2

No fueron sólo aquellas noches y aquellos días en la cama. El sexo estaba por todas partes, al principio, en palabras, frases, gestos a medias, la más elemental insinuación de espacio modificado. Dejaba ella un libro o una revista y una pequeña pausa se establecía en torno a ambos. Esto era sexo. Iban caminando juntos por una calle y se veían en un escaparate polvoriento. Un tramo de escaleras era sexo, el modo en que se acercaba ella a la pared con él detrás muy cerca, tocar o no tocar, rozar ligeramente o apretar con fuerza, sentir que la acuciaba desde abajo, desplazando la mano alrededor del muslo, haciéndola detenerse, el modo en que se abría camino hacia arriba y alrededor, el modo en que ella le aferraba la muñeca. La inclinación que daba a sus gafas de sol cuando se volvía y lo miraba o la película de la tele cuando la mujer entra en la habitación vacía y da lo mismo que coja el teléfono o se quite la falda con tal que esté sola y ellos estén mirando. La casa que alquilaron en la playa era sexo, entrar por la noche, tras largas horas de rígida conducción, sintiendo ella las articulaciones entumecidas, y oyendo el suave jadeo de las olas al otro lado de las dunas, el choque y el deslizamiento, y ésta era la línea de separación, el sonido de ahí afuera en la oscuridad marcándole a la sangre un ritmo terrenal.

Sentada, pensaba en esto. La cabeza le derivaba hacia esto o se alejaba hacia los primeros tiempos, ocho años atrás, de esa prórroga al cabo siniestra que llamaron matrimonio. Tenía en el regazo el correo del día. Había asuntos que atender y había sucesos que acumulaban los asuntos, pero ella miraba más allá de la lámpara, la pared, donde ambos parecían proyectarse, el hombre y la mujer, incompletos los cuerpos, pero reales y resplandecientes.

Fue la postal lo que la hizo regresar, la postal que remataba el montón de facturas y correo diverso. Miró por encima el mensaje garrapateado, la consabida salutación de una amiga que se encontraba en Roma, luego miró de nuevo el anverso de la tarjeta. Era la reproducción de la portada de un poema de Shelley en doce cantos, primera edición, titulado Revolt of Islam, la rebelión del islam. Incluso así, reducida a tamaño postal, resultaba evidente que la cubierta era de bella estampa, con una R grande, iluminada, abarcando florituras de seres vivos, una cabeza de carnero y algo parecido a un pez de fantasía con colmillo y trompa. Revolt of Islam. La tarjeta era de la casa de Keats y Shelley de la Piazza di Spagna, y ella se dio cuenta ya en los primeros y tensos segundos de que la habían echado al correo un par de semanas antes. Era cuestión de simple coincidencia, o no tan simple, que esa tarjeta llegase en este preciso momento, con el título de ese libro en concreto.

Eso fue todo, un momento perdido en el viernes de aquella semana que duró una vida, tres días después de los aviones.

Le dijo a su madre:

—Parecía imposible, como regresado del otro mundo, ahí estaba, en la puerta. Qué suerte que Justin estuviera aquí contigo. Porque habría sido horrible para él ver a su padre así. Cubierto de hollín gris, de pies a cabeza, no sé, como de humo, ahí parado, con sangre en la cara y en la ropa.

—Hicimos un puzle, un puzle de animales, caballos en un campo.

El piso de su madre no quedaba lejos de la Quinta Avenida, con cuadros en las paredes, trabajosamente distribuidos en el espacio, y pequeñas piezas de bronce en los veladores y estanterías. Hoy, el salón se encontraba en situación de grato desorden. Los juguetes y los juegos de Justin estaban desperdigados por el suelo, echando a perder la calidad intemporal de la habitación, y ello resultaba agradable, pensó Lianne, porque, de otro modo, resultaba difícil no susurrar en un ambiente así.

—No sabía qué hacer. No funcionaba el teléfono. Acabamos yendo a pie al hospital. Pasito a pasito, como quien lleva a un niño pequeño.

—Pero, antes que nada, ¿por qué estaba en tu casa?

—No lo sé.

—¿Por qué no fue directamente a un hospital? Por ahí, a alguno del Downtown. ¿Por qué no fue a casa de alguien conocido?

Alguien conocido significaba una amiguita, una pulla inevitable, tenía que hacerlo, era más fuerte que ella.

—No lo sé.

—No lo habéis hablado. ¿Dónde está ahora?

—Está bien. Puede olvidarse de los médicos, por el momento.

—¿De qué habéis hablado?

—No tiene ningún problema de mayor consideración, no físico, al menos.

—¿De qué habéis hablado?

Su madre, Nina Bartos, había enseñado en universidades de California y Nueva York y llevaba dos años retirada, la Profesora Fulana de Tal de Esto y Aquello, como dijo Keith en una ocasión. Estaba pálida y flaca, su madre, en periodo de recuperación tras haber pasado por el quirófano para que le pusieran una rodilla nueva. Estaba por fin decididamente vieja. Era lo que quería, al parecer, estar vieja y cansada, aceptar la ancianidad, acatar la ancianidad, arroparse con ella. Los bastones, las medicinas, las cabezaditas de por la tarde, las dietas restringidas, las citas con los médicos.

—No tenemos nada de qué hablar, en este preciso momento. Él lo que tiene que hacer es mantenerse alejado de todo, incluidas las conversaciones.

—Reservado que es.

—Ya conoces a Keith.

—En eso siempre lo he admirado. Da la impresión de que hay en él algo más profundo que el senderismo, el esquí o la baraja. Pero ¿qué podrá ser?

—La escalada. No te olvides de la escalada.

—Y tú ibas con él. Se me había olvidado, en efecto.

Su madre se removió en el sillón, con los pies apoyados en el escabel a juego, a esas horas, aún en bata, muriéndose por un cigarrillo.

—Me gusta su reserva, o como quieras llamarla —dijo—. Pero ten cuidado.

—La reserva es contigo, o era, en las contadas ocasiones en que hubo comunicación de hecho.

—Ten cuidado. Ha corrido un grave riesgo, lo sé. Tenía amigos allí. También lo sé —dijo su madre—. Pero si dejas que la comprensión y la buena voluntad te afecten el juicio…

Estaban las conversaciones con amigos y antiguos colegas sobre la sustitución de rodilla, de cadera, sobre las atrocidades de la memoria a corto plazo y el seguro médico a largo plazo. Todo ello era tan ajeno a la noción que Lianne tenía de su madre, que lo atribuía a un elemento de representación teatral. Nina trataba de acomodarse a los verdaderos abusos de los años convirtiéndolos en una función teatral, otorgándose cierto grado de distancia irónica.

—Y Justin. De nuevo con un padre en casa.

—El chico está bien. ¿Quién sabe cómo es el chico? Está bien, ha vuelto al colegio —dijo—. Ya han abierto de nuevo.

—Pero tú estás preocupada. Lo sé. Te encanta alimentar tu miedo.

—¿Qué será lo próximo que pase? ¿No te haces esa pregunta? No sólo el mes que viene. En los años venideros.

—Nada es lo próximo. No hay próximo. Esto era lo próximo. Hace ocho años, pusieron una bomba en una de las torres. Nadie se preguntó qué sería lo próximo. Esto era lo próximo. Cuando hay que tener miedo es cuando no hay motivo para tenerlo. Demasiado tarde, ahora.

Lianne permanecía junto a la ventana.

—Pero cuando cayeron las torres.

—Me consta.

—Cuando ocurrió esto.

—Me consta.

—Creí que había muerto.

—Yo también —dijo Nina—. Tanta gente mirando.

—Pensando «está muerto, está muerto».

—Me consta.

—Viendo cómo se venían abajo esos edificios.

—Primero uno, luego el otro. Me consta —dijo su madre.

Tenía un surtido de bastones para elegir y a veces, en las horas desactivadas y los días lluviosos, subía la cuesta de su calle hasta el Museo Metropolitano y miraba cuadros. Miraba tres o cuatro cuadros en una hora y media. Miraba lo indefectible. Le gustaban las salas grandes, los viejos maestros, lo que de modo indefectible apresaba los ojos y la mente, la memoria y la identidad. Luego volvía a su casa a leer. Leía y se dormía.

—Ni que decir tiene que el niño es una bendición, pero, por lo demás, lo sabes mucho mejor que yo, casarte con ese hombre fue un tremendo error, y tú lo quisiste, andabas buscándotelo. Querías vivir de una manera determinada, pasase lo que pasase. Querías una cosa determinada y pensaste en Keith.

—¿Qué quería?

—Pensaste que Keith te llevaría a ella.

—¿Qué quería?

—Sentirte peligrosamente viva. Era una característica que tenías asociada con tu padre. Pero no era el caso. Tu padre, en el fondo, era un hombre cauteloso. Y tu hijo es un chico guapo y sensible —dijo—. Pero, por lo demás…

De veras que le gustaba este salón, a Lianne, cuando estaba arreglado al máximo, sin los juegos ni los juguetes por ahí tirados. Su madre sólo llevaba unos años viviendo en esta casa y Lianne tendía a verla con ojos de visitante, un espacio serenamente dueño de sí mismo, de manera que no importa si resulta un poco intimidatorio. Lo que más le gustaba eran las dos naturalezas muertas de la pared norte, obras de Giorgio Morandi, pintor que su madre había estudiado y sobre el que había escrito. Eran grupos de botellas, jarras, latas de galletas, nada más, pero había algo en las pinceladas que encerraba un misterio innombrable, para Lianne, o en los bordes irregulares de los floreros y jarrones, una especie de registro interno, humano y oscuro, alejado de la luz y el color de los cuadros. Natura morta. Era como si en italiano sonase con más fuerza de la necesaria, algo de mal agüero, incluso, pero de estas cosas nunca había hablado con su madre. Que los significados latentes se revuelvan y se retuerzan al viento, libres de toda observación autoritaria.

—De niña te encantaba preguntar. Siempre escarbando. Pero siempre eran las cosas equivocadas las que te despertaban la curiosidad.

—Eran cosas mías, no tuyas.

—Keith necesitaba una mujer que lamentase lo que hiciera con él. Es su estilo, conseguir que una mujer haga algo de lo que tenga que arrepentirse. Y lo que tú hiciste no fue cosa de una noche ni de un fin de semana. Él estaba hecho para los fines de semana. Lo que hiciste…

—No es el momento.

—Te casaste de veras con él.

—Y luego lo eché de mi lado. Tenía objeciones muy fuertes, que se habían ido creando con el tiempo. Lo que tú le objetas es muy distinto. No es ningún erudito, no es artista. No pinta, no escribe poesía. Si lo hiciera, le pasarías por alto todo lo demás. Sería un artista desaforado. Tendría derecho a comportarse inenarrablemente. Dime una cosa.

—Esta vez tienes más que perder. El respeto por ti misma. Piénsalo.

—Dime una cosa. ¿Qué pintores tienen derecho a comportarse de un modo más inenarrable, los figurativos o los abstractos?

Se oyó el zumbador y su madre se acercó al interfono a escuchar el aviso del portero. Lianne supo de antemano quién era. Subía Martin, el amante de su madre.