Entró en el parque por la Engineer’s Gate, donde los corredores hacían estiramientos y flexiones antes de echarse a la pista. Hacía un día cálido y tranquilo, y él iba andando por el sendero paralelo al camino de herradura. Tenía donde ir pero no tenía prisa alguna en llegar. Se quedó mirando a una anciana que ocupaba un banco y pensaba lejanamente en algo, sosteniendo una manzana verde pálido contra la mejilla. La zona estaba cerrada al tráfico y pensó que al parque se viene a ver gente, a ver personas que en la calle son sombras. Había gente corriendo más arriba, a la izquierda, en la pista del embalse[1], y más gente en el camino de herradura, justo por encima, y más corredores aún en la calzada, hombres con mancuernas, corriendo, y mujeres que trotaban en pos de cochecitos de niño, empujando bebés, y corredores llevando perros de la correa. «Al parque se viene a ver perros», pensó.
La pista torcía hacia el oeste y lo adelantaron tres chicas en patines, con los auriculares puestos. Lo ordinario, tan normalmente imperceptible, le produjo un extraño efecto, casi onírico. Iba con el maletín a cuestas y quería dar media vuelta. Cruzó la pendiente y dejó atrás las canchas de tenis. Había tres caballos amarrados a la valla, con cascos de policía atados a las sillas. Una mujer lo adelantó corriendo, hablándole a alguien, miserablemente, por el móvil, y le entraron ganas de arrojar el maletín al embalse y volverse a casa.
La mujer vivía muy cerca de la Ámsterdam Avenue y él subió a pie los seis pisos. Le pareció que vacilaba, cuando lo dejó entrar, incluso, extrañamente, un poco cansada, y él se puso a explicar, como había hecho por teléfono el día antes, que no había querido retrasar la devolución del maletín. Ella estaba diciendo algo sobre las tarjetas de crédito de la cartera, que no las había cancelado porque, bueno, todo había desaparecido, pensó que todo estaba bajo tierra, todo perdido para siempre, y ambos dejaron de hablar para empezar de nuevo al mismo tiempo, hasta que ella hizo un pequeño gesto de futilidad. Él dejó el maletín en una silla que había junto a la puerta y se aproximó al sofá, diciendo que no podía quedarse mucho rato.
Era una mujer negra de piel clara, de la edad de él, más o menos, de aspecto amable, y algo entrada en carnes.
Él dijo:
—Cuando encontré su nombre en el maletín, tras haber encontrado su nombre y haberla localizado a usted por la guía de teléfonos, cuando ya estaba marcando el número, entonces fue cuando se me ocurrió.
—Sé lo que va usted a decir.
—Pensé: ¿por qué estoy actuando sin hacer alguna otra comprobación, si ni siquiera sé si esta persona está viva?
Hubo una pausa y él se percató del tono tan bajo en que ella había hablado dentro de su intranquilo comentario.
—Tengo té de hierbas —dijo ella—. O agua con gas, si quiere usted.
—Agua con gas. Agua mineral. Hay una botella pequeña en el maletín. Déjeme recordar. Poland Spring.
—Poland Spring —dijo ella.
—Bueno, quiere usted comprobar si falta algo.
—No, claro que no —dijo ella, en voz queda.
Permanecía en pie ante la puerta de la cocina. El pequeño retumbo del tráfico sonaba al otro lado de las ventanas.
Dijo él:
—Mire, lo que pasó fue que no sabía que lo tenía. Ni siquiera puede decirse que lo olvidara. No creo que lo supiera.
—Creo que no sé cómo se llama.
—¿Keith? —dijo él.
—¿Ya me lo había dicho?
—Sí, creo que sí.
—La llamada telefónica me pilló tan desprevenida.
—Es Keith —dijo él.
—¿Trabajaba usted en Preston Webb?
—No, un piso más arriba. Una compañía pequeña, Royer Properties.
Ahora se había puesto en pie y se disponía a marcharse.
—Preston ha crecido de un modo tan descontrolado. Creí que era que no nos habíamos cruzado por los pasillos.
—No, Royer. Acaban de dejarnos en cuadro —dijo él.
—Nosotros estamos a la espera, a ver qué pasa, cuando nos instalemos en otro sitio. No pienso mucho en ello.
Hubo un silencio.
Él dijo:
—Éramos Royer y Stans. Luego a Stans lo llevaron ante los tribunales.
Finalmente se desplazó en dirección a la puerta y luego cogió el maletín. Se detuvo cuando alcanzaba con la mano el pomo de la puerta y se quedó mirándola, de lado a lado de la habitación, y la mujer sonreía.
—¿Por qué he hecho esto?
—La costumbre —dijo ella.
—Estaba dispuesto a salir de su casa llevándome un objeto que le pertenece. Vuelta a empezar. Su inestimable herencia familiar. Su teléfono móvil.
—La cosa esa. Dejó de hacerme falta en cuanto dejé de tenerlo.
—Su cepillo de dientes —dijo él—. Su tabaco.
—¡Cielos! ¡Mi pecado inconfesable! Pero lo he reducido a cuatro al día.
Le indicó que volviera al sofá trazando un amplio arco con el brazo, un barrido de agente de tráfico, trazado para que todo fluya normalmente.
Sirvió té y un plato de galletas de azúcar. Se llamaba Florence Givens. Colocó una silla de la cocina al otro lado de la mesa de centro y se sentó en diagonal.
Él dijo:
—Lo sé todo de usted. Un cepillo de dientes sónico. Se lava usted los dientes con ondas de sonido.
—Soy una loca de los cachivaches. Me encantan.
—¿Por qué tiene usted una grabadora de voz mejor que la mía?
—Creo que la he usado dos veces.
—Yo sí que usaba la mía, pero luego nunca la escuchaba. Me gustaba hablar en ella.
—¿Qué le decía usted, cuando le hablaba?
—No sé. Queridos compatriotas —dijo él.
—Yo pensé que todo estaba perdido para siempre. No denuncié la pérdida del permiso de conducir. No he hecho nada, básicamente, aparte de estar aquí sentada.
Una hora después aún seguían hablando. Las galletas eran pequeñas y malas, pero él siguió mordisqueándolas, sin pensar, comiéndose solamente el primer bocadito de bebé y dejando los restos mutilados amontonarse en el plato.
—Estaba delante de mi ordenador y oí acercarse el avión pero sólo cuando ya me había caído al suelo. Así de rápido fue —dijo ella.
—¿Está segura de haber oído el avión?
—El impacto me tiró al suelo y luego oí el avión. Creo que fueron los aspersores, eso es lo que creo recordar. Lo seguro es que en cierto momento estaba totalmente mojada.
Él comprendió que la mujer no había querido decir eso. Sonaba íntimo, estar totalmente mojada, y tuvo que hacer una pausa.
Él esperó.
—Mi teléfono sonaba. Ahora estaba delante de mi mesa, no sé, nada más que por sentarme, por estabilizarme, y cogí el teléfono. De pronto estábamos hablando, hola, soy Donna. Es mi amiga Donna. Le pregunto si ha oído eso. Me está llamando de su casa, de Filadelfia, para hablar de una posible visita. Yo le dije: ¿has oído eso?
Repasó todo ello lentamente, recordando según hablaba, haciendo frecuentes pausas para mirar el espacio, para volver a ver las cosas, los edificios derrumbados y las escaleras bloqueadas, el humo, siempre, y la pared caída, el muro de mampostería, e hizo una pausa para encontrar la palabra y él permaneció a la espera, mirándola.
«Estaba ofuscada y no tenía sentido del tiempo», dijo ella.
Había agua corriendo o cayendo en algún sitio, fluyendo de alguna parte.
Los hombres se arrancaban la camisa y se envolvían la cara con ellas, a guisa de máscaras, por el humo.
Vio una mujer con el pelo quemado, el pelo quemado y humeante, pero ahora no estaba segura de si lo había visto o se lo había contado alguien.
Momentos en que hubieron de caminar a ciegas, tan espeso era el humo, con la mano en el hombro del que iba delante.
Perdió los zapatos, o se los quitó, y había una corriente de agua en algún sitio, cerca, como un arroyo que baja desde lo alto de la montaña.
La escalera estaba abarrotada de gente, ahora, y la marcha era lenta, por los que llegaban de otros pisos.
—Alguien dijo: «asma». Ahora, al hablar, voy recordándolo poco a poco. «Asma, asma». Una mujer como desesperada. Hubo caras de pánico. Entonces fue cuando me caí, creo, bajé de golpe, cinco o seis escalones, y me di de bruces contra el suelo del rellano, como si hubiera tropezado con algo, y me hice daño.
Quería contarle todo. Eso lo veía claramente, Keith. Quizá hubiera olvidado que él también estaba allí, en la torre, o quizá fuera la persona a quien tenía que contárselo, precisamente por esa razón. Comprendió que no había hablado de ello antes, no con tanta intensidad, con nadie más.
—Era el pánico a que me pisotearan, aunque anduvieron con mucho cuidado, me ayudaron, pero era la sensación de estar debajo de la gente, de que iban a pisotearme, pero el caso fue que me ayudaron y ese hombre, lo recuerdo perfectamente, ayudándome a levantarme, un anciano, sin aliento, ayudándome, hablándome hasta que pude reanudar la marcha.
Había fuego en los huecos de los ascensores.
Había un hombre que decía algo de un terremoto gigantesco. Ella se olvidó por completo del avión y estaba dispuesta a creer lo del terremoto, a pesar de haber oído el avión. Y algún otro dijo: «Yo he estado en terremotos», un hombre de chaqueta y corbata, «y esto, lo que es un terremoto, no es», un hombre distinguido, un hombre educado, un ejecutivo, «esto, lo que es un terremoto, no es».
Había cables colgando y notó que uno le rozaba el brazo. Tocó al hombre que venía detrás y él dio un respingo y soltó una imprecación y luego se echó a reír.
La gente en la escalera, la pura fuerza del caso, renqueando, gritando, quemados, algunos, pero sobre todo tranquilos, una mujer en silla de ruedas y la llevaban en volandas y la gente le hacía sitio, estrechándose para formar una sola fila en la escalera.
Su rostro contenía un serio llamamiento, algún tipo de alegato.
—Sé que no debo hablar ahora, aquí sentada, viva y a salvo, contando que me caí por las escaleras, con todo aquel terror, con tantísimos muertos.
Él no la interrumpió. La dejó hablar y no intentó tranquilizarla. ¿Por qué habría de tranquilizarla? La mujer estaba hundida en la silla, ahora, hablándole a la superficie de la mesa.
—Los bomberos pasando. Y el asma, el asma. Y alguien habló de una bomba. Los bomberos intentaban utilizar el móvil. Iban escaleras abajo marcando números.
Aquí es cuando fueron pasando de mano en mano unas botellas de agua, procedentes de algo más abajo, y refrescos, y la gente incluso hacía pequeñas bromas, el justo reparto de la propiedad.
Aquí es cuando los bomberos pasaron corriendo, escaleras arribas, adentrándose en aquello, y la gente se apartaba.
Aquí es también cuando vio a un conocido, subiendo, un empleado de mantenimiento, un hombre con quien solía intercambiar unas cuantas bromas cuando se encontraban, pasar por su lado subiendo, con una larga herramienta de hierro, algo como para abrir por la fuerza la puerta de un ascensor, quizá, y trató de recordar el nombre del objeto.
Keith quedó a la espera. Ella miraba más allá de él, pensando, y parecía importarle mucho, como si estuviera tratando de recordar el nombre de aquella persona, no el de la herramienta que transportaba.
Finalmente, Keith dijo:
—Una palanqueta.
—Palanqueta —dijo ella, pensando en la herramienta, viéndola de nuevo.
Keith pensó que él también había visto pasar por su lado a aquel hombre, cuando subía, un hombre con casco y con cinturón de herramientas y linternas, con una palanqueta en la mano, la parte doblada por delante.
No habría tenido motivo alguno para recordarlo si ella no lo hubiese mencionado. «No significa nada», pensó. Pero es que sí. Lo que le hubiera ocurrido a aquel hombre se situaba más allá del hecho de que ambos lo hubieran visto, en diferentes puntos de sus descensos, pero era importante, de alguna manera, de alguna inconcreta manera, que el hombre estuviese contenido en esas dos memorias que ahora se cruzaban, que ahora lo sacaban de la torre y lo traían a este salón.
Se inclinó hacia delante, con el codo apoyado en la mesa y la boca apretada contra la mano, y se quedó mirándola.
—Lo que hicimos fue seguir bajando. Oscuridad, luz, otra vez oscuridad. Tengo la sensación de encontrarme aún en las escaleras. Quería a mi madre al lado. Aunque viva cien años, seguiré en las escaleras esas. Fue tan largo que casi parecía normal, en cierto modo. No podíamos correr, de manera que no fue ninguna estampida. Estábamos juntos, apretados. Yo quería a mi madre al lado. Esto, lo que es un terremoto, no es, ganando diez millones de dólares al año.
Estaban ya saliendo de la zona peor del humo, y aquí fue cuando vio al perro, un ciego con su lazarillo, no muy por delante, y era como sacado de la Biblia, pensó. Daban tal impresión de tranquilidad. «Como si fuesen derramando tranquilidad en torno suyo», pensó. El perro era como una cosa totalmente tranquilizadora. Tuvieron fe en el perro.
—Al final no sé cuánto tuvimos que esperar, la oscuridad nos rodeaba por completo, pero acabamos saliendo de ella y pasamos junto a un ventanal y vimos la plaza y aquello era una ciudad bombardeada, cosas ardiendo, vimos cadáveres, ropa, trozos de metal como piezas metálicas de algo, cosas desperdigadas. Fue como dos segundos. Miré dos segundos y aparté la vista y luego cruzamos el vestíbulo subterráneo y salimos a la calle.
Eso fue todo lo que dijo durante cierto tiempo. Él se acercó a la silla de al lado de la puerta y localizó el paquete de tabaco del maletín y sacó un cigarrillo y se lo puso en los labios y luego localizó el encendedor.
—Con el humo, lo único que se veía eran las rayas del uniforme de los bomberos, brillantes, y luego personas en los cascotes, todo aquel acero, todo aquel cristal, sólo heridos sentados en el suelo, como soñando, eran como gente que sueña y sangra.
La mujer se volvió a mirarlo. Él encendió el cigarrillo y se acercó a ella y se lo ofreció. Ella echó una calada con los ojos cerrados y sin abrirlos exhaló el humo. Cuando volvió a mirar, él ya había recuperado su lugar al otro lado de la mesa, sentado en el sofá, observándola.
—Enciéndase usted uno —dijo ella.
—No, no quiero, gracias.
—Lo ha dejado.
—Hace mucho. Cuando me tomaba por deportista —dijo él—. Pero exhale un poco en mi dirección. Con eso me vale.
Transcurridos unos instantes, la mujer empezó de nuevo a hablar. Pero Keith no sabía dónde se encontraba. «Otra vez en algún punto del principio», pensó.
«Totalmente mojada», pensó, «estaba totalmente mojada».
Había gente por todas partes, empujando para meterse en la escalera. Trató de recordar cosas y rostros, momentos que pudieran explicar algo o revelar algo. Tenía fe en el perro lazarillo. El perro los llevaría a la salvación.
Estaba otra vez con lo mismo y él se disponía a escucharla de nuevo. Escuchó atentamente, tomando nota de cada detalle, tratando de localizar su propia persona entre la multitud.
Su madre lo había dicho con toda claridad, años atrás:
—Hay cierta clase de hombre, un arquetipo, modelo de fiabilidad para sus amigos hombres, todo lo que un amigo debe ser, aliado y confidente, presta dinero, da consejo, leal, etcétera, pero un verdadero infierno para las mujeres. El infierno con todas sus llamas. Cuanto más se le acerca una mujer, más le nota que no es uno de sus amigos hombres. Y más espantoso se vuelve para ella. Así es Keith. Así es el hombre con quien vas a casarte.
Así es el hombre con quien se casa.
En este momento era una presencia que se cernía sobre ella. Sobrevolaba las habitaciones la sensación de alguien que se ha ganado una respetuosa atención. Keith aún no había regresado del todo a su cuerpo. Incluso el programa de ejercicios que hacía a cuenta de su muñeca posquirúrgica parecía algo ajeno, cuatro veces al día, una extraña combinación de estiramientos y flexiones que semejaban plegarias de alguna remota provincia septentrional, entre gente reprimida, con aplicaciones periódicas de hielo. Pasaba tiempo con Justin, llevándolo al colegio y recogiéndolo, ayudándole a hacer los deberes. Estuvo una temporada con una tablilla puesta, luego se la quitó. Llevaba al chico al parque a lanzarle bolas. El chico era capaz de pasarse el día blandiendo un bate de béisbol y siendo pura e infatigablemente feliz, sin mácula de pecado, de nadie, desde el principio de los tiempos. Lanzar, recoger la pelota. Lianne los miraba jugar en un terreno, no lejos del museo, con el sol poniéndose. Cuando Keith hacía una especie de truco, utilizando la mano derecha, la que no tenía dañada, para lanzarse la bola a la propia palma y luego proyectar el brazo hacia delante propulsando la pelota hacia atrás a lo largo del antebrazo, para luego lanzarla al aire con el codo y recogerla en un golpe de revés, Lianne veía un hombre que nunca antes había conocido.
De paso hacia la calle 116, hizo un alto en la consulta que Harold Apter tenía abierta en la ochenta y tantos Este. Era algo que hacía periódicamente, para dejar fotocopias de los trabajos escritos de su grupo y hablar de su situación en general. Era allí donde el doctor Apter atendía a los pacientes de Alzheimer y otras dolencias.
Apter era un hombre pequeño, con el pelo rizado, que parecía proyectado para decir cosas divertidas, pero que nunca las decía. Hablaron del apagamiento de Rosellen S., del comportamiento esquivo de Curtis B. Lianne le dijo al doctor Apter que le gustaría aumentar la frecuencia de las reuniones a dos veces por semana. Él le dijo que sería un error.
—A partir de este momento, comprendes, todo es deterioro. Aquí, inevitablemente, trabajamos con resultados decrecientes. Su situación se irá haciendo cada vez más delicada. Tiene que haber espacio entre los contactos. No es bueno hacerlos pensar que hay prisa, que han de dejarlo todo por escrito, que han de decirlo todo antes de que sea demasiado tarde. Lo que hace falta es que miren hacia delante, no que se sientan presionados ni amenazados. Lo de escribir es buena música, hasta un momento dado. Luego, otras cosas se impondrán.
La miró penetrantemente.
—Lo que te estoy diciendo es muy simple. Todo esto es por ellos —dijo.
—¿Qué quiere decir?
—Que es de ellos —dijo él—. No te lo apropies.
Escribieron sobre los aviones. Escribieron sobre dónde estaban cuando ocurrió. Escribieron sobre conocidos suyos que se encontraban en las torres, o en sus cercanías, y escribieron sobre Dios.
«¿Cómo pudo Dios permitir que esto ocurriera? ¿Dónde estaba Dios cuando esto ocurrió?».
Benny T. se alegraba de no ser creyente, porque esto lo habría hecho perder la fe.
«Me siento más cerca de Dios que nunca», escribió Rosellen.
«Esto es diabólico. Es el infierno. Tanto fuego, tanto dolor. Dios no pinta nada en esto. Esto es el infierno».
A Omar H. le daba miedo salir a la calle en los días posteriores. Creía que la gente lo miraba.
«No los vi cogidos de la mano. Habría querido verlo», escribió Rosellen.
Carmen G. quería saber si todo lo que nos ocurre es por designio de Dios.
«Me siento más cerca de Dios que nunca, estoy más cerca, más cerca estaré, más cerca tengo que estar».
Eugene A., en una de sus raras apariciones, escribió que Dios sabe cosas que nosotros no sabemos.
«Cenizas y huesos. Eso es lo que queda del designio de Dios».
«Pero cuando cayeron las torres…», escribió Omar.
«La gente sigue contando que saltaron cogidos de la mano».
«Si Dios permite que esto ocurra, con los aviones, ¿también fue Dios quien permitió que me cortara el dedo esta mañana, haciendo rebanadas el pan?».
Escribieron y luego leyeron lo que habían escrito, por turno, y hubo observaciones y luego coloquio y luego monólogos.
—Enséñanos el dedo —dijo Benny—. Queremos besarlo.
Lianne los animaba a que hablasen y discutiesen. Quería oírlo todo, lo que cada cual decía, las cosas corrientes y las expresiones desnudas de la fe, y la profundidad del sentimiento, la pasión que saturaba la sala. Necesitaba a aquellos hombres y mujeres. El comentario del doctor Apter la inquietó, porque había algo de cierto en él. Necesitaba a aquellos hombres y mujeres. Era posible que el grupo significara más para ella que para sus miembros. Había algo precioso aquí, algo que rezuma y sangra. Estas personas eran el aliento vivo de la cosa que mató a su padre.
—Dios dice que algo ocurra, y ocurre.
—Ya no respeto a Dios, después de esto.
—Estamos sentados, escuchando, y Dios nos habla o no nos habla.
—Iba andando por la calle, camino de la peluquería, y llega alguien corriendo.
—Yo estaba en el cagadero. Sentí odio de mí mismo, después. La gente me preguntaba dónde estabas cuando pasó, y yo no se lo decía.
—Pero te has acordado de contárnoslo. Un detalle muy bonito, Benny.
Interrumpían, gesticulaban, cambiaban de tema, hablaban todos a la vez, cerraban los ojos para pensar o para asimilar el desconcierto o para revivir lúgubremente el propio suceso.
—¿Y la gente que Dios salvó? ¿Son mejores que quienes murieron?
—No nos corresponde preguntar. No preguntamos.
—Un millón de niños mueren en África y no podemos preguntar.
—Creí que era la guerra. Creí que era la guerra —dijo Anna—. Me quedé sin salir y encendí una vela. «Son los chinos», decía mi hermana, que nunca se fió de ellos con la bomba.
Lianne luchaba con la idea de Dios. Le habían enseñado a creer que la religión hace conformista a la gente. Tal es el propósito de la religión, que la gente vuelva al estado infantil. «Espanto reverencial y sumisión», decía su madre. De ahí que la religión se exprese con tanta fuerza en leyes, ceremonias y castigos. Y se expresa hermosamente, también, inspirando la música y el arte, elevando la conciencia en algunas personas, reduciéndola en otros. La gente cae en trance, la gente literalmente va a parar al suelo, la gente recorre grandes distancias arrastrándose o marcha en muchedumbres, dándose de puñaladas o azotándose. Y a otras personas, nosotros, los demás, quizá nos mezan más suavemente, quizá nos incorporemos a algo muy profundo del alma. «Fuerte y hermoso», decía su madre. Queremos trascender, queremos ir más allá de los límites de la comprensión sin riesgo, y qué mejor modo de conseguirlo que el fingimiento.
Eugene A. tenía setenta y siete años, llevaba el pelo de punta, con gel, y un aro en la oreja.
—Estoy frotando el fregadero, por una vez en mi vida, cuando suena el teléfono. Es mi ex —dice—, con quien llevo diecisiete años sin hablar, sin saber si está viva o muerta, que llama desde un sitio que no puedo ni pronunciar, en Florida. Le digo «qué pasa». Y ella dice «pasa lo que pasa». La misma falta de respeto en la voz. «Pon la tele».
—Yo tuve que vigilar a un vecino —dijo Omar.
—Diecisiete años y ni una palabra. Lo que tuvo que ocurrir para que se le pasara por la cabeza llamarme. «Pon la tele», me dice.
Seguía el diálogo cruzado.
—No le perdono a Dios lo que ha hecho.
—¿Cómo le explica uno esto a un niño cuyo padre o madre…?
—A los niños se les miente.
—Habría querido verlos, a los que se agarraron de la mano.
—Cuando ves algo que está pasando, se supone que está pasando de verdad.
—Pero Dios. ¿Fue Él o no fue Él quien hizo esto?
—Estás mirando. Pero en realidad no está pasando.
—Tiene las grandes cosas que hace. Dios sacude el mundo —dijo Curtis B.
—Le diría a alguien al menos no murió con un tubo en el estómago o llevando una bolsa para sus evacuaciones.
—Cenizas y huesos.
—Me siento más cerca de Dios, lo sé, lo sabemos, ellos lo saben.
—Éste es nuestro cuarto de plegarias —dijo Omar.
Nadie escribió una palabra sobre los terroristas. Y en el coloquio posterior a las lecturas nadie habló de los terroristas. Ella los instigó.
—Tiene que haber algo que queráis decir, algún sentimiento que expresar, diecinueve hombres que vienen aquí a matarnos.
Aguardó, sin saber muy bien qué esperaba oír. Luego Anna C. mencionó a un conocido suyo, un bombero, desaparecido en una de las torres.
Anna se había mantenido ligeramente aparte todo el tiempo, un par de exclamaciones, en tono natural. Ahora utilizaba la gesticulación para orientar su relato, sentada con las rodillas dobladas hacia dentro en su frágil silla plegable, y nadie la interrumpía.
—Si alguien sufre un ataque al corazón, le echamos la culpa. Come, come demasiado, no hace ejercicio, una falta de sentido común. Eso le dije yo a la mujer. O si alguien se muere de cáncer. Fumaba sin parar. Mike, por ejemplo. Si es cáncer, tiene que ser cáncer de pulmón, y le echamos la culpa al enfermo. Pero esto, lo que ha pasado, es demasiado grande, es como de otro sitio, de la otra punta del mundo. No puede uno llegar a esa gente ni verlos retratados en los periódicos. Puede uno ver sus caras pero ¿qué significa eso? No significa nada, ponerles nombres. Yo estoy poniendo nombres desde antes de nacer. Y no sé cómo llamar a esta gente.
Lianne sospechó lo que era. Era una reacción definida en términos de venganza, y lo acogió bien, este pequeño deseo íntimo, por inútil que resultara en mitad de una tormenta infernal.
—Muere alguien en un accidente de automóvil o cruzando la calle, atropellado, puedes matar mil veces a esa persona en tu cabeza, al conductor. En la realidad no podría uno hacerlo, para ser franca, porque no tiene uno los medios, pero se puede pensar, se puede imaginar y así obtener algo a cambio. Pero aquí, con esta gente, no puede uno ni pensarlo. No sabe uno qué hacer. Porque están a mil leguas de nuestra vida. Y, además, están muertos.
Estaba la religión, luego estaba Dios. Lianne quería no creer. No creer era el camino que conducía a la claridad de ideas y propósitos. ¿O era, sencillamente otra forma de superstición? Quería confiar en las fuerzas y procesos del mundo natural, sólo eso, realidad perceptible y empeño científico, hombres y mujeres solos en la tierra. Sabía que no existía conflicto entre la ciencia y Dios. Hay que tomarlos a ambos a la vez. Pero no quería. Estaban los sabios y filósofos que había estudiado en clase, los libros que había leído como crónicas excitantes, personales, que le provocaban sacudidas algunas veces, y estaba el sagrado arte que siempre había amado. Quienes crean esta obra son los que dudan, y también los que creen con fervor, y los que han dudado y ahora creen, de modo que ella era libre de pensar y dudar y tener fe, todo al mismo tiempo. Pero no quería. Dios la ocuparía por entero, la haría más débil. Dios sería una presencia que seguiría siendo inimaginable. Esto era lo que quería, solamente, despabilar el pulso de la vacilante fe que había mantenido durante gran parte de su vida.
Empezó a pensar al día, al minuto. Era estar aquí, solo en el tiempo, lo que daba lugar a que esto ocurriese, estar alejado de los estímulos de la rutina, de todas las fluidas formas del discurso profesional. Las cosas parecían quietas, parecían más claras a la vista, extrañamente, en formas que no lograba entender. Empezó a captar lo que estaba haciendo. Se daba cuenta de las cosas, en todas las pinceladas finales de un día o un minuto, cómo se humedecía el pulgar y con él recogía una miga de pan del plato y se la llevaba indolentemente a la boca. Sólo que ya no era tan indolente. Nada parecía familiar, estar aquí, otra vez en familia, y él mismo se encontraba extraño, o siempre se había encontrado extraño, pero era diferente ahora porque observaba.
Estaban los paseos hasta el colegio con Justin y los paseos de vuelta a casa, solo, o a algún otro sitio, sólo pasear, y luego recogía al chico del colegio y otra vez a casa. Había un contenido alborozo en aquellos momentos, una sensación casi oculta, algo que conocía pero sólo apenas, un murmullo de exposición de sí mismo.
El chico trataba de limitar su habla al silabeo, durante largos periodos de tiempo. Estarían haciéndolo en clase, un juego formal, para enseñar algo a los niños sobre la estructura de las palabras y la disciplina que hace falta para enfocar claramente las ideas. Lianne decía, medio en serio, que sonaba a totalitarismo.
—Me-a-yu-da a ir des-pa-cio cuan-do pien-so —le dijo Justin a su padre, midiendo cada palabra, anotando el recuento de sílabas.
Era también que Keith iba despacio, adentrándose poco a poco. Antes quería salir volando de la conciencia de sí mismo, noche y día, un cuerpo en crudo movimiento. Ahora se descubre derivando hacia momentos de reflexión, pensando no en unidades claras, rotundas y enlazadas, sino solamente asimilando lo que llega, extrayendo cosas del tiempo y la memoria y pasándolas a algún espacio oscurecido donde se recoge su experiencia. O se queda ahí, mirando. Se queda ante la ventana y ve lo que ocurre en la calle. Algo está siempre ocurriendo, incluso en los días más tranquilos y en lo más profundo de la noche, si mira uno el rato suficiente.
Le vino a la cabeza algo procedente de no se sabía dónde, una frase, metralla orgánica. Le sonaba, pero carecía de sentido para él. En seguida vio un coche aparcado en doble fila en la acera de enfrente y pensó en otra cosa y luego en otra.
Había los paseos al colegio y desde el colegio, la comida que cocinaba, algo que rara vez había hecho en el último año y medio porque lo hacía sentirse el último sobreviviente de la humanidad, lo de cascar huevos para la cena. Estaba el parque, toda la gama climatológica, y estaba la mujer que vivía cruzando el parque. Pero eso era otra cuestión, lo de cruzar el parque.
—Vamos a casa ya —dijo Justin.
Estaba despierta, en plena noche, con los ojos cerrados, la mente en marcha, y notó que el tiempo la acuciaba, y la amenazaba, una especie de pulsación en la cabeza.
Leía todo lo que se publicaba sobre los ataques.
Pensaba en su padre. Lo vio bajando por una escalera mecánica, en un aeropuerto quizá.
Keith dejó de afeitarse durante una temporada, interprétese como se quiera. Todo parecía significar algo. Sus vidas estaban en transición y ella buscaba señales. Aunque no le hubiera prestado especial atención, cualquier incidente podía volverle al recuerdo, con significado incluido, en episodios insomnes que duraban minutos u horas, no lo sabía con certeza.
Vivían en el último piso de una casa de ladrillo rojo, de cuatro plantas, y estos últimos días Lianne solía bajar las escaleras y oír cierto tipo de música, sollozante, laúdes y panderos y cánticos a veces, procedente del segundo piso, el mismo CD, pensó, una y otra vez, y estaba empezando a molestarle.
Leía las crónicas de los periódicos hasta que se obligaba a dejarlo.
Pero las cosas también eran normales. Las cosas eran normales de todas las maneras en que antes eran normales.
Una mujer llamada Elena vivía en aquel piso. Pensó que tal vez Elena fuera griega. Pero la música no era griega. Captaba en ella otro conjunto de tradiciones, Oriente Medio, África del Norte, cantos beduinos, quizá danzas sufíes, música localizada en la tradición islámica, y se le pasó por la cabeza llamar a la puerta y decir algo.
Le dijo a la gente que quería salir de la ciudad. Los demás no se la tomaban en serio y se lo decían y ella los odiaba un poco, y odiaba su propia transparencia, y los pequeños pánicos por los que ciertos momentos del día se parecían a los frenéticos merodeos sin rumbo de este mismo momento de la noche, con la mente siempre en marcha.
Pensó en su padre. Llevaba el apellido de su padre. Era Lianne Glenn. Su padre fue católico tradicional no practicante, devoto de la misa en latín mientras no lo obligaran a escucharla. No hacía distinción alguna entre practicantes y no practicantes. Lo único que importaba era la tradición, pero no dentro de su trabajo, nunca en su trabajo, sus proyectos de edificios y otras estructuras, situados sobre todo en comarcas remotas.
Pensó que podía adoptar una actitud de falsa urbanidad, como táctica, como medio de replicar a una ofensa con otra. La oían sobre todo en la escalera, decía Keith, al bajar o al subir, «y, total, no es más que música», decía, «así que por qué no te olvidas de ella».
El piso no era suyo, vivían de alquiler, como en la Edad Media.
Lianne quería llamar a la puerta y decirle algo a Elena. Preguntarle de qué iba la cosa. Adoptar una postura. En eso consiste propiamente la represalia. Preguntarle por qué está poniendo esa música, concretamente, en este momento tan altamente delicado. Utilizar el lenguaje de un coinquilino preocupado.
Leía necrológicas de las víctimas en los periódicos.
De pequeña quería ser su madre, su padre, alguna de sus compañeras de clase, un par de ellas, que parecían moverse con especial facilidad, decir cosas que sólo importaban por el modo en que las decían, con facilidad de brisa, como el vuelo de un pájaro. Durmió con una de ellas, se tocaron un poco y se besaron una vez y lo tomó por un sueño del que se despertaría en la mente y en el cuerpo de la otra chica.
Llamar a la puerta. Mencionar el ruido. No decir música, decir ruido.
Son ellos quienes piensan todos igual, hablan igual, comen la misma comida al mismo tiempo. Sabía que no era verdad. Decían las mismas oraciones, palabra por palabra, en la misma postura orante, día y noche, siguiendo el arco del sol y de la luna.
Necesitaba dormir ahora. Necesitaba que cesase el ruido de dentro de su cabeza y volverse del lado derecho, hacia su marido, y respirar su aire y dormir su dormir.
Elena era administrativa o llevaba un restaurante, y estaba divorciada y vivía con un perro grande, y quién sabe qué más.
Le gustaba el vello facial de Keith, el pelo estaba bien, pero no se lo dijo. Dijo una cosa, sin interés, y lo miró pasarse el dedo por la barba, señalándose a sí mismo su presencia.
Le dijeron: «¿Salir de la ciudad? ¿Para qué? ¿Para ir adónde?». Era el habla de Nueva York, llevada a la perfección allí mismo, cosmocéntrica, sonora y contundente, pero la sentía en el fondo del corazón, no menos que ellos.
Hacer esto. Llamar a la puerta. Adoptar una postura. Hablar del ruido como tal ruido. Llamar a la puerta, mencionar el ruido como tal ruido, apelar abiertamente al fingimiento de la buena educación y la calma, la parodia de la coinquilina amable que todos los demás coinquilinos tienen en tal consideración, y dejar caer suavemente lo del ruido. Pero hablar del ruido sólo como tal ruido. Llamar a la puerta, hablar del ruido, adoptar una postura de suave calma, claramente falsa, y no aludir al tema subyacente de cierto tipo de música como forma de afirmación religiosa y política, precisamente ahora. Ir entrando poco a poco en el lenguaje del inquilino ofendido. Preguntarle si el piso es suyo o está de alquiler.
Se volvió del lado derecho, hacia su marido, y abrió los ojos.
Ideas llegadas de ningún sitio, de algún otro sitio, de alguna otra persona.
Abrió los ojos y se sorprendió, incluso ahora, de verlo ahí en la cama, junto a ella, flaca sorpresa, a estas alturas, quince días después de los aviones. Habían hecho el amor por la noche, antes, no sabía muy bien cuándo, podría hacer dos o tres horas. Algo que quedaba atrás, en algún sitio, un yacer de cuerpos abiertos pero también de tiempo, el único intervalo que había experimentado en esos días y noches que no fuese forzado o distorsionado, marcado por la presión de los acontecimientos. Fue el sexo más tierno que con él había conocido. Lianne notó que tenía saliva en la comisura de la boca, en el lado que se aplastaba contra la almohada, y lo miró a él, con el rostro vuelto hacia arriba, con la cabeza en claro perfil contra la desvaída luz del alumbrado público.
Nunca se había sentido a gusto con esa palabra. Mi marido. No era un marido. La palabra esposo le pareció en su momento cómica, aplicada a él, y marido sencillamente no encajaba. Era alguna otra cosa, en algún otro sitio. Pero ahora sí utiliza la palabra. Considera que está madurando en su interior, un maridaje, aunque le consta que esta otra palabra es muy distinta.
Lo que ya está en el aire, en los cuerpos de los jóvenes, y lo que vendrá a continuación.
En la música había momentos que sonaban a respiración forzada. Lo oyó un día en la escalera, un interludio consistente en hombres respirando según un patrón rítmico urgente, una liturgia de inspiración-espiración, y otras voces en otros tiempos, voces en trance, voces en recitativo, mujeres en lamentos devotos, mezcolanza de voces de pueblo con fondo de tambores de mano y palmadas.
Se quedó mirando a su marido, el rostro vacío de expresión, neutral, no muy diferente de su aspecto durante la vigilia.
Muy bien, la música es bonita pero por qué ahora, qué se trata de demostrar, y cómo se llama esa cosa parecida a un laúd que se toca con el cañón de una pluma de águila.
Le puso la mano en el pecho que latía.
El momento, por fin, de irse a dormir, siguiendo el arco del sol y de la luna.
Acababa de regresar de su carrera matutina y permanecía de pie, sudorosa, junto a la ventana de la cocina, bebiendo agua de una botella de litro y mirando a Keith desayunar.
—Pareces una loca corriendo por las calles. ¿Por qué no vas al embalse?
—Según tú, las mujeres tenemos más pinta de locas que los hombres.
—Sólo por la calle.
—Me gusta la calle. Esa hora de la mañana en la que algo ocurre en la ciudad, a la orilla del río, las calles casi vacías, los coches tocando la bocina en el Drive.
—Respira hondo.
—Me gusta correr junto a los coches, en el Drive.
—Respira hondo —dijo él—. Deja que los humos se te arremolinen en los pulmones.
—Me gustan los humos. Me gusta la brisa del río.
—Corre desnuda —dijo él.
—Hazlo tú, y también lo hago yo.
—Yo lo hago si lo hace el niño —dijo él.
Justin estaba en su cuarto, un sábado, dando los últimos retoques, los últimos golpes de dedo, a un retrato de su abuela que había estado haciendo a lápiz de cera. Eso, o pintando un pájaro para el colegio, lo que le recordó algo a Lianne:
—Se lleva los prismáticos a casa de los Dos Hermanos. ¿Tienes idea de por qué puede ser?
—Están escudriñando el cielo.
—¿Para qué?
—Aviones. Es uno de ellos, la chica, creo.
—Katie.
—Katie asegura haber visto el avión que chocó con la torre uno. Dice que acababa de volver del colegio, porque no se encontraba bien, y que estaba de pie junto a la ventana cuando vio pasar el avión.
Al edificio en que vivían los Dos Hermanos había quienes lo llamaban Apartamentos Godzilla, o el Godzilla a secas. Tenía unos cuarenta pisos, en una zona de casas adosadas y otras estructuras de modesta alzada, y creaba su propio microclima, con fuertes corrientes de aire que a veces rompían contra las fachadas del edificio y tiraban al suelo a los más ancianos.
—En casa porque no se encontraba bien. ¿Hay que creérselo?
—Creo que viven en el piso veintisiete —dijo él.
—Orientado al oeste, al otro lado del parque. Eso es cierto.
—¿Fue el avión sobrevolando el parque, en su descenso?
—Puede que el parque, puede que el río —dijo ella—. Y puede que la chica estuviera en casa porque se encontraba mal o puede que se lo haya inventado.
—Lo uno o lo otro.
—Sea lo que sea, dices que están buscando más aviones.
—Esperando que vuelva a ocurrir.
—Me da miedo —dijo ella.
—Esta vez con un par de prismáticos para localizarlo mejor.
—Me da muchísimo miedo. Hay algo espantoso en esto. Malditos niños, con el poder de imaginación tan puñetero y tan retorcido que tienen.
Se acercó a la mesa y cogió media fresa del cuenco de cereales de Keith. Luego tomó asiento frente a él, pensando y masticando.
Al final dijo:
—Lo único que le he sacado a Justin. Las torres no se vinieron abajo.
—Ya le he dicho que sí.
—Y yo —dijo ella.
—Recibieron el impacto, pero no se derrumbaron. Eso es lo que dice.
—No lo vio en televisión. No quise que lo viera. Pero le dije que se habían venido abajo. Y pareció asimilarlo. Pero luego, no sé.
—Sabe perfectamente que se vinieron abajo, diga lo que diga.
—Tiene que saberlo, ¿no te parece? Y sabe que tú estabas dentro.
—Hemos hablado de ello —dijo Keith—. Pero sólo una vez.
—¿Qué dijo?
—No gran cosa. Ni yo tampoco.
—Están vigilando el cielo.
—Exacto —dijo él.
Lianne supo que había algo que había estado queriendo decir todo el rato y que por fin se convertía en percepción expresable en palabras:
—¿Ha dicho algo del hombre ese, Bill Lawton?
—Una vez. Se suponía que no debía contárselo a nadie.
—La madre de los Dos Hermanos dijo ese nombre. Siempre se me olvida contártelo. Primero porque me olvido del nombre. Los nombres fáciles siempre se me olvidan. Luego porque cuando me acuerdo no te tengo al lado para contártelo.
—Se le escapó. El nombre se le escapó. Me dijo que los aviones eran un secreto. No debo decirle a nadie que ellos tres están en el piso veintisiete escudriñando el cielo. Pero lo más importante, me dijo, es que no le hable a nadie de Bill Lawton. Luego se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Se le había escapado el nombre. Y se empeñó en que se lo prometiera el doble o por triplicado. Nadie debe saberlo.
—Incluida la madre que estuvo cuatro horas y media pariéndolo entre la sangre y el dolor. Eso explica que las mujeres vayamos corriendo como locas por las calles.
—Amén. Pero lo que ocurrió —dijo él—, es que el otro chico, el hermano pequeño…
—Robert.
—El nombre viene de Robert. Hasta ahí sé. Lo demás son conjeturas mías. Robert creyó oír cierto nombre en la televisión, en el colegio, en algún sitio. Puede que oyera el nombre una sola vez, o que lo oyera mal, y luego impuso esa versión en las ocasiones siguientes. En otras palabras, nunca llegó a reajustar su percepción primera de lo que oyó.
—¿Qué fue lo que oyó?
—Oyó Bill Lawton. Lo que decían era Bin Laden.
Lianne se quedó pensándolo. Le pareció, al principio, que podía haber algún significado oculto e importante en las resonancias del pequeño error cometido por el chico. Miró a Keith, buscando su anuencia, algo que le sirviera para afianzar su espanto en caída libre. Él, sin dejar de masticar, se encogió de hombros.
—Así que —dijo Keith— entre los tres han creado el mito de Bill Lawton.
—Katie tiene que saber el verdadero nombre. Es demasiado lista. Seguro que deja correr el otro nombre precisamente porque es falso.
—Creo que ésa es la idea. Ése es el mito.
—Bill Lawton.
—Escudriñan el cielo en busca de Bill Lawton. Justin me dijo varias cosas antes de volverse a cerrar como una ostra.
—Hay algo que me gusta. Me gusta conocer la solución del acertijo antes de que Isabel la sepa.
—¿De quién me hablas?
—De la madre de los Dos Hermanos.
—¿Ella no parió con dolor?
La pregunta hizo reír a Lianne. Pero los imaginó en la ventana, a puerta cerrada, escudriñando el cielo, y le volvió la inquietud.
—Bill Lawton lleva una barba muy larga. Y una túnica igual de larga —dijo él—. Vuela en reactores y habla trece idiomas, pero el inglés sólo lo utiliza con sus mujeres. ¿Qué más? Tiene poder para envenenar lo que comemos, pero sólo ciertos alimentos. Están confeccionando la lista.
—Eso es lo que conseguimos poniendo cierta distancia protectora entre los niños y los nuevos acontecimientos.
—Sólo que no pusimos distancia protectora, en realidad —dijo él.
—Entre los niños y los asesinatos en masa.
—Otra cosa que hace Bill Lawton es ir siempre descalzo.
—Mataron a tu mejor amigo. Son unos putos asesinos de mierda. Dos amigos, dos amigos.
—Hablé con Demetrius hace poco. Creo que no lo conoces. Trabajaba en la otra torre. Lo enviaron a una unidad de quemados de Baltimore. Tiene familia allí.
Ella se quedó mirándolo.
—¿Por qué sigues aquí?
Lo dijo en un tono de amabilísima curiosidad.
—¿Piensas quedarte? Porque me parece a mí que tendríamos que hablarlo —dijo ella—. Ya no me acuerdo de cómo hablar contigo. Ésta es la conversación más larga que hemos tenido.
—Lo hacías mejor que nadie. Hablar conmigo. Puede que ése fuera el problema.
—Pues lo he desaprendido. Porque aquí estoy, sentada, pensando en lo mucho que tenemos que decir.
—No tenemos tanto que decir. Antes lo decíamos todo, todo el tiempo. Sometíamos todo a examen, todas las preguntas, todos los temas.
—De acuerdo.
—Fue algo que prácticamente acabó con nosotros.
—De acuerdo. Pero ¿es posible? Ésta es mi pregunta —dijo ella—. ¿Es posible que tú y yo hayamos terminado con los conflictos? Sabes lo que quiero decir. La fricción cotidiana. Lo de no dejar pasar una sola palabra, ni el aliento, como hacíamos antes de separarnos. ¿Es posible que eso haya terminado? Ya no nos hace ninguna falta. Podemos vivir sin ello. ¿Tengo razón?
—Estamos preparados para hundirnos en nuestras pequeñas vidas —dijo él.