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Ella está llegando

Hema y yo nos marchamos del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro una hermosa mañana, tres semanas después de la transferencia de Shiva. Thomas Stone insistió en acompañarnos. El aire era tan fresco que tuve la sensación de que se haría añicos como cristal con un estornudo o una tos. La fachada de ladrillo del hospital brillaba de rocío mientras nos despedíamos. A partir de la reciente presencia del centro en los medios de comunicación, había recibido fondos municipales extras y se habían iniciado reparaciones urgentes; debido a ello, el monseñor del surtidor ya no estaba inclinado, y habían desaparecido su bastoncito y la capa de excrementos de pájaros. Bruñido y confiado, parecía castrado y ajeno al lugar en que yo había vivido los últimos siete años.

El taxi amarillo cruzó a toda velocidad el puente de Whitestone hacia el aeropuerto Kennedy. Apenas había salido el sol, pero la autopista estaba atestada de coches, cuyos solitarios conductores iban aislados en finas capas metálicas, que a aquellas velocidades sólo suponían una protección ilusoria. Nos unimos a ellos como compañeros de ala que se reintegran en la formación. Hema observaba pensativa, como yo cuando había llegado siete años antes. Me pregunté si oiría el zumbido de la überconciencia, el superorganismo que impedía que aquello se sumiera en el caos.

El año 1986 fue desastroso para nuestra familia. Hema creía que tenía algo que ver con la cifra, porque contenía nacimiento en el 1 y destino en el 8. Aquel año había empezado horriblemente con la explosión de la nave espacial Challenger el 28 de enero (que era el mes 1, y en el que también figuraba el 8). La tragedia de Chernóbil se produjo exactamente ochenta y ocho días después del desastre de la nave. En esas magnitudes, la muerte de un hermano gemelo (el día 18 del mes) pasaba casi inadvertida.

Ocho días después hubo otra muerte que también nos afectaba: mi vecino Holmes vino con Appleby de la agencia de detectives para comunicarme que Genet había fallecido en un hospital penal de Galveston justo cuando yo estaba reponiéndome. Su hijo había sido adoptado por una familia de Texas y ella había ido a buscarlo. Vivía en la miseria en un cobertizo de cartón a poca distancia del rompeolas cuando la habían detenido. Estaba en los huesos y sólo sobrevivió dos días en la enfermería de la prisión. Al parecer, había fallecido de insuficiencia adrenal, provocada por tuberculosis. Pero yo tenía más datos: había muerto persiguiendo la grandeza y cada vez que la había tenido al alcance de la mano no había sabido verla, así que había seguido buscándola en otra parte, pero nunca había comprendido el esfuerzo que requería alcanzarla o conservarla. Me avergüenza confesar que sentí alivio cuando recibí la noticia; sólo su muerte podía garantizar que no seguiríamos destrozándonos mutuamente el resto de nuestras vidas.

En la sala de embarque internacional oí retazos de bengalí, árabe y tagalo. Un individuo que viajaba a Laos protestaba a gritos en inglés macarrónico por la injusticia de British Airways, porque era imposible que él «estuviese dos kilos de más». En aquel marco, Thomas Stone sin la chaqueta blanca o el atuendo del quirófano parecía el extranjero recién llegado.

—¿Volverás, Marión? —me preguntó cuando tuvimos que despedirnos.

Yo sólo sabía que quería acompañar a Hema cuando enterrase las cenizas de Shiva entre Ghosh y la hermana Mary Joseph Praise. La gruta que había junto al muro trasero del Missing, cerca del arroyo, estaba convirtiéndose rápidamente en el cementerio familiar. También regresaba para ver a la enfermera jefe, Almaz y Gebrew, pues sabía que mi presencia sería un consuelo. Aparte de eso, no había pensado mucho en mi futuro.

—Claro que sí. Aún tengo la casa, el coche, el trabajo…

—Ten cuidado con lo que comes y bebes… —me recomendó, lo que era un modo de decirme que protegiese su obra.

Me sentía más que bien. Otros enfermos con trasplantes tenían que luchar para impedir que su organismo rechazase el órgano salvador, y la cortisona que tomaban les provocaba cataratas, diabetes, fracturas de cadera y otros efectos secundarios. Contaba con la bendición de no tener que tomar ni una sola pastilla. No sentía dolores, salvo las punzadas debajo de las costillas, que consideraba prometedoras y no dolorosas, pues eran señal de que el medio hígado de Shiva crecía para ocupar plenamente su nuevo hogar.

—¿Y qué me dices de ti? —Aún no había encontrado una forma cómoda de dirigirme a mi padre; lo llamaba «doctor Stone» en el hospital y nada en momentos como aquél—. ¿Seguirás teniendo un puesto al que volver? —bromeé, pues no había regresado a Boston desde que yo había enfermado.

Su débil sonrisa sólo acentuó su triste expresión. Se tomaba la muerte de Shiva como algo personal, igual que si el destino no hubiese olvidado que una vez había intentado destruirlo y por eso, cuando le había operado para salvarlo, su intento original le hubiese traicionado.

Mi padre no intentó estrecharme la mano. Aquel único abrazo nuestro después de la muerte de mi hermano era suficiente para toda una vida. Nos separamos con un cabeceo.

Hema, sin embargo, cogió una mano entre las suyas. Yo había olvidado su presencia juntos al lado de mi cama. Entonces los observé como un niño entrometido.

—¡Vamos, Thomas! —exclamó Hema, reprendiéndole por su expresión melancólica—. Hiciste lo que podías, ¿me oyes? Hiciste todo lo posible por tus hijos. Nadie podría haber hecho lo que tú. Ghosh te diría lo mismo si estuviese con nosotros. Se sentiría muy orgulloso de ti y te diría: «Sigue adelante con tu trabajo porque es muy importante». —Le dio una última palmada, le soltó la mano, se volvió y se alejó.

Más tarde, mientras el avión se ladeaba sobre Queens y se dirigía a alta mar, pensé que las palabras de despedida de Hema eran también una disculpa por haberlo convertido mentalmente en un monstruo todos aquellos años. Al darle la palmadita en la mano y alejarse, se perdonaba.

Alitalia nos llevó a Roma. Problemas mecánicos en el vuelo de enlace obligaron a la agencia a organizar una escala de catorce horas. Entonces, tuve una idea. No tardamos en ir de nuevo en un taxi por una autopista, pero esta vez hacia el centro de Roma. Parecíamos niños haciendo novillos.

No tuve que esforzarme mucho para convencerla del cambio de planes. Fuimos a un hotel de primera, el Hassler, el mejor de la ciudad, según me habían dicho una vez, un edificio grande que dominaba la escalinata de la plaza de España. Desde la azotea, al oscurecer, se perfilaba a lo lejos en el cielo rojizo la cúpula de San Pedro.

Todas las mañanas hacíamos una brevísima excursión turística y regresábamos al hotel a comer y para dormir una larga siesta. Al final de la tarde bajábamos a pasear por las calles y callejas que había más abajo de la plaza de España. Para acabar, cenábamos en un restaurante con terraza.

—Resulta muy familiar, ¿verdad? —comentaba Hema—. Todos estos menús, escritos a máquina y fotocopiados, minestrone y pastafagioli, los camareros con camisas blancas, pantalones negros, delantales blancos…

Entendía a qué se refería: los italianos lo habían llevado todo a Etiopía, incluidas las sombrillas que se cernían sobre las mesitas redondas de formica. Mientras cenábamos, la expresión de Hema era de una serenidad que no había visto desde que había cobrado conciencia de su presencia al lado de mi cama en el Nuestra Señora.

—Ojalá nos acompañase Ghosh. Cuánto habría disfrutado de esto —aseguró, sonriendo.

La cuarta noche, dejamos que el conserje nos convenciera para una ruta privada con un guía del hotel. ¿Qué queríamos ver? Sorpréndanos, dijimos. Algo especial, que se halle fuera de los circuitos más turísticos. Lugares donde no haya demasiada gente paseando o guardando cola.

Empezó con Santa María della Vittoria, que se encontraba a diez minutos desde el hotel, una iglesia acogedora, a pie de calle, a cuyo lado circulaban los coches. La compleja fachada parecía como pegada a la parte delantera de una caja de piedra sin adornos. El guía nos dijo que se había construido hacia 1624, y que había estado consagrada primero a san Pablo y luego a la Virgen María. El interior era reducido (si se comparaba con San Pedro): una nave corta bajo una bóveda baja. Al costado, unas columnas corintias empotradas en la pared enmarcaban tres «capillas», simples entrantes con una barandilla para orar en privado y un sitio para encender velas. Cuando llegamos al final de la nave, el guía se volvió, giró a la izquierda y nos dijo:

—Ésta es la capilla Cornaro. Es lo que quería que vieran.

Mis ojos tardaron unos segundos en transmitir lo que veían a mi cerebro, y éste tardó más aún en creerlo. La escultura de mármol blanco que flotaba ante mí era el Éxtasis de santa Teresa de Bernini. Deseaba silenciar al guía diciéndole: «Alto, conozco esta obra», pero en realidad sólo conocía una foto que había acabado formando parte de un calendario que mi madre había clavado con chinchetas a la pared del cuarto del autoclave. Había estado allí tal vez treinta años hasta que Ghosh había cogido aquel vetusto trozo de papel y me lo había enmarcado, para protegerlo de mayores deterioros. Para mí tenía todo el significado del mundo, pero siempre había pensado que mi pared de América no era el lugar apropiado, donde parecía una nimia baratija turística. De modo que lo había metido en mi maleta, con el propósito de volver a colocarlo en el único sitio que le correspondía, la habitación del autoclave.

Miré a Hema, que estaba resplandeciente y lo había entendido todo. ¿Qué providencia nos había llevado a aquel lugar? Se debía sin duda a Ghosh, que nos anunciaba su presencia, pues era el tipo de persona que seguramente sabía que el Éxtasis de santa Teresa quedaba a pocos minutos de nuestro hotel, aunque nunca hubiese visitado Roma. Nos había conducido hasta allí, a aquel lugar, no para ver a la santa tallada en mármol, sino para ver a la hermana Mary Joseph Praise en carne y hueso, porque eso es lo que la escultura fue para mí. «He venido, madre».

Encendimos velas y Hema se arrodilló; la llama arrojaba una luz temblorosa sobre su rostro. Movía los labios. Creía en todo género de dioses, en la reencarnación y en la resurrección, no conocía contradicciones en esos campos. Cuánto admiraba yo su fe, su naturalidad… una hindú que encendía velas a una monja carmelita en una iglesia católica.

Me arrodillé también. Me dirigí a Dios y a la hermana Mary Joseph Praise y a Shiva y a Ghosh… a todos los seres que llevaba conmigo en la carne y el espíritu. «Gracias por permitirme vivir, por permirtirme ver este sueño de mármol». Sentía una gran paz, la sensación de que al acudir allí había completado el círculo y que la corriente bloqueada fluiría y podría descansar. Si «éxtasis» significaba la irrupción súbita de lo sagrado en lo profano, entonces acababa de sucederme en aquel instante.

Mi madre había hablado.

Lo que no sabía entonces era que tenía más cosas que decir.