51
La elección del diablo

Considerado en retrospectiva, aquel domingo por la mañana me puse enfermo cuando desperté en una casa silenciosa y supe que estaba solo, que ella se había marchado. Cuarenta y tres días después, llegó el primer estremecimiento de náusea, una marejada similar a un lejano Vesubio que se hubiese desmoronado en el mar. Luego una antigua bruma, una niebla de Entoto llena de formas cambiantes y sonidos animales, descendió sobre mí, y el día cuarenta y nueve había perdido la conciencia.

Es sorprendente que una vida dependa de algo tan sumamente insignificante como la decisión de abrir o no la puerta. Recibí a Genet un viernes; se marchó dos días después sin despedirse, y ya nada volvería a ser igual.

Dejó una cruz de molinillo en el centro de la mesa del comedor, supuse que era un regalo para mí. Aquel medallón de santa Brígida que llevaba en un collar había pertenecido a su padre y antes a un soldado canadiense llamado Darwin.

La historia de su ex marido perduraba como una gripe grave. Había insistido en que me la contara y descubierto que Genet era capaz de sentir un amor abnegado… sólo que no hacia mí. De todas formas, había encontrado en mi hogar un equilibrio momentáneo con ella, o la ilusión de él, como si fuésemos de nuevo niños que jugaran a las casitas y a los médicos.

Todas las noches después del trabajo volvía corriendo a casa con la esperanza de encontrarla en la puerta. Cuando veía la pegatina amarilla que le había dejado dentro de la puerta de malla, en que le decía que la llave la tenía mi buen vecino Holmes y que aquélla era su casa, se me caía el alma a los pies. Una vez dentro, me sentía obligado a retirar la nota, comprobando para asegurarme de que había escrito realmente aquello. Confieso que dejaba incluso un cabo de lápiz junto a la puerta por si ella quería redactar una respuesta.

El viernes, una semana después de que la dejase entrar en casa, la visión del cuadrado amarillo de papel gritó: «¡Idiota!». Y el lápiz dijo: «¡Idiota rematado!». Rompí el papel y tiré el lápiz a la calle.

No estaba enfadado con Genet, pues ella al menos era coherente, sino indignado conmigo mismo por amarla, o al menos amar el sueño de nuestra unión. Mis sentimientos eran absurdos, irracionales, pero no podía cambiarlos, lo cual dolía.

Aquella noche, sentado en la biblioteca, después de haber causado más estragos a una botella de Pinch en cuatro horas del que le causara en el año transcurrido desde que la comprara, rememoré nuestra última conversación. Ella había estado acurrucada en el sillón donde me sentaba en aquel momento, vestía una bata, la misma que yo llevaba puesta. Y yo le había llevado té: la actitud característica de los idiotas, uno de los estigmas por los que se nos reconoce.

—Marión —dijo ella tras haber observado mi biblioteca, mi pequeña y ecléctica colección—. Según lo describiste, el apartamento de tu padre en Boston… da la impresión de ser muy parecido a éste.

—No seas ridícula. Estas estanterías las hice yo mismo. La mitad de los libros que hay aquí no tienen nada que ver con la cirugía. La cirugía no es mi vida.

No replicó. Estuvimos allí sentados en silencio. En determinado momento vi que su mirada revoloteaba por la alfombra que había entre nosotros: sentado en aquellas fibras sintéticas había un intruso desnudo, un hombre oscuro y silencioso con cortes de navaja en el cuerpo. Su presencia aguaba nuestra conversación.

Al anunciarle que iba a acostarme, dijo que vendría enseguida y sonrió. No la creí. Pensé que nunca volvería a verla. Pero me equivocaba. Se unió a mí bajo las sábanas e hicimos el amor. Fue tierno y lento. Fue precisamente entonces cuando pensé: «Por fin, va a quedarse». Pero en realidad se trataba de su despedida.

* * *

Dos semanas después de su marcha, me sentía mal en casa. La biblioteca me resultaba agobiante. En la cocina, saqué la cena, un paquete de papel de aluminio etiquetado como VIERNES con mi caligrafía; era lo último de lo que había cocinado, congelado y empaquetado en partes alícuotas varios fines de semana atrás. Ahora, aquella categorización de los alimentos de mi frigorífico se me antojaba una señal del auténtico caos que reinaba en mí.

Doy gracias a Dios por mi buen vecino, Sonny Holmes. Me oía gruñir, dar cabezazos contra el frigorífico. Sonny tenía una curiosidad innata, un entrometimiento sincero y muy americano que llegaba con lo de haber cumplido uno los setenta años y que no intentaba ocultar. Se había percatado de la presencia de mi invitada (un acontecimiento sumamente raro) y había oído la música de cabecera y luego el largo silencio.

—Necesitas contratar una empresa de seguridad —dijo, pues había llegado a un rápido diagnóstico antes incluso de que yo hubiese terminado de contarle mi historia. Sonny creía en el eneagrama, esa clasificación de la gente en tipos de personalidad inventada por los jesuítas. El era un Uno, obstinado, resuelto y seguro de sí. A mí me tenía clasificado como un Tres o un Cuatro… ¿o era un Dos? Fuese lo que fuese, era un número que no discutía con los Unos.

—¿Necesito una qué?

—Un detective privado.

—Sonny, ¿para qué? No quiero volver a verla.

—Tal vez. Pero necesitas cerrar el capítulo. ¿Y si está en la cárcel o un hospital? ¿Y si está intentando desesperadamente volver pero no puede?

Un motivo noble, eso era cuanto necesitaba un Dos para no abandonar una obsesión. Lo comprendí.

Investigaciones Costa Este de Flushing resultó ser un joven rubio y voluntarioso llamado Appleby, hijo de la difunta cuñada de Holmes, que constató rápidamente que Genet no había vuelto a su centro de reinserción social y tampoco había aparecido por el restaurante Nathan's, donde lavaba platos. No había establecido contacto con su agente de la condicional ni llamado a Tsige. Se enteró de todas estas cosas en un abrir y cerrar de ojos. Incluso de que a Genet le habían diagnosticado tuberculosis en la cárcel. Había iniciado la medicación, pero luego, cuando la habían puesto en libertad, había dejado de informar a su TDO (Terapia Directamente Observada). El catarro y la fiebre eran con toda seguridad un rebrote de la tuberculosis. La noticia desconcertante era que si alguna vez llegaba a materializarse, yo sería el tercero en la cola en enterarme después del Departamento de Salud del Estado y de su agente de la condicional. Volvería a la cárcel. El informador de Appleby en prisión podía facilitarle su historial médico completo si quería, y me dijo que se había tomado la libertad de decirle que lo hiciera. A mí me preocupaba que aquello pudiese significar violar su intimidad.

—Conocimiento es poder en este tipo de situaciones —explicó Appleby, y con eso me ganó del todo; cualquier hombre que utilizase una cita que gustase a Ghosh era un hombre en quien se podía confiar; luego añadió—: Está pagando por saber y creo que estamos obligados a saber más.

—¿Y ahora qué? —le pregunté. No estaba refiriéndome al riesgo de que yo hubiese contraído la tuberculosis. De eso podía ocuparme por mí mismo.

Eludió mi mirada. Tenía las mejillas y la punta de la nariz cubiertas de capilares inquietos, dispuestos a enrojecer a la menor provocación. Su afección era acné rosacea, la pesadilla de muchos adolescentes. Aquella nariz sería un día bulbosa y aborgoñada, las mejillas de un rojo carnoso. Tímido ya, sus problemas se agravarían porque quienes no lo conociesen supondrían erróneamente que su aspecto era consecuencia de la bebida. Deducía todo eso sobre su futuro mientras le pagaba porque me explicara el mío.

—Bueno, doctor Stone —dijo, carraspeando; la nariz empezó a enrojecérsele, indicio seguro de que no iba a gustarme lo que debía decirme—. Yo, con todo el respeto, le recomiendo que eche un vistazo a la cubertería. Que haga inventario de sus pertenencias. Asegúrese de que no falta nada.

Lo miré largo rato.

—Pero, señor Appleby, la única cosa que me importa es precisamente la única que me falta. —Sí, claro.

El tono compasivo de su voz me indicó que conocía ya mi tipo de dolor. Somos legión.

* * *

En cuanto a los acontecimientos de las semanas siguientes, recuerdo que una noche me despertó el timbrazo agudo del teléfono. Receptor en mano, me sentí perdido, sin saber si estaba en el Nuestra Señora o en el Missing otra vez. Yo era el especialista en trauma de apoyo. No podía descifrar lo que quería el residente al otro extremo de la línea, lo cual no es extraño en los primeros diez segundos de una conversación en plena la noche, y el que llama suele comprenderlo. Pero a medida que seguimos hablando, la niebla se negó a disiparse en mi cerebro. Colgué. Arranqué el teléfono de sus amarras. A la mañana siguiente, tenía la mente clara, mas el cuerpo se negaba a levantarse de la cama. Estaba débil. La idea de comer me revolvía el estómago. Me di la vuelta y me dormí de nuevo.

Tal vez ese mismo día, tal vez unos cuantos después, había un hombre al lado de mi cama, que me tomó el pulso y me llamó por mi nombre. Era mi antiguo residente jefe y ahora colega mío en el Nuestra Señora, Deepak Jesudass. Me aferré desesperadamente a su mano y le pedí que no se fuera… debí de tomar conciencia de lo peligroso de mi situación.

—No voy a marcharme. Sólo voy a correr la cortina.

Lo que recuerdo es que le expliqué cuanto había sucedido, mientras él iba examinándome. Me bajó los párpados, interrumpiéndome sólo para pedirme que mirase hacia abajo, hacia los pies o que dijese «¡Ah!». En un momento dado me preguntó si tenía un estetoscopio en casa. «¿Bromeas? Soy cirujano», respondí, y ambos reímos, un sonido extraño que no era muy común en mi hogar. Dije «Uy» cuando me tanteó justo debajo de las costillas en el lado derecho, lo que me pareció curioso. Le oí murmurar al teléfono. Durante todo ese rato no le solté la mano.

Tres hombres cuyas caras me eran conocidas llegaron con una camilla. Me arrebujaron en una manta de franela, me sacaron a la acera y me metieron en su ambulancia. Recuerdo que quería decir algo sobre la belleza de sus movimientos, la gracia intrínseca de aquello, lo increíble que era, aquella sensación de bebé canguro en la bolsa. Me disculpé por no haber apreciado su pericia todos aquellos años.

Deepak venía conmigo. Ya en el Nuestra Señora, avanzó al lado de mi camilla de ruedas, pasando ante las caras asombradas del personal con que nos topábamos en los pasillos y el ascensor. Empujó mi camilla dentro de la UCI. Bajo las fuertes luces fluorescentes, mis ojos despedían un brillo amarillento, pero yo lo ignoraba. También mi piel tenía ese tono. Sangré profusamente por todos los pinchazos. Las enfermeras intentaron en vano ocultar la orina color té de la bolsa de mi catéter, que no presagiaba nada bueno, pero yo la vi. Y por primera vez experimenté miedo, mucho miedo.

La hinchazón creciente del cerebro me hacía sentir una somnolencia insuperable, pero me aferré a la conciencia el tiempo suficiente para pedir a Deepak que se acercara.

—Pase lo que pase —susurré—, no quiero que me saquen del Nuestra Señora. Si he de morir, y ya que no puedo hacerlo en el Missing, deseo morir aquí.

En cierto momento me percaté de que se acercaba a mi cama Thomas Stone y se ponía a examinarme, pero no con el interés de un clínico, sino con aquella mirada petrificada que yo conocía muy bien, la de un padre cuyo hijo ha sufrido alguna desgracia. Fue más o menos por entonces cuando perdí la conciencia.

Como supe más tarde, el telegrama para Hema rezaba: VEN INMEDIATAMENTE STOP MARION GRAVEMENTE ENFERMO STOP THOMAS STONE STOPPD: NO TARDES… Y no tardó. Hizo uso del servicio prestado a la esposa del camarada presidente vitalicio, la cual comprendió muy bien la necesidad que tenía su ginecóloga de estar junto al lecho de su hijo enfermo. La embajada de Estados Unidos proporcionó rápidamente los visados y al final del día, Hema y Shiva iban ya camino de Frankfurt vía El Cairo. Luego, aún en Lufthansa, cruzaron el Atlántico. Hema abrió el telegrama más de una vez para releerlo, buscando un anagrama esperanzados

—Tal vez esto signifique que Stone está al borde de la muerte, no Marión —le dijo a Shiva cuando sobrevolaban Groenlandia.

—No, mamá. Se trata de Marión. Lo noto —repuso mi hermano con absoluta certeza.

A las diez de la noche, hora de Nueva York, apareció en la UCI una mujer canosa con un sari marrón, de rostro atractivo a pesar de sus ojeras de mapache, acompañada por un joven alto que era evidentemente su hijo y mi gemelo idéntico.

Aminoraron el paso a la entrada de mi cubículo de cristal, cansados viajeros del Viejo Mundo atisbando en el resplandor de una habitación de hospital del Nuevo Mundo. Allí estaba yo, el hijo que se fuera a Estados Unidos para cursar estudios superiores, que se había convertido en un profesional de aquella habilidosa, espléndida y lucrativa rama americana de la medicina, bien provista de todo, de eficacia increíble, sin precios en el menú, tan diferente en el estilo y la esencia de lo que se hacía en el Missing. Sin embargo, ahora debían de pensar que la medicina americana se había vuelto contra mí, como el tigre contra su domador, ya que estaba allí anclado a un ventilador gris azulado, encadenado a los monitores de las consolas detrás de la cama, comatoso e invadido por tubos de plástico, cables y catéteres. Incluso un cable tieso como una aguja me sobresalía del cráneo.

Stone estaba sentado cerca de la ventana, con la cabeza torpemente apoyada en la barandilla de seguridad de la cama y los ojos cerrados como si durmiera. En las setenta y dos horas transcurridas desde que había enviado el telegrama, mi estado había empeorado. Como si hubiera advertido de repente la presencia de Hema y Shiva, abrió los ojos y se levantó, desaliñado, rígido y un poco encogido en la bata de quirófano que llevaba, aliviado pero aprensivo. Las arrugas de preocupación surcaban su rostro, tenso y pálido bajo la mata de pelo cano.

Los dos viejos colegas y adversarios se habían visto por última vez en una sala de parto, momentos después de mi nacimiento y de la muerte de nuestra madre. Entonces había sido también cuando Stone viera por última vez a Shiva: en aquel Quirófano 3, firmemente sostenido por los brazos de Hema.

Como la mesita de noche y el ventilador impedían el acceso de Hema al lado más próximo a la cama, la rodeó hasta donde estaba de pie Stone, sin dejar de mirarme.

—¿Está «gravemente enfermo» de qué, Thomas? —preguntó, aludiendo a las dos palabras del telegrama que más la habían exasperado. Empleó un tono profesional, como si estuviese preguntando a un colega sobre un paciente, tratando de fingir serenidad cuando en realidad temblaba por dentro.

—Es coma hepático —respondió Stone, contestando de la misma manera, agradecido de que ella hubiese decidido conversar en el lenguaje de la enfermedad, un colchón que permitía que hasta su propio hijo quedase reducido a un diagnóstico—. Sufre una hepatitis fulminante. El nivel de amoniaco es muy elevado y el hígado casi no funciona.

—¿Por qué?

—Hepatitis vírica. Hepatitis B.

Stone bajó la barandilla de la cama y ambos se inclinaron sobre mí. La mano de Hema buscó a su espalda la punta del sari, la parte que iba sobre el hombro, y se la llevó a la boca.

—Parece anémico, no sólo ictérico —consiguió decir finalmente, aferrándose a la jerga médica para describir mi palidez y el tono amarillento de la piel—. ¿Cómo está la hemoglobina?

—Nueve, después de cuatro unidades de sangre. Está sangrando por el intestino. Las plaquetas están bajas y no genera factores de coagulación. Tiene la bilirrubina en doce y hoy la creatinina justo en cuatro, pues ha subido; ayer tenía tres…

—¿Qué es esto, por favor? —inquirió Shiva, señalando mi cráneo. Estaban uno frente al otro, separados por la cama.

—Un monitor de presión intracraneal —repuso Stone—. Va al ventrículo. Tiene edema cerebral. Le están dando manitol y graduando el ventilador para mantener la presión baja.

—¿Atraviesa el cráneo y el cerebro hasta el ventrículo sólo para medir? ¿No trata? —preguntó mi hermano, que parecía escéptico.

Stone asintió.

—¿Cómo empezó? —preguntó Hema.

Mientras él iba relatándoles toda la secuencia de los hechos, Shiva apartó la mesita de noche y encontró un acceso entre la cama y el ventilador. Bajó la barandilla de la cama de ese lado y, moviéndose con la lenta eficacia de un contorsionista, se deslizó por debajo de tubos y cables. Deepak entró a tiempo para verlo echarse de costado junto a mí, su cabeza tocando la mía. El que estuviese allí parecía no muy seguro y completamente natural al mismo tiempo. Lo único que pudo hacer Deepak fue mirar, advirtiendo, sin embargo, que el indicador de la presión intracraneal, que no había hecho más que subir durante tres días, empezaba a bajar.

Inmediatamente después de Deepak apareció, jadeante por la subida de escaleras, el gastroenterólogo Vinu Mehta, que había sido residente de medicina interna en el Nuestra Señora cuando yo lo era de cirugía. Después de especializarse en gastroenterología, había empezado a ejercer lucrativamente en Westchester, pero no era feliz y había decidido volver a incorporarse al personal asalariado del Nuestra Señora.

—Vinu Mehta, señora doctora —se presentó, juntando las palmas en un ñamaste antes de coger la mano de Hema entre las suyas—. Y éste debe de ser Shiva —añadió, sin inmutarse al ver a mi hermano en mi cama—. Sólo lo sé porque estoy seguro de que el otro caballero es Marión. —Se volvió hacia Hema—. ¡Qué conmoción para usted, señora! También para todos nosotros. ¡Nuestro mundo está patas arriba! Marión es uno de los nuestros.

Este súbito cambio al lenguaje corriente de los sentimientos hizo que a Hema le temblasen los labios.

Una ojeada a Vinu bastaba para comprobar que las historias que se contaban de él acerca de que compraba comida a los pacientes a quienes daba de alta eran probablemente ciertas. Le había visto prolongar la estancia de una paciente a fin de protegerla de la locura que la esperaba en casa. Era el mejor amigo de todos los miembros del personal y me hacía regularmente pasteles y galletas. Siempre le mandaba una postal el día de la Madre, algo que lo complacía infinitamente.

—Me avisaron cuando trajeron aquí a Marión, señora doctora —continuó—. La hepatología, el hígado, es mi campo. Aquí hay hepatitis B por todas partes. Muchísimos portadores, drogadictos que se inyectan y gente que la hereda de sus madres al nacer… es muy frecuente en inmigrantes de Extremo Oriente. Señora, vemos infinitos casos de cirrosis latente e incluso de cáncer de hígado por este virus. Pero una hepatitis B aguda fulminante… con esta gravedad, sólo la he visto en otros dos pacientes a lo largo de mi carrera.

—Vinu, dime la verdad —pidió Hema adoptando un tono de madre india sensata con aquel joven doctor que estaba muy dispuesto a asumir el papel de sobrino—. ¿Es mi hijo un bebedor?

Supongo que era una pregunta lógica, pues hacía más de siete años que no la veía. Ella no ignoraba que estaba en mis genes. ¿Qué sabía en realidad de en quién o en qué me había convertido?

—¡Señora, por supuesto que no! No, no. Tiene usted un hijo que es una joya. —La expresión dura de Hema se suavizó—. Aunque, señora, en las últimas semanas… no me malinterprete… según nos contó su vecino, Marión tuvo problemas y estuvo bebiendo.

Deepak había encontrado en mi casa una nueva receta de isoniazid, un medicamento utilizado para prevenir la tuberculosis, también conocido por provocar inflamación hepática grave. Era habitual comprobar las enzimas hepáticas dos semanas después de iniciar un tratamiento con aquel fármaco, para poder suprimirlo si había algún indicio de daño hepático.

—Mi hipótesis, señora, es que Marion-bhaiya empezó a tomar isoniazid. Esta receta es de hace un mes. Probablemente no se extrajo sangre para verificar las funciones hepáticas. Después de todo es un cirujano, pobrecillo. ¿Qué sabe de estas cuestiones delicadas? ¡Si me hubiese consultado! Habría sido un honor para mí ocuparme de él. Después de todo, Marion—bhaiya se ocupó de mi hernia muy cariñosamente.

»En cualquier caso, señora, fui en persona a Manhattan, al Monte Sinaí, y traje aquí al mejor especialista mundial en hígado, mi maestro en esta especialidad. «Profesor, éste no es un caso más de hepatitis sino que se trata de mi propio hermano», le dije. Está de acuerdo en que podrían haber contribuido el alcohol y el isoniazid, pero no cabe duda de que con lo que estamos tratando aquí es en primer lugar y ante todo una hepatitis B.

—¿Cuál es el pronóstico? ¿Alguien va a decírmelo? —Era lo que esencialmente necesitaba saber una madre—. ¿Lo superará?

Vinu miró a Deepak y Stone, pero ninguno de ellos estaba dispuesto a hablar. Después de todo, la enfermedad correspondía a su campo de especialización.

—Dígamelo. ¿Vivirá? —bufó Hema.

—Es indudablemente muy grave —repuso Vinu, y el hecho de que estuviese esforzándose por contener las lágrimas completó su respuesta.

—¡Vamos! —exclamó ella, enojada, antes de volverse hacia Stone y Deepak bruscamente—. Es hepatitis. Sé lo que es. Vemos el daño que causa en Africa. Pero… ¡aquí, en América! En este país tan rico, en este hospital que cuenta con tantísimos recursos —continuó, señalando la maquinaria—. Aquí en América tienen que poder hacer algo más con la hepatitis que retorcerse las manos y repetir que «es muy grave».

Seguramente esbozaron una mueca cuando ella dijo «rico», pues comparado con las unidades de intensivos en los hospitales de dinero, como la institución de Boston de Thomas Stone, la nuestra disponía de lo justo.

—Lo intentamos todo, señora —terció Deepak en tono apagado—. Intercambio de plasma. Lo que pueda hacer cualquiera en este mundo para esta enfermedad, estamos haciéndolo aquí.

Hema parecía escéptica.

—Y rezar, señora —añadió Vinu—. Las hermanas llevan ya dos días con una cadena de oración en marcha y sin interrupción. La verdad es que necesitamos algún tipo de milagro.

Shiva había seguido desde la cama, tumbado y en silencio, cada palabra de la conversación.

Hema se quedó mirando mi cuerpo inconsciente, acariciándome la mano y negando con la cabeza.

Vinu los convenció para que se retirasen a una habitación preparada para ellos en el edificio de la residencia del personal; tenían incluso una cena frugal a base de chapatti y dal. Hema estaba demasiado cansada para discutir.

A la mañana siguiente, apareció con un sari naranja y con aspecto descansado, pero como si hubiese envejecido varios años durante la noche.

Stone estaba en el mismo sitio donde lo había dejado; miró más allá de Hema, hacia la entrada, como si esperase a Shiva, pero no había señal de mi hermano.

Hema se colocó de nuevo junto a mi lecho, ansiosa por verme a la luz del día. La noche anterior lo había encontrado todo demasiado irreal, como si no fuese yo quien estaba en la cama sino la forma carnal de aquella ruidosa maquinaria. Pero ahora podía verme: mi pecho subía y bajaba, tenía los ojos hinchados y los labios deformados por el tubo de respiración. Era real. Incapaz de contenerse, rompió a llorar en silencio, olvidándose de la presencia de Stone, o sin importarle que estuviera allí. Sólo cobró conciencia de él cuando vacilante le ofreció un pañuelo, que ella le arrebató como si se lo ofreciera con demasiada lentitud.

—Es como si todo esto estuviera pasando sólo por culpa mía —dijo Hema, y se sonó—. Sé que tal vez puede parecer egoísta, pero perder a Ghosh y ahora ver a Marión así… ¿comprendes? Como si les hubiese fallado a todos, como si hubiese permitido que a Marión le ocurriera esto.

Si se hubiese vuelto, habría visto a Stone agitándose, frotándose las sienes con los nudillos, como si pretendiese borrarse a sí mismo.

—Tú… tú y Ghosh nunca les fallasteis —repuso con voz ronca—. Fui yo quien lo hice, os fallé a todos.

«Por fin», debió de pensar Hema; era al mismo tiempo la disculpa y el agradecimiento que debía desde hacía tanto, pero lo curioso fue que en aquel momento a ella le daba igual. Ya no importaba. Ni siquiera lo miró.

Entró Shiva. Si vio a Stone, no acusó su presencia, pues sólo tuvo ojos para mí, su hermano.

—¿Dónde estabas? —preguntó Hema—. ¿Pudiste dormir?

Arriba en la biblioteca. Eché una cabezada allí. —Me examinó, luego estudió los indicadores del ventilador y después las etiquetas de las bolsas de líquido que colgaban sobre la cama.

—Hay algo que no le pregunté a Vinu —dijo Hema a Stone—. ¿Cómo contrajo Marión la hepatitis B?

Él movió la cabeza indicando que no lo sabía, pero como ella no estaba mirándolo, tuvo que responder con palabras.

—Bueno… probablemente fue en alguna intervención quirúrgica. Debió de hacerse una pequeña herida. Es un riesgo profesional de los cirujanos.

—También puede adquirirse por contagio sexual —explicó Shiva, y Stone asintió balbuceante. Hema miró furiosa a su hijo, con una mano en la cadera, pero no pudo rechistar, porque Shiva tenía más que decir—. Mamá, Genet visitó a Marión. Apareció en su casa hace seis semanas. Estaba enferma. Se quedó dos noches y luego desapareció.

—¿Genet…?

—Hay dos personas en la sala de espera a quienes deberías ver. Una es una señora etíope, Tsige, que vivía enfrente del Missing. Ghosh trató a su bebé hace años. Marión volvió a encontrarse con ella en Boston. La otra persona es el señor Holmes, vecino de mi hermano. Ambos quieren hablar contigo.

* * *

A media mañana, Hema ya estaba enterada de todo. Genet había enfermado de tuberculosis. Pero Appleby consiguió acceder a los archivos sanitarios de la prisión, que le revelaron lo que antes no sabíamos: Genet era también portadora de hepatitis B, que había contraído (o eso afirmaba el médico de la cárcel) a través de una aguja inadecuadamente esterilizada o una transfusión o un tatuaje cuando estaba en la guerrilla en Eritrea; aunque también podía haberse contagiado por vía sexual. Genet había sangrado en la cama cuando dormimos juntos y yo había estado generosamente expuesto a su sangre y, por tanto, al virus. El período de incubación de la hepatitis B correspondía a la hipótesis de Shiva: había caído enfermo seis semanas después de la visita de Genet.

Hema deambulaba por la sala de espera, maldiciendo a esa mujer y lamentando mi estupidez por permitirle volver a acercarse a mí después de todo lo que nos había hecho. Si hubiese aparecido Genet en ese momento, yo habría temido por su vida.

Cuando Deepak y Vinu pasaron visita juntos aquella tarde, comentaron los últimos resultados de laboratorio: mis riñones estaban fallando; el hígado, el proveedor habitual de factores de coagulación, no producía ninguno. Si quedaban aún algunas células hepáticas viables tampoco mostraban indicio alguno de recuperación. No había ninguna buena noticia que dar. Se retiraron, seguidos por Shiva. Stone y Hema se quedaron junto a mi cuerpo inmóvil, en silencio. Se trataba ya de una práctica de observación, una vigilancia hasta el final. No había esperanza. Ambos lo sabían muy bien, como médicos, experiencia que en realidad lo hacía aún más insoportable.

A mediodía, una enfermera de la UCI llamó por megafonía a Deepak y Vinu para que se reunieran con la familia Stone. Al llegar se encontraron a Hema y Shiva sentados enfrente de Thomas Stone en una pequeña sala de reuniones.

Hema, cansada, la cabeza apoyada en las manos y los codos sobre la mesa, alzó la vista hacia los dos jóvenes doctores de chaqueta blanca, colegas de su hijo.

—¿Querían vernos? —preguntó con impaciencia mal reprimida a Vinu y Deepak.

—Yo no convoqué esta reunión —repuso Deepak, desconcertado, y se volvió hacia Vinu, que negó con la cabeza.

—Lo hice yo —reconoció Shiva, que tenía una pila de papeles fotocopiados junto a un cuaderno amarillo cubierto de anotaciones hechas con su cuidadosa caligrafía. Hema advirtió una autoridad en su tono, una sensación de energía, dinamismo e iniciativa que ningún otro parecía capaz de mostrar ante mi terrible diagnosis—. He convocado la reunión porque quiero hablar de un trasplante de hígado.

Deepak, al que le resultaba difícil sentarse delante de mi hermano sin tener la sensación de que estaba hablando conmigo, dijo:

—Ya hemos considerado el trasplante. De hecho, el doctor Stone y yo pensamos trasladar a Marión a la Mece… quiero decir, al Hospital General de Boston, el hospital del doctor Stone, cuyo equipo realiza más trasplantes que nadie en la costa Este. Pero rechazamos esa opción por dos motivos. En primer lugar, los trasplantes fallan en su gran mayoría cuando una hepatitis B fulminante está destrozando el hígado. Incluso en el caso de que encontrásemos un órgano del grupo sanguíneo adecuado y del tamaño justo y el trasplante fuese un éxito, tendríamos que utilizar dosis masivas de esteroides y otros fármacos que bloquean el sistema inmunitario a fin de prevenir el rechazo del nuevo órgano. Eso sería un festín para el virus de la hepatitis B: el nuevo hígado acabaría destruido y volveríamos a encontrarnos exactamente donde ahora.

—Sí, lo sé. Pero ¿y si el trasplante fuese perfectamente idéntico? No sólo el mismo grupo sanguíneo, sino también los seis antígenos HLA y otros antígenos que ustedes ni siquiera miden… ¿Y si fuesen coincidentes todos? Entonces no haría falta ninguna sustancia inmunodepresora, ¿verdad? Ninguna. Ni esteroides ni ciclosporina, nada. ¿Están de acuerdo?

—Teóricamente, sí, pero… —dijo Deepak.

—Obtendrían esa coincidencia perfecta si tomaran el hígado de mí —lo interrumpió Shiva—. El organismo de Marión lo reconocería como suyo, no como un extraño en ningún sentido.

Pareció que la estancia quedara sin aire. Durante unos segundos nadie dijo nada.

—Me refiero a tomar parte de mi hígado, ma —se apresuró a explicar Shiva al reparar en la expresión de Hema—. Dejándome suficiente y cogiendo un lóbulo para Marión.

—Shiva… —empezó Hema, con intención de disculpar a su hijo, pues aquél no era evidentemente su campo, ni tampoco el de ella. Pero luego cambió de opinión. Conocía la tenacidad de mi hermano cuando se trataba de actuaciones médicas que otros consideraban imposibles—. Pero, Shiva, ¿es que se ha practicado alguna vez un trasplante de parte de un hígado?

—Este es del año pasado —contestó Shiva deslizando hacia ella uno de los artículos—. Un artículo de Deepak Jesudass y Thomas Stone sobre las posibilidades de trasplante de hígado de donante vivo. No se ha hecho en humanos, mamá, pero antes de que digas nada, lee en la página tres donde he subrayado. Pone: «Técnicamente, el éxito en casi un centenar de perros, la capacidad para mantener la vida en el receptor y no poner en peligro la del donante, indica que estamos en condiciones de efectuar esta operación con humanos. Los riesgos para un donante sano constituyen un obstáculo ético significativo, pero creemos que la escasez crítica de órganos de cadáveres nos obligará a seguir adelante. Ha llegado el momento. El trasplante de donante vivo permitirá superar tanto el problema de la escasez de órganos como el de los hígados de personas fallecidas que ya están dañados porque se ha tardado demasiado en obtener el consentimiento y en extirpar el órgano y trasladarlo a donde se necesita. El trasplante de hígado de donante vivo es el paso siguiente, inevitable y necesario».

Shiva no estaba leyendo, sino recitando de memoria, lo que no sorprendía a Hema, pero sí asombró a los otros médicos. Se sintió orgullosa de él y recordó con qué frecuencia daba por supuesto el don eidético de su hijo. Sabía que era capaz de dibujar la página que estaba recitando, reproducirla en un papel en blanco, empezando y terminando cada línea exactamente como estaba en el original, incluida la puntuación, el número de página, las marcas de las grapas y las manchas de la fotocopia.

—¿He de recordarles que el primer trasplante de riñón con éxito de Joseph Murray fue de un gemelo idéntico agonizante que recibió un riñón sano de su hermano gemelo idéntico? —dijo Shiva a Stone y Deepak, los dos cirujanos, al darse cuenta de que por el momento había tranquilizado a Hema.

El que habló fue Deepak, pues Thomas Stone parecía conmocionado:

—Shiva, también indicamos en el artículo que hay implicaciones éticas y legales…

—Sí, lo sé —lo interrumpió mi hermano—. Pero dicen asimismo que «lo más probable es que los primeros donantes sean o un padre o un hermano, porque esos donantes tienen un motivo desinteresado y corren el riesgo voluntariamente».

Deepak y Stone parecían acusados cuya coartada acabase de ser desbaratada por un testigo inesperado. La acusación se disponía a asestar el golpe final.

Pero el ataque llegó de otro sector.

—Thomas, dime la verdad, por favor —terció Hema—: en los últimos cuatro días, dado que ésta es precisamente tu especialidad —y con los dedos unidos dio un golpecito al papel—, al ver a Shiva al lado de su hermano, ¿no cruzó por tu mente la idea de una operación con un donante vivo?

Si ella esperaba que él se encogiese y tragase saliva, le aguardaba una sorpresa: Stone la miró sin pestañear y, tras un instante, asintió.

—Pensé en los gemelos Murray, sí, claro que pensé en ello. Pero también en todos los riesgos… y lo deseché. Esto es mucho, muchísimo más difícil que extirpar un riñón. No se ha hecho jamás.

—¡A mí no se me ocurrió en absoluto! —reconoció tranquilamente Vinu Mehta—. Señora, debería haberlo pensado. Te lo agradezco, Shiva. En cualquier otro caso de hepatitis B aguda, un trasplante de hígado no haría más que alimentar al virus, pero existiendo una coincidencia perfecta… Por supuesto, Shiva, el problema en realidad es el peligro que corres.

Mi hermano estaba preparado y sin mirar sus notas, dirigiendo sus comentarios principalmente a Stone, a pesar de que la pregunta la había formulado Vinu, repuso:

—Según su cálculo, doctor Stone, basado en la extirpación de uno o más lóbulos de pacientes con trauma hepático, es que el riesgo de muerte debería ser de menos del cinco por ciento para mí, el donante. En su opinión, el peligro de complicaciones graves, como por ejemplo derrames de bilis y hemorragia, no debería ser más del veinte por ciento en un donante por lo demás sano. —Empujó una hoja hacia ambos doctores—. Anoche pedí que me extrajeran sangre. Todas mis funciones hepáticas son normales. Como pueden ver, no soy portador de hepatitis ni de nada parecido. No bebo ni tomo drogas que pudiesen dañar el hígado. Nunca lo he hecho. —Y aguardó la respuesta de Stone.

—Conoces ese artículo nuestro mejor que yo mismo —admitió éste—. Desgraciadamente, eran estimaciones, simples conjeturas. —Apoyó las manos en la mesa—. En realidad no sabemos cómo podría resultar con humanos.

—Y si fracasamos —añadió suavemente Deepak—, no sólo te perdemos a ti, que entraste aquí sano y salvo, sino también a Marión. Por no mencionar que no tendremos nada en que apoyarnos y nuestras carreras podrían haber terminado. Aunque tuviésemos éxito, seríamos muy criticados.

Si pensaban que Shiva iba a ceder, no conocían a mi hermano. Hema estaba viendo a su hijo con nuevos ojos.

—Comprendo su resistencia, y no les tendría en gran consideración como cirujanos si accediesen de inmediato. Sin embargo, si pueden practicar esta operación y si existe una posibilidad razonable, incluso una posibilidad de un diez por ciento de salvar la vida de Marión, y de menos de un diez de que yo pierda la mía, y si deciden no llevarla a cabo, entonces en mi opinión le habrán fallado a Marión, a Hema y a mí, habrán fallado a la ciencia médica, e incluso a ustedes mismos. Le habrán fallado a mi hermano no sólo como médicos, sino como su amigo y su padre. Si realizasen la operación y tuviese éxito, no sólo salvarían a mi hermano, sino que la cirugía avanzaría una década. Éste es el momento —sentenció, mirando a su padre y luego a Deepak—. Puede que no vuelvan a tener una oportunidad como ésta. Si sus rivales de Pittsburgh se enfrentasen a esta situación, ¿qué harían? ¿No se atreverían?

La acusación se retiró. Ahora correspondía a la otra parte contestar.

—Se atreverían, sí —dijo Stone, rompiendo el largo silencio, y hablando en un tono apagado como para sí mismo—, aunque por supuesto no estarían operando a sus propios hijos. Lo siento, Shiva, no puedo planteármelo.

Se apartó de la mesa y apoyó las manos en los brazos de su asiento como dispuesto a levantarse.

—¡Thomas Stone! —La voz de Hema, afilada como la hoja de un bisturí, lo clavó al asiento—. En una ocasión hace tiempo te pedí una cosa relacionada con estos muchachos. Entonces te largaste. Pero si te largas esta vez, ni Ghosh ni yo podremos ayudarlos. —Él palideció y se reclinó en el asiento—. ¿Acaso crees que quiero someter a Shiva a un peligro que no pudiese superar? ¿Que quiero perder a mis hijos? —preguntó con la voz quebrada. Cuando se recobró, y después de sonarse ruidosamente con el pañuelo, añadió—: Thomas, quítate de la cabeza la idea de que son tus hijos. Se trata de un problema quirúrgico y estás en la mejor situación para ayudarlos, precisamente porque ellos nunca fueron tus hijos. Jamás te obstaculizaron ni entorpecieron tu investigación, tu carrera —dijo sin deje de rencor—. Doctor Stone, éstos son mis hijos. Son un regalo que recibí. El dolor, el sufrimiento, si es que tiene que haberlos, son todos míos… eso viene con el lote. Soy su madre. Escúchame, por favor: esto no tiene nada que ver con tus hijos. Toma una decisión considerando lo que debes hacer por tu paciente.

Después de lo que pareció una eternidad, Deepak arrastró el cuaderno amarillo desde el lado de la mesa de Shiva y lo abrió por una página en blanco.

—Dime, ¿por qué estás dispuesto a correr un riesgo como éste? —preguntó a mi hermano, destapando su pluma.

Por una vez, Shiva no tenía una respuesta lista. Cerró los ojos y juntó la yema de los dedos, como si no quisiera ver las caras de los demás. Le preocupaba que Hema lo viese de aquel modo. Cuando abrió los ojos, por primera vez desde su llegada pareció triste.

—Marión siempre creyó que yo nunca miraba atrás, que siempre actuaba sólo pensando en mí. Tenía razón. Le habría sorprendido que fuese a arriesgar la vida donando parte de mi hígado. No es racional. Pero… al ver que mi hermano podría morir, he mirado atrás. Tengo cosas de que arrepentirme.

»Si me hallase al borde de la muerte, y hubiese una posibilidad de salvarme, Marión les habría apremiado a operar. Era su carácter. Antes no lo entendí porque es irracional. Pero ahora lo comprendo. —Miró a Hema, y añadió—: No tenía ninguna razón para pensar en esto hasta que llegué aquí. Pero al lado de su cama… comprendí que si le pasaba algo, me ocurría también a mí. Si me quiero a mí, lo quiero a él, porque somos uno. Eso lo convierte en un riesgo que merece la pena correr… No sería así en el caso de cualquier otra persona, salvo que la amase. Soy el único en que se da una coincidencia perfecta. Quiero hacerlo. No podría vivir en paz conmigo mismo si no lo hiciese, y creo que ustedes tampoco serían capaces de vivir en paz si no lo intentasen. Este es mi destino. Mi privilegio. Y el suyo.

Hema, que se había contenido hasta entonces, abrazó a Shiva y lo besó en la frente.

Deepak, pluma en mano, no había escrito aún una palabra. Posó la pluma.

En aquel momento se hizo evidente que iban a llevar adelante un proyecto jamás puesto en marcha antes.

—Usted explicó —dijo Shiva a Deepak— que había una segunda razón para que hubiesen desechado inicialmente la idea de un trasplante. ¿Cuál era?

—Antes de perder la conciencia, Marión me hizo prometer que no lo trasladaría. Este hospital ha sido muy especial para él. Supuso algo más que un lugar para que hiciésemos prácticas nosotros, los médicos extranjeros. Nos dio la bienvenida cuando otros no lo hicieron. Este es nuestro hogar.

Hema suspiró, bajó la cabeza y la apoyó entre las manos. Justo cuando habían conseguido avanzar tanto, surgía otro obstáculo.

—Podemos hacerlo aquí —propuso suavemente Thomas Stone, que había escuchado a Shiva sin mover un músculo. Sus ojos azules y serios brillaban ahora con luminosidad. Con movimientos decididos, echó atrás su asiento y se levantó.

—La cirugía es cirugía y sólo eso. Podemos hacerlo aquí como en cualquier otro sitio si disponemos de instrumental y personal. Por suerte, el mejor especialista mundial en cirugía hepática está sentado aquí a mi lado —aseguró, poniendo una mano en el hombro de Deepak— y los instrumentos, muchos de los cuales diseñó él, se encuentran también aquí, y por cierto habrá que esterilizarlos enseguida. Tenemos mucho trabajo por delante. Hema, si tú o Shiva cambiáis de idea en cualquier momento, sólo tenéis que decirlo. Shiva, por favor, no comas ni bebas nada a partir de ahora.

Al pasar al lado del asiento de mi hermano, le apoyó la mano en el hombro, apretó fuerte y luego salió.