichas azules, cuatro doradas, tres rojas y cinco blancas y luego las emparejaba, a velocidad de resorte, volándole los dedos, con las manos cruzándose a veces, con dieciséis blancas, cuatro azules, dos doradas y trece rojas, para a continuación levantar sus columnas y luego recoger las manos y mirar al espacio secreto, dejando que cada ganador recogiera sus fichas, con un respeto tácito no muy alejado del espanto reverencial.

Nadie ponía en duda su habilidad de manos-ojos-mente. Nadie trataba de contar al mismo tiempo que Terry Cheng y a nadie se le pasó nunca por la cabeza, ni siquiera en las más absortas profundidades de la noche, que Terry Cheng pudiera equivocarse en su cálculo del reparto, aunque sólo fuera esa vez.

Keith habló con él por teléfono, dos veces, poco tiempo, después de los aviones. Luego dejaron de llamarse. No quedaba nada que decir, al parecer, de los demás jugadores, perdidos y maltrechos, y no había ningún tema general al que pudieran apelar cómodamente. El póquer era el único código que compartían y se había terminado.

Sus compañeros de clase la llamaron Papamoscas durante una temporada. Luego vino Sacohuesos. No fue necesariamente un caso de poner motes odiosos, porque tenía origen en sus amigos, a veces con su connivencia. Le encantaba hacer como que iba de modelo por una pasarela, sólo que toda codos, rodillas y dientes alambrados. Cuando comenzó a perder la angulosidad, fueron los tiempos en que su padre se presentaba en la ciudad, Jack el tostado, abriéndole los brazos de par en par en cuanto la veía, una criatura floreciente y hermosa a quien amaba por la carne y por el hueso, hasta que volvía a marcharse. Pero ella recordaba aquellos tiempos, su presencia y su sonrisa, cómo se acuclillaba a medias, la posición de su mandíbula. Él le abría los brazos y ella caía tímidamente en el aquel refugio abarcador. El Jack de siempre, abrazándola y zarandeándola, mirándola tan profundamente a los ojos que a veces parecía que estaba tratando de situarla en un contexto adecuado.

Lianne era más bien oscura, no como él, tenía los ojos grandes y la boca ancha y poseía una fogosidad que quizá sorprendiera a los demás, una disposición a dar con la ocasión o la idea. En esto era su madre quien marcaba la pauta.

Su padre decía de su madre: «Es una mujer muy sexi, si le quitas ese culo tan flaco que tiene».

Lianne encontraba emocionante esa vulgaridad de amigote, la invitación a compartir la especial perspectiva que le hacía aquel hombre, la franqueza de su referencia.

Fue el modo que tenía Jack de ver la arquitectura lo que atrajo de él a Nina. Se conocieron en una pequeña isla del noreste del Egeo donde Jack había proyectado un grupo de viviendas de estuco blanco para un refugio de artistas. Situado sobre una cueva, el grupo, desde el mar, era una pieza de geometría pura ligeramente ladeada: rigor euclidiano en un espacio cuántico, escribiría Nina al respecto.

Aquí, en una dura yacija, en el transcurso de la segunda visita, fue concebida Lianne. Jack se lo dijo cuando la chica tenía doce años y no volvió a mencionarlo hasta el día en que llamó de New Hampshire, diez años después, diciendo las mismas cosas con las mismas palabras, la brisa del mar, la dura yacija, la música que subía desde la dársena, todo muy grecooriental. Esto ocurrió, esta llamada telefónica, unos minutos u horas antes de que su padre fijara la vista en el orificio del cañón.

Estaban viendo la televisión sin sonido.

—Mi padre se pegó un tiro para que yo no tuviese que ver el día en que no fuera capaz de reconocerme.

—Te lo crees.

—Sí.

—Pues entonces yo también me lo creo —dijo él.

—El hecho de que algún día no pudiera reconocerme.

—Lo creo —dijo él.

—Ésa, sin duda alguna, fue la razón por la que lo hizo.

Lianne estaba ligeramente borracha por un vaso de vino que había bebido de más. Estaban viendo un noticiero de última hora y a Keith se le ocurrió apretar el botón del sonido cuando terminaron los anuncios pero no lo hizo y siguieron en silencio mientras un corresponsal, desde un paisaje desolado, Afganistán o Pakistán, señalaba por encima del hombro las montañas del horizonte.

—Tenemos que comprarle un libro de pájaros.

—A Justin —dijo él.

—Están estudiando los pájaros. Cada uno tiene que elegir un pájaro y ése es el que estudia. Ése es su vertebrado con plumas.

En la pantalla había planos convencionales de cazas de combate despegando de un portaaviones. Keith esperó a que ella le dijese que pusiera el sonido.

—Habla de un cernícalo. ¿Qué puñetas es un cernícalo? —dijo ella.

—Un halcón pequeño. Los vimos en los tendidos de alta tensión, kilómetros y kilómetros, cuando estuvimos en no sé qué parte del oeste, en el transcurso de nuestra otra vida.

—La otra vida —dijo ella, y se rió y se levantó de su asiento, camino del cuarto de baño.

—Vuelve con algo puesto —dijo él—, que quiero ver cómo te lo quitas.

Florence Givens miraba los colchones, cuarenta o cincuenta colchones, dispuestos en hilera en un extremo de la novena planta. La gente probaba las camas, sobre todo las mujeres, rebotando ligeramente, tanto echadas como sentadas, comprobando la firmeza o la blandura. Le llevó un rato darse cuenta de que Keith estaba a su lado, mirando con ella.

—Llegas en punto —dijo.

—Eres tú quien ha llegado en punto. Yo llevo aquí horas —dijo él—, subiendo y bajando por las escaleras mecánicas.

Echaron a andar por el pasillo y ella se detuvo varias veces a mirar las etiquetas de los precios y presionar el colchón con el talón de la mano.

Él dijo:

—No te prives. Acuéstate.

—No me apetece.

—Y ¿cómo vas a saber qué colchón quieres, si no? Mira a tu alrededor. Todo el mundo lo hace.

—Me acuesto si tú también te acuestas.

—Eres tú quien necesita un colchón, no yo —dijo él.

Florence se dio una vuelta por el pasillo. Él permaneció donde estaba, mirando, y había diez u once mujeres acostadas, rebotando sobre las camas, y un hombre y una mujer rebotando y revolviéndose, de mediana edad, muy decididos, tratando de averiguar si los movimientos que uno de ellos hacía en la cama podían alterar el sueño del otro.

Había mujeres poco decididas, que rebotaban una o dos veces, con los pies asomando fuera de la cama, y había las demás, mujeres que se habían despojado del abrigo y los zapatos, que se habían tumbado de espaldas en el colchón, el Posturepedic o el Beautyrest, y rebotaban sin inhibiciones, primero un lado de la cama, luego el otro, y Keith pensó que era una cosa digna de verse, la sección de colchones de Macy’s, y miró al otro lado del pasillo y allí también se rebotaba, otras ocho o nueve mujeres, un hombre, un niño, verificando la comodidad y la firmeza escultural, la buena sujeción de la espalda y las sensaciones que propiciaba la elasticidad de la espuma.

Allí estaba Florence, ahora, sentada en el borde de una de las camas, y le sonrió y se dejó caer hacia atrás. Rebotó, volvió a caer, convirtiendo en pequeño juego su timidez en medio de la intimidad pública. Dos hombres se habían detenido no lejos de Keith y uno de ellos le dijo algo al otro. Era un comentario sobre Florence. Keith no sabía lo que había dicho aquel hombre, pero no importaba. Estaba claro, por su postura y por su emplazamiento, que el tema era Florence.

Keith estaba a diez pasos de ellos.

Dijo:

—¡Eh, soplapollas!

La idea había sido quedar aquí, comer algo en algún sitio cercano, rápidamente, y seguir cada uno por separado. Él tenía que recoger al chico del colegio, ella tenía cita con el médico. Era un encuentro sin susurro ni tacto, fijado entre dos extraños, ambos cayendo.

Lo volvió a decir, más alto esta vez, y esperó a que la palabra hiciera efecto. Fue interesante el modo en que resultó modificado el espacio entre ellos. Ahora lo miraban. El hombre que había hecho el comentario era fornido, con un chaquetón resplandeciente que parecía envuelto en plástico de burbujas. La gente circulaba por el pasillo, en colores borrosos. Ambos individuos lo miraban. El espacio era cálido y estaba cargado, y el de las burbujas se pensaba el asunto. Las mujeres seguían rebotando encima de las camas pero Florence había visto y oído y permanecía sentada en el borde del colchón, mirando.

El hombre escuchaba a su acompañante pero no se movía. Keith se contentaba con estar ahí de pie, mirando, pero no. Se acercó y le pegó al hombre. Se acercó, se detuvo, se colocó en posición y lanzó un derechazo corto. Le atinó arriba, cerca del pómulo, sólo un golpe, y a continuación dio un paso atrás y esperó. Estaba furioso ahora. El contacto lo había puesto en marcha y quería seguir adelante. Mantenía las manos separadas del cuerpo, con las palmas hacia arriba, como diciendo aquí me tienes, adelante. Porque si alguien le decía algo desagradable a Florence, o le levantaba la mano a Florence, o la insultaba del modo que fuese, Keith estaba dispuesto a matar.

El hombre, que había chocado con su compañero al retroceder por efecto del golpe, se dio la vuelta y cargó, con la cabeza gacha, los brazos hacia fuera, como agarrando el manillar de una moto, y todos los rebotes cesaron en las camas.

Keith lo cazó con otro derechazo, esta vez en el ojo, y el hombre lo levantó del suelo, medio palmo, y Keith le aplicó unos cuantos golpes al riñón que el plástico de burbujas amortiguó casi por completo. Había hombres por todas partes ahora, vendedores, guardias de seguridad acudiendo al trote por los pasillos, un trabajador que empujaba un carrito. Fue raro, en la confusión de cuando ya los habían separado, el modo en que Keith notó una mano en el brazo, justo por encima del codo, e inmediatamente se dio cuenta de que era Florence.

Cada vez que Lianne veía el vídeo de los aviones se le movía el dedo hacia el botón de paro del telemando. Luego seguía mirando. El segundo avión surgiendo de aquel cielo azul helado, ésa era la grabación que se le metía en el cuerpo, que parecía correrle por debajo de la piel, el acelerón volandero que transportaba las vidas y las historias, las de ellos y la suya, las de todo el mundo, a alguna otra distancia, más allá de las torres.

Los cielos que retenía en la memoria eran dramas de nubes y mar procelosa, o el lustre eléctrico de antes de los truenos de verano en la ciudad, siempre pertenecientes a las energías del puro clima, de lo que había fuera, las masas de aire, el vapor de agua, el viento del oeste. Esto era diferente, un cielo claro que transportaba el terror humano en esos aviones rápidos, primero uno, luego el otro, la fuerza de la determinación humana. Keith veía las imágenes con ella. Toda la desesperación impotente proyectada contra el cielo, voces humanas gritándole a Dios y qué espantoso imaginar esto. El nombre de Dios en boca de los asesinos y de las víctimas, al mismo tiempo, primero un avión, luego el otro, primero el que parecía un ser humano de dibujos animados, lanzando relámpagos por los ojos y los dientes, luego el segundo avión, el de la torre sur.

Keith sólo lo vio con ella en una ocasión. Lianne sabía que jamás se había sentido tan cerca de nadie, mirando los aviones surcar el cielo. De pie junto a la pared, Keith alargó el brazo en dirección al sillón y la cogió de la mano. Ella se mordió el labio inferior y siguió mirando. Estaban todos muertos, los pasajeros y la tripulación, y miles de muertos en las torres, y Lianne lo sintió dentro del cuerpo, una pausa profunda; pensó: «está ahí dentro, es increíble pero Keith está ahí dentro, en una de las torres», y ahora la tenía asida de la mano, a la pálida luz, como para consolarla de su muerte.

Keith dijo:

—El primero aún parece un accidente. Incluso a esta distancia, muy lejos, tantos días después, aquí estoy, pensando que es un accidente.

—Porque tiene que serlo.

—Tiene que serlo —dijo él.

—El modo en que la cámara parece manifestar su sorpresa.

—Pero sólo el primero.

—Sólo el primero —dijo ella.

—El segundo avión, para cuando aparece el segundo avión —dijo él—, ya somos todos un poco más viejos y sabemos más.