Estaban delante de la puerta, mirando caer la lluvia fría, el viejo y el joven, tras la oración vespertina. El viento hacía derrapar la basura por la acera y Hammad ahuecó las manos ante la boca y exhaló seis o siete veces, lenta y metódicamente, sintiendo un cosquilleo de aliento cálido en las palmas. Pasó una mujer en bicicleta, pedaleando con fuerza. Él cruzó los brazos, sepultando las manos en las axilas, y escuchó la historia del viejo.
Fue fusilero en el Shatt al-Arab[2], quince años atrás, los vio acercarse por la marisma, miles de muchachos gritando. Algunos llevaban fusil, muchos no, y las armas casi abrumaban a los más pequeños, kalashnikovs, que pesaban demasiado como para llegar muy lejos con ellos. Era soldado del ejército de Saddam y ellos eran los mártires del Ayatolá, que venían a morir. Parecían salir de la tierra húmeda, una oleada tras otra, y él apuntaba y disparaba y los veía caer. Estaba flanqueado de puestos de ametralladora y el fuego se hizo tan intenso que creía estar respirando acero candente.
Hammad apenas lo conocía, a este hombre, panadero, quizá llevara diez años en Hamburgo. Rezaban en la misma mezquita, eso era todo lo que sabía, en el segundo piso de aquel destartalado edificio cuyas paredes exteriores estaban cubiertas de grafitos y eran punto de encuentro de las putas callejeras de la localidad. Ahora también conocía esto otro, el rostro del combate en la larga guerra.
Los chicos seguían llegando y las ametralladoras los segaban. Al cabo de un rato, el hombre comprendió que no valía la pena seguir disparando, que a él no le valía la pena. Aunque fueran enemigos, iraníes, shiíes, herejes, esto no era para él, verlos saltar sobre los cuerpos humeantes de sus hermanos, llevando el alma en las manos. Lo otro que comprendió fue que se trataba de una táctica militar, diez mil muchachos poniendo en escena la gloria del sacrificio propio, para distraer tropas y material militar iraquí de la verdadera concentración del ejército en retaguardia.
«La mayor parte de las naciones están gobernadas por locos», dijo.
Luego dijo que lo había lamentado dos veces, primero al ver morir a los muchachos, enviados a hacer estallar minas y arrojarse bajo los tanques y contra murallas de fuego, y luego al pensar que estaban ganando, aquellos niños, que estaban derrotándonos por su modo de morir.
Hammad escuchaba sin comentario pero le estaba agradecido a aquel hombre. Era el tipo de hombre que aún no es viejo, si se miden los años con precisión, pero que lleva encima algo más que el duro peso de la edad.
Pero los gritos de los chicos, los chillidos estridentes… El hombre le dijo que eso era lo que se oía por encima del estruendo de la batalla. Los chicos lanzaban el grito de la historia, la historia de la antigua derrota Shia y la lealtad de los vivos a los muertos y derrotados. «Ese grito aún lo tengo cerca», dijo. «No como algo ocurrido ayer sino como algo que está sucediendo siempre, que lleva más de mil años sucediendo, siempre en el aire».
Hammad decía que sí con la cabeza. Sentía el frío en los huesos, la miseria de los vientos húmedos y de las noches septentrionales. Permanecieron un rato en silencio, esperando que escampara, y siguió pensando que pasaría otra mujer en bicicleta, alguien a quien mirar, con el pelo mojado, bombeando con las piernas.
Todos estaban dejándose la barba. Uno de ellos incluso le dijo a su padre que se la dejara. Los hombres acudían al piso de la Marienstrasse, unos de visita, otros a vivir, hombres entrando y saliendo todo el tiempo, dejándose la barba.
Hammad estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, comiendo y escuchando. Se hablaba de fuego y de luz, la emoción era contagiosa. Estaban en este país para adquirir formación técnica pero en estas habitaciones hablaban de la lucha. Todo aquí era retorcido, hipócrita, la corrupción de Occidente era mental y física, decidido a hacer añicos el islam, hacerlo migas para los pájaros.
Estudiaban arquitectura e ingeniería. Estudiaban planificación urbana y uno de ellos maldecía el modo de construir de los judíos. Los judíos hacen tabiques demasiado delgados, pasillos demasiado estrechos. Los judíos habían puesto la taza del váter de este piso demasiado cerca del suelo de manera que el líquido al salir del cuerpo ha de recorrer un trayecto excesivamente largo y hace ruido y salpica, y se oye desde la habitación contigua. Gracias a las delgadas paredes judías.
Hammad no estaba seguro de que aquello fuese divertido, verdadero o estúpido. Escuchaba todo lo que decían ellos, atentamente. Era un hombre corpulento, desmañado, y toda su vida había pensado que dentro de su cuerpo se escondía una energía sin nombre, tan sellada que resultaba imposible liberarla.
No sabía cuál de ellos le había dicho a su padre que se dejara la barba. Decirle a tu padre que se deje la barba. No era algo que normalmente se recomendase.
El hombre que llevaba los debates, éste era Amir y poseía una gran intensidad, un hombre pequeño y correoso que le hablaba a Hammad a la cara. Era muy genio, comentaban otros, y él les dijo que un hombre puede permanecer para siempre en la misma habitación, haciendo anteproyectos, comiendo y durmiendo, incluso rezando, incluso conspirando, pero en un momento dado tenía que salir. Aunque la habitación sea un lugar de rezo, no puede permanecer en ella toda la vida. El islam es el mundo de fuera del cuarto de rezos, igual que el de las sūrahs del Corán. El islam es la lucha contra el enemigo, próximo y alejado, en primer lugar los judíos, por todo lo injusto y aborrecible, y luego los estadounidenses.
Necesitaban espacio propio, en la mezquita, en el cuarto de rezos portátil de la universidad, aquí en el piso de la Marienstrasse.
Había siete pares de zapatos colocados a la puerta del piso. Hammad entró y estaban hablando y discutiendo. Uno de los hombres había combatido en Bosnia, otro evitaba el contacto con perros y mujeres.
Veían vídeos de la yihad en otros países y Hammad les habló de los niños soldados corriendo por el barro, los saltadores de minas, que llevaban las llaves del paraíso colgando del cuello. Lo miraron de arriba abajo, lo hicieron callar hablando ellos. De aquello hacía mucho tiempo y no eran más que chavales, le dijeron, ninguno era digno de compasión.
A última hora, una noche, tuvo que pasar por encima de la forma postrada de un hermano rezando en su camino hacia el váter para hacerse una paja.
El mundo cambia primero en la mente del hombre que quiere cambiarlo. El tiempo está llegando, nuestra verdad, nuestra vergüenza, y todo hombre se convierte en el otro, y el otro aún en otro, y luego no hay separación.
Amir le hablaba a la cara. Su nombre completo era Mohamed Mohamed al-Amir as-Sayid Atta.
Estaba la sensación de historia perdida. Llevaban demasiado tiempo aislados. De esto era de lo que hablaban, de verse arrinconados por otras culturas, otros futuros, la voluntad, que todo lo abarca, de los mercados del capital y de las políticas exteriores.
Éste era Amir, su mente estaba en lo más alto del cielo, dando sentido a las cosas, poniéndolas juntas.
Hammad conocía a una mujer que era alemana, siria, cualquiera sabe, un poco turca. Tenía los ojos oscuros y un cuerpo blando que gustaba del contacto. Fueron arrastrando los pies hasta el catre de ella, se abrazaron con fuerza, con la compañera de la chica al otro lado de la puerta estudiando inglés. Todo ocurría en segmentos de lugar y tiempo ocupados por muchas personas. Sus sueños parecían comprimidos, habitaciones pequeñas, casi desnudas, soñados a toda velocidad. A veces él y las dos mujeres practicaban burdos juegos de palabras, inventando rimas sin sentido en cuatro lenguas chapurreadas.
No conocía el nombre de la agencia alemana de seguridad en ningún idioma. Algunos de los hombres que pasaban por el piso eran peligrosos para el Estado. Leían los textos, disparaban las armas. Seguramente estaban siendo vigilados, el teléfono pinchado, las señales interceptadas. Preferían de todas formas hablar en directo. Sabían que todas las señales que surcan el aire pueden ser interceptadas. El Estado posee sitios de microondas. El Estado posee estaciones terrestres y satélites, puntos de intercambio de la Red. Hay cámaras de reconocimiento capaces de retratar a un escarabajo pelotero desde una altura de cien kilómetros.
Pero nos encontramos cara a cara. Un hombre llega de Kandahar, otro de Riyadh. Nos encontramos directamente en el piso o en la mezquita. El Estado posee fibras ópticas pero el poder es impotente contra nosotros. Cuando mayor es el poder, más impotente. Nos encontramos por los ojos, por la palabra y la mirada.
Hammad y otros dos fueron a buscar a un hombre en la Reeperbahn. Era tarde y hacía un frío pelón y al fin lo vieron salir de una casa a media manzana de distancia. Uno de los hombres lo llamó por su nombre, luego el otro. Él los miró y se quedó esperando y Hammad se adelantó y lo golpeó tres o cuatro veces y el hombre cayó. Los otros hombres se adelantaron y le dieron patadas. Hammad no se había enterado de cómo se llamaba hasta que los otros dos gritaron su nombre y no sabía muy bien de qué iba la cosa, de que el tipo había pagado a una puta albanesa para acostarse con ella o de que no se dejaba barba. Hammad observó que no tenía barba, antes de asestarle el golpe.
Comieron carne espetada en un restaurante turco. Le mostró a la chica las especificaciones dimensionales que hacía en clase, en sus estudios de dibujo técnico, que cursaba sin entusiasmo. Se sentía más inteligente cuando estaba con ella porque ella lo fomentaba, haciéndole preguntas o sencillamente siendo ella misma, manifestando curiosidad por las cosas, incluidos sus amigos de la mezquita. Sus amigos le proporcionaban un motivo para ser misterioso, una circunstancia que ella encontraba interesante. Su compañera de habitación oía las serenas voces que le hablaban en inglés por los auriculares. Hammad la molestaba pidiéndole lecciones, preguntándole palabras y frases, y vamos a saltarnos la gramática. Había un apremio, un impulso que hacía difícil ver más allá del minuto concreto. Él huía por entre los minutos y sentía la atracción de un enorme paisaje futuro que se abría, todo montañas y todo cielo.
Pasaba tiempo ante el espejo mirándose la barba, sabiendo que no debía arreglársela.
Sintió algo de deseo por la compañera de habitación cuando la vio montar en bicicleta pero trató de no meter tal ansia en la casa. Su chica se aferraba a él y entre ambos estropeaban el catre. Ella quería que captara su presencia, dentro y fuera. Comían falafel envuelto en pan de pita y a veces quería casarse con ella y tener niños pero eso era sólo en los minutos siguientes a su salida del piso, cuando iba como un futbolista que recorre el campo recién marcado un gol, todo mundo, con los brazos abiertos de par en par.
El tiempo está llegando.
Los hombres iban a cafés de internet y recogían datos sobre escuelas de vuelo norteamericanas. Nadie llamaba a su puerta en mitad de la noche y nadie los detenía en la calle para hacerles enseñar el forro de los bolsillos y cachearlos en busca de armas. Pero sabían que el islam estaba siendo atacado.
Amir lo miró, penetrando hasta lo más bajo de su ser. Hammad sabía lo que iba a decir. «Te pasas el rato comiendo, con glotonería, nunca ves el momento de iniciar tus oraciones». Había más. «Estás con una desvergonzada, arrastrando tu cuerpo sobre el suyo. ¿Qué diferencia hay entre tú y los otros, los de fuera de nuestro espacio?».
Cuando Amir dijo las palabras, hablándole a la cara, las moduló con sarcasmo.
«¿Estoy hablando en chino? ¿Soy tartamudo? ¿Muevo mis labios pero de mi boca no brotan palabras?».
Hammad en cierto modo pensó que aquello era injusto. Pero cuanto más de cerca se examinaba, más verdaderas le parecían las palabras. Tenía que luchar contra la necesidad de ser normal. Tenía que luchar consigo mismo, primero, y luego contra la injusticia que perseguía sus vidas.
Leyeron los versos coránicos de la espada. Estaban resueltos, decididos a convertirse en una sola mente. Combátelo todo menos a los hombres con quienes estás. Conviértete en la sangre que corre en los otros.
A veces había diez pares de zapatos a la puerta del piso, once pares de zapatos. Ésta era la casa de los seguidores, así la llamaban, dar al-ansar, y eso eran, seguidores del Profeta.
La barba tendría mejor aspecto si se la arreglara. Había normas ahora, sin embargo, y estaba dispuesto a seguirlas. Su vida poseía estructura. Las cosas estaban claramente definidas. Estaba convirtiéndose en uno de ellos ahora, aprendiendo a tener el mismo aspecto que ellos y a pensar como ellos. Era algo inseparable de la yihad. Rezaba con ellos para estar con ellos. Iban convirtiéndose en hermanos totales.
La mujer se llamaba Leyla. Ojos bonitos y tacto sabio. Le dijo que iba a estar fuera una temporada, pero que sin duda alguna regresaría. Pronto empezaría a existir en calidad de recuerdo poco fiable, más tarde sería nada.