6

Cuando se presentó en la puerta no era posible, un hombre salido de una tormenta de ceniza, todo sangre y escoria, apestando a material quemado, con puntitos brillantes de cristal pulverizado en el rostro. Parecía inmenso, en el umbral, con la mirada sin enfoque. Llevaba un maletín y decía que sí con la cabeza, lentamente. Lianne pensó que podía estar conmocionado pero no sabía qué significaba eso en términos exactos, en términos médicos. Él pasó por su lado y se encaminó a la cocina, y Lianne trató de llamar a su médico y luego al 911, y luego al hospital más cercano, pero sólo se oía el zumbido de las líneas sobrecargadas. Apagó el televisor, sin saber muy bien por qué, para protegerlo de las noticias de que acababa de salir, ésa era la razón, y luego fue a la cocina. Keith se había sentado a la mesa y ella le puso un vaso de agua y le dijo que Justin estaba con su abuela, que en el colegio lo habían dejado salir antes de la hora, y que se hallaba a salvo de las noticias, al menos en lo tocante a su padre.

Él dijo:

—Todo el mundo me da agua.

Ella pensó que no podría haber recorrido esa distancia ni siquiera subido las escaleras si hubiera tenido algo grave, si hubiera perdido demasiada sangre.

Luego él dijo algo más. El maletín estaba encima de la mesa, como un objeto arrancado de algún basurero. Dijo que del cielo cayó una camisa.

Lianne empapó un paño de cocina y le limpió el polvo y la ceniza de las manos, el rostro y la cabeza, procurando no desplazar los fragmentos de cristal. Había más sangre de la que en principio había visto y luego empezó a darse cuenta de otra cosa, de que sus cortes y rasponazos no eran lo suficientemente graves ni profundos como para explicar tanta sangre. No era suya. En su mayor parte procedía de otro.

Estaban con las ventanas abiertas para que Florence pudiera fumar. Estaban sentados donde la última vez, cada uno a un lado de la mesa de salón, situados en diagonal.

—Me di un año —dijo él.

—Actor. Lo imagino a usted de actor.

—Estudiante de interpretación. Nunca pasé de estudiante.

—Porque hay algo en usted, el modo en que ocupa el espacio. No estoy muy segura de lo que ello quiera decir.

—Suena bien.

—Creo que lo he oído en alguna parte. ¿Qué significa? —dijo ella.

—Me di un año. Pensé que sería interesante. Lo reduje a seis meses. Pensé: ¿qué otra cosa puedo hacer? Practicaba dos deportes en la facultad. Se acabó. Seis meses, qué diablos. Lo reduje a cuatro, lo dejé en dos.

Ella lo observaba, ahí sentada, mirándolo, y había algo en la situación, un comportamiento tan franco y tan inocente, que Keith dejó de sentirse inquieto al cabo de un rato. Ella miraba, él hablaba, aquí, en una habitación que no sería capaz de describir un minuto después de haberla abandonado.

—No funcionó. Las cosas no funcionan —dijo ella—. ¿Qué hizo usted?

—Me puse a estudiar Derecho.

Ella musitó:

—¿Por qué?

—¿Qué, si no? ¿Dónde?

Ella se recostó en el asiento y se llevó el cigarrillo a los labios, pensando en algo. Pequeñas manchas marrones se derramaban por su rostro, desde la parte inferior de la frente hasta el caballete de la nariz.

—Está usted casado, supongo. No es asunto mío.

—Sí, estoy casado.

—No es asunto mío —dijo ella, y fue la primera vez que Keith captó resentimiento en su voz.

—Estábamos separados y ahora hemos vuelto, estamos empezando a volver.

—Claro —dijo ella.

Era la segunda vez que cruzaba el parque. Sabía por qué estaba aquí pero no podría habérselo explicado a otra persona y no tenía por qué explicárselo a ella. Daba igual que hablasen o no hablasen. Estaría bien no hablar, respirando el mismo aire, o que ella hablara y él escuchara, o que fuera de día o que fuera de noche.

Ella dijo:

—Fui a St. Paul ayer. Quería estar con gente, concretamente allí. Sabía que allí encontraría gente. Estuve mirando las flores y los objetos personales que la gente dejaba, los monumentos conmemorativos de andar por casa. No miré las fotos de los desaparecidos. Eso no pude hacerlo. Estuve una hora sentada en la capilla y la gente venía a rezar o se limitaba a dar una vuelta, mirando, leyendo las placas de mármol. En memoria de, en memoria de. Entraron tres miembros de un equipo de rescate y traté de no mirarlos, y luego entraron otros dos.

Había estado casada durante un breve periodo de tiempo, diez años atrás, un error tan efímero que apenas le dejó cicatrices. Eso fue lo que dijo. El marido murió unos meses después de que terminara el matrimonio, en un accidente automovilístico, y su madre le echaba la culpa a Florence. Esa cicatriz sí le quedó.

—Morirse es un hecho corriente, digo yo.

—No cuando es uno quien muere. Ni cuando es alguien a quien conocemos.

—No digo que no debamos afligirnos. Sólo que, ¿por qué no lo dejamos en manos del Señor? —dijo ella—. ¿Por qué no hemos aprendido eso, con las pruebas que nos han ido aportando todos los muertos? Se supone que creemos en Dios pero entonces por qué no obedecemos las leyes del universo divino, que nos enseñan lo pequeños que somos y dónde vamos todos a acabar.

—No puede ser tan sencillo.

—Los hombres que hicieron esto. Están en contra de todo lo que nosotros defendemos. Pero creen en Dios —dijo ella.

—¿El Dios de quién? ¿Qué Dios? Ignoro qué significa creer en Dios. Nunca pienso en ello.

—Nunca piensa en ello.

—¿No le parece a usted bien?

—Me horroriza —dijo ella—. Yo siempre he sentido la presencia de Dios. Hablo con Él a veces. No tengo que ir a la iglesia para hablar con Él. Voy a la iglesia, pero no, comprende, una semana sí, una semana no… ¿Cuál es la palabra?

—Religiosamente —dijo él.

Logró hacerla reír. Parecía estar mirándolo por dentro mientras se reía, con los ojos muy vivos, viendo algo que Keith no adivinaba. Había en Florence un elemento que siempre estaba cerca del desamparo emocional, recuerdo de una herida sufrida o de una pérdida soportada, quizá de toda la vida, y la risa era una especie de despojamiento, una liberación física de alguna congoja, piel muerta, aunque fuera sólo por un momento.

Se oía música en una habitación del fondo, algo clásico y familiar, pero Keith no conocía ni el compositor ni el nombre de la pieza. Nunca sabía esas cosas. Bebían té y charlaban. Ella habló de la torre, retomando el asunto, claustrofóbicamente, el humo, el encerradero de cuerpos, y él comprendió que podían hablar de aquellas cosas sólo entre ellos, con todo su diminuto detalle aburrido, que nunca resultaría ni aburrido ni prolijo porque estaba dentro de ellos ahora y porque él necesitaba escuchar lo que había perdido en los rastreos de la memoria. Era el tono de delirio que les correspondía, la realidad ofuscada que habían compartido en las escaleras, las profundas espirales descendentes de hombres y mujeres.

Prosiguió la charla, surgió el tema del matrimonio, de la amistad, del futuro. Keith era un aficionado en esto pero habló de bastante buen grado. Lo que más hacía era escuchar.

—Lo que llevamos dentro. De eso se trata, a fin de cuentas —dijo ella remotamente.

El coche se estrelló contra un muro. La madre de él le echó la culpa a Florence porque si aún hubiera estado casado él no habría ido en ese coche por aquella carretera y puesto que era ella quien había liquidado el matrimonio, de ella era la culpa, a ella le tocaba la cicatriz.

—Me llevaba diecisiete años. Suena tan trágico. Un viejo. Era ingeniero, pero trabajaba en correos.

—Bebía.

—Sí.

—Iba bebido la noche del accidente.

—Sí. Fue por la tarde. A plena luz del día. Ningún otro coche implicado.

Keith le dijo que ya tenía que marcharse.

—Claro. Tiene usted que marcharse. Así es como pasan las cosas. Todo el mundo lo sabe.

Era como si estuviese echándoselo en cara, lo de marcharse, lo de haberse casado, el irreflexivo gesto de volverse a juntar, y al mismo tiempo no parecía estarse dirigiendo a él, en absoluto. «Está hablándole a la habitación, a sí misma», pensó Keith, estaba hablando hacia atrás en el tiempo, dirigiéndose a alguna otra versión de sí misma, una persona que pudiera confirmar la torva familiaridad del momento. Deseaba que quedase constancia oficial de sus sentimientos y necesitaba decir las palabras pertinentes, aunque no necesariamente a Keith.

Pero él siguió en su asiento.

Dijo:

—¿Qué música es ésa?

—Tengo que hacerla desaparecer, creo. Es como la banda sonora de las viejas películas, cuando él y ella corren entre los brezos.

—Diga la verdad. Le encantan esas películas.

—Y la música también. Pero sólo cuando acompaña la película.

Lo miró y se puso en pie. Pasó junto a la puerta principal y se adentró por el pasillo. Era una mujer corriente, menos cuando se reía. Era una mujer del metro. Llevaba faldas anchas y zapatos lisos y estaba algo entrada en carnes y quizá fuera de movimientos un poco torpes, pero cuando se reía la naturaleza destellaba, desvelamiento de algo oculto a medias y deslumbrante.

Negra de piel clara. Una de esos extraños especímenes de lenguaje dudoso y raza inquebrantable pero las únicas palabras que para él significaban algo eran las que ella había dicho y aún diría.

Hablaba con Dios. Puede que Lianne también tuviera esas conversaciones. No estaba seguro. O largos monólogos atribulados. O pensamientos tímidos. Cuando ella sacaba el tema o pronunciaba el nombre, él se quedaba en blanco. El asunto era demasiado abstracto. Aquí, con una mujer a quien apenas conocía, el asunto parecía inevitable, y otros asuntos, otras preguntas.

Oyó que la música cambiaba a algo con zumbido y dinamismo, voces rapeando en portugués, cantando, silbando, con guitarras y percusión detrás, saxofones maníacos.

Primero se le había quedado mirando y luego él la había observado mientras pasaba por delante de la puerta principal y se adentraba en el pasillo y ahora sabía que le tocaba seguirla.

Estaba junto a la ventana, dando palmadas a ritmo. Era un dormitorio pequeño, sin sillas, y él se sentó en el suelo y se quedó mirándola.

—Nunca he estado en Brasil —dijo ella—. Es un sitio en el que pienso de vez en cuando.

—Estoy en tratos con alguien. Muy preliminares. Para un trabajo en el que hay inversores brasileños. Voy a necesitar un poco de portugués.

—Todos necesitamos un poco de portugués. Todos necesitamos ir a Brasil. Este disco estaba en el reproductor que usted sacó de allí.

Él dijo:

—Sigue.

—¿Qué?

—Baila. Tú quieres bailar, yo quiero mirarte.

Se quitó los zapatos y se puso a bailar, dando ligeras palmadas a ritmo y empezando a acercarse a él. Le tendió una mano y él negó con la cabeza, sonriente, y se recostó en la pared. No era ducha en esto, ella. No era algo que se habría permitido hacer estando sola, pensó él, ni con otra persona, ni para otra persona, hasta ahora. Retrocedió por la habitación, perdiéndose aparentemente en la música, con los ojos cerrados. Bailó en movimientos lentos durante cierto tiempo, ya sin dar palmadas, con los brazos levantados y lejos del cuerpo, casi en trance, y empezó a dar vueltas en el sitio, cada vez más despacio, delante de él, con la boca abierta, con los ojos abriéndose.

Allí sentado, mirándola, empezó a despojarse de la ropa.

Le ocurrió a Rosellen S., un miedo elemental desde lo más profundo de la infancia. No recordaba dónde vivía. Estaba sola en un rincón, cerca del tren elevado, desesperándose, separada de todo. Buscaba una fachada de tienda, un rótulo callejero que le dieran una pista. El mundo estaba en retirada, los más leves signos de identificación. Empezó a perder su sentido de la claridad, de la agudeza. No era tanto que estuviese perdida como que estaba cayendo, cada vez más débil. Nada se extendía a su alrededor, salvo el silencio y la distancia. Regresó por donde había venido, o por donde pensaba que había venido, y entró en un edificio y se quedó en el portal, escuchando. El sonido de las voces la condujo a una habitación donde había doce personas sentadas leyendo libros, o un libro, la Biblia. Al verla dejaron de recitar y esperaron. Ella intentó comunicarles que algo iba mal y uno de ellos miró en su bolso y encontró números a los que llamar y finalmente conectó con alguien, una hermana de Brooklyn, resultó ser, que venía con el nombre de Billie en la guía, y le pidió que se acercara al East Harlem y que recogiera a Rosellen para llevarla a casa.

Lianne se enteró de esto por el doctor Apter, al día siguiente de que ocurriera. Había sido testigo del lento declive, durante varios meses. Rosellen aún se reía de vez en cuando, intacta la ironía, una mujer pequeña de facciones delicadas y piel castaña. Se acercaban a lo inminente, todos y cada uno de ellos, con un poco de distancia aún, en este momento, para quedarse a un lado y observar cómo ocurría.

Benny T. dijo que algunas mañanas le costaba trabajo ponerse los pantalones. Carmen dijo:

—Más vale que te cueste ponértelos, que no quitártelos. Mientras puedas quitártelos, cariño, eres el mismo Benny cachondo de toda la vida.

Él se rió, dando unos cuantos zapatazos en el suelo y golpeándose la cabeza con la mano, para mayor efecto, y dijo que el problema no era de ese tipo. No lograba convencerse de que los pantalones estuvieran bien puestos. Se los ponía, se los quitaba. Comprobaba la posición de la bragueta, en la parte de delante. Verificaba el largo en el espejo, las vueltas más o menos en las puntas de los zapatos, sólo que no había vueltas. Recordaba las vueltas. Estos pantalones ayer tenían vuelta, cómo es que hoy no la tienen.

Dijo que sabía muy bien cómo sonaba eso. A él también le sonaba raro. Utilizó esa palabra, raro, evitando términos más expresivos. Pero mientras estaba ocurriendo, dijo, no lograba salir de ello. La mente y el cuerpo que verificaban la colocación del pantalón no eran suyos. Los pantalones no parecían estar bien puesto. Se los quitaba y se los volvía a poner. Los sacudía. Los miraba por dentro. Empezaba a convencerse de que aquéllos, en su casa, plegados sobre el respaldo de su silla, no eran sus pantalones.

Esperaron que Carmen dijera algo. Lianne esperaba que mencionase el hecho de que Benny no estaba casado. Buena cosa, no estar casado, Benny, con los pantalones de otro colgados en tu silla. Tu mujer tendría que explicártelo.

Pero Carmen no dijo nada esta vez.

Omar H. habló del viaje al Uptown. Era el único miembro del grupo que no vivía en la zona, sino en el Lower East End, y estaba el metro, y estaba la tarjeta de plástico que pasar por la ranura, seis veces, cambiar de torniquete, POR FAVOR, VUELVA A PASAR LA TARJETA, y el largo trayecto hasta el Uptown y el momento en que aterrizaba en algún tosco rincón del Bronx, sin saber qué había sido de las estaciones intermedias que le faltaban.

Curtis B. no encontraba su reloj. Cuando lo encontró, al final, en el botiquín, no era capaz de ponérselo, al parecer. Ahí lo tenía, el reloj. Dijo esto con gran seriedad. Ahí lo tenía, en la mano derecha. Pero la mano derecha no encontraba el camino de la muñeca izquierda. Había un vacío espacial, un hueco visual, una grieta en su campo de visión, y le llevó cierto tiempo establecer la conexión, de la mano a la muñeca, meter en la hebilla la parte de la correa terminada en punta. Para Curtis, esto era un fallo moral, un pecado por el que se traicionaba a sí mismo. Una vez, en una sesión anterior, leyó una redacción suya sobre algo ocurrido cincuenta años atrás, cuando mató a un hombre con una botella rota en una pelea de bar, tajándole la cara y los ojos y luego cortándole la yugular. Levantó la vista del papel mientras leía cortándole la yugular.

Utilizó el mismo tono, lento, sombrío, predestinado, en su relato del reloj perdido.

Bajando las escaleras Lianne dijo algo y no captó la relación hasta unos segundos después de que Keith hiciera lo que hizo. Le pegó una patada a la puerta junto a la cual pasaban. Dejó de andar, retrocedió un paso y lanzó un tremendo puntapié, impactando en la puerta con la suela del zapato.

Una vez captada la relación entre lo que ella había dicho y lo que él había hecho, lo primero que comprendió fue que la cólera de Keith no iba dirigida contra la música ni contra la mujer que la hacía sonar. Iba dirigida contra ella, contra Lianne, por lo que había dicho, por la queja que había expresado, su insistencia, la enfadosa repetición.

La segunda cosa que comprendió fue que no había tal cólera. Keith estaba totalmente tranquilo. Estaba interpretando una emoción, la de ella, en nombre de ella, en descrédito de ella. Era casi, pensó, un acto zen, un gesto para conmocionar y estimular la meditación en que se halla uno, o para invertir su sentido.

Nadie acudió a la puerta. La música no se detuvo, una figura lentamente circular de caramillos y percusión. Se miraron y se echaron ambos a reír, alto y fuerte, marido y mujer, mientras bajaban las escaleras hacia el portal.

Las partidas de póquer se jugaban en casa de Keith, donde estaba la mesa de cartas. Eran seis jugadores, los habituales, los miércoles por la noche, el redactor comercial, el publicitario, el agente hipotecario, y los demás, hombres de los que cuadran los hombros, se colocan los huevos en su sitio, dispuestos a sentarse y jugar, con cara de jugar, a poner a prueba las fuerzas que gobiernan los acontecimientos.

Al principio jugaban al póquer en sus distintas formas y variantes pero con el tiempo empezaron a reducir las opciones del repartidor. La prohibición de ciertas modalidades empezó como una broma en nombre de la tradición y la autodisciplina, pero se fue imponiendo con el tiempo, a base de discusiones sobre las aberraciones más deslucidas. Al final, el jugador más veterano, Dockery, que iba para los cincuenta, propuso jugar solamente al póquer convencional, el retroformato clásico, five-card draw, five-card stud, seven-card stud, y con la limitación de posibilidades vino la subida de las apuestas, lo cual intensificó la ceremonia de cobertura de talones para los perdedores de la larga noche.

Jugaban cada mano con un frenesí vidrioso. Toda la acción se situaba en algún lugar de detrás de los ojos, en expectativa ingenua y calculado engaño. Cada uno de ellos trataba de atrapar a los demás y poner límites a sus propios sueños falsos, el agente hipotecario, el abogado, el otro abogado, y estas partidas eran la esencia canalizada, la clara e íntima extracción de sus iniciativas cotidianas. Las cartas rozaban el tapete verde de la mesa redonda. Utilizaban la intuición y el análisis de riesgo de la guerra fría. Utilizaban la astucia y la suerte ciega. Esperaban el momento profético, el momento del envite basado en la carta que iba a entrarles, lo sabían. Vi venir una reina y ahí la tenía. Arrojaban las fichas y observaban los ojos de alrededor. Retrocedían a una especie de folclore anterior a la invención de la escritura, con petitorias a los muertos. Había elementos de desafío saludable y pura y simple mofa. Había elementos de una intención de hacer trizas la delgada y transparente virilidad del otro.

Hovanis, muerto ahora, decidió en un momento dado que no les hacía ninguna falta el seven-card stud. La mera cantidad de cartas, más probabilidades y opciones, parecía un exceso y los otros se rieron y aprobaron la norma, reduciendo las posibilidades del repartidor al five-card stud y al five-card draw.

Hubo la correspondiente subida de las apuestas.

Luego alguien planteó la cuestión de la comida. Era una broma. Había cosas de comer, sin formalismos, en platos colocados sobre las encimeras de la cocina. «Cómo vamos a mantener la disciplina», decía Demetrius, «si nos levantamos de la mesa y nos llenamos las fauces de panes, carnes y quesos pasados por tratamientos químicos». Éste era un chiste que se tomaban en serio porque levantarse de la mesa sólo estaba permitido para atender las más acuciosas necesidades de la vejiga o ante el tipo de mala suerte que obliga a un jugador a situarse delante de la ventana y quedarse mirando la marea continuada y profunda de la noche.

De manera que eliminaron la comida. Nada de comer. Daban las cartas, iban o no iban. Luego hablaban de bebidas alcohólicas. Les constaba que era una completa estupidez pero dos o tres de ellos se preguntaron si acaso podría ser razonable que limitaran la ingesta a los aguardientes oscuros, whisky, bourbon, brandy, los tonos más viriles y los más profundos e intensos destilados. Nada de ginebra, ni vodka, ni bebidas pálidas.

Disfrutaban haciendo esto, casi todos ellos. Les complacía crear una estructura a partir de trivialidades arbitrarias. Pero no Terry Cheng, que era un portentoso jugador de póquer, que a veces se pasaba veinte horas seguidas jugando por internet. Terry Cheng decía que eran todos muy superficiales y que vivían la vida de un modo muy frívolo.

Luego alguien expuso que el five-card draw era aún más permisivo que el seven-card stud y empezaron a preguntarse por qué no se les había ocurrido antes, con esa capacidad que se otorga al jugador de descartarse hasta de tres cartas, o declararse servido, o de no ir, si lo estima conveniente, y acordaron limitarse a una sola modalidad, el five-card stud, y qué sumas apostaban, qué montones de fichas resplandecientes, qué faroles y qué contrafaroles, qué bien trabajadas imprecaciones y qué venenosas miradas, alcoholes oscuros en vaso chato, humo de puro juntándose en patrones estratiformes, colosales denuestos contra uno mismo, callados… Estas energías y gestos flotantes se planteaban contra la única fuerza oponente, el hecho de las restricciones autoimpuestas, que resultaban aún más inquebrantables por ser órdenes que venían de dentro.

Nada de comer. La comida estaba excluida. Nada de ginebra ni de vodka. Nada de cerveza que no fuese oscura. Promulgaron un edicto contra toda cerveza que no fuese oscura y contra toda cerveza oscura que no fuese la Beck oscura. Lo hicieron porque Keith les contó una anécdota que conocía acerca de un cementerio alemán, de la ciudad de Colonia, donde cuatro buenos amigos, jugadores de una partida que se había prolongado durante cuatro o cinco decenios, estaban enterrados en la disposición en que se sentaban siempre, invariablemente, a la mesa de juego, con dos lápidas enfrentadas a las otras dos, cada jugador en su puesto consagrado por el tiempo.

Les encantaba esta historia. Era una bonita historia que trataba de la amistad y de los trascendentales efectos de un hábito sin nada de particular. Los hizo reverentes y reflexivos y una de las cosas que pensaron fue que tenían que hablar de la Beck oscura como única cerveza oscura, porque era una marca alemana, como alemanes eran los cuatros jugadores de póquer de la anécdota.

Alguien quiso prohibir que se hablara de deportes. Prohibieron que se hablara de deportes, de televisión, de títulos cinematográficos. Keith pensó entonces que la cosa adquiría visos de estupidez. Las normas son buenas, le replicaron, y cuanto más estúpidas mejor. Rumsey, el gran maestre de los pedos, muerto ahora, quiso revocar todas las prohibiciones. El tabaco no estaba prohibido. Sólo uno de ellos fumaba cigarrillos y tenía permiso para fumar todos los que quisiera, si no le importaba dar la impresión de hallarse indefenso y de que le faltaba algo. Casi todos los demás fumaban puros y se sentían enormes, a gran escala, bebiendo whisky o bourbon, encontrando sinónimos para las palabras proscritas, como húmedo y seco.

«No sois gente seria», decía Terry Cheng. «Tenéis que volveros serios o morir».

El repartidor lanzaba las cartas sobre el tapete verde, sin olvidarse jamás de anunciar a qué modalidad se jugaba, five-card stud, aunque fuera la única que practicaban. La pequeña ironía seca de estos anuncios fue desvaneciéndose con el tiempo y las palabras se trocaron en un ritual orgulloso, formal e indispensable, cada repartidor cuando le tocaba, five-card stud, y les encantaba hacerlo, con la cara muy seria, pues en qué otro sitio iban a encontrar esta especie de sazonada tradición ejemplificada en la innecesaria enunciación de unas cuantas palabras arcaicas.

Jugaban con tiento y lo lamentaban, se arriesgaban y perdían, caían en estados de melancolía lunar. Pero siempre había cosas que prohibir y reglas que establecer.

Luego una noche todo se vino abajo. Alguien tuvo hambre y pidió de comer. Otro dio un puñetazo en la mesa y dijo: Comida comida. Acabó convirtiéndose en un cántico que llenaba la habitación. Levantaron la prohibición de la comida y reclamaron vodka polaca, algunos de ellos. Querían bebidas claras heladas en el congelador y servidas pulcramente en vasitos escarchados. Cayeron otras prohibiciones, se reinstauraron las palabras proscritas. Apostaron y subieron las apuestas, comieron y bebieron, y a partir de ese momento volvieron a jugar variantes como high-low, acey-deucy, Chicago, Omaha, Texas hold ’em, anaconda y otras dos o tres manifestaciones aberrantes de la genealogía del póquer. Pero echaban de menos, los sucesivos repartidores, el hecho de pronunciar el nombre de una variante concreta, el five-card stud, con exclusión de todas las demás posibilidades, y trataban de no preguntarse qué pensarían de ellos los otros cuatro jugadores, los de aquel revolcadero de póquer salvaje, lápida contra lápida, de Colonia.

A la hora de cenar hablaron de un viaje que podían hacer a Utah durante las vacaciones escolares, a los altos valles y los vientos limpios, al aire respirable, a las laderas esquiables, y el chico se quedó con una galleta en la mano, mirando fijamente la comida que había en su plato.

—¿Qué te parece? Utah. Dilo. Utah. Un buen salto adelante, comparado con el tobogán del parque.

El chico miraba la comida preparada por su padre, salmón salvaje con arroz integral pegajoso.

—No tiene nada que decir. Ya ni silabeando —dijo Keith—. Acuérdate de cuando sólo hablaba silabeando. Le duró bastante.

—Más de lo que yo esperaba —dijo ella.

—Ya ni silabeando. Ha pasado a la fase siguiente de su desarrollo.

—De su desarrollo espiritual —dijo ella.

—Completo silencio.

—Absoluto e irrompible silencio.

—Utah es el sitio ideal para la gente que no habla. Vivirá en las montañas.

—Vivirá en una cueva con insectos y murciélagos.

El chico levantó lentamente la cabeza del plato, para mirar a su padre, o la clavícula de su padre, radiografiando los huesos delgados que tapaba la camisa de su padre.

—¿Cómo sabéis que lo de las sílabas era por algo del colegio? Puede que no —dijo—. Porque puede que fuera Bill Lawton. Porque puede que Bill Lawton silabee.

Lianne se recostó en su silla, sobresaltada por el mero nombre, por oírselo decir.

—Creí que Bill Lawton era un secreto —dijo Keith—. Entre los Dos Hermanos y tú. Y entre tú y yo.

—Seguramente ya se lo habrás dicho tú a ella. Seguramente ya lo sabe.

Keith la miró y ella trató de indicarle que no, que no había dicho nada de Bill Lawton. Le lanzó una mirada firme, amusgando los ojos, apretando los labios, intentando meterle el no en la sesera.

—Nadie le ha dicho nada a nadie —dijo Keith—. Cómete el pescado.

El chico reanudó su contemplación del plato.

—Porque sí que habla en sílabas.

—Vale. Y ¿qué es lo que dice?

No hubo respuesta. Lianne trató de imaginar lo que el chico pudiera estar pensando. Ahora, su padre había vuelto a casa, vivía aquí, dormía aquí, más o menos como antes, y está pensando que no se puede confiar en él, ¿verdad? Ve en este hombre una figura que se cierne sobre la casa, el hombre que ya se fue una vez y volvió y le contó a la mujer, que duerme en la misma cama que él, todo lo de Bill Lawton, así que cómo dar por sentado que mañana aún estará aquí.

Si tu hijo piensa que eres culpable de algo, con razón o sin ella, eres culpable. Y ocurre que tenía razón.

—Dice cosas que nadie sabe, menos los Dos Hermanos y yo.

—Dinos una de esas cosas. En sílabas —dijo Keith, en tono algo cortante.

—No, gracias.

—¿Es eso lo que dice o lo dices tú?

—Lo importante —dijo él, pronunciando cada palabra clara y desafiantemente— es que dice cosas sobre los aviones. Sabemos que van a venir porque él lo dice. Pero eso es todo lo que tengo permitido decir. Dice que esta vez caerán las torres.

—Las torres cayeron. Lo sabes muy bien —dijo ella en voz baja.

—Esta próxima vez, dice que caerán de verdad.

Hablaron con él. Trataron de ser rotundos y amables. Lianne no lograba localizar la amenaza que presentía, escuchando al chico. Su reposicionamiento de los hechos la asustaba de un modo inaudito. Estaba haciendo que algo fuera mejor de lo que era en realidad, dejando las torres en pie, pero la inversión del tiempo, lo tenebroso del golpe definitivo, cómo lo mejor se vuelve peor, eran elementos de un cuento de hadas fallido, espeluznante pero sin coherencia. Era el cuento de hadas que cuentan los niños, no el que les cuentan, concebido por los mayores, y Lianne volvió a llevar la conversación a Utah. Pistas de esquí y cielos auténticos.

Él miraba el plato. ¿En qué se distingue un pez de un pájaro? Uno vuela, el otro nada. Quizá fuera eso lo que estuviera pensando. No se comería un pájaro, verdad, no un jilguero ni un arrendajo azul. ¿Por qué había de comerse un pez que nada libre por el océano, atrapado con otros diez mil peces en una red gigante del Canal 27?

Uno vuela, el otro nada.

Esto era lo que notaba en él, esas tercas ideas, con la galleta empuñada.

Keith cruzó el parque y salió a la calle 90 Oeste y era extraño lo que estaba viendo ahora junto al huerto municipal, acercándosele, una mujer en mitad de la calle, a caballo, con casco amarillo y fusta, balanceándose por encima del tráfico, y le llevó un buen rato comprender que caballo y jinete habían salido de alguna cuadra cercana y se dirigían al camino de herradura del parque.

Era algo que correspondía a otro paisaje, algo insertado, un acto de magia que durante un brevísimo segundo parecía una imagen vista a medias y sólo a medias creída una vez vista, cuando el testigo se pregunta dónde ha ido a parar el significado de las cosas, árbol, calle, piedra, viento, palabras simples perdidas en la ceniza que cae.

Llegaba tarde a casa, con un aspecto reluciente y algo enloquecido. Ésta fue la época, poco antes de la separación, en que Keith tomaba hasta la más simple de las preguntas por una manifestación de interrogatorio hostil. Daba la impresión de entrar por la puerta esperando las preguntas de ella, preparado para aguantarlas mirando al frente, pero Lianne no tenía el menor interés en decir nada. Creía saberlo ya, a estas alturas. Había comprendido que no era la bebida, o no solamente eso, y seguramente tampoco un devaneo con alguna mujer. Lo escondería mejor, se decía. Era quien era, su rostro nativo, sin elemento nivelador, las demandas de la vida social.

Aquellas noches, a veces, Keith parecía a punto de decir algo, un fragmento de frase, nada más, y así acabaría todo entre ellos, todo discurso, toda forma de acuerdo establecido, los trasfondos de amor que aún perduraran. Tenía esa mirada vidriosa en los ojos y una sonrisa húmeda en la boca, un desafío a sí mismo, adolescente y terrible. Pero no ponía en palabras lo que fuera que allí hubiese, algo tan cierta y temerariamente cruel que asustaba a Lianne, expresado o no. Esa mirada la asustaba, la inclinación del cuerpo. Se paseaba por la casa con el cuerpo ligeramente inclinado, una retorcida culpa en la sonrisa, dispuesto a romper una mesa y quemarla para poder sacarse la polla y mear en las llamas.

Iban en un taxi hacia el Downtown y empezaron a agarrarse, a besarse, a palparse. Ella dijo, en murmullos urgentes: Es de cine, es de cine. En los semáforos, los peatones se paraban a mirarlos, dos o tres, dando por un instante la impresión de flotar por encima de las ventanillas, y a veces uno solo. Los otros se limitaban a cruzar, les importaba un pimiento.

En un restaurante indio el hombre de detrás del atril dijo: «No servimos mesas incompletas».

Lianne le preguntó una noche por los amigos que había perdido. Keith habló de ellos, Rumsey y Hovanis, y el que había sufrido gravísimas quemaduras, cuyo nombre ella había olvidado. En tiempos conoció a uno de ellos, Rumsey, creía que era, un momento, en algún sitio. Keith sólo habló de sus características, de sus personalidades, de si casados o solteros, de si hijos o no hijos, y con eso bastó. Lianne no quiso oír nada más.

Seguía allí, casi siempre, la música de la escalera.

Había una oferta de trabajo que Keith seguramente aceptaría, encargado de redactar borradores de contratos de venta en nombre de unos inversores brasileños metidos en transacciones inmobiliarias neoyorquinas. Tal como él lo describía, sonaba a vuelo en ala delta, con total dependencia de cómo soplara el viento.

Al principio lavaba la ropa de Keith en una carga aparte. No tenía la menor idea de por qué lo hacía. Era como si hubiera estado muerto.

Escuchaba lo que le decía y le hacía saber que lo estaba escuchando, con el alma y con el cuerpo, porque escuchar era lo que iba a salvarlos esta vez, evitarles caer en la distorsión y el rencor.

Los nombres fáciles eran los que Lianne olvidaba. Pero éste no era fácil y era un nombre de fanfarrón, como de jugador de fútbol procedente de Alabama, y así lo recordaba ella. Demetrius, que sufrió quemaduras gravísimas en la otra torre, la torre sur.

Cuando le preguntó por el maletín del armario, por qué estaba allí un día y al día siguiente había desaparecido, Keith dijo que de hecho se lo había devuelto a su dueña porque no era suyo y no sabía por qué se lo había traído del edificio.

Lo normal no era más normal de lo habitual, ni menos.

Fueron las palabras de hecho las que la hicieron pensar en lo que Keith había dicho sobre el maletín, aunque en realidad no hubiera nada que pensar al respecto, por más que eso mismo fuera lo que tantas veces decía, más o menos a cuento, durante aquellos años pasados, cuando le mentía, o la engolosinaba, o la hacía objeto de alguna treta menor.

Éste era el hombre que no se sometía a la necesidad de Lianne de palpar la intimidad, el exceso de intimidad, el ansia de preguntar, analizar, investigar a fondo, poner las cosas en claro, intercambiar secretos, contarlo todo. Era una necesidad que abarcaba el cuerpo, las manos, los pies, los órganos genitales, los olores canallescos, la suciedad cuajada, aunque todo fueran palabras o murmullos soñolientos. Lianne quería absorber todas las cosas, como una niña, desempolvar las sensaciones extraviadas, lo que fuera que pudiese respirar por los poros del otro. Solía pensar que era otra persona. Las demás personas viven existencias más auténticas.

Es de cine, seguía diciendo Lianne, con la mano de él dentro de las bragas, diciéndolo, un gemido en forma de palabras, y en los semáforos la gente se quedaba mirándolos, unos cuantos, y el taxista miraba, con o sin semáforo, brillándole los ojos en el retrovisor.

Pero también podía ser que se equivocara en lo tocante a lo normal. Quizá nada lo fuera. Quizá hubiese un profundo pliegue en la textura de las cosas, el modo en que las cosas pasan por la mente, el modo en que el tiempo se mece en la mente, que es el único sitio donde su existencia tiene significado.

Escuchaba cintas de idiomas etiquetadas Portugués Sudamericano y practicaba con el chico. Keith decía: «Hablo sólo un poco el portugués», y lo decía en inglés, con acento latino, y Justin trataba de no sonreír.

Lianne leía las necrológicas de las víctimas en los periódicos, todas las que se publicaban. No leerlas, todas, habría constituido una ofensa, un abuso del sentido de la responsabilidad y de la confianza. Pero también las leía porque tenía que hacerlo, por alguna necesidad que prefería no interpretar.

Tras la primera vez que hicieron el amor Keith estaba en el cuarto de baño, a primera hora, y ella se levantó a vestirse para su carrera matinal pero lo que hizo fue apoyarse desnuda contra el espejo de cuerpo entero, con la cara vuelta, con las manos alzadas más o menos a la altura de la cabeza. Apretó el cuerpo contra el cristal, con los ojos cerrados, y así permaneció un buen rato, casi derrumbándose contra la superficie fría, abandonándose a ella. Luego se puso el pantalón corto y la camiseta y estaba anudándose los zapatos cuando él salió del cuarto de baño, recién afeitado, y vio las nebulosas marcas de su cara, sus manos, sus pechos y sus muslos estampadas en el espejo.

Estaba sentado a la mesa, con el antebrazo izquierdo apoyado a lo largo del borde, hasta quedar con la mano colgando por fuera. Trabajaba las formas de la mano, la inclinación de la muñeca hacia el suelo, la inclinación de la muñeca hacia el techo. Empleaba la mano no afectada para aplicar presión en la mano afectada.

La muñeca estaba bien, normal. Había tirado la tablilla y dejado de utilizar el hielo. Pero se sentaba a la mesa, ahora dos o tres veces al día, recogiendo la mano izquierda en puño blando, con el antebrazo plano contra la superficie de la mesa, el pulgar alzado en determinados ejercicios. No necesitaba el pliego de instrucciones. Era automático todo, las extensiones de muñeca, las desviaciones cubitales, la mano levantada, el antebrazo plano. Contaba los segundos, contaba las repeticiones.

Había misterios de palabra y de mirada pero también esto, que cada vez que se veían había un tanteo al principio, un poco artificial.

—A veces los veo por la calle.

—Me quedé frío por un momento. Un caballo —dijo él.

—Un hombre a caballo. Una mujer a caballo. No es cosa que a mí se me ocurriría hacer —dijo Florence—. Aunque me pagaras por ello. No me subiría a un caballo.

Había timidez durante un rato y a continuación algo que facilitaba la tesitura, una mirada o un comentario burlón o el modo en que ella se pone a tararear, parodiando una desesperación social, con los ojos recorriendo la habitación. Pero la leve incomodidad de estos primeros momentos, la sensación de ser dos personas que no encajan bien, no se disipaba por completo.

—A veces cinco o seis caballos uno detrás de otro, calle arriba. Con los jinetes mirando al frente, sin apartar la vista —dijo ella—, no vaya a ser que se ofendan los aborígenes.

—Te diré lo que me sorprende.

—¿Son mis ojos? ¿Son mis labios?

—Es tu gato —dijo él.

—No tengo gato.

—Eso es lo que me sorprende.

—Te parece que soy de tener gato.

—Te veo con un gato, sin duda alguna. Aquí tendría que haber un gato frotándose contra las paredes.

Keith estaba esta vez en el sillón y ella había traído una silla de la cocina y se había sentado frente a él, con una mano puesta en su antebrazo.

—Dime que no vas a aceptar el trabajo.

—Tengo que hacerlo.

—Y ¿cuándo vamos a vernos?

—Ya encontraremos el modo.

—Quiero echarte la culpa de esto. Pero pronto me tocará a mí. Parece ser que la compañía entera va a trasladarse al otro lado del río. Con carácter permanente. Tendremos una bonita vista del Downtown. Lo que queda de él.

—Y encontrarás por ahí cerca un sitio para vivir.

Ella lo miró.

—¿Lo has dicho en serio? No me puedo creer que lo hayas dicho en serio. ¿Piensas que pondría tanto espacio entre los dos?

—Qué más da puente que túnel. Es un recorrido infernal, para hacerlo todos los días.

—No me importa. ¿Crees que me importa? Volverán a funcionar los trenes. Y si no, iré en coche.

—Vale.

—Es sólo Jersey.

—Vale —dijo él.

Pensó que iba a llorar. Pensó que las conversaciones así eran para otro tipo de personas. «Las personas tienen conversaciones así a cada rato», pensó, «en habitaciones como ésta, sentadas, mirándose».

Luego, ella dijo:

—Me salvaste la vida. ¿No lo sabes?

Él se recostó en el sillón, mirándola.

—Te salvé el maletín.

Y esperó que ella se riera.

—No puedo explicarlo, pero no, me salvaste la vida. Tras lo ocurrido, tantos muertos, tantos amigos, compañeros de trabajo, estaba casi con un pie en la tumba, casi muerta, de otro modo. No podía ver a nadie, ni hablar con nadie, ni ir de aquí a allá sin obligarme a abandonar el sillón. Luego entraste tú por la puerta. Yo seguía marcando el número de una amiga, desaparecida, es una de las fotografías que hay en todas las paredes y todas las ventanas, Davia, oficialmente desaparecida, apenas logro pronunciar su nombre, en plena noche, marcaba su número, lo dejaba sonar. Durante el día me asustaba la idea de que alguien cogiera el teléfono, alguien que supiera algo que yo no quería saber. Luego entraste tú por la puerta. Te preguntas que por qué te llevaste el maletín del edificio. Ahí tienes por qué. Para traerlo aquí. Para que nos conociésemos. Por eso lo cogiste y por eso lo trajiste aquí, para mantenerme con vida.

Keith no lo creyó, pero sí la creyó a ella. Decía lo que pensaba, lo decía de veras.

—Te preguntas qué historia hay detrás del maletín. Yo soy la historia —dijo ella.