19 de septiembre
Querido Thomas:
Anoche, Dios me dijo que tenía que confesarte lo que no he confesado nunca, ni siquiera al Señor. Hace años, en Aden, me aparté de Dios cuando El se apartó de mí. Allí me sucedió algo que no debería suceder a ninguna mujer. No pude perdonar al hombre que me hizo daño; tampoco a Dios. Habría preferido la muerte a lo que tuve que soportar. Pero vine aquí, al Missing. Vine con el hábito de monja para ocultar mi amargura y mi vergüenza al mundo.
En Jeremías 17 está escrito: «Nada hay más tortuoso que el corazón, no tiene arreglo: ¿quién puede conocerlo?». Llegué a Etiopía con un engaño.
Pero nuestro trabajo me transformó. Habría sido tu ayudante hasta mi último aliento. Ahora, las cosas han vuelto a cambiar de nuevo.
Hace unos meses parecías un endemoniado e intenté confortarte. Ahora estoy embarazada. Pero no te culpes.
Era difícil ocultar mi cuerpo a la enfermera jefe y a los demás. Pensé decírtelo muchas veces, pero nunca encontré la manera. Sin embargo, ahora estoy asustada. Me queda poco tiempo. Anoche las contracciones fueron muy fuertes. Me hicieron pensar: ¿y si Thomas quiere que me quede?
No debo marcharme del modo como vine al Missing y a ti, con ocultamiento y engaño.
He de huir del Missing para ahorrarle mi vergüenza, lo mismo que me refugié una vez aquí para ocultarla. Si vienes a mí cuando recibas esta carta, sabré que deseas que esté contigo. Pero hagas lo que hagas, mi amor siempre permanecerá intacto.
Mary
Necesité muchísima concentración para terminar la última intervención quirúrgica (vagotomía y gastroyeyunostomía rutinarias por úlcera duodenal) sin que mi mente divagase. Finalmente, con la carta en la mano, me dirigí a mis habitaciones con la sensación de no haber hecho nunca aquel trayecto.
Ella lo amaba. Tanto, que había corrido hasta él desde Aden. Las manchas de sangre con que llegara al Missing me decían lo que ella no podía decirme. Había recorrido el camino hasta el médico (el hombre) al que había conocido en el barco en que abandonara la India. Y luego, años después, lo había amado tanto que estaba dispuesta a dejarlo. A las once de la noche decidió escribirle y contárselo. Luego esperó a que él fuese, o no.
Pero Thomas Stone acudió. Ella sin duda advirtió su llegada. Cuando la cogió en brazos, la sacó y corrió con ella, habría interpretado cada lágrima de él al caer sobre su cara como una afirmación de su amor. No acudió por la carta, una carta que nunca recibió, sino porque alguna parte de él sabía lo que había hecho y lo que debía hacer: alguna parte de Stone sabía lo que sentía.
Imaginé a Ghosh visitando las habitaciones de su amigo después de la muerte de mi madre, buscándolo. Seguramente vería en el escritorio el nuevo manual y el marcador, y sobre ellos, llamativa tal vez, la carta. Stone nunca vio ninguna de estas cosas porque pasó la noche anterior durmiendo en la tumbona de su despacho del Missing, como hacía a menudo, y luego, tras la muerte de mi madre, ya no volvió a sus habitaciones. ¿Por qué no se había limitado Ghosh a enviarle la carta directamente? Thomas nunca escribió ni estableció contacto; Ghosh no tenía ninguna dirección al principio, pero con el paso de los años, probablemente habría averiguado su paradero. Después de todo, Eli Harris siempre lo había sabido. Pero tal vez por entonces Ghosh estuviese dolido por el silencio de Stone y su voluntad de olvidar a su viejo amigo y dejarlo al cuidado de sus hijos mientras él escapaba de su pasado. Tal vez a medida que fue transcurriendo el tiempo, considerase los efectos que podía tener la carta en Stone, quizá le pareciese injusto enviársela. Podría haber precipitado otra crisis o, como había temido siempre Hema, Stone podría haber regresado para reclamar a los niños. Y tal vez Stone no entendiese o no creyese nada de cuanto decía la carta.
Luego, al acercarse la muerte, debió de pesarle en la conciencia el hecho de ser el custodio de aquella misiva. ¿Y si su contenido podía salvar a Stone, tranquilizar su corazón? ¿Y si lo impulsaba a actuar como debía con sus hijos, aunque fuera con retraso? Por entonces todo el resentimiento de Ghosh hacia Stone, si alguna vez había existido, se había esfumado.
Así que finalmente le dio el manual y el marcador a Shiva, y la carta a mí, pero ocultándomela. Me maravillaba la previsión del moribundo que la había escondido dentro de una lámina enmarcada. La dejaría en manos del destino… ¡Muy propio de Ghosh! ¿Cuándo encontraría yo a Thomas Stone? ¿Cuándo me toparía con la carta? Y si la encontraba, ¿acabaría entregándosela a su destinatario? Ghosh confió en mí para que actuase según mi parecer. También eso es amor. Llevaba muerto más de un cuarto de siglo y aún seguía dándome lecciones sobre la confianza que sólo nace del amor verdadero.
«Shiva», dije, alzando la vista al cielo, donde las estrellas se preparaban para su espectáculo nocturno mientras yo recordaba la noche que había huido precipitadamente del Missing y cómo me había confiado mi hermano el libro de mi padre con el marcador.
Las pocas palabras escritas por mi madre eran el único medio de que alguno de nosotros supiese que existía una carta. Años atrás, por teléfono, le había preguntado: «¿Por qué me diste el libro, Shiva?». El no lo sabía. «Quería que lo tuvieras tú», fue cuanto pudo responder. El mundo gira en torno a nuestras acciones y nuestras omisiones, lo sepamos o no.
Cuando llegué a mis habitaciones, me senté, extendí la carta en el regazo y marqué el número de Stone con mano temblorosa. Mi padre pasaba de los ochenta años y era profesor emérito. Deepak decía que la vista del anciano estaba debilitándose, pero que su tacto era tan bueno que podría haber operado a oscuras. De todas formas, rara vez practicaba operaciones, aunque ayudaba a menudo. Stone, conocido en tiempos por El cirujano práctico: un compendio de cirugía tropical, ahora era famoso como introductor de un procedimiento innovador de trasplante. Yo era la prueba de que la operación funcionaba, igual que la muerte de Shiva lo era de los riesgos que entrañaba. Cirujanos de todo el mundo habían aprendido a practicarla, y muchos niños nacidos sin un sistema de drenaje biliar operativo se habían salvado al recibir parte del hígado de un pariente.
Oí el zumbido del vacío que pende sobre la tierra, y luego, fuera de aquel éter, el sonido del teléfono, sus timbrazos tan enérgicos y eficientes, tan distintos a los indolentes clics analógicos y las señales toscas de cuando marcaba un número de Adis Abeba. Imaginé el trinar del teléfono y el eco en el apartamento que había visitado una vez, y que había dejado abierto como una lata de sardinas para que Stone supiese que su hijo había llegado a su mundo.
Pensé en mi madre escribiendo aquella carta, toda su vida condensada en una sola cara de aquel pergamino. Probablemente la había dejado (junto al libro con el marcador) al final de la tarde, cuando la asaltaron los dolores. Durante la noche había empeorado, deslizándose lentamente hacia el shock, y luego al día siguiente había muerto, pero no antes de que se reuniera con ella Stone. Era la señal que había esperado. Él hizo lo que debía y, sin embargo, durante el último medio siglo, ni siquiera lo había sabido.
Contestó a los pocos timbrazos, lo que me llevó a preguntarme si aún no había conciliado el sueño, aunque fuese plena noche en Boston.
—¿Sí? —El tono de mi padre era nítido y atento, como si esperase aquella intrusión, listo para la noticia del trauma o la hemorragia cerebral masiva que hacía asequible un órgano, o preparado para oír la historia de un niño, uno de diez mil, nacido con atresia biliar y que moriría sin un trasplante de hígado. Era la voz de alguien que aportaría toda la pericia y la experiencia de sus nueve dedos para salvar a otro ser humano, y que transmitiría esa herencia a otra generación de internos y residentes… Había nacido para eso; era lo único que sabía—. Stone al habla —dijo, y me pareció tan cercano como si estuviese allí conmigo, como si no hubiese absolutamente nada que separase nuestros dos mundos.