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Dos órganos dispares

Un helicóptero del Hospital General de Boston aterrizó en el helipuerto del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro por la noche. Transportaba instrumentos especiales y al personal clave del programa de trasplantes de hígado. El pasillo al que daban las salas de cirugía del Nuestra Señora, normalmente un espacio desierto donde te topabas con una camilla vacía o un aparato de rayos X portátil que había dejado allí el técnico mientras se fumaba un cigarrillo, parecía ahora el cuartel general de un batallón al inicio de una campaña militar. Habían instalado dos encerados grandes, con sendos letreros de donante y receptor, en que figuraban las tareas que había que realizar con sus correspondientes casillas de verificación al lado. El equipo de Nuestra Señora, dirigido por Deepak, se encargaría de la operación del donante (Shiva), y el de Boston, con Stone como cirujano jefe, de la intervención quirúrgica del receptor (yo). El equipo del Nuestra Señora vestía atuendo quirúrgico azul, y el de Boston, blanco; y para que no hubiese errores, los miembros del primero llevaban una D grande (de «donante»), escrita con rotulador negro en el gorro y la camisa, y los del primero una R. El flujo de adrenalina mantenía el ánimo de aquellos equipos dispares; un bromista del Bronx sugirió incluso a su homólogo de Dorchester que podían llamarlos «el local y el visitante». Sólo Thomas Stone y Deepak Jesudass jugarían en ambos, ayudándose.

Un simulacro a medianoche con falsos pacientes en ambas salas quirúrgicas había revelado algunos problemas técnicos críticos: los anestesistas del Hospital General de Boston necesitaban más orientación respecto al funcionamiento del Nuestra Señora, y hacía falta nombrar un «maestro de ceremonias» encargado de cronometrar y mantenerse al tanto de las actividades de ambos grupos y que sería la única persona autorizada para transmitir y, lo más importante, registrar los mensajes del equipo R al equipo D, y viceversa. Se llevaron dos encerados nuevos para colocarlos dentro de cada quirófano, en los que se escribieron las tareas que requerían el visto bueno. El Nuestra Señora del Perpetuo Socorro se reorganizó, y los casos de traumatología se desviaron a hospitales cercanos. A las cuatro de la madrugada, llegó la hora de la verdad.

Thomas Stone vomitó en el vestuario de cirujanos. El equipo local lo consideró un mal presagio, pero el visitante aseguró que un Stone pálido y diaforético auguraba un buen resultado (aunque nunca lo habían visto tan demacrado y débil, postrado en el banco, con un recipiente de vómito al lado).

Habría sido difícil mantener la intervención en secreto con tantas personas de ambos hospitales implicadas. Dos equipos de televisión esperaban fuera del edificio. Aunque a los periódicos se les había pasado el plazo para dar el resultado en la edición matutina, se disponían a considerar los aspectos éticos de aquel trasplante histórico, y de paso podían esperar a ver cómo iba antes de comprometerse.

En lo que menos pensaban los cirujanos era en hacer historia o guardar el secreto. Deepak, sentado en un banco separado por una hilera de armarios de donde padecía Stone, intentaba pasar por alto el repugnante rumor de las arcadas de su colega mientras examinaba un atlas del hígado.

A las 4.22, administraron a Shiva diazepam y luego pentotal, y le introdujeron un tubo en la tráquea. Había comenzado la operación del donante. Stone y Deepak estimaban que duraría entre cuatro y seis horas.

Si el corazón palpitante es puro teatro, un órgano juguetón, temperamental y extrovertido que retoza en el pecho, entonces el hígado, situado debajo del diafragma, es un cuadro figurativo, impasible y silencioso. El hígado genera bilis, imprescindible para la digestión de las grasas, y almacena el exceso de glucosa en forma de glucógeno. En silencio y sin signos externos, destoxifica fármacos, drogas y sustancias químicas, produce proteínas para la coagulación y el transporte, y limpia el organismo de amoniaco, un producto de desecho del metabolismo.

Su membrana exterior lisa y brillante es monótona y anodina y, salvo un surco en la parte media que lo divide en el lóbulo derecho grande y el izquierdo más pequeño, no posee planos diferenciados visibles. Resulta extraño que algunos cirujanos hablen de sus ocho «segmentos» anatómicos, como si se diferenciasen igual que los gajos de una naranja. Si uno intentara separar esos segmentos se encontraría con superficies rezumantes de sangre y bilis y con el paciente muerto. De todas formas, la idea de los segmentos permite al cirujano definir áreas del hígado que tienen una sección completa de vasos sanguíneos y conductos biliares, por lo que constituyen unidades semiautónomas, subfactorías dentro de la factoría.

Hay cuatro familias de vasos que entran y salen del hígado. En primer lugar, la vena porta, que lleva allí la sangre venosa del intestino, sangre que después de una comida es rica en grasas y otros nutrientes que procesará la factoría. La arteria hepática aporta al hígado sangre rica en oxígeno procedente del corazón a través de la aorta. La función de las venas hepáticas consiste en transportar la sangre desoxigenada que ha filtrado el hígado y devolverla al corazón a través de la vena cava. La bilis que produce cada célula hepática se acumula en pequeñas tributarias biliares que se unen, crecen y acaban formando el conducto biliar común, que desemboca en el duodeno. El exceso de bilis se almacena en la vesícula, que sólo es un vástago globular del conducto biliar. La vesícula biliar, en consonancia con el comportamiento púdico y discreto del hígado, está oculta debajo del saliente de este órgano.

Deepak, situado a la derecha, efectuó la incisión. El primer paso fue extirpar a Shiva la vesícula. Luego, concentrándose en el pedículo de vasos que entra en el hígado {porta hepatis), diseccionó la arteria hepática derecha, la rama derecha de la vena porta y el conducto biliar derecho. Para separar el lóbulo derecho tuvo que cortar asimismo tejido hepático y desconectar las venas hepáticas de la parte posterior, donde se unían a la cava (la parte oscura del hígado, donde el cirujano podría «ver a Dios» en caso de hemorragia). Cuando se extirpa un lóbulo del hígado por cáncer, la hemorragia puede controlarse mediante oclusión del pedículo de vasos sanguíneos en la porta hepatis (maniobra de Pringle). Pero Deepak no tenía esa opción, porque comprometería la función del lóbulo que estaban extirpando, lo dejaría medio muerto de asfixia antes de dármelo a mí. Ahora hay «diseccionadores» ultrasónicos e incluso de radiofrecuencia que permiten efectuar cortes en el hígado con mayor facilidad y menos hemorragia. Sin embargo, Deepak, con Thomas Stone como ayudante, tuvo que recurrir a la «fractura digital» para abrirse paso en el tejido hepático evitando al mismo tiempo los vasos sanguíneos mayores y los conductos biliares. Deepak estaba preocupado por su socio: parecía descentrado, algo sin precedentes en su caso. Su colega ignoraba que Stone estaba luchando por borrar la imagen y el recuerdo de sus vanos esfuerzos por salvar a la hermana Praise y sus peligrosos intentos de aplastar el cráneo de un bebé.

La operación del donante transcurrió sin complicaciones. Me condujeron al quirófano a las nueve de la mañana, y media hora después, justo cuando separaban el lóbulo derecho de Shiva, el equipo del Hospital General de Boston, sin Stone, me practicó una larga incisión transversal en la cintura, entre la caja torácica y el ombligo, y empezaron a movilizar el hígado, cortando ligamentos y haces.

Stone llevó el lóbulo derecho extirpado de Shiva a una mesa lateral, donde, con manos más firmes que el estómago, introdujo la solución de la Universidad de Wisconsin en la vena porta. Mientras tanto, Deepak se aseguró de que no había ningún derrame de bilis en el borde expuesto de lo que quedaba del hígado de Shiva, que era básicamente el lóbulo izquierdo. Lo examinó bien para comprobar que no pasaba por alto ninguna hemorragia, contó por dos veces esponjas e instrumentos y cerró el abdomen de mi hermano. En un mes, su hígado podría regenerarse hasta alcanzar el tamaño anterior.

Stone y Deepak se cambiaron de bata y guantes y acudieron a mi lado para completar la extirpación del hígado. Hubo muchas hemorragias leves debido a la insuficiencia de coagulación, sobre todo en la parte posterior cuando lo separaron del diafragma. Necesité numerosas unidades de sangre además de plaquetas. Se identificaron cuidadosamente y preservaron el conducto biliar, la arteria hepática y la vena porta. Era la una de la tarde cuando el compañero de dos kilos que había albergado en la caja torácica durante tantos años me abandonó, dejando una cavidad abierta bajo la cúpula del diafragma derecho, un vacío antinatural.

Conectar el hígado de Shiva, o más bien su lóbulo derecho, fue un proceso laborioso. Había que controlar meticulosamente las hemorragias para ver con claridad y para que Stone, con la ayuda de Deepak, suturase con cuidado arterias, venas y conductos biliares. Las tijeras y los portaagujas estaban especialmente diseñados para microcirugía. Ambos cirujanos llevaban gafas amplificadoras y lámparas frontales mientras realizaban suturas más finas que un cabello humano. Una ventaja de la decisión de Deepak de trasplantarme el lóbulo derecho de Shiva era que encajaba de modo más natural debajo de la cúpula de mi diafragma y que su hilio (el lugar donde entraban los vasos) estaba mejor orientado hacia la vena cava. Facilitaba un poco las tareas de los cirujanos.

Los otros miembros del equipo D llevaron a Shiva a la sala de recuperación y esperaron en el vestuario. Entonces su estado de ánimo cambió de improviso, pues ya no dependía de ellos y la tensión resultaba casi insoportable.

Hema consultaba el reloj angustiada en la sala de espera, acompañada por Vinu. Al principio, agradecía la presencia de su locuaz acompañante, pero luego ni siquiera él lograba distraerla. No dejaba de pensar en Ghosh, preguntándose si le habría recriminado que permitiese que Shiva corriese aquel riesgo. «Piedra en mano… —¿o era "pájaro"?—. La hierba es más verde…»; seguro que tendría una máxima para la situación.

El maestro de ceremonias transmitía las noticias de la sala de operaciones (comunicaba cada etapa de la intervención), pero Hema deseaba que no lo hiciese, porque aquel timbre estridente la sobresaltaba y la hacía imaginarse lo peor, y en definitiva el hombre se limitaba a decir «han empezado» o «han aislado los vasos portales», cuando lo que ella anhelaba saber era si habían terminado con Shiva. Finalmente, oyó el mensaje aislado y enseguida vio a mi hermano en la sala de recuperación, consciente aunque débil y con una mueca de dolor. Le acarició la cabeza con una alegría incontenible, y supo que Ghosh también se sentía aliviado, estuviera donde estuviera y fuese cual fuese la forma que hubiese adoptado su reencarnación.

Shiva la miró fijamente y formuló la pregunta.

—Sí —contestó Hema—. Están poniéndole tu lóbulo hepático a Marión ahora. Deepak ha dicho que la parte que donaste tenía un aspecto excelente.

No le permitieron quedarse mucho. En vez de volver a la sala de espera decidió ir a la capilla, donde había una sola vidriera por la que apenas entraba luz. Cuando la pesada puerta se cerró tras ella, hubo de buscar el banco a tientas y se acomodó en el asiento tapizado de terciopelo. Se cubrió la cabeza respetuosamente con el extremo del sari. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra, se llevó el susto de su vida al ver una figura de rodillas cerca del altar. «¡Una aparición!», pensó. Recordó entonces la cadena de oración por Marión, la vela permanente en la capilla. Cuando se calmó, se reclinó y observó la cabeza cubierta por el velo, el escapulario que le caía hacia atrás, tieso y separado de la túnica de pliegues. De pronto se dio cuenta de que habiendo importunado a todos los dioses que se le habían ocurrido, inexplicablemente había olvidado pedir ayuda a la hermana Mary Joseph Praise. El descuido le provocó un pánico absurdo, y la sangre se le agolpó en el cuello. «Por favor, no permitas que eso sea una razón para castigar a mi hijo. —Se estrujó las manos, reprendiéndose por el olvido—. Perdóname, hermana, pero si supieses la tensión que ha supuesto todo esto; si no es demasiado tarde, por favor, vela por Marión, ayúdale a superarlo».

Sintió llegar la respuesta con tanta claridad como si se tratase de una voz o una caricia: primero, una ligereza en la frente, luego una calma en el pecho que indicaba que la había escuchado. «Gracias, gracias —dijo—. Prometo tenerte al corriente».

Regresó a la sala de espera. Estaba completamente agotada y se preguntaba cómo podrían aguantar en pie Stone y Deepak. Desde la ventana de la estancia la tierra parecía principalmente cielo y hormigón… no se veía tierra real digna de mención, ninguna manifestación de la naturaleza, aparte del sol poniente. Era tan extraño, y sin embargo aquél había sido el paisaje que había visto su hijo durante los últimos seis años.

A las siete, Thomas Stone estaba a su lado. Asintió y luego sonrió, una expresión tan rara en él que Hema supo que todo había ido bien. Él guardó silencio y ella tampoco supo qué decir, mientras las lágrimas humedecían sus mejillas. Observó el rostro de Stone, que aún mostraba las marcas de la linterna frontal y las gafas amplificadoras, y también las arrugas por la preocupación y el esfuerzo, y reparó sobresaltada en cuánto había envejecido, en lo mucho que habían envejecido ambos, y en que si no tenían nada más en común, al menos tenían aquello: que ambos aún seguían allí presentes después de tantos años, y que los hijos de ella (y de él, en cierto aspecto debía aceptarlo) estaban vivos.

Stone se sentó, o más bien se dejó caer en el sofá, y no protestó cuando Hema lo obligó a tomar un zumo y un sandwich de la nevera portátil de Vinu. Stone bebió también una botella de agua y hasta empezar la segunda no comenzó a dar muestras de reanimarse. Su rostro demacrado cobró color.

—Técnicamente, todo ha ido bien. El nuevo hígado de Marión, el lóbulo del de Shiva, empezó a generar bilis antes de que acabáramos la anastomosis. —Sonrió de nuevo, un ligero movimiento de las comisuras de los labios; se advertía el orgullo en su tono. La bilis, aseguró, era una señal excelente—. Nos llevamos un susto —añadió—. En un momento dado, la presión sanguínea de Marión bajó vertiginosamente sin razón aparente. Íbamos bien en fluido y sangre, pero el corazón seguía a ciento ochenta pulsaciones por minuto. Introdujimos fluido, intentamos una cosa y otra… y de repente, la presión subió.

Hema estuvo a punto de preguntarle a qué hora había ocurrido, pero no hizo falta, porque ya lo sabía. Cerró los ojos y agradeció a la hermana su intercesión. Cuando los abrió, Stone la miraba fijamente como si comprendiese. Se sintió muy próxima a él, muy agradecida. No podía llegar al extremo de abrazarlo, pero le estrechó la mano.

—Bueno, ahora he de marcharme —se apresuró a decir él—. La situación de Marión será crítica un tiempo, dado lo enfermo que estaba previamente. Pero al menos tiene un hígado que funciona. Los riñones aún no lo hacen, y necesita diálisis, aunque confío en que sólo sea síndrome hepatorrenal y que el nuevo hígado lo solucione.

No se lo contó todo: no le dijo cómo, cuando la situación parecía tan desesperada en el quirófano, había alzado la vista y no había rezado a ningún Dios ni a las arañas, sino a la hermana Mary Joseph Praise, pidiéndole que le redimiera de una vida de errores.

En el hospital reinaba el entusiasmo, primero, porque uno de los suyos había estado cerca de la muerte y todavía seguía vivo y, segundo, porque el Nuestra Señora había hecho historia. Celebraron una misa de acción de gracias en la capilla, donde Hema y Vinu ocupaban el primer banco y los asistentes el resto del interior y hasta parte del claustro.

Fuera del hospital, los vehículos de los medios de comunicación nacionales e internacionales hacían cola. Todos los trasplantes de hígado practicados hasta entonces en el mundo habían sido posibles gracias a un cadáver, a alguien clínicamente muerto. Un donante vivo (y un gemelo idéntico que había donado la mitad del hígado a su hermano) era una gran noticia. Los medios de comunicación acababan de enterarse de que aquel avance técnico sería especialmente significativo para los niños nacidos con atresia biliar congénita (carencia de conductos biliares). Los órganos de adultos que morían por trauma escaseaban y un donante infantil era muy raro. Stone y Deepak abrían el camino para que un padre o una madre donasen parte de su hígado a fin de salvar a un hijo.

El segundo día, los periodistas husmeadores habían relacionado a Shiva con su fama de cirujano de fístula («Lo que hago es reparar agujeros»), y el tercer día catalogaron a Thomas Stone como el «padre separado». Tal vez fuera sólo cuestión de tiempo que descubriesen la historia de la hermana Mary Joseph Praise, aunque eso requiriese que un reportero viajase Adis Abeba a desenterrar el asunto.

El quinto día desperté. Lo primero que recuerdo es que ascendí flotando del fondo del océano, los ojos anegados aún y con lo que parecía un tubo de bucear metido en la boca y la garganta… no podía hablar. Cuando emergí, comprendí que estaba en la UCI del Nuestra Señora, pero no oía nada de lo que se decía. Vi a Hema y Stone y busqué a Shiva. «Ha decidido no venir de Adis Abeba», pensé, y me sentí decepcionado.

Doce horas después, cuando ese quinto día tocaba a su fin (aunque la UCI se hallaba siempre en penumbra), salí definitivamente a la superficie, aliviado al ver que Hema estaba allí de verdad y que no había imaginado su presencia.

Se quedó junto a mí, cogiéndome la mano. Ansiaba su contacto, temía hundirme de nuevo en la oscuridad abismal de la que podría no regresar. Pero a intervalos me sumí en un sueño ligero. La noche dio paso al día, que trajo consigo nueva animación y renovada energía, y mayor trasiego por nuestra habitación.

El séptimo día, permanecí despierto lo suficiente para que Hema me comunicase la fantástica noticia de que tenía dentro la mitad del hígado de Shiva. Los enfermos necesitan que les expliquen todo por lo menos dos veces, porque cabe suponer que no oyen la mitad de lo que les dicen. Me lo repitió en diez ocasiones por lo menos, aunque no la creí hasta que me enseñó el Times, donde vi mi foto y la de mi hermano.

—Shiva está recuperándose. Se encuentra bien. Pero tú has contraído neumonía y estás acumulando líquido en el pulmón derecho. Por eso sigues con el respirador, pero como estás mejorando, Deepak dice que mañana te lo quitarán. Tu nuevo hígado funciona bien, y los riñones también.

Aquél no era el reencuentro con Hema que había imaginado, pero su expresión, alegría y alivio no tenían precio. Apenas se apartó de mi lado.

Cuando vi a Deepak y Stone por primera vez aquel mismo día, más tarde, experimenté sentimientos contradictorios. Sé que debía sentir gratitud. A veces pienso que nosotros, los cirujanos, llevamos mascarillas para ocultar que estamos dispuestos a profanar el cuerpo del otro. Sólo la garantía de la amnesia, el hecho de que el paciente únicamente recordará al anestesista deseándole «Dulces sueños», nos permite ser cirujanos. Allí estaban, delante de mí, aquellos perpetradores de violencia organizada sobre mi cuerpo. El hecho de que ambos fuesen hombres tímidos y modestos parecía casi engañoso teniendo en cuenta la ambición, la soberbia sacrílega que les había permitido arriesgar la vida de Shiva para salvar la mía. Fue la única vez que agradecí aquel tubo maligno que tenía embutido en la garganta, porque lo que les habría soltado habría parecido ingrato: «Menos mal que Shiva lo ha superado, porque si no os arrancaría el pellejo».

Cuando desperté algo más tarde, me olvidé del tubo e intenté hablar, lo que me produjo una sensación de asfixia que me aterró. Mis forcejeos dispararon la alarma del respirador, y entonces me horrorizó pensar que la enfermera creyese que estaba «rechazando el respirador», lo que la llevaría a administrarme curare intravenoso. Esa sustancia, derivada de la que unas tribus amazónicas utilizan para envenenar sus dardos, paraliza los músculos, produciendo una inmovilidad absoluta, para que el respirador pueda realizar su trabajo sin impedimento alguno. Pero Dios te ampare si no te dan también un sedante fuerte, porque entonces estás despierto, consciente, mas no puedes moverte, ni siquiera pestañear. La idea de permanecer en esa situación de parálisis y encierro siempre me ha horrorizado, aunque haya ordenado despreocupadamente administrar curare (y sedación) a muchos pacientes. Sin embargo, como el paciente entonces era yo, mi maldición consistía en saber demasiado.

Con la ayuda de Hema, con su voz tranquilizadora, hice lo posible por calmarme, por dejar que la máquina introdujese aire en mí, y la enfermera se retiró. Cuando me sentí mejor escribí: «¿Cómo se encuentra Shiva?».

No tuvo que contestar, porque en ese preciso momento entró mi otra mitad, acompañado de Thomas Stone.

Mi hermano, al que hacía siete años que no veía, estaba demacrado y no se parecía en nada a la persona de la foto del Times. Sentí vértigo al ver mi reflejo moviéndose independientemente de mí. Vestía una bata del hospital, se sujetaba con una mano delicadamente el vientre mientras con la otra empujaba el soporte del gota a gota, que usaba a modo de bastón. Shiva no era risueño y la mayoría de los chistes no le hacían gracia, pero cuando me vio, sonrió como un chimpancé del zoo.

«Mono tú, tú —deseaba decirle; busqué ávidamente su mano y nuestros dedos se entrelazaron—. Deberías sonreír más, te sienta bien: Mira cómo te desaparecen las arrugas de la frente y se te aflojan las orejas». Sentí correr gotas por las sienes y él también tenía los ojos anegados. Le apreté los dedos, un código Morse para transmitirle lo que sentía. El asintió. «No tienes que explicarme nada», estaba diciéndome en silencio. Se inclinó tímidamente, y me pregunté qué se propondría, seguro que no iba a besarme. Entonces rozó mi cabeza con la suya, en un gesto tan inesperado, vibrante y sorprendente, un salto a la infancia, la más suave de las testas, que me hizo reír, lo cual provocó que aquel horrible tubo me raspara la garganta, y tuve que contenerme.

Señalé su vientre. El abrió la bata y pude entrever la incisión, aunque el apósito y el drenaje la ocultaban casi del todo. Lo miré enarcando las cejas, preguntándole si le dolía. «Sólo cuando respiro», dijo él, y nos reímos, pero tuvimos que parar, por el dolor. Stone observaba nuestro diálogo silencioso, asombrado y con una expresión extraña.

Poco sabía yo entonces que la recuperación de Shiva se había complicado por una infección biliar que requirió antibióticos. O que se le había formado un coágulo de sangre en la vena del brazo derecho por la que le administraban los fluidos. Habían aplicado anticoagulante y el trombo estaba disolviéndose.

Le estreché la mano un buen rato, contento de verlo, dándole las gracias con los dedos, pero Shiva desechaba mis muestras de agradecimiento. Alargué la mano para coger mi pluma, Hema me puso el cuaderno delante y empecé a escribir: «No hay amor mayor que el del que…», pero no me dejó acabar. Cogió la pluma y escribió a su vez: «Tú habrías hecho lo mismo». Yo tenía mis dudas, pero él asintió. «Sí, lo habrías hecho».

Aquella tarde, Deepak me extrajo el fluido del pulmón derecho y mi respiración se expandió en aquella dirección. Luego me quitó aquel tubo horroroso de la garganta. La primera palabra que pronuncié fue «Gracias», y en cuanto se llevaron de la habitación aquella horrenda máquina azul me sumí en un sueño profundo.

La mañana siguiente estuvo llena de pequeños milagros, como poder volverme para mirar por la ventana y ver el cielo, o ser capaz de soltar una exclamación al notar el tirón en la herida con el movimiento. No vi a Hema. En la UCI reinaba una calma total. Mi enfermera, Amelia, estaba insólitamente animada. Supuse que todavía era temprano para las visitas.

—Tenemos que hacer una radiografía abajo —me dijo, liberándome y preparando la cama para que rodase.

En radiología me introdujeron en el «dónut» para hacerme una tomografía axial computarizada, pero resultó que no era del abdomen, sino de la cabeza. Debía de tratarse de un error. Pero no, lo había pedido Deepak, cuya orden decía: «TAC de la cabeza con y sin contraste».

De nuevo en mi habitación, al mediodía seguía sin haber señales de Hema, Stone ni Shiva. Amelia me tranquilizó asegurándome que llegarían enseguida.

El fisioterapeuta me ayudó a ponerme de pie al lado de la cama unos segundos. Sentía las piernas como barritas de gelatina. Di unos pasos con ayuda y, agotado, me desplomé en la butaca, tan débil como si hubiese corrido una maratón. Dormité allí, y comí lo poco que fui capaz. Después di unos pasos más, e incluso oriné de pie. Las enfermeras me ayudaron a acostarme otra vez. Al recordarlo ahora, tengo la impresión de que se alegraron de poder salir de mi habitación.

* * *

Thomas Stone llegó a las dos de la tarde. Estaba ojeroso. Se sentó tímidamente en el borde de la cama. Me acarició la mano y movió los labios.

—Espera —pedí—. No digas nada todavía. Miré por la ventana las nubes, las chimeneas lejanas. El mundo estaba intacto, pero yo sabía que se desmoronaría en cuanto él hablase. —Bueno, ¿que le ha pasado a Shiva?

—Tuvo una hemorragia cerebral masiva —me contestó con voz ronca—. Sucedió anoche, más o menos una hora después de que nos fuéramos de tu habitación. Hema estaba con él. De pronto se llevó las manos a la cabeza por el dolor… Luego, en cuestión de segundos, perdió el conocimiento.

—¿Ha muerto?

Thomas Stone negó con la cabeza.

—Se trata de una malformación arteriovenosa, una maraña cavernosa de vasos sanguíneos en el córtex. Es probable que lo haya tenido siempre… Estaba con anticoagulantes por el trombo del brazo… en una semana se los habríamos quitado.

—¿Dónde está?

—Aquí, en la unidad de cuidados intensivos. Con un respirador. Lo han visto dos neurocirujanos. —Negó con la cabeza—. Dicen que no es factible evacuar la sangre, que es demasiado tarde. Y que está clínicamente muerto.

No presté mucha atención a lo que dijo a continuación. Recuerdo que mencionó que mi tomografía mostraba un nudo de vasos sanguíneos similar más pequeño, pero el mío no sangraba, una especie de milagro, supongo, pues yo había sangrado por todas partes hasta que había recibido el hígado de mi hermano.

Minutos después entraron en la habitación Hema, Deepak y Vinu. Comprendí entonces que habían delegado en Stone para que comunicara la noticia.

Pobre Hema. Tendría que haber intentado consolarla, pero me sentía demasiado apesadumbrado y culpable. Y también exhausto. Se sentaron alrededor de mi cama, Hema llorando, con la cabeza apoyada en mi muslo. Deseé que se fueran. Cerré los ojos un instante, pero desperté cuando entró una enfermera a silenciar una de las bombas intravenosas. No había nadie más que ella en la habitación. Le pedí que me acompañara al baño y luego me senté en la butaca. Quería recuperar fuerzas.

Cuando desperté de nuevo, Stone estaba a mi lado.

—No puede respirar por sí mismo, y no tiene reflejos pupilares ni de ningún otro tipo —me dijo, respondiendo a mi pregunta muda—. Está clínicamente muerto.

Pedí verlo.

Mi padre me llevó pasillo adelante en la silla de ruedas hasta donde yacía Shiva, a quien acompañaba Hema, que tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Cuando se volvió hacia mí, me avergoncé de estar vivo, de ser la causa de su dolor.

Mi hermano parecía dormido. Ahora le tocaba a él lucir aquella espiga que le salía del cráneo, el monitor de presión intracraneal. El tubo endotraqueal le ladeaba los labios, alzándole la mandíbula artificiosamente. El subir y bajar de su pecho por acción del respirador ofrecía un punto donde posar la vista, y mis consideraciones llegaban al mismo ritmo: «Si yo no hubiese venido a América», «Si no hubiese visto a Tsige», «Si no hubiese abierto la puerta a Genet»…

Hema me llevó a mi habitación y me ayudó a acostarme.

—Habría sido mejor que tú y Shiva me hubieseis enterrado. Ahora estarías camino del Missing con tu hijo preferido.

Fue un comentario estúpido y grosero, un impulso inconsciente de herirla para aliviar el dolor y los remordimientos que sentía. Pero si esperaba que ella me devolviese el golpe, me equivocaba. Llega un momento en que el dolor supera la capacidad humana de manifestar emoción y, por ello, permanecemos extrañamente serenos. Ella había llegado a ese punto.

—Marión, sé que crees que prefería a Shiva… y tal vez fuese así. Qué puedo decir sino que lo siento. Una madre quiere a sus hijos por igual… pero a veces uno necesita más ayuda, más atención, para desenvolverse en el mundo. Shiva lo necesitaba.

»He de pedirte perdón por otras cosas. Creí que eras responsable de la mutilación, de la circuncisión, de Genet y de lo que siguió. Tenía eso contra ti. Shiva me lo contó todo en el viaje. Hijo mío, espero que puedas perdonarme. Soy una madre estúpida.

La noticia me dejó sin palabras. ¿Qué más había pasado mientras yo estaba inconsciente?

Oí la sirena de una ambulancia que llegaba al Nuestra Señora.

—Quieren quitarle el respirador a Shiva —me explicó Hema—. No puedo soportarlo. Mientras respire, aunque sea el respirador el que lo hace por él, para mí sigue vivo.

A la mañana siguiente, después de que la enfermera se presentara en la ducha y me ayudara en mi primer baño, me puse una bata limpia y pedí que me llevaran a la habitación de mi hermano.

—Pare aquí —le dije mucho antes de llegar, porque por la puerta entornada vi a Stone sentado junto a la cama de Shiva, igual que, como he dicho, se había sentado junto a la mía, y tomándole el pulso.

Siguió con la mano en la muñeca de mi hermano mucho después de haber comprobado el ritmo cardíaco. Me pregunté qué estaría pensando. Lo observé los diez minutos enteros que transcurrieron antes de que se levantara y saliera, con expresión angustiada y ojos enrojecidos, para alejarse en sentido contrario a donde yo estaba, sin verme.

—Doctor Stone —llamé, siguiéndolo en la silla de ruedas, aunque todas las fibras de mi ser pugnaban por gritar: «¡Padre!». El se acercó—. Doctor Stone, seguramente una operación es su única oportunidad. ¿No pueden los neurocirujanos cortar, desatar los vasos enredados y evacuar el coágulo del cerebro? ¿Qué más da que sea muy arriesgado? Es su única posibilidad.

Lo consideró un momento.

—Hijo, aseguran que el tejido allí dentro es… lamento decirlo… de la consistencia del papel higiénico mojado. Sangre mezclada con cerebro. La presión es tan alta que me dicen que lo único que conseguirían, sólo con tocarlo, sería hacerle sangrar más.

—¿No podéis hacerlo vosotros? —insistí, resistiéndome a aceptarlo—. ¿Tú y Deepak? Habéis efectuado trepanaciones. Yo también. ¿Qué podemos perder? Por favor. Démosle esa oportunidad.

Él esperó tanto que hasta yo comprendí que le proponía un imposible. Poniéndome una mano en el hombro, me habló con suavidad, como a un joven colega más que como a un hijo:

—Marión, no olvides el undécimo mandamiento: No operarás a un paciente el día de su muerte.

De vuelta en mi habitación, Stone me trajo la tomografía de Shiva. Me impresionó mucho la enorme mancha blanca (que es como se ve la sangre en las imágenes tomográficas) que envolvía ambos hemisferios y se derramaba por los ventrículos. Comprimía el cerebro en los rígidos confines del cráneo. Entonces comprendí que no había ninguna esperanza.

Debido al aneurisma, una malformación vascular en el cerebro, Shiva no era un donante potencial de corazón y riñones, por el peligro de que pudiese haber cambios similares en esos órganos.

Hema no quiso estar presente cuando desconectaron el respirador. Yo dije que estaría con él. Pedí quedarme solo con Shiva cuando muriese.

Hema se despidió antes.

Estaba a la puerta de la habitación cuando salió, acompañada por Vinu. Fue descorazonador ver a mi madre, con la cabeza cubierta por un extremo del sari, encorvada y dejando a su hijo, que aún respiraba. Debía de tener la sensación de que lo abandonaba. Todos en la unidad la miraron con ojos húmedos, mientras su figura resplandeciente cubierta por el sari se alejaba camino de la Habitación Tranquila.

Con la ayuda de Deepak me encaramé a la cama de Shiva. Eran las ocho de la noche. Me acomodé a su lado. Le habían quitado todo salvo el tubo del respirador y una vía intravenosa. Deepak retiró el esparadrapo que sujetaba el tubo traqueal a las mejillas. Luego, a una señal mía, le inyectó morfina a través del tubo intravenoso. Si alguna parte de su cerebro seguía viva, no queríamos que sintiese dolor ni miedo ni ahogo. Deepak desconectó el respirador, silenció su aguda protesta inmediata, le sacó el tubo endotraqueal y salió de la habitación.

Me eché, tocando con mi cabeza la de Shiva y apoyándole un dedo en la carótida. Aún conservaba el calor corporal. No volvió a respirar desde que le quitaron el tubo. Su expresión no cambió. El pulso se mantuvo regular durante casi un minuto y entonces cesó como si de pronto se hubiese dado cuenta de que sus socios de toda la vida (los pulmones) se habían parado. El corazón se aceleró, se debilitó y luego, con un latido final bajo mis dedos, dejó de latir. Pensé en Ghosh.

De todas las clases de pulso, aquél era al mismo tiempo el más raro y más común, una cualidad propia de Jano que todo pulso posee: la capacidad potencial de ausentarse.

Cerré los ojos y me aferré a Shiva. Lo mecí, con su cráneo apoyado contra el mío y húmedo de mis lágrimas. Me sentí físicamente más vulnerable de lo que nunca me había sentido cuando nos separaba un continente, como si su muerte perturbara mi biología. El calor abandonaba rápidamente su cuerpo.

Lo mecí, apretando su cabeza contra la mía, recordando la época en que sólo podía dormir así. Me invadió la desesperación. No quería abandonar aquella cama. Chang y Eng habían muerto con pocas horas de diferencia, porque cuando le propusieron al sano la posibilidad de librarse del muerto, no había aceptado. Lo entendía muy bien. Que Deepak me administrase una dosis letal de morfina y que mi vida acabase así, que cesase mi respiración, que mi pulso fuese aminorando hasta desaparecer. Que mi hermano y yo dejásemos el mundo en el mismo abrazo con que habíamos empezado en el vientre materno.

Imaginé a Shiva al recibir el telegrama, acudiendo a mi lado y arriesgándose para salvarme. ¿Yo habría hecho lo mismo por él? Tal vez hubiese sentido al verme lo mismo que sentía yo entonces: que no importaba lo que hubiese ocurrido entre nosotros, que la vida no merecería la pena y concluiría pronto si le pasaba algo al otro.

Su cuerpo seguía perdiendo calor entre mis brazos como si lo absorbiera el mío, lo trasvasara. Recordé cuando corríamos cuesta arriba en una carrera de relevos, para llevar a urgencias a un niño frío y sin vida, cuyos padres venían detrás de nosotros. Ahora él era aquel niño sin vida.

Transcurrieron los minutos.

Fue finalmente la rigurosa frialdad de su piel, la terrible separación que establecía entre lo vivo y lo muerto y la desarticulación de nuestra unión física, lo que me forzó a una nueva interpretación, a un nuevo modo de vernos ante aquel rápido desgaste, y ésta fue la conclusión a la que llegué. Shiva y yo éramos un solo ser: ShivaMarion.

Aunque nos separase un océano, aunque creyésemos que éramos dos, éramos ShivaMarion.

Él era el libertino y yo el antaño virgen, él el genio que adquiría conocimientos sin esfuerzo mientras que yo tenía que estudiar de noche y esforzarme para lograr su misma pericia; él era el famoso cirujano de fístula y yo sólo un cirujano de traumatología del montón. Si hubiésemos intercambiado los papeles, al universo no le habría importado lo más mínimo.

El destino y Genet habían conspirado para acabar con mi hígado, pero Shiva cumplió un papel en el destino de Genet y, por tanto, en el mío. Cada acción de uno influía en el otro. Sin embargo ahora, mediante una reordenación genial y audaz de órganos, ShivaMarion se había reajustado. Cuatro piernas, cuatro brazos, cuatro riñones, etcétera, pero en vez de dos hígados, nos habíamos quedado reducidos a uno. Luego el karma y la mala suerte nos habían llevado todavía más lejos, y obligado a hacer más concesiones: perdíamos terreno por su lado, habían muerto unos cuantos órganos. De acuerdo… había muerto prácticamente todo en su lado, pero conservábamos la mitad de su hígado, que además estaba prosperando. Ahora sólo tendríamos que economizar más, ir a medias de nuevo, medidas duras para tiempos duros: bastaban dos piernas, y lo mismo los ojos, los riñones. Saldríamos adelante con la mitad de un hígado, un corazón, un páncreas, dos brazos… pero seguiríamos siendo ShivaMarion.

«Shiva vive en mí».

Cabría decir que era un plan estrambótico que inventé para poder soportarlo… Pero bueno, me lo permitió. Me confortó. Secó mis lágrimas, me ayudó a desenredar los brazos y las piernas del cuerpo que estábamos desechando. En la extraña quietud de la habitación, tan pertrechada de máquinas, pero todas silenciadas, con las persianas echadas y un cadáver helado junto a mí, tuve la impresión de que Shiva estaba instruyéndome. Había conseguido alejarse remando del barco que se hundía y estaba diciéndome que pensase de ese modo, justo según una lógica muy propia de él. «Uno solo al nacer, bruscamente separados, volvemos a ser uno».

Se habían congregado fuera. «Una fila de recepción macabra», me dije al principio. Pero no podían saber lo que acababa de pasar, así que no los culpé. Tenían buen corazón. Estaban Stone, Deepak, Vinu y muchas de mis enfermeras y auxiliares, mis amigos, mi familia del Nuestra Señora antes de ser mis cuidadores. Di la mano y las gracias a todos en nombre de los dos. Creo que te dirían que mi actitud era serena, muy diferente de lo que esperaban. Dejé a Thomas Stone para el final. Después de estrecharle la mano, seguí un impulso irracional (de Shiva, creo; mío no, desde luego) que me llevó a abrazarlo, no para recibir sino para dar. Para hacerle saber que en realidad había hecho lo que debía como padre; que seguía vivo en nosotros y nosotros vivíamos gracias a su pericia. Su forma de estrecharme contra él, de aferrarse a mí como si estuviera ahogándose, me confirmó que había tomado la decisión adecuada, o que la había tomado Shiva, por muy embarazosa que resultase.

Recorrí lentamente el pasillo hasta aquella Habitación Tranquila, un eufemismo que designaba el lugar elegido para comunicar las malas noticias, una estancia con asientos, una mesa, un sofá, un ventanal, una cruz en la pared, pero sin televisor ni revistas, sólo una puerta maciza e insonorizada. ¿Cuántas veces había recorrido el mismo camino como cirujano? En muchas ocasiones me había demorado en el umbral antes de entrar, sabiendo la desolación que mi noticia causaría. ¿Había respetado los sentimientos y la dignidad de quienes esperaban allí, los padres, hermanos, cónyuges e hijos, incluso en el caso de que lo que tenía que comunicarles defraudase sus plegarias? Podía recordar todos aquellos encuentros, cada rostro al volverse esperanzado y temeroso cuando la puerta se abría.

Hema estaba con las manos cruzadas sobre el regazo, mirando por el ventanal las luces del complejo de viviendas subvencionadas del Barco de Guerra, contiguo a nuestra residencia del personal, y la silueta lejana del puente más allá. Me daba la espalda. Divisó mi reflejo en el cristal pero, al contrario que las personas a quienes yo iba a buscar en aquella habitación, no se volvió, sino que siguió quieta como una estatua, contemplando mi reflejo. Me quedé donde estaba, sujetando la puerta. Vi sus ojos muy abiertos, las cejas enarcadas. Aguantó mi mirada mucho tiempo. Su expresión era de sorpresa… como si no estuviese viendo a la persona que esperaba.

—Aquí estamos, mamá —dije por fin.

Ladeó la cabeza al oírme. Se llevó una mano a la barbilla, los dedos, alineados y unidos, apoyados contemplativamente en la mejilla.

Estudió mi cara, mi imagen, como una joven aldeana que, sorprendida sacando agua del pozo, debe adivinar las intenciones del alto y sonriente reflejo que ve de pie tras ella.

Luego, con un movimiento lento, como si se tratase de una danza y ambos fuésemos bailarines, se volvió y me miró.

—Aquí estamos —repetí, avanzando hacia ella y tendiéndole los brazos—. Ya podemos irnos a casa, mamá. —Mis palabras debieron de resultarle muy extrañas, incluso erróneas. Vivir el presente, mirar hacia delante pero nunca hacia el pasado, era característico de Shiva—. Aquí estamos —volví a decir.

Se echó en mis brazos.

La abrazamos fuerte.