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La separación vino caracterizada por una cierta simetría, el inalterable compromiso que adquirió cada uno de ellos con un grupo equivalente. Él tenía su partida de póquer, seis jugadores, en el Downtown, una noche a la semana. Ella tenía sus sesiones de expresión narrativa, en East Harlem, también semanales, por la tarde, una reunión de cinco o seis o siete hombres y mujeres en los primeros estadios de la enfermedad de Alzheimer.

Las partidas de cartas cesaron tras la caída de las torres, pero las sesiones ganaron en alguna medida intensidad. Los participantes tomaban asiento en sillas plegables en una habitación con puerta provisional, de chapa, en un centro comunitario de grandes dimensiones. Estampidos y golpes reverberaban permanentemente en las paredes del vestíbulo. Había niños correteando por ahí, adultos en cursos especiales. Había gente jugando al dominó y al tenis de mesa, voluntarios preparando entregas de comida para ancianos de la zona.

El grupo lo puso en marcha un psicólogo clínico que dejaba a Lianne encargarse sola de estas reuniones, cuyo objetivo no estribaba sino en levantar la moral de los asistentes. Hablaban un rato de lo que sucedía en el mundo y en sus vidas y luego cada cual recibía un cuaderno rayado y un bolígrafo de manos de Lianne, que también les sugería sobre qué tema escribir o les pedía que lo eligieran ellos. «Recuerdo a mi padre», cosas así, o «Lo que siempre quise hacer y nunca hice», o «¿Saben mis hijos quién soy?».

Se pasaban unos veinte minutos escribiendo y luego, uno por uno, iban leyendo lo que habían escrito. A veces los textos la asustaban, los primeros signos de titubeo, las pérdidas y los fallos, las macabras prefiguraciones, aquí y allí, de una mente que empezaba a apartarse de la fricción adhesiva que hace posible la individualidad. Se mostraban en el lenguaje, las letras invertidas, la última palabra al final de una frase trabajosa Estaban en la caligrafía que podía trocarse en un reguero de pequeños rasgos. Pero había mil buenos momentos que los participantes experimentaban, cuando se les brindaba la oportunidad de localizar los entrecruzamientos de percepción y memoria que el acto de escribir hace posibles. Se reían a carcajadas, a menudo. Trabajaban su propio material, descubriendo relatos para desternillarse, y qué natural les parecía hacerlo, contar historias sobre ellos mismos.

Rosellen S. vio a su padre entrar por las puertas tras una desaparición de cuatro años. Ahora llevaba barba, y la cabeza afeitada, y le faltaba un brazo. Tenía ella diez años cuando esto ocurrió e hizo el relato del suceso con fluida concentración, con intimidad de neto detalle físico y como recordando un sueño, algo sin relaciones aparentes: programas de radio, primos llamados Luther, dos, y un vestido que su madre llevó a la boda de alguien; y la escucharon leer, casi en un susurro, le faltaba un brazo, y Benny, el que ocupaba el asiento contiguo, cerró los ojos y se pasó todo el tiempo que duró el relato balanceándose. Omar H. dijo que aquélla era su sala de rezos. Invocaban la fuerza de la autoridad final. Nadie sabía qué sabían, aquí, en el último minuto de claridad antes del cierre definitivo.

Firmaban sus redacciones con el nombre de pila y la inicial del apellido. Fue idea de Lianne, quizá un poco artificial, pensaba, como si fueran personajes de novelas europeas. Eran personajes y autores, al mismo tiempo, capacitados para decir lo que deseaban, cobijar lo demás en el silencio. Cuando leía sus trabajos, Carmen G. se complacía en adornarlos con frases en español, para mejor captar el intríngulis auditivo del incidente o la emoción. Benny T. odiaba escribir pero disfrutaba hablando. Traía a las reuniones unos pasteles como bolsas de gelatina, que nadie más tocaba. El ruido hallaba eco en el vestíbulo, unos chicos tocando el piano e instrumentos de percusión, otros con patines de ruedas, y las voces y acentos de los adultos, su inglés políglota flotando por el edificio.

Los participantes escribían sobre sus malos momentos, sus recuerdos felices, las hijas que se convertían en madres. Anna escribía sobre la revelación de la propia escritura, explicando que no se le había pasado por la cabeza que pudiera escribir diez palabras seguidas y mirad ahora de qué modo me salen. Era Anna C., una mujer del barrio, muy robusta. Casi todos eran del barrio: el más viejo, Curtis B., ochenta y un años, un hombre alto y taciturno, con antecedentes penales y con una voz, cuando leía, en la que se captaban ecos de la Enciclopedia Británica, recopilación que se había leído de cabo a rabo en la biblioteca de la cárcel.

Había un tema sobre el que los participantes deseaban escribir, y lo pedían con insistencia, todos menos Omar H. A Omar H. lo ponía nervioso, pero acabó aceptando. Deseaban escribir sobre los aviones.

Cuando volvió al Uptown el piso estaba vacío. Miró el correo. Un par de sobres venían con su nombre mal escrito, lo cual no era infrecuente, y echó mano de un bolígrafo que había en un cubilete, junto al teléfono, y corrigió los errores. No recordaba exactamente cuándo había empezado a hacerlo, ni sabía por qué lo hacía. No había razón alguna. Porque no era él, con el nombre mal escrito, ése era el motivo. Lo hizo una vez y luego siguió haciéndolo y quizá comprendiera, en algún nivel reptiliano de percepción, que tenía que seguir haciéndolo durante años y décadas. No se representaba su futuro en términos claros, pero estaba seguramente allí, zumbándole debajo del cráneo. Nunca corregía los errores en los envíos de segunda o tercera clase, material publicitario indiscriminado, para tirar. Estuvo a punto de hacerlo, la primera vez, pero no lo hizo. El correo basura fue creado precisamente con tal motivo, para clasificar de antemano todas las identidades del mundo en una sola, con el nombre mal escrito. En casi todos los demás casos sí que efectuaba la corrección, aplicable a la primera sílaba de su apellido, que era Neudecker; y luego abría el sobre. Nunca hacía la enmienda en presencia de nadie. Era un acto que ponía especial cuidado en ocultar.

Lianne cruzó el parque de Washington Square detrás de un estudiante que le decía esperémoslo a su teléfono móvil. Era un día luminoso, los ajedrecistas sentados a sus mesas, bajo el arco una sesión de fotos de moda. Decían esperémoslo, decían ay, Dios mío, con un pequeño y delicioso asombro. Vio a una joven leyendo en un banco, en la posición del loto. Lianne leía haiku en posición sedente, en el suelo, con las piernas cruzadas, en las semanas y meses posteriores a la muerte de su padre. Recordó un poema de Bashō, el primero y el tercer verso. No recordaba el segundo. También en Kyoto… echo de menos Kyoto. Le faltaba el segundo verso, pero no le pareció que fuera necesario.

Media hora después estaba en la Gran Estación Central esperando el tren de su madre. No había pasado por allí últimamente y no estaba habituada a la visión de la policía y los soldados en apretada formación, ni a los vigilantes con perros. Otros sitios, pensó, otros mundos, terminales polvorientas, cruces importantes, es lo de costumbre y siempre lo será. Eso último no fue una reflexión calculada sino más bien un aleteo, una corriente de aire que le bajaba de la memoria, ciudades que había visto, gentío y calor. Pero el orden normal también se percibía allí, turistas haciendo fotos, pequeños remolinos apresurados de viajeros diarios. Se dirigía al mostrador de información para comprobar la puerta de llegada cuando algo le llamó la atención cerca del acceso de la calle 42.

Había una aglomeración de gente junto a la entrada, a ambos lados, otros cruzaban las puertas, pero con la atención todavía ocupada en algo que ocurría fuera. Lianne salió a la muy concurrida acera. Iba intensificándose el tráfico, sonaban bocinas. Bordeó la fachada de una tienda y miró hacia la estructura verde de acero que pasa por encima de Pershing Square, la sección del ferrocarril elevado por la que discurre el tráfico a ambos lados de la terminal.

Había un hombre colgando por encima de la calle, cabeza abajo. Llevaba un traje de ejecutivo, tenía una rodilla levantada y los brazos pegados al cuerpo. Apenas se veía el arnés de seguridad, que le asomaba por la pernera recta del pantalón y estaba anclado al riel decorativo del viaducto.

Le habían hablado de él, un artista callejero al que llamaban el Hombre del Salto. Había hecho varias apariciones la semana pasada, sin previo aviso, en varias partes de la ciudad, colgado de una u otra estructura, siempre cabeza abajo, con traje, corbata y zapatos de vestir. Traía a la mente, por supuesto, aquellos siniestros instantes dentro de las torres en llamas, con la gente cayendo u obligada a saltar. Lo habían visto colgando de una galería en el patio de un hotel y había salido escoltado por la policía de una sala de conciertos y de dos o tres edificios de pisos con terrazas o tejados accesibles.

El tráfico apenas se movía, ahora. Había quienes le gritaban, ofendidos ante el espectáculo de la desesperación humana encarnada en una marioneta, el último suspiro de un cuerpo y lo que contenía. Contenía la mirada del mundo, pensó ella. Ahí estaba la espantosa claridad de todo ello, algo que no habíamos visto, la figura única que cae arrastrando el espanto colectivo, cuerpo que cae a estar entre nosotros. Y ahora, pensó, esta pequeña representación teatral, lo suficientemente perturbadora como para detener el tráfico y hacer que ella regresara a la terminal.

Su madre la esperaba en la puerta, en el nivel inferior, apoyada en su bastón.

Dijo:

—Tuve que marcharme.

—Creí que ibas a quedarte una semana más, por lo menos. Mejor aquí que allí.

—Quiero estar en mi casa.

—¿Y Martin?

—Martin sigue allí. Aún estamos discutiendo. Quiero sentarme en mi sillón a leer mis europeos.

Lianne se hizo cargo de la maleta y subieron por la escalera mecánica hasta el vestíbulo principal, impregnado de una luz polvorienta procedente de las altas ventanas de media luna. Una docena de personas se congregaban alrededor de un guía, junto a la escalera de la galería este, mirando el firmamento del techo, las constelaciones de pan de oro, con un vigilante y su perro al lado, y la madre de Lianne no pudo evitarse el comentario sobre el uniforme de aquel hombre, para qué podía servir aquel camuflaje de selva tropical en pleno Midtown de Manhattan.

—Todo el mundo se marcha, y tú vuelves.

—Nadie se marcha —dijo su madre—. Los que se marchan nunca han estado aquí.

—Tengo que reconocerlo, se me pasó por la cabeza. Coger al chico y largarme.

—No hagas que me ponga mala —dijo su madre.

También en Nueva York, pensó ella. Claro que estaba en un error en lo tocante al segundo verso del haiku. Le constaba. Fuese lo que fuese, tenía que ser fundamental en el poema. También en Nueva York… echo de menos Nueva York.

Guió a su madre por la planta y tomaron un pasadizo que las llevaría a tres manzanas al norte de la puerta principal. Allí se movería el tráfico y se podría coger un taxi y no habría rastro del hombre cabeza abajo, en caída estacionaria, diez días después de los aviones.

Qué interesante, ¿verdad? Dormir con tu marido, una mujer de treinta y ocho años y un hombre de treinta y nueve, y nunca un suspiro de sexo. Es tu exmarido, que técnicamente nunca fue ex, el desconocido con quien te casaste en una vida anterior. Se vestía y se desnudaba, él miraba y no. Era extraño, pero interesante. No se acumulaba la tensión. Era extremadamente extraño. Lo quería aquí, cerca, pero no percibía el menor atisbo de contradicción ni de sacrificio abnegado. Esperar, eso era todo, una ancha pausa en reconocimiento a los mil días amargos, con sus noches, no tan fáciles de dejar de lado. El asunto requería tiempo. No podía ocurrir como las cosas ocurren en la vida ordinaria. Y qué interesante, ¿verdad?, el modo en que te mueves por el dormitorio, medio desnuda por seguir la costumbre, y el respeto que le muestras al pasado, lo deferente que eres con sus fervores del género falso, sus pasiones que tan pronto nacen como se queman.

Quería contacto, y él también.

El maletín era más pequeño de lo normal y marrón rojizo, con herrajes de latón, y estaba en el suelo del armario. Lo había visto antes, pero hasta ahora no había comprendido que no era suyo. Ni suyo, si de su mujer. Lo había visto, lo tenía medio localizado en alguna lejanía perdida, en su mano, en la mano derecha, un objeto empalidecido por la ceniza, pero hasta ahora no había sabido por qué estaba ahí.

Lo recogió y lo llevó a la mesa de despacho. Estaba ahí porque él lo había traído. El maletín no era suyo, pero se lo había traído de la torre y lo llevaba consigo cuando se presentó en la puerta. Ni que decir tiene que Lianne lo limpió luego, y ahí estaba él ahora, mirándolo, cuero de plena flor, de textura rugosa, con un agradable barniz de tiempo, uno de los cierres llevaba la marca de una quemadura. Pasó el dedo por el asa almohadillada, tratando de recordar por qué se había traído el maletín. No tenía prisa por abrirlo. Empezó a pensar que no quería abrirlo, pero no supo explicarse por qué. Pasó los nudillos por la parte de delante y deshebilló una de las correas. La luz del sol se reflejaba en el planisferio celeste de la pared. Deshebilló la segunda correa.

Dentro había unos auriculares y un reproductor de CD. Una botella pequeña de agua mineral. Un teléfono móvil en el bolsillo previsto a tal efecto y media barra de chocolate en la abertura para tarjetas comerciales. Vio que había tres fundas de pluma, un bolígrafo. Había un paquete de Kent y un encendedor. En una de las bolsas laterales encontró un cepillo de dientes sónico dentro de su estuche de viaje y también un grabador digital de voz, más fino que el suyo.

Examinó aquellos objetos con despego. No estaba bien, era algo patológico, en cierto modo estar haciendo lo que estaba haciendo, pero se sentía tan remoto de las cosas del maletín, de la coyuntura del maletín, que seguramente daba lo mismo.

Había una carpeta de cuero falso en una de las particiones, con un bloc de papel en blanco. Encontró un sobre prefranqueado a AT&T, sin remite, y un libro en la partición con cremallera, una guía de bolsillo para la compra de coches de ocasión. El CD que había dentro del reproductor era una recopilación de música brasileña.

La cartera con el dinero, las tarjetas de crédito y el permiso de conducir estaban en la otra bolsa lateral.

Esta vez, la señora apareció en la panadería, la madre de los Dos Hermanos. Entró justo detrás de Lianne y se colocó a su lado en la cola, tras haber cogido número del dispensador.

—No sé qué pensar de los prismáticos. No es el chico más extrovertido del mundo, sabes.

Dedicó a Lianne una sonrisa cálida y falsa, con aroma de bizcocho glaseado, una mirada de madre a madre, de ambas sabemos que estos críos poseen unos enormes mundos relucientes que no comparten con sus padres.

—Porque siempre viene con ellos, últimamente. Me gustaría saber, comprendes, si te ha dicho algo al respecto, lo que sea.

Lianne no sabía de qué estaba hablándole. Miró el rostro ancho y florido del dependiente situado detrás del mostrador. La respuesta no estaba ahí.

—Se los presta a mis niños, de modo que no es eso, porque su padre les prometió unos, pero aún no se los hemos comprado, unos prismáticos, te das cuenta, no es que sea una necesidad urgente, y mi Katie está siendo superreservada y su hermano es su hermano, que se pasa de leal.

—Pero ¿qué van a estar mirando, a puerta cerrada?

—Pensé que tal vez fuera sólo Justin.

—Muy grave no puede ser, ¿no? A lo mejor es por los halcones. Los de cola roja, ya habrás oído hablar de ellos.

—No, definitivamente es algo relacionado con Bill Lawton. Estoy segura, totalmente segura, porque los prismáticos encajan con todo ese síndrome de calla-calla en que andan metidos los chicos.

—Bill Lawton.

—El hombre aquel. El que te mencioné.

—Me parece que no —dijo Lianne.

—Es el secreto que se traen entre ellos. Sé el nombre, pero eso es todo. Y pensé que a lo mejor Justin… Porque mis niños ponen cara de no saber absolutamente nada en cuanto les saco el tema.

Lianne no sabía que Justin se llevara los prismáticos a casa de los Dos Hermanos. Los prismáticos no eran suyos, para ser exactos, pero a Lianne le parecía bien que los utilizara sin pedir permiso. Pero quizá no, pensó, mientras esperaba a que el dependiente cantara su número.

—¿No están dando las aves en el colegio?

—La última vez eran las nubes.

—Sí, pero resulta que estaba yo equivocada, con lo de las nubes. Pero sí que están estudiando las aves, seguro. Las aves y los cantos y los hábitats —le dijo a aquella mujer—. Van de ruta por Central Park.

Se dio cuenta de que odiaba estar ahí, haciendo cola con un número en la mano. Odiaba ese sistema de números asignados, rigurosamente obligatorios, en un espacio cerrado, con nada al final del proceso, o nada más que unos cuantos dulces envueltos en papel blanco y atados con lazo.

No sabía muy bien qué lo había despertado. Estaba ahí tumbado, con los ojos abiertos, pensando, a oscuras. Luego empezó a oírlo, fuera, en el hueco de la escalera y en el vestíbulo, procedente de algún piso inferior, música, y se puso a escuchar con atención, tambores e instrumentos de cuerda y voces agrupadas por las paredes, pero suave, pero lejos, al parecer, al otro lado de un valle, daba la impresión, hombres entonando una plegaria, coro de voces alabando a Dios.

Al-lah-uu Al-lah-uu Al-lah-uu

Había un sacapuntas de los de antes sujeto al borde de la mesa en el cuarto de Justin. Lianne permaneció en la puerta, mirándolo meter todos los lápices, uno por uno, en el orificio del sacapuntas y luego darle a la manivela. Tenía lápices bicolores, rojos y azules, lápices Cedar Pointe, Dixon Trimline, Eberhard Fabers de muy buena calidad. Tenía lápices de hoteles de Zúrich y Hong Kong. Había lápices hechos con corteza de árbol, ásperos y nudosos. Había lápices de la tienda de diseño del Museo de Arte Moderno. Tenía Mirado Black Warriors. Tenía lápices de una tienda del SoHo con crípticas inscripciones longitudinales de proverbios tibetanos.

Era espantoso, en cierto modo, todos esos fragmentos de estatus, abandonados como restos de un naufragio, en el cuarto de un niño.

Pero lo que más le gustaba ver era cómo soplaba la punta de los lápices después de afilarlos, para quitar las microscópicas virutas. Si se pasara el día entero haciéndolo, el día entero se lo pasaría ella mirándolo, un lápiz detrás de otro. Hacía girar la manivela y soplaba, hacía girar la manivela y soplaba, ritual más minucioso y justificado que el acto de firma de un documento de Estado por parte de once hombres con medallas.

Cuando la vio mirando, el chico le dijo:

—¿Qué?

—He hablado hoy con la madre de Katie. De Katie y como se llame. Me habló de los prismáticos.

Se levantó de la silla y se quedó mirándola, con un lápiz en la mano.

—Katie y como se llame.

—Robert —dijo.

—Robert, el hermano pequeño. Y Katie, la hermana mayor. Y ese hombre de quien los tres estáis hablando todo el rato. ¿Hay algo que yo debería saber?

—¿Qué hombre? —dijo él.

—Qué hombre. Y qué prismáticos —dijo ella—. ¿Se supone que puedes sacar los prismáticos de casa sin permiso?

Siguió ahí de pie, mirándola. Tenía el pelo de color pálido, como su padre, y una cierta lobreguez corporal, un constreñimiento, suyo propio, que le otorgaba una extraña disciplina en los juegos, en lo físico.

—¿Le has pedido permiso a tu padre?

Siguió ahí de pie, mirándola.

—¿Qué tiene de interesante lo que se ve desde esa habitación? Eso puedes decírmelo, ¿no?

Se apoyó en la puerta, dispuesta a esperar tres, cuatro, cinco días, según los términos del lenguaje corporal entre padres e hijos, o hasta que contestara.

Él apartó una mano del cuerpo, ligeramente, la mano sin lápiz, con la palma vuelta hacia arriba, y ejecutó un levísimo cambio de expresión facial, creando un hueco arqueado entre la barbilla y el labio inferior, como una versión de anciano, muda, del comentario inicial del niño, que fue:

—¿Qué?

Estaba sentado a la mesa, con el antebrazo izquierdo apoyado a lo largo del borde, hasta quedar con la mano colgando por fuera, hecha un puño blando. Alzó la mano sin levantar el antebrazo y la mantuvo en alto durante cinco segundos. Lo hizo diez veces.

Así lo llamaban, puño blando, en el centro de rehabilitación, en el pliego de instrucciones.

Le parecían reconstituyentes, estas sesiones, cuatro veces al día, las extensiones de muñeca, las desviaciones cubitales. Eran las verdaderas medidas contra el daño que había sufrido en la torre, en el caos del descenso. No fueron la resonancia magnética ni la operación quirúrgica quienes lo acercaron a la salud. Fue este modesto programa casero, el recuento de los segundos, el recuento de las repeticiones, las horas del día que reservaba a los ejercicios, el hielo que se aplicaba después de cada tanda de ejercicios.

Estaban los muertos y los mutilados. Su lesión era ligera, pero el objeto de sus esfuerzos no era el cartílago dilacerado. Era el caos, la levitación de techos y suelos, las voces ahogándose de humo. Se concentraba profundamente, trabajando las posiciones de la mano, la inclinación de la muñeca con respecto al suelo, la inclinación de la muñeca con respecto al techo, con el antebrazo apoyado de plano en la mesa, la configuración de pulgar hacia arriba de ciertas combinaciones, el empleo de la mano no afectada para aplicar presión en la mano afectada. Lavaba su tablilla con agua templada y jabón. No la ajustaba sin consultar previamente con el terapeuta. Leía el pliego de instrucciones. Hacía con la mano un puño blando.

Su padre, Jack Glenn, no quiso someterse al largo trayecto de la demencia senil. Hizo un par de llamadas telefónicas desde su cabaña del norte de New Hampshire y a continuación echó mano de una vieja escopeta de prácticas para matarse. Lianne no conocía los detalles. Tenía veintidós años cuando aquello sucedió y no le hizo preguntas a la policía local. ¿Qué detalle iba a haber que no fuera insoportable? Pero no tenía más remedio que preguntarse si había sido con la escopeta que ella conocía, la que su padre le dejó echarse a la cara y apuntar, pero sin apretar el gatillo, la vez que lo acompañó al bosque a cazar alimañas, a los catorce años, sin mucho entusiasmo. Lianne era una chica de ciudad y no sabía muy bien qué era una alimaña, pero recordaba claramente algo que su padre le dijo aquel día. Le gustaba hablar de la anatomía de los coches de carreras, las motos, las escopetas de caza, de cómo funcionan las cosas, y a ella le gustaba escuchar. Era señal de la distancia que mediaba entre ellos el hecho de que ella escuchara con tanta avidez, las leguas perennes, las semanas y los meses.

El padre, sopesando la escopeta, le dijo:

—Cuanto más corto es el cañón, más fuerte el rebufo.

La fuerza de ese término, rebufo, se mantuvo a lo largo de los años. La noticia de su muerte fue como si le llegara a lomos de esa palabra. Era una palabra feísima, pero trató de persuadirse de que su padre había sido un valiente. Fue demasiado pronto, demasiado. Fue tiempo antes de que la enfermedad se afianzara, pero Jack siempre había sido muy respetuoso con las pequeñas jodiendas de la naturaleza y dio por sentado que el pacto estaba sellado. Lianne prefería creer que la escopeta que lo había matado era la misma que ella se apoyó en el hombro entre los alerces y abetos bajo la honda luz de un día septentrional.

Martin la abrazó en el umbral, muy serio. Estaba en algún lugar de Europa cuando se produjeron los ataques y había regresado en el primer vuelo trasatlántico, en cuanto el tráfico aéreo recuperó una errática normalidad.

—Ahora, ya, no hay exageración posible. Nada me asombra —dijo.

La madre de Lianne estaba en el dormitorio, vistiéndose para la jornada, por fin, a mediodía, y Martin recorrió la habitación mirando las cosas, pasando por encima de los juguetes de Justin, tomando nota de los cambios en el posicionamiento de los objetos.

—En alguna parte de Europa. Así es como siempre te imagino.

—Menos cuando estoy aquí —dijo él.

La mano alzada, un pequeño bronce que normalmente se encontraba en la rinconera de bambú, estaba ahora en la mesa de hierro forjado, cargada de libros, y una foto de Rimbaud ocupaba el lugar del relieve de Nevelson.

—Incluso cuando estás aquí te imagino llegando de una ciudad distante, de camino hacia otra ciudad distante, y ninguna de las dos tiene hechura ni forma.

—Así soy yo, informe —dijo él.

Hablaron de lo sucedido. Hablaron de lo que todo el mundo hablaba en aquel momento. Él la siguió a la cocina, y ella le sirvió una cerveza. No dejó de hablar mientras se la servía.

—La gente lee poesía. Gente que conozco, lee poesía para aliviarse la conmoción y el dolor, para obtener de ella algo así como un espacio, algo bello en términos de lenguaje —dijo—, que les proporcione confortación o serenidad. Yo no leo poesía. Leo los periódicos. Meto la cabeza en sus páginas y cada vez me enfurezco más, cada vez me vuelvo más loca.

—Hay otro planteamiento, estudiar el asunto. Tomar distancia y descomponerlo en sus elementos —dijo él—. Fríamente, con claridad, si lo logras. No permitir que te destruya. Verlo, medirlo.

—Medirlo —dijo ella.

—Por un lado está el hecho, por otro la persona. Mídelo. Haz que te enseñe algo. Tienes que verlo. De igual a igual.

Martin Ridnour era marchante de pintura, coleccionista, quizá inversor. Lianne no sabía muy bien a qué se dedicaba, ni cómo lo hacía, pero su impresión era que compraba arte y luego especulaba, rápidamente, buscando el pelotazo. Le caía bien. Hablaba con acento y tenía un piso aquí y un despacho en Basilea. Pasaba parte de su tiempo en Berlín. Tenía o no tenía mujer en París.

Habían vuelto al salón, él con el vaso en una mano y la botella en la otra.

—Ni sé lo que digo, seguramente —dijo él—. Más vale que seas tú quien hable, mientras yo bebo.

Martin tenía unos kilos de más pero no parecía que la buena vida lo hubiese madurado. Estaba siempre con jet-lag, más o menos sin arreglar, metido en un traje muy usado, tratando de parecer un viejo poeta en el exilio, como decía la madre de Lianne. No era del todo calvo, con una sombra de pelos grises, erizados, en la cabeza, y con barba que parecía de dos semanas, más bien gris y jamás recortada.

—Llamé a Nina nada más llegar esta mañana. Vamos a estar fuera un par de semanas.

—Buena idea.

—Una casa antigua muy agradable, en Connecticut, junto al mar.

—Qué bien te lo montas.

—Sí, eso es algo que sí hago, montármelo bien.

—Una pregunta que no tiene nada que ver. Puedes ignorarla —dijo ella—. Una pregunta salida de ningún sitio.

Lianne lo veía de pie, tras el sillón del otro lado del cuarto, vaciando su vaso.

—¿Practicáis el sexo, vosotros dos? No es asunto mío. Pero ¿podéis practicar el sexo? Lo digo por la prótesis de rodilla. No está haciendo los ejercicios.

Él llevó a la cocina la botella y el vaso, mientras le contestaba por encima del hombro, con cierta sorna.

—Para el sexo no utiliza la rodilla. Eludimos la rodilla. La rodilla se pasa de blanda. Pero lo superamos.

Lianne aguardó a que volviera.

—No es para nada asunto mío. Pero mi madre parece estar iniciando una especie de retirada. Y me hice la pregunta.

—Y tú —dijo él—. Y Keith. Está otra vez contigo. ¿Es cierto?

—Puede marcharse mañana mismo. Nadie lo sabe.

—Pero está en tu casa.

—Aún es pronto. No sé lo que ocurrirá. Dormimos juntos, sí, si es eso lo que me estás preguntando. Pero sólo técnicamente.

Él mostró un perplejo interés.

—Compartís cama. Inocentemente —dijo.

—Sí.

—Me gusta eso. ¿Cuántas noches?

—La primera noche la pasó en el hospital, en observación. A partir de entonces, las que sean. Estamos a lunes. Seis días, cinco noches.

—Ya te iré preguntando, a ver cómo va la cosa.

Martin sólo había hablado con Keith un par de veces. Keith era norteamericano, no neoyorquino, no uno de los elegidos de Manhattan, grupo sostenido por propagación controlada. Martin intentó hacerse idea de los sentimientos de aquel hombre más joven que él en materia de política y religión, la voz y el talante del centro del país. Lo único que averiguó fue que había sido dueño de un pit bull. Eso, al menos, tenía que significar algo, un perro que era todo cráneo y mandíbula, raza norteamericana, criado originalmente para pelear a muerte.

—Un día de estos puede que se os presente la oportunidad, a Keith y a ti, de volver a hablar un rato.

—De mujeres, supongo.

—De la madre y de la hija. Con todos los detalles sórdidos —dijo ella.

—Me cae bien Keith. Una vez le conté una cosa, y le gustó. Sobre gente que juega a las cartas. Él juega a las cartas, por supuesto. Sobre gente que juega a las cartas, personas a quienes yo conocía. Le hablé de cómo tenían asignados los puestos de la mesa, en sus partidas semanales, durante cerca de medio siglo. Más, de hecho. Le gustó la historia.

Entró la madre de Lianne, Nina, de falda oscura y blusa blanca, apoyándose en un bastón. Martin la abrazó brevemente y luego se quedó mirándola mientras se sentaba en movimientos despaciosos, segmentarios.

—Qué guerras tan viejas y tan muertas hacemos. Creo que en estos últimos días hemos perdido mil años —dijo ella.

Martin llevaba un mes fuera. Estaba viendo la última fase de la transformación, su acatamiento de la edad, la estudiada actitud que se abre paso fácilmente por el hecho mismo. Lianne sintió tristeza por él. ¿Se le había puesto el pelo más blanco a su madre? ¿Está tomando demasiados fármacos contra el dolor? ¿Padeció un pequeño ataque en aquella conferencia de Chicago? Y, por último, ¿le había mentido Martin en lo tocante a su actividad sexual? La cabeza la tiene bien. No es muy indulgente con las erosiones normales, los nombres que olvida de vez en cuando, la localización de un objeto que ella misma acaba de poner en alguna parte, hace unos segundos. Pero se mantiene alerta a lo importante, el ancho entorno, los demás estados del ser.

—Cuéntanos qué hacen en Europa.

—Están siendo buenos con los norteamericanos —dijo él.

—Cuéntanos qué has comprado y qué has vendido.

—Lo que puedo deciros es que el mercado del arte va a estancarse. Algo de actividad, aquí y allá, con los maestros modernos. Por lo demás, deprimentes perspectivas.

—Los maestros modernos. Qué alivio —dijo Nina.

—Arte de trofeos.

—La gente necesita trofeos.

El sarcasmo pareció animar a Martin.

—Acabo de entrar por la puerta. En el país, de hecho. ¿Y a qué se dedica esta mujer? A darme la lata.

—Es su trabajo —dijo Lianne.

Hacía veinte años que se conocían, Martin y Nina, la mayor parte del tiempo como amantes, Nueva York, Berkeley, algún lugar de Europa. Lianne sabía que la postura defensiva que él adoptaba a veces era un aspecto de su particular modo de dirigirse a los demás, no la mancha de nada más profundo. No era el hombre informe que decía ser o que imitaba en lo físico. De hecho era un hombre resuelto, a quien se le daba muy bien su trabajo, y muy amable con ella, y muy generoso con su madre. Esas dos naturalezas muertas de Morandi, tan bellas, eran regalo de Martin. Las fotos de pasaporte de la pared de enfrente, también de Martin, de su colección, documentos antiguos, sellados y descoloridos, historia medida en centímetros, y también muy bellos.

Lianne dijo:

—¿Quién quiere comer algo?

Nina quería fumar. La mesa de bambú estaba ahora junto al sillón y encima había un cenicero, un encendedor y un paquete de tabaco.

Su madre encendió. Se quedó mirándola, Lianne, sintiendo algo familiar y un poco doloroso, el modo en que Nina, llegado un momento, empezaba a considerarla invisible. El recuerdo estaba allí alojado, en el modo en que cerraba el encendedor y lo dejaba en su sitio, en el gesto de la mano y en cómo exhalaba el humo.

—Guerras muertas, guerras santas. Igual se nos aparece Dios en el cielo, mañana mismo.

—¿Qué Dios sería? —dijo Martin.

—Dios era un judío de ciudad. Ahora ha vuelto al desierto.

Los estudios de Lianne tendrían que haberla llevado a mayores profundidades científicas, a un trabajo serio en el campo de la lengua o de la historia del arte. Había viajado por toda Europa y gran parte de Oriente Medio, pero en el fondo fue turismo, con amigos superficiales, no exploración decidida de las creencias, las instituciones, las lenguas, el arte, o eso decía Nina Bartos.

—Es puro pánico. Atacan por pánico.

—Sí, hasta ahí puede ser cierto. Porque piensan que el mundo está enfermo. Este mundo, esta sociedad, la nuestra. Una enfermedad que está extendiéndose —dijo él.

—No hay ningún objetivo que puedan tener la esperanza de alcanzar. No están liberando a un pueblo, ni expulsando a un dictador. Matan inocentes, eso es todo.

—Asestan un duro golpe a la dominación de este país. Lo que consiguen es eso, demostrar que un poder tan grande puede ser vulnerable. Un poder que interfiere, que ocupa.

Martín hablaba en voz baja, con los ojos puestos en la alfombra.

—Un lado tiene el capital, el trabajo, la tecnología, los ejércitos, las instituciones, las ciudades, las leyes, la policía y las cárceles. El otro lado tiene unos cuantos hombres dispuestos a morir.

—Dios es grande —dijo ella.

—Olvídate de Dios. Son cuestiones históricas. Es política y economía. Todo lo que configura las vidas de millones de personas, desposeídas, sus vidas, sus conciencias.

—No es la historia de la interferencia occidental lo que hace que estas sociedades se vengan abajo. Es su propia historia, su mentalidad. Viven en un mundo cerrado, que ellos mismos han elegido y que les resulta necesario. No han avanzado porque no lo han querido, ni lo han intentado.

—Usan el lenguaje de la religión, de acuerdo, pero no es eso lo que los motiva.

—El pánico, eso es lo que los motiva.

El enfado de su madre sumergió el suyo. A él se remitió. Percibió la dura cólera intensa en el rostro de Nina, mientras ella, por su lado, sólo sentía tristeza oyendo a esas dos personas, tan cercanas en lo espiritual, adoptar posiciones tan contrapuestas.

En seguida Martin aflojó la tensión, volvió a hablar en voz baja.

—De acuerdo, sí, puede ser verdad.

—Nos echan la culpa. Nos echan la culpa de sus propios fracasos.

—Muy bien, sí. Pero esto no ha sido un ataque contra un país, una o dos ciudades. Ahora, todos somos un blanco posible.

Seguían hablando, diez minutos más tarde, cuando Lianne salió de la habitación. Estuvo mirándose en el espejo del cuarto de baño. El momento se le antojaba falso, una secuencia de película, como cuando un personaje trata de comprender qué está ocurriendo en su vida mirándose al espejo.

Pensaba: «Keith está vivo».

Keith llevaba seis días vivo, ahora, desde el momento en que se presentó ante su puerta, y ¿qué podría esto significar para Lianne, en qué podría afectarlos, a ella y a su hijo?

Se lavó las manos y la cara. Luego fue al armarito y cogió una toalla limpia y se secó. Tras arrojar la toalla a la ropa sucia, tiró de la cadena. No tiró de la cadena para hacer creer a los otros dos que había abandonado el salón por un motivo apremiante. La descarga de la cisterna no se oía desde el salón. Había sido en su propio beneficio, injustificadamente, lo de tirar de la cadena. Quizá hubiera sido para marcar el fin de un intervalo, para salir de aquí.

¿Qué estaba haciendo aquí? Pensó que estaba comportándose como una niña pequeña.

La conversación empezaba a languidecer cuando volvió. Tenía más cosas que decir, Martin, pero seguramente pensaba que no era el momento, no ahora, demasiado pronto, y se acercó a los morandi de la pared.

Sólo habían transcurrido unos segundos cuando Nina cayó en un ligero sueño. Estaba tomando una ronda de medicinas, una rueda mística, el dibujo ritual de las horas y los días en tabletas y cápsulas, en colores, formas y números. Lianne se quedó mirándola. Resultaba difícil verla encajada tan rotundamente en un mueble, resignada y quieta, ella, que era el árbitro enérgico de la vida de su hija, siempre perspicaz, la mujer que había alumbrado la palabra bello, para lo que excita la admiración en arte, las ideas, los objetos, ante los hombres y las mujeres, la mente de un niño. Todo ello reducido a un aliento humano.

No estaría muriéndose, su madre, ¿verdad? «Anímate», pensó.

Nina abrió los ojos, finalmente, y ambas mujeres se miraron. Fue un momento sostenido, y Lianne no supo, no habría sabido expresar en palabras lo que estaban compartiendo. O sí lo sabía, pero no era capaz de poner nombre a tantas emociones solapadas. Era lo que había entre ellas, es decir los minutos juntas y separadas, lo que habían sabido y sentido y lo que vendría a continuación, con los minutos, los días y los años.

Martin seguía delante de los cuadros.

—Estoy mirando estas cosas, cosas de cocina, pero separadas de la cocina, liberadas de la cocina, la casa, de todo lo práctico y funcional. Y tengo que haber regresado a otra zona temporal. Debo de estar aún más desorientado de lo que suelo estar tras un vuelo largo —dijo, con pausa—. Porque sigo viendo las torres en esta naturaleza muerta.

Lianne se colocó junto a él, ante la pared. En el cuadro a que se refería Martin se veían siete u ocho objetos, los más altos contra un fondo de pizarra con las pinceladas muy visibles. Los restantes objetos eran cajas y latas de galletas, agrupadas delante de un fondo más oscuro. El conjunto, en su totalidad, sin perspectiva fija y casi todo él en colores apagados, transmitía una rara fuerza de recambio.

Encajaban bien.

Dos de los más altos eran oscuros y sombríos, con marcas de humo y tiznaduras, y uno de ellos quedaba parcialmente oculto tras una botella de cuello largo. La botella era una botella, blanca. Los dos objetos oscuros, demasiado oscuros para ponerlo en palabras, eran las cosas a que Martin se refería.

—¿Qué ves? —le preguntó él.

Lianne veía lo que él veía. Veía las torres.