Firmó un documento, luego otro. Había personas en camillas y otras, pocas, en sillas de ruedas, y a él le costó trabajo escribir su propio nombre y más trabajo todavía anudarse a la espalda la bata del hospital. Lianne estaba allí para ayudarlo. Luego dejó de estar, y un enfermero lo sentó en una silla de ruedas y lo llevó pasillo abajo, para irlo introduciendo en una serie de salas de revisión, con casos urgentes pasando todo el tiempo sobre las camillas.
Médicos con camisola y pantalón de trabajo y mascarillas de papel le revisaron las vías respiratorias y le tomaron la tensión sanguínea. Buscaban reacciones potencialmente fatales a la herida, la hemorragia, la deshidratación. Se aseguraron de que no hubiera disminución del flujo sanguíneo en los tejidos. Estudiaron las contusiones de su cuerpo y le miraron los ojos y los oídos. Alguien le hizo un electrocardiograma. Por la puerta abierta vio perchas intravenosas pasar flotando. Le midieron la fuerza de agarre de la mano y le hicieron radiografías. Le dijeron cosas que no logró asimilar, algo sobre un ligamento o cartílago, rotura o esguince.
Alguien le quitó el cristal de la cara. El hombre se pasó el tiempo hablando, utilizando un instrumento que llamaba recogedor para extraer los pequeños fragmentos de cristal que no estuvieran muy incrustados. Dijo que los casos más graves se hallaban casi todos en hospitales del Downtown o en la sala de traumatología de uno de los muelles. Dijo que no aparecían tantos sobrevivientes como se había esperado. Lo impelían los acontecimientos y no paraba de hablar. Los médicos y voluntarios estaban ahí, mano sobre mano, dijo, porque los pacientes que tenían que haberles llegado estaban casi todos sepultados en las ruinas. Dijo que para los fragmentos más profundos tendría que utilizar unas pinzas.
—Donde hay atentados suicidas. Quizá prefiera usted que no le hable de esto.
—No lo sé.
—En los sitios en que esto ocurre, a los sobrevivientes, a las personas que están alrededor y resultan heridas, a veces, meses más tarde, les salen bultos, digamos, a falta de un término más adecuado; y resulta que estos bultos los producen pequeños fragmentos, verdaderamente diminutos, del cuerpo del suicida. El suicida explota en pedacitos, literalmente pedacitos, trocitos, y hay fragmentos de carne y de hueso que salen volando a tal velocidad y con tanta fuerza, que se quedan incrustados, anidados en el cuerpo de cualquiera que se halle dentro del radio de la explosión. ¿Puede usted creerlo? Una estudiante, sentada en la terraza de un café. Sobrevive al atentado. Luego, meses más tarde, le encuentran algo así como bolitas de carne, carne humana clavada en la piel. Lo llaman metralla orgánica.
Extrajo otra astilla de cristal del rostro de Keith.
—No creo que usted tenga ningún trocito de ésos —dijo.
Los mejores amigos de Justin eran dos hermanos, él y ella, que vivían a diez manzanas de allí en un edificio residencial. A Lianne, al principio, le costaba trabajo recordar sus nombres y los llamaba los Dos Hermanos y con ese apodo se quedaron en seguida. Justin dijo que, total, daba lo mismo, porque ése era su verdadero nombre, y ella pensó que hay que ver lo gracioso que es este chico cuando quiere.
Vio por la calle a Isabel, la madre de los Dos Hermanos, y se pararon en una esquina a charlar un rato.
—Son cosas de niños, sin duda, pero reconozco que estoy empezando a extrañarme.
—Están conspirando, o algo así.
—Sí, y hablan en una especie de lenguaje secreto y se pasan el rato en la ventana del cuarto de Katie, con la puerta cerrada.
—¿Cómo sabes que están en la ventana?
—Porque los oigo hablar cuando paso y localizo dónde están. Están en la ventana, hablando en esa especie de lenguaje secreto. Puede que Justin te haya contado algo.
—Me parece que no.
—Porque está empezando a resultar un poco extraño, francamente, en primer lugar, lo de que pasen tanto tiempo como haciendo piña, y luego que no paren un segundo de cuchichearse cosas en la jerigonza esa, que sí, que son cosas de niños, sin duda, pero así y todo.
Lianne no sabía muy bien de qué iba la cosa. Iba de tres niños que se pasaban el rato juntos comportándose como niños.
—Justin está empezando a interesarse en la climatología. Creo que están estudiando las nubes en el colegio —dijo, no sin darse cuenta de lo vacío que sonaba.
—Los cuchicheos no son sobre las nubes.
—Vale.
—Tiene que ver con el hombre ese.
—¿Qué hombre?
—Ése. Ya sabes a quién me refiero.
—Ah, ése —dijo Lianne.
—¿No es ése el nombre que se dicen cuando cuchichean? Mis hijos se niegan por completo a hablar del asunto. Lo impone Katie. Básicamente, lo que hace es asustar a su hermano. Creí que a lo mejor tú sabrías algo.
—Me parece que no.
—¿O sea que Justin no cuenta nada de esto?
—No. ¿Qué hombre?
—¿Qué hombre? Ahí está la cosa —dijo Isabel.
Era alto, llevaba el pelo rapado, y a ella le pareció militar, de carrera, todavía en buena forma y con el aspecto ya de un hombre curtido, no en combate, sino en los pálidos rigores de esta vida, en la separación quizá, en vivir solo, en ser padre a distancia.
Ahora estaba en la cama y la miraba, a unos palmos de distancia, empezar a abrocharse la falda. Dormían en la misma cama porque ella no era capaz de decirle que utilizara el sofá y porque le gustaba tenerlo ahí, cerca. No parecía que durmiese. Permanecía tendido boca arriba y hablaba —escuchaba, sobre todo—, y estaba bien. No le hacía falta saber lo que pensaba un hombre en todos los casos, ya no, no tratándose de este hombre. Le gustaban los espacios que creaba. Le gustaba vestirse delante de él. Sabía que se acercaba el momento en que la empujaría contra la pared antes de que terminara de vestirse. Se levantaría de la cama y la miraría y ella dejaría de hacer lo que estuviera haciendo y quedaría a la espera de que él se acercase y la empujara contra la pared.
Estaba tendido en una mesa larga y estrecha dentro de la unidad cerrada. Tenía una almohada debajo de las rodillas y un riel de dos focos sobre la cabeza y trataba de escuchar la música. Dentro del potente ruido del escáner fijó su atención en los instrumentos, distinguiendo entre unos cuerpos y otros, cuerda, viento, metal. El ruido era un violento golpeteo en staccato, un clamor metálico que lo hacía sentirse en lo más profundo de una ciudad de ciencia ficción a punto de ser desmantelada.
Llevaba un dispositivo en la muñeca para generar una imagen detallada y la sensación de confinamiento y desamparo le hizo recordar algo que había dicho la radióloga, una rusa cuyo acento se le antojaba tranquilizador, porque es gente seria, que sopesa cada palabra, y quizá fuera ésa la razón de que optara por la música clásica cuando le dieron a elegir. Le llegó su voz ahora por los auriculares diciendo que la siguiente secuencia de ruido duraría tres minutos, y cuando se reanudó la música pensó en Nancy Dinnerstein, que llevaba una clínica de sueño en Boston. Los clientes le pagaban por hacerlos dormir. O en la otra Nancy, como se llamara, brevemente, entre actos sexuales incidentales, en Pórtland esta vez, Oregón, sin apellido. La ciudad sí tenía apellido; la mujer, no.
El ruido era insoportable, alternando entre un sonido de golpes aplastantes y una pulsación electrónica de tono variado. Se concentró en la música pensando en lo que le había dicho la radióloga, que cuando se acaba, con su acento ruso, se olvida uno instantáneamente de toda la experiencia, de modo que no puede ser tan mala, dijo, y él pensó que sonaba a descripción de la muerte. Pero ésa era otra cuestión, verdad, en otro tipo de ruido, y el hombre atrapado no sale de su tubo deslizándose. Escuchaba la música. Puso todo su empeño en oír las flautas y distinguirlas de los clarinetes, si clarinetes eran, pero no fue capaz y la única fuerza compensatoria era Nancy Dinnerstein borracha en Boston y ello le proporcionó una erección estólida y desamparada, recordándola en aquella habitación llena de corrientes de aire, con vistas al río, limitadas.
Oyó la voz de su auricular diciéndole que la próxima secuencia de ruido duraría siete minutos.
Lianne vio su rostro en los periódicos, el hombre del Vuelo 11. Sólo uno de los diecinueve parecía tener rostro en ese punto, mirándola desde la foto, tenso, con una expresión de dureza en los ojos que no parecía adecuada para un permiso de conducir.
La llamó Carol Shoup, editora ejecutiva de una importante editorial. Carol le daba trabajo de vez en cuando, porque Lianne se dedicaba a revisar libros trabajando por su cuenta, en casa o en la biblioteca.
Era Carol quien le había enviado la postal desde Roma, de la casa de Keats y Shelley, y era una de esas personas que a la vuelta, inevitablemente, llama y pregunta: «¿Recibiste mi postal?».
Siempre con una voz que vacilaba entre la inseguridad desesperada y el rencor incipiente.
Lo que preguntó, sin embargo, fue:
—¿Es mal momento?
En cuanto él entró por su puerta y los demás fueron enterándose, en los días siguientes, empezaron las llamadas con pregunta introductoria: «¿Es mal momento?».
Querían decir, por supuesto, estás ocupada, tienes que estar ocupada, tienen que estar pasando tantas cosas, te llamo en otro momento, hay algo que pueda hacer yo, cómo está, se va a quedar mucho tiempo y, finalmente, ¿por qué no cenamos los cuatro juntos en algún sitio tranquilo?
Era raro lo brusca que se volvía, y lacónica, llegando incluso a odiar la frase, marcada por su propio ADN, que la llevaba a replicarse, y a desconfiar de las voces, tan suavemente fúnebres.
—Porque si es mal momento —decía Carol—, podemos hablar cuando sea.
Se negaba a creer que estuviera siendo egoísta en su custodia del sobreviviente, decidida a ejercer sus derechos de exclusiva. Ahí es donde él quería estar, apartado de la marea de voces y rostros, por Dios y por la Patria, sentado solo en habitaciones quietas, rodeado por quienes le importaban.
—Por cierto —dijo Carol—, ¿recibiste la postal que te mandé?
Oyó música procedente de algún lugar del edificio, de un piso más bajo, y dio dos pasos hacia la puerta, apartándose el teléfono del oído, y luego abrió la puerta y allí se quedó, escuchando.
Ahora estaba al pie de la cama, mirándolo allí tendido, tarde, una noche, cuando ya había terminado de trabajar, y le preguntó por fin tranquilamente:
—¿Por qué has venido?
—Ésa es la cuestión, ¿verdad?
—Por Justin, ¿no?
Ésta era la respuesta que ella quería, la más lógica.
—Para que viese que estás vivo —dijo Lianne.
Pero esto era sólo la mitad de la respuesta y comprendió que necesitaba oír algo más, un motivo más amplio de su acción o su intuición o lo que quiera que fuese.
Él permaneció pensativo durante un largo rato.
—Es difícil reconstruirlo. No sé cómo funcionaba mi mente en aquel momento. Apareció un hombre con una furgoneta, un fontanero, me parece, y me trajo aquí. Le habían robado la radio y sabía por el ruido de las sirenas que algo estaba pasando, pero no sabía qué. En un momento determinado tuvo una buena visión del Downtown, pero sólo pudo ver una torre. Pensó que una torre le ocultaba la visión de la otra, o que era el humo. Vio aquel humo. Siguió una bocacalle en dirección este y volvió a mirar y sólo había una torre. Una torre no era lógico. Luego continuó hacia el Uptown, porque en esa dirección iba y al final me vio y me recogió. En aquel momento ya había desaparecido la segunda torre. Ocho radios en tres años, me dijo. Todas robadas. Electricista, creo. Tenía una botella de agua y estaba todo el rato poniéndomela delante de las narices.
—¿Y tu casa? No podías ir a tu casa, y lo sabías.
—Sabía que el edificio estaba demasiado cerca de las torres y quizá supiera que allí no podía ir, pero también es posible que nada de lo anterior me pasara por la cabeza. De todos modos, no es por eso por lo que vine. Era más que eso.
Se sintió mejor, ella, ahora.
—Quería llevarme al hospital, el de la furgoneta, pero yo le dije que me trajera aquí.
La miró.
—Le di esta dirección —repitió, para más énfasis, y ella se sintió mejor todavía.
Era cosa de nada, cirugía sin hospitalización, un ligamento o cartílago, con Lianne en la zona de recepción esperando para llevarlo de regreso al apartamento. Ya en la mesa del quirófano, pensó en su amigo Rumsey, brevemente, un momento antes o después de perder la sensibilidad. El doctor, el anestesista, le inyectó un sedante muy fuerte, o algún otro agente, una sustancia con supresor de memoria, o quizá fueran dos inyecciones, pero ahí estaba Rumsey, en su asiento junto a la ventana, lo cual quería decir que la memoria no había sido erradicada o que la sustancia aún no había hecho efecto, un sueño, una imagen de vigilia, lo que fuese, Rumsey envuelto en humo, las cosas cayendo.
Salió a la calle pensando cosas corrientes, la cena, la tintorería, el cajero automático, ya está, volver a casa.
Le quedaba mucho por hacer en el libro que estaba revisando, para una editorial universitaria, sobre los alfabetos antiguos, estaba echándose encima la fecha de entrega. Había, sin duda alguna, eso.
Se preguntó cómo reaccionaría el niño ante la salsa picante de mango que acababa de comprar, o quizá ya la hubiese probado antes, la hubiese comido y la hubiese odiado, en casa de los Dos Hermanos, porque Katie la había mencionado alguna vez, o alguien.
El autor era un búlgaro que escribía en inglés.
Y había esto, los taxis en anchas hileras, de tres o cuatro en fondo, acelerando en su dirección desde el semáforo de la bocacalle anterior de la avenida, cuando se detuvo en mitad del cruce a elaborar su destino.
En Santa Fe vio un cartel en un escaparate, de champú étnico. Viajaba por Nuevo México con un hombre con quien salía de vez en cuando durante la separación, un directivo de televisión, impecablemente leído, con los dientes blancos como la cal, por láser, un hombre a quien le encantaban su rostro alargado y su cuerpo perezoso y flexible, decía, incluidas sus nudosas extremidades, y de qué manera la observaba, recorriendo con los dedos los recodos y las arrugas, a los que ponía nombres de eras geológicas, haciéndola reír, intermitentemente, durante día y medio, o quizá sólo fuera la altura a que estaban jodiendo, en los cielos del alto desierto.
Corriendo ahora hacia la lejana acera, sintiéndose falda y blusa sin cuerpo dentro, qué placentero resultaba, esconderse detrás del brillante plástico de la larga funda de la tintorería, que llevaba por delante con los brazos extendidos, entre ella y los taxis, en defensa propia. Imaginó los ojos de los taxistas, intensos y rasgados, con la cabeza inclinada hacia el volante, y aún quedaba lo de su necesidad de estar a la altura de la situación, como había dicho Martin, el amante de su madre.
Había eso, y Keith en la ducha, esta mañana, de pie bajo el chorro, aterido, una figura borrosa metida en plexiglás, lejana.
Pero lo que la hizo pensar en esto, en el champú étnico, en mitad de la Tercera Avenida, era una pregunta que quizá careciera de respuesta en un libro sobre alfabetos antiguos, minuciosos desciframientos, inscripciones en terracota, cortezas de árbol, piedras, huesos, papiros. La broma, a su costa, era que la obra en cuestión venía escrita con una máquina manual, de las antiguas, con las correcciones textuales añadidas por el autor en una letra profundamente emotiva e ilegible.
El primer policía le dijo que acudiera al punto de control que había en la manzana siguiente en dirección este y él así lo hizo y había policía militar y soldados en vehículos de alta movilidad y un convoy de camiones de la basura y escobas mecánicas sanitarias desplazándose hacia el sur por entre las barreras de caballete. Mostró prueba de residencia con foto identificativa, y el segundo policía le dijo que acudiera al siguiente punto de control, dirección este, y él así lo hizo y vio una barrera de cadena tendida en mitad de Broadway bajo la vigilancia de soldados con máscaras antigás. Le dijo al policía del punto de control que tenía que darle de comer al gato y que si el animal se moría su hijo no lograría superar el trauma y el hombre se mostró comprensivo y le dijo que lo intentase en el punto de control siguiente. Había coches de bomberos y ambulancias, había coches patrulla, camiones remolcadores, vehículos con cofa portapersonas, todos ellos cruzando las barricadas y adentrándose en el sudario de tierra y ceniza.
Le mostró al policía siguiente su prueba de residencia con foto identificativa, y le dijo que tenía que darles de comer a los gatos, tres gatos, y que si los animales se morían sus hijos nunca lograrían superar el trauma y le enseñó el entablillado del brazo izquierdo. Tuvo que quitarse de en medio cuando una manada de enormes buldózeres y excavadoras empezó a entrar por las barricadas abiertas, haciendo un ruido de máquinas infernales interminablemente pasadas de vueltas. Volvió al principio, con el policía, y le enseñó el entablillado de la muñeca y le dijo que le bastaba con quince minutos en su casa para dar de comer a los gatos y que luego volvería al hotel del Uptown, donde no aceptaban animales, a tranquilizar a los niños. El policía dijo «vale, pero si lo paran a usted ahí abajo dígales que pasó por el punto de control de Broadway, no por éste».
Se fue abriendo camino por la zona paralizada, dirección sur y dirección oeste, pasando por puntos de control más pequeños y evitando otros. Había soldados de la Guardia en uniforme de combate y con armas blancas, y de vez en cuando veía una figura con máscara antipolvo, hombre o mujer, oscuros y furtivos, los únicos civiles, además de él. Las calles y los coches emergían de la ceniza y había bolsas de basura amontonadas en las aceras y contra las paredes de los edificios. Caminó despacio, atento a cualquier cosa que no pudiese identificar. Todo era gris, fláccido y derrumbado, las fachadas de las tiendas tras los cierres de acero corrugado, una ciudad en algún otro lugar, en permanente estado de sitio, y una pestilencia en el aire que se infiltraba en la piel.
Se detuvo ante la barrera de la National Rent-A-Fence y al mirar la neblina vio las hebras de filigrana torcida, lo último que seguía en pie, un vestigio esquelético de la torre donde había trabajado diez años. Había muertos por todas partes, en el aire, en los escombros, en los techos cercanos, en los vientos que llegaban del río. Estaban colocados en la ceniza y rociados en las ventanas de la calle entera, en su pelo y en su ropa.
Notó que alguien se situaba junto a él ante la valla, un hombre con máscara antipolvo cuyo silencio parecía calculado para ser roto.
—Mire eso —dijo, al fin—. Me digo que estoy aquí, pero es difícil creerlo, es difícil creer que está uno aquí, viéndolo.
La máscara amortiguaba sus palabras.
—Fui andando a Brooklyn cuando ocurrió —dijo—. No vivo aquí. Vivo en el lado oeste del Uptown, pero trabajo por aquí, y cuando sucedió todo el mundo echó a andar en dirección a Brooklyn, por el puente, y yo fui detrás. Crucé por el puente porque todo el mundo cruzó por el puente.
Sonaba como si tuviese un defecto en el habla, en palabras ahogadas y confusas. Sacó el móvil y marcó un número.
—Estoy aquí mismo —dijo, pero tuvo que repetirlo, porque la persona a quien hablaba no lo entendió—. Estoy aquí mismo.
Keith encaminó sus pasos hacia el edificio donde vivía. Vio a tres números del Departamento de Policía de Nueva York, con casco y chaquetón, con perros de rastreo en traílla corta. Se acercaron a él y uno de los números ladeó la cabeza, inquisitivamente. Keith le dijo adónde se dirigía, haciendo mención de los gatos y de los niños. El policía hizo una pausa para decirle que la torre uno de la Liberty Plaza, cincuenta y pico pisos, cerca del sitio a donde iba Keith, estaba a punto de venirse abajo, joder. Los otros dos policías esperaban impacientes y el primero le dijo que el edificio estaba moviéndose de un modo claro y mensurable. Keith asintió con la cabeza y esperó a que se marcharan y reanudó su camino en dirección sur, de nuevo, para luego torcer al oeste, por calles vacías en su mayor parte. Vio a dos judíos jasídicos delante de una tienda con el escaparate destrozado. Parecían tener mil años. Al acercarse a su edificio vio hombres con respiradores y trajes de protección corporal, restregando la acera con una enorme aspiradora.
Las puertas se habían caído, o las habían tirado. Pensó que no era obra de saqueadores. Pensó que la gente, a la desesperada, se había metido donde pudo, cuando las torres cayeron. El vestíbulo olía a la basura sin recoger que había en el sótano. Sabía que ya habían vuelto a conectar la energía eléctrica y que no había razón alguna para no utilizar el ascensor, pero subió a pie los nueve pisos, deteniéndose en el tercero y el séptimo, casi al final de los largos pasillos. Allí parado, quedó a la escucha. El edificio parecía vacío, daba la sensación de estar vacío, sonaba a vacío. Cuando entró en su casa permaneció un rato sin moverse, mirando en torno. En las ventanas había una costra de arena y ceniza y había trozos de papel y un folio entero atrapados en la mugre. Todo lo demás estaba tal como él lo había dejado cuando se fue a trabajar aquel martes por la mañana. Tampoco se habría dado cuenta, si algo hubiese cambiado. Llevaba un año y medio viviendo aquí, desde la separación, cerca de la oficina, centrando su vida, contentándose con la más estrecha de las perspectivas, la de no percibir.
Pero ahora miró. Algo de luz llegaba entre los churretes de las ventanas. Vio el sitio con otros ojos, ahora. Aquí estaba él, viéndose con claridad, con nada que le importase en esas dos habitaciones y media, oscuras y silenciosas, con un leve olor a casa no ocupada. Había la mesa de juego, eso era todo, con su tapete verde, de algodón raspado o fieltro, donde se jugaba la partida de póquer semanal. Uno de los jugadores dijo que era algodón raspado, fieltro de imitación, añadió, y Keith, más o menos, lo dio por bueno. Era, dentro de su semana, de su mes, un intervalo sin complicaciones, la partida de póquer: el único hecho previsible que no venía marcado por los rastros de sangre culpable de las relaciones cercenadas. Vas o no vas. Fieltro o algodón raspado.
Era la última vez que iba a estar aquí. No había gatos, sólo ropa. Metió unas cuantas cosas en una maleta, unas camisas y unos pantalones y sus botas de senderismo traídas de Suiza, y al carajo todo lo demás. Esto y aquello y las botas suizas porque las botas contaban y la mesa de juego también, pero no iba a necesitar la mesa, con dos de los jugadores muertos y otro gravemente herido. Una sola maleta y ya estaba, y el pasaporte, los talonarios, la partida de nacimiento y algún otro documento, los papeles estatales de identidad. Ahí quieto, de pie, percibió algo tan solitario que habría podido tocarlo con la mano. En la ventana, el aire hacía temblar el folio intacto, y Keith se acercó a ver si podía leerlo. Pero lo que hizo fue mirar la astilla visible de la Liberty Plaza Uno y ponerse a contar los pisos, para perder interés cuando iba por la mitad y pensar en otra cosa.
Miró en el frigorífico. Quizá estuviera pensando en el hombre que antes vivía aquí y comprobó las botellas y los envases a ver si encontraba alguna pista. El papel crujía en la ventana y él cogió la maleta y salió por la puerta, que dejó cerrada con llave. Anduvo unos quince pasos por el corredor, manteniéndose apartado del hueco de la escalera, y dijo algo en un tono de voz levemente por encima del susurro:
—Estoy aquí mismo —y luego, más alto—: Estoy aquí mismo.
En la versión cinematográfica habría alguien en el edificio, una mujer con graves lesiones emocionales, o un viejo sin techo, y habría diálogo y primeros planos.
La verdad era que no se fiaba del ascensor. No quería saberlo, pero lo supo, inevitablemente. Bajó andando hasta el vestíbulo, sintiendo la basura acercársele por peldaños. Los de la aspiradora ya no estaban. Oyó el zumbido y el chirriar de la maquinaria pesada en el lugar de los hechos, máquinas para retirar la tierra, excavadoras que machacaban el cemento hasta convertirlo en polvo, y luego una bocina que anunciaba peligro, el posible derrumbe de alguna estructura cercana. Esperó, todos quedaron a la espera, y luego empezó otra vez el ruido de las máquinas.
Fue a la sucursal de correo de la zona para recoger el correo que no le habían llevado a casa y luego caminó en dirección norte hacia las barricadas, pensando que iba a serle difícil encontrar un taxi ahora que todos los taxistas de Nueva York se llamaban Muhammad.