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Los fuegos del hogar

Aterrizamos al oscurecer. Llevaba siete años fuera de Adis Abeba. Los edificios blancos del Missing parecían redondeados en los bordes, gastados, como si los hubiesen descubierto en una excavación arqueológica pero no los hubiesen restaurado.

Cuando el taxi llegó a la altura del cobertizo de herramientas de Shiva, pedí al conductor que me dejara bajarme y a Hema que siguiera sola, pues quería recorrer a pie el resto del camino.

Mientras el coche se alejaba me quedé escuchando; el rumor seco de las hojas era como la mano de un niño que revuelve en una caja de monedas. Aquel sonido había perdido para mí todo su carácter amenazador. Me topé con el bordillo mellado y doblado, que detuviera una moto pero no al conductor. Miré hacia abajo, entre los árboles y las sombras, el lugar donde había caído. Ya no me daba miedo. Todos mis fantasmas se habían esfumado; el precio que habían exigido ya estaba pagado. Ya no tenía que dar nada ni nada que temer. Miré por encima de los árboles hacia la ciudad. El cielo era el lienzo de un pintor loco, como si el artista hubiese decidido de repente eliminar el azul celeste y hubiese echado ocre, carmesí y negro en la paleta. La ciudad estaba encendida, brillante, pero oscurecida aquí y allá por manchones de niebla que emborronaban la panorámica, como humos de muchas pequeñas batallas.

Mientras subía la cuesta hasta la casa, me asaltaron un millar de recuerdos: Shiva y yo corríamos a tres pies para llegar a tiempo de cenar, o los dos y Genet regresábamos del colegio cargados con nuestros libros, o Zemui llegaba en su moto, pero luego recorría con el motor apagado los últimos cien metros. Vi arriba del todo a quienes se agrupaban alrededor de nuestro taxi y de Hema. Luego se separaron del vehículo, perfilados contra las últimas ascuas del cielo, la enfermera jefe, Gebrew y Almaz, que me esperaban.

La enfermera jefe me llamó a urgencias sólo tres días después de mi regreso. Una joven con una herida de cornada en el abdomen estaba desangrándose ante nuestros ojos. Si hubiésemos intentado mandarla a otro sitio, habría muerto. Inmediatamente la llevé al Quirófano 3 y localicé la hemorragia. Lo que siguió después, extirpar el sector de intestino dañado, lavar la cavidad peritoneal, practicar una colostomía, era rutinario, pero el efecto que me causó no lo fue en absoluto. Al verme allí, en el mismo lugar en que Stone, Ghosh y Shiva habían estado con un bisturí en la mano, era como si me hallase en suelo consagrado. Al final de la operación, cuando dispuesto a marcharme me volví, y bordeé el cubo y los cables del suelo, alcé la vista y vi a Shiva en el nuevo cristal que separaba el Quirófano 3 del flamante Quirófano 4. La visión me dejó sin aliento. Recordé sus primeras palabras cuando la matanza de los cachorros de Kuchulu le impulsó a romper un silencio de años: «¿Lo olvidaréis vosotros si alguien me mata a mí o a Marión?».

«No, Shiva, nunca te olvidaremos», le dije a mi reflejo, y al pronunciar aquellas palabras creo que decidí mi futuro.

Entre las pertenencias que había en la habitación de mi hermano, encontré un llavero que tenía la forma del Congo con una llave. En el cobertizo de herramientas había una moto de extraño aspecto, con unos guardabarros gruesos y pequeños de un rojo brillante, un depósito de gasolina rojo en forma de lágrima, manillares que en Estados Unidos se habrían llamado «cuelgamonos» y preciosas ruedas cromadas. Hema me contó que Shiva había comprado la moto de segunda mano unos años atrás y que no paraba de trajinar con ella. Sólo la sacaba de noche, tarde, cuando ya no había tráfico. El voluminoso motor me resultaba muy familiar, y su estruendo sordo cuando la puse en marcha me reveló su verdadera identidad.

Operaba tres días a la semana. Cuando mi billete de regreso a Nueva York estaba a punto de expirar, no lo cambié.

El hígado de Shiva funcionó maravillosamente en mí año tras año. Las inyecciones de inmunoglobulina de hepatitis B ayudaron. El virus quedó tan aletargado que mis análisis de sangre indicaban que no era portador, y que no podría infectar a nadie. La enfermera jefe insistía en que era un milagro, así que acabé por aceptarlo.

En 1991, cinco años después de mi regreso, me encontraba junto a la verja de acceso al Missing exactamente igual que estuviera de niño, y desde allí fui testigo de la entrada en la ciudad de las fuerzas del Frente de Liberación del Pueblo de Tigre y otros más que luchaban por la libertad. Iban vestidos con las mismas camisas de campaña, los pantalones cortos y las sandalias de los guerrilleros que había visto en Eritrea, con las bandoleras cruzadas sobre el pecho y los fusiles en las manos. No marchaban en formación, pero sus rostros reflejaban la disciplina y la confianza de hombres que creían en su causa. No hubo saqueos ni caos. El único saqueo lo llevó a cabo el camarada presidente vitalicio, que vació el Tesoro y huyó con el botín a Zimbabue, donde le dio refugio su colega saqueador, Mugabe. Mengistu era un personaje despreciado, un azote para la nación, un hombre del que hasta el día de hoy nadie puede encontrar algo bueno que decir. Según Almaz, las almas de todos aquellos a quienes había asesinado estaban reunidas en un estadio, esperando a darle una recepción en su camino al infierno.

Todas las noches antes de acostarme iba a ver a la enfermera jefe. Estaba muy trémula y encorvada por la edad, pero su alegría vital seguía intacta. Mientras tomábamos una taza de cacao, su único disco (de Bach) sonaba al fondo, en el pequeño gramófono. Se lo había comprado yo. Nunca se cansaba del Gloria, que siempre asociaré a ella. Cuando me sentaba allí a su lado, miraba y sonreía como si siempre hubiese sabido que yo volvería a la tierra que un día abandonara. Había deseado que Dios la llamase mientras rezaba o dormía, y El así lo hizo. Fue en 1991, pocos meses después de la huida del presidente vitalicio; la encontré en su sillón, el disco aún giraba en el gramófono. Precisamente la mañana anterior había estado supervisando la siembra de una variedad nueva, la Rosa rubiginosa Siva, que había registrado oficialmente en la Royal Society. Me dio la impresión de que la ciudad entera, ricos y pobres, acudía a su funeral. Almaz dijo que en los caminos del cielo se alineaban las almas de quienes estaban agradecidos a la enfermera jefe, y que su trono se hallaba al lado del de María.

Almaz y Gebrew se jubilaron y se les instaló en una vivienda nueva y cómoda construida para ellos en el Missing, con libertad para ocupar su tiempo en lo que quisieran. Supongo que no debería haberme sorprendido que lo dedicasen al ayuno y la oración.

El Instituto Shiva Stone para Cirugía de Fístula prosperó con Hema como directora titular, lo mismo que su financiación. Hema trabajaba a diario, y jóvenes y diligentes ginecólogos del país, pero también de otras naciones africanas, venían a formarse y trabajar por la causa. La enfermera en prácticas en plantilla, cuya habitación yo había visitado tantos años atrás, se había convertido en una ayudante capaz bajo la tutela de Shiva, y ahora, con el aliento de Hema, era una cirujana segura de sí por derecho propio, muy ducha en la tarea esforzada de formar a los jóvenes médicos que acudían a aprender cómo tratar aquella afección. Cuando insistí en conocer su verdadero nombre me dijo a regañadientes que se llamaba Naima, pero nadie la llamaba así; se había convertido ya, para ella misma incluso, en la enfermera en prácticas en plantilla.

Repasando los papeles de la enfermera jefe, descubrí que el donante anónimo que había financiado modestamente el trabajo de Shiva durante tantos años no era otro que Thomas Stone. Ahora trataba de conseguir que otros donantes y fundaciones apoyasen el Missing.

Tuve que esperar hasta 2004 para que llegase a mí el mensaje de la hermana Mary Joseph Praise. Sucedió justo después del Año Nuevo según el calendario occidental, una época en que las mimosas que rodeaban el edificio del dispensario se habían llenado de brotes violetas y amarillos, y los efluvios de la vainilla rodeaban el Missing.

Había ido a la habitación del autoclave entre la visita a un paciente y otro. La lámina enmarcada del Éxtasis de santa Teresa parecía ligeramente torcida. Al enderezarla, descubrí que el gancho estaba suelto. Cuando bajé el marco para ajustar el gancho, vi que la cartulina de atrás se había despegado por el borde. La cola debía de haberse pasado con la humedad permanente que había en la habitación debida al autoclave. Al intentar extraerla para pegarla de nuevo, atisbé un fino papel de carta doblado allí escondido, cuyas líneas de escritura azul se transparentaban. Lo saqué.

Me retrepé en el asiento. Nunca me tiemblan las manos, pero por alguna razón aquel delicado papel temblaba.

La carta parecía descolorida por los años, casi traslúcida, en peligro de desmenuzarse en polvo. Como Ghosh, tardé un momento en decidir si leer una misiva privada dirigida a otra persona. Estaba seguro de que era la carta que mi madre había escrito poco antes de mi nacimiento. Después había estado en posesión de Ghosh. A los veinticinco años, había llegado a mis manos y yo la había llevado conmigo a Estados Unidos, y luego de vuelta de nuevo a Etiopía. Durante veinticinco años no había sabido que la tenía. Hasta hoy. «¿Cuándo vas a venir, mamá?» solía preguntar de pequeño, contemplando la imagen. Por fin había llegado.