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El tallo de su fuerza

Como disponía de los ingresos de un cirujano titular, compré un dúplex al final de una hilera de esa clase de vivienda en Queens. La línea del techo sobre la ventana de la buhardilla a un lado era picuda como una ceja y lanzaba una mirada de propietario sobre una frondosa cuña de terreno llena de arces. En verano, colocaba tiestos de jazmín en el pequeño patio y cultivaba verduras de ensalada en un huertecillo. En invierno, trasladaba los jazmines al interior mientras los armazones de alambre vacíos permanecían fuera como recuerdos de los suculentos tomates que la tierra había dado. Pinté las paredes; reparé las ripias del tejado; instalé estanterías para libros. Desarraigado de África, estaba satisfaciendo un impulso de nidificación. Había encontrado mi versión de la felicidad en América. Habían pasado seis años y aunque debería haber visitado Etiopía, el caso es que, por una u otra razón, nunca había podido romper del todo y disponer de libertad para ello.

Al salir un día de una heladería, pasó por mi lado rozándome una mujer negra elegantemente vestida, el abrigo de cuero bailándole por encima de los tobillos. Le sostuve la puerta y cuando cruzó el umbral me invadió un intenso desasosiego. Se volvió para mirarme, sonriendo. Otra noche, cuando regresaba en el coche por Manhattan de un congreso sobre trauma en Nueva Jersey, una transeúnte captó mi atención cuando salía de debajo de un toldo cerca del Holland Tunnel. La iluminaban los faros y los reflejos de los charcos. Me dirigió un meneo de pechos bajo la lluvia. O yo lo imaginé. Sentí de nuevo aquel desasosiego, como el atisbo de algo en llamas, pero no sabía dónde. Cuando rodeé la manzana, ella ya se había ido.

Una vez en casa, me preparé para la jornada de trabajo. Podría haber ejercido en privado como cirujano al terminar mi residencia de cinco años, o haber ido a alguna otra institución docente. Pero sentía una gran lealtad hacia el Nuestra Señora. Y además ahora el Centro Médico del Ejército de Brooke, el San Antonio, y el Walter Reed de Washington nos enviaban a algunos residentes de cirugía más veteranos. Proporcionábamos en tiempo de paz lo más similar a una zona de guerra, un lugar donde podían poner a prueba sus habilidades. Era el jefe de traumatología del Nuestra Señora; nos veíamos favorecidos con nuevos recursos y con más personal. No había ningún motivo para que me sintiese desgraciado. Pero aquella noche, ante la chimenea encendida, me sentía inquieto, como si fuese a sufrir una parálisis si no tomaba ciertas medidas.

Aquel fin de semana, decidí que mi vida necesitaba una dimensión diferente al trabajo. Repasé en el Times acontecimientos, recitales, inauguraciones, obras de teatro, conferencias y otras actividades interesantes. Me obligué a salir de mi hogar el sábado y también el domingo.

El viernes siguiente volví a casa después del trabajo y dejé la cartera y la correspondencia en la biblioteca. Luego, en la cocina, encendí la vela, puse la mesa y calenté la última porción de un guiso de pollo preparado el domingo anterior según una receta del Times.

Llamaron a la puerta.

Me entró el pánico.

¿Había invitado a alguien a cenar y lo había olvidado? Aparte de Deepak, que había venido una vez, no había recibido más visitas. ¿Habría decidido Tsige en Boston tomar la iniciativa, ya que yo no la había llamado? Aunque había descolgado el auricular para telefonearla una docena de veces, no había reunido valor suficiente. ¿O sería Thomas Stone? No le había dicho dónde vivía, pero podría haberlo descubierto fácilmente a través de Deepak.

Atisbé por la mirilla.

En aquella imagen convexa de ojo de pez, vi unos ojos, una nariz, los pómulos, los labios… Mi cerebro intentó disponer y reordenar las piezas para obtener un rostro, un nombre.

No era Stone ni Deepak ni Tsige. No cabía duda de quién era.

Se volvió para irse, bajó los dos escalones de la entrada.

Podría haberme limitado a ver cómo se alejaba.

Abrí. Se detuvo, con el cuerpo hacia la calle y volvió la cara hacia la puerta. Era más alta de lo que recordaba, o tal vez era una impresión debida a que estaba más delgada. Me observó para comprobar que era yo, luego bajó la vista hasta un punto cercano a mi codo izquierdo, lo que me permitió estudiarla a voluntad, decidir si cerrarle la puerta.

Tenía el cabello alisado, lacio, sin el beneficio de lazos y cintas, ni siquiera de un buen peinado. Los pómulos estaban intactos, más prominentes que nunca, como contrafuertes que sostuvieran mejor aquellos ojos almendrados que constituían su rasgo más bello. Su rostro sería siempre deslumbrante, aun sin maquillaje. Aunque era verano, vestía un abrigo largo de lana muy ceñido a la cintura en el que se arrebujaba como si tuviese frío. Estaba allí inmóvil, como un animalillo que hubiese invadido el territorio de un predador, paralizado e incapaz de moverse.

Bajé los escalones. Extendí el brazo y le alcé la cara. Bajó los ojos y los párpados igual que las muñecas con que solía jugar. Noté su piel fría al tacto. Las cicatrices verticales de las comisuras exteriores de los ojos eran ya líneas secas, aunque recordé el día que la cuchilla de Rosina las había creado, y cómo estaban entonces en carne viva y cubiertas de sangre oscura. Le alcé la barbilla un poco más. Aún no se atrevía a mirarme. Quería que viera las cicatrices en mi cuerpo, una por su traición con Shiva y otra por haberse vuelto más eritrea que ningún eritreo, y como consecuencia haber secuestrado aquel avión, hecho que me había expulsado de mi país. Quería que notase la rabia que subyacía en mi calma aparente, cómo la sangre se me agolpaba en los músculos, que viese cómo se me tensaban y crispaban los dedos anhelando su tráquea. Fue mejor que no mirase porque, aunque lo hubiese hecho en un parpadeo, le habría clavado los dientes en la yugular, la habría devorado, huesos, dientes y cabello incluidos, sin dejar ni un rastro de ella allí, en la calle.

La cogí por el codo y la hice entrar. Se dejó guiar como una mujer camino de la horca. En el vestíbulo, mientras yo echaba el cerrojo a la puerta, esperó inmóvil sobre el felpudo. La llevé a la biblioteca (un comedor que había reacondicionado) y la hice sentarse en la turca; se quedó encaramada en el borde. La miré fijamente; no se movía. Luego tosió, un espasmo que duró varios segundos. Se llevó a los labios un pañuelo de papel arrugado. La observé largo rato. Cuando estaba a punto de hablarle sufrió otro acceso de tos.

Fui a la cocina. Puse agua a hervir para el té y esperé con la cabeza apoyada contra la nevera. ¿Por qué hacía aquello? Primero homicidio y al minuto siguiente té…

Ella seguía en la misma posición. Cuando cogió la taza que le tendí, le vi las uñas sin pintar, desportilladas, y la piel arrugada de fregona. Se bajó una manga, pasó la taza a la otra mano y repitió el proceso, para ocultar las manos. Resbalaban lágrimas por su rostro, los labios crispados en una mueca.

Yo había albergado la esperanza de que mi corazón se endureciera frente a aquellas manifestaciones.

—Perdona. Trabajo en una cocina —susurró.

—Después de todo lo que me hiciste, ¿te lamentas por el estado de tus manos?

Pestañeó, sin responder.

—¿Cómo me localizaste?

—Me envió Tsige.

—¿Por qué?

—La llamé al salir de la cárcel. Necesitaba… ayuda.

—¿Y no te dijo que no quería verte?

—Sí. Pero insistió en que te visitara antes de que me ayudase ella. —Me miró directamente por primera vez—. Y yo quería verte.

—¿Por qué?

—Para decirte que lo siento —respondió, y unos segundos después apartó la vista.

—¿Lo has aprendido en la cárcel? Me refiero a lo de evitar el contacto ocular…

Se echó a reír, y en ese momento me pregunté si, con cuanto había visto y hecho, no se hallaría ya en un punto en el que no podía sucumbir a la cólera.

—Me apuñalaron una vez por mirar —contestó, e indicó con la barbilla hacia su costado izquierdo—. Me extirparon el bazo.

—¿Dónde estuviste en prisión?

—En Albany.

—¿Y ahora?

—Estoy en libertad condicional. Tengo que ver a mi agente de la condicional todas las semanas. Posó la taza.

—¿Qué más te contó Tsige?

—Que eres cirujano. —Miró la biblioteca, las estanterías atestadas de libros—. Que te va bien.

—Sólo estoy aquí porque me vi obligado a huir. De noche, como un ladrón. ¿Sabes quién me lo hizo? ¿Quién se lo hizo a Hema? Fue alguien que para nuestra familia era… como una hija.

Se balanceaba adelante y atrás.

—Sigue —dijo, irguiéndose—. Me lo merezco.

—¿Todavía continúas haciéndote la mártir? Oí decir que llevabas escondida un arma en el pelo cuando subiste a aquel avión. ¡Una afro! Eras la Angela Davis de la causa de eritrea, ¿eh?

Negó con la cabeza.

—No sé lo que era —reconoció tras un largo silencio—. Aquella que fui creía que tenía que hacer algo grande —dijo, como escupiendo la última palabra—. Algo espectacular. Por Zemui. Por mí. Me prometieron que ni tú ni tu familia sufriríais ningún daño. En cuanto terminó el secuestro, comprendí lo estúpido que era. No había ninguna grandeza en ello. Fui una gran imbécil, eso es todo. —Apuró el té. Se levantó—. Perdóname, si puedes. Te merecías algo mejor.

—Calla y siéntate —ordené, y ella obedeció—. ¿Crees que ya está todo resuelto? ¿Que puedes decir lo siento y marcharte? —Volvió a negar con la cabeza—. ¿Tuviste un hijo? ¿Un hijo de campaña?

—Los anticonceptivos que nos daban no funcionaron.

—¿Por qué estuviste en la cárcel?

—¿Tengo que contártelo todo?

Empezó a toser de nuevo. Cuando terminó el espasmo, temblaba, aunque en la habitación hacía calor y yo estaba sudando.

—¿Qué fue de tu hijo?

Torció el gesto. Sus labios se estiraron en una mueca y le temblaron los hombros.

—Me lo quitaron. Lo dieron en adopción. Maldigo al hombre que me puso en esa situación. Maldigo a aquel hombre. —Alzó la vista—. Era una buena madre, Marión…

—¡Una buena madre! —Reí—. Si lo fueras, ahora podrías tener un hijo mío.

Sonrió entre las lágrimas como si yo bromeara, como si acabase de recordar mi fantasía de casarnos y poblar el Missing con nuestros retoños. Luego empezó a temblar; al principio pensé que lloraba o reía, pero vi que le castañeteaban los dientes. Había ensayado mi parlamento mentalmente cuando había salido de Asmara caminando, mientras recorría a pie el camino hasta Sudán; y había vuelto a ensayarlo muchas veces desde entonces. Imaginaba cualquier excusa que ella pudiese alegar si alguna vez me la topaba. Tenía mis dardos preparados. Pero aquel adversario mudo y tembloroso no era lo que esperaba. Me acerqué y le tomé el pulso. Ciento cuarenta pulsaciones. Su piel, fría poco antes, ardía al tacto.

—Yo… he de… marcharme —dijo, y se levantó tambaleante.

—No; te quedarás.

Era evidente que no se encontraba bien. Le di tres aspirinas. La acompañé al baño principal y abrí la ducha. Cuando estuvo humeante, la ayudé a desvestirse. Si antes la había visto como un animal en el cubil del predador, entonces me sentí como un padre que desnudara a su hija. En cuanto la dejé duchándose, metí su ropa interior y la blusa en la lavadora y la encendí. La ayudé a salir de la ducha, pues no se sostenía en pie. La sequé y senté en el borde de la cama. Le puse uno de mis pijamas de franela y la acosté. Conseguí que tomara unas cucharadas de mi guiso de pollo y bebiera más té. Le puse Vicks en el cuello, el pecho y la planta de los pies, exactamente igual que nos hacía Hema. Se durmió antes de que le pusiera los calcetines de lana.

¿Qué sentía yo? Aquello era una victoria pírrica; más bien una victoria piréxica, pues el termómetro que le deslicé en la axila marcaba más de 39 grados. Mientras dormía, llevé su ropa mojada a la secadora y metí sus pantalones vaqueros en la lavadora. Recogí el guiso de pollo. Luego me senté en la biblioteca e intenté leer. Tal vez me adormilara. Horas después, oí la cisterna del inodoro. Ella estaba en la cama, destapada, envuelta en una toalla; se había quitado el pijama y los calcetines y se secaba la frente con una toallita. Le había bajado la fiebre. Se movió para hacerme sitio.

—¿Quieres que me marche ya? —inquirió.

La pregunta me hizo pensar que estaba tomando el control porque sólo había una respuesta posible:

—Si ya estás durmiendo aquí.

—Estoy ardiendo.

En el baño me puse unos calzoncillos y una camiseta, saqué una manta del armario y me dispuse a dormir en la biblioteca.

—¿No te quedas conmigo? Por favor…

No tenía prevista ninguna respuesta para aquello.

Me metí en la cama. Cuando alargué el brazo para apagar la luz, ella me pidió:

—Déjala encendida, por favor.

En cuanto me eché se apretó contra mí; capté su aroma, mezclado también con el olor de mi desodorante, mi champú y el Vicks. Se acurrucó en el hueco de mi hombro, su cuerpo húmedo contra el mío. Me acarició la cara tímidamente, como si temiese que la mordiera. Me acordé de cuando la había encontrado desnuda en la despensa, tantos años atrás.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó asustada.

—La alarma de la secadora. Te he lavado la ropa.

La oí gemir. Y luego sollozar.

—Te merecías algo mejor —dijo, alzando la vista hacia mí. —Sí, lo merecía.

Miré sus ojos, recordando la pequeña mancha del iris derecho, y el soplo de humo alrededor, donde había penetrado una chispa. Sí, allí seguía, más oscuro ahora, parecía una mancha de nacimiento. Recorrí sus labios. Su nariz. Cerró los párpados ante mi caricia, pero las lágrimas se deslizaban por debajo. Esbozó una sonrisa de nuestros días de inocencia. Aparté la mano. Abrió los ojos, relumbrantes. Me besó en los labios con cierta vacilación.

No, yo no había olvidado. En aquel instante, más que contra ella mi cólera se dirigía contra el paso del tiempo, un tiempo que me había arrebatado aquellas ilusiones maravillosas, se las había llevado demasiado pronto. Pero en aquel momento necesitaba la ilusión de que ella era mía.

Me besó de nuevo y saboreé la sal de sus lágrimas. ¿Acaso sentía lástima por mí? No podría aceptarlo jamás. De pronto estaba sobre ella, apartando la sábana, la toalla, torpe pero resuelto. Ella se sobresaltó, los músculos del cuello tensos como cables. Le cogí la cabeza y la besé.

—Espera —susurró—, ¿no deberías…?

Pero ya estaba dentro. Ella pestañeó.

—¿No debería qué, Genet? —le pregunté mientras me movía, como si la pelvis poseyese un conocimiento intrínseco de los gestos necesarios—. Es la primera vez… —conseguí decir—. No sé lo que debería o no.

Se le dilataron las pupilas. ¿Le complacía saber aquello de mí? Ya lo sabía.

Ya sabía que hay personas en este mundo que cumplen sus promesas. Una de esas personas era Ghosh, a cuyo lecho de muerte ella no había tenido tiempo de acercarse. Deseé que se avergonzase, que se aterrase al saberlo. Cuando terminamos, seguí sobre ella.

—Mi primera vez, Genet… —dije suavemente—. No creas que porque te esperaba, sino porque me destrozaste la vida. Podías haber contado conmigo. Un valor seguro, «dinero en el banco», como dicen aquí. ¿Y qué hiciste? Lo convertiste todo en mierda. Quería que tuvieses una vida bella. No lo comprendo, la verdad. Tenías a Hema y Ghosh. Al Missing. Me tenías a mí, que te quería más de lo que te amarás nunca tú misma.

Lloraba debajo de mí. Tras un largo silencio, me acarició la cabeza suavemente, intentó besarme.

—Tengo que ir al baño —pidió.

No le hice caso. Estaba excitado de nuevo. Empecé a moverme otra vez.

—Por favor, Marión.

Me di la vuelta y me eché de espaldas, sin salir, y colocándola encima, sus pechos cerniéndose sobre mí.

—¿Necesitas hacer pis? Adelante —dije, con la respiración acelerándose—. Ya lo hiciste en una ocasión, también.

La cogí por los hombros y tiré de ella hacia mí con fuerza. Olí su fiebre, y un efluvio a sangre, sexo y orina. Volví a correrme.

Luego cedí. La dejé irse.

Desperté tarde el sábado por la mañana y la encontré otra vez con la cabeza apoyada en el hueco de mi hombro, mirándome. La tomé de nuevo… no podía concebir que me hubiese negado a mí mismo durante tanto tiempo aquel placer.

Cuando desperté eran las dos de la tarde; la oí en la cocina. Fui al baño. Al volver a mi cuarto vi la sangre en las sábanas. Deshice la cama y llevé las sábanas a la lavadora.

Trajo dos tazas de café, una ración del guiso de pollo y dos cucharas. La fiebre estaba subiéndole de nuevo, la bata no la abrigaba suficiente, le castañeteaban los dientes y tenía accesos de tos seca. Cogí el café que me tendía. La bata se le abrió. Se quedó mirando cómo volvía a hacer la cama.

—Lo siento. Sangro debido a las cicatrices… siempre sangro durante… la relación. Fue el regalo de Rosina. Así que siempre pienso en ella cuando…

—¿Es doloroso?

—Al principio. Y cuando hace mucho tiempo.

—¿Y qué me dices de esa fiebre, cuánto hace que estás así? ¿Te has hecho una radiografía?

—Me pondré bien. Es un catarro fuerte. Espero no pegártelo. Tomé un poco de Advil que encontré en el armario.

—Genet, deberías…

—Me pondré bien, de veras, doctor.

—Dime por qué fuiste a la cárcel.

Su sonrisa desapareció. Negó con la cabeza.

—Por favor, Marión. No.

Comprendí entonces que era una historia que no me beneficiaría en absoluto, pero también que tenía que oírla. Más tarde, cuando estábamos los dos sentados en la biblioteca, insistí.

Él era un intelectual, un activista, un eritreo que había abandonado la causa como ella. No diré su nombre… es bastante doloroso ya. Baste decir que se ganó el corazón del niño de Genet (el padre de aquél había muerto en la lucha). Y luego se había ganado el corazón de la madre… Ocurrió en Nueva York, tras su llegada. Le parecía que su vida estaba sólo empezando. Se casaron. Al cabo de un año estaba embarazada. Empezó a sospechar que él la engañaba. Descubrió la dirección de la mujer, el piso donde se citaban. Consiguió entrar en él y esconderse en el armario ropero, donde esperó medio día hasta que llegó la pareja al final de la tarde. Mientras su marido y su amante blanca estaban en la cama, buscando conocimiento carnal mutuo de un modo ruidoso y esforzado, Genet dudaba entre revelar su presencia o no.

—Marión —dijo—, cuando estaba allí en aquel armario, con los cinturones de aquella mujer en cestos como culebras a mis pies, todo volvió a mí. Todo por lo que había pasado desde la época de Zemui.

»Conseguí venir a América y ¿qué hice? Por primera vez en mi vida, di todo mi amor justo a la persona que menos lo merecía. Le quise (¿qué fue lo que dijiste tú antes?) más de lo que me había querido a mí misma. Se lo di todo a aquel hombre inútil. Allí inmóvil, dentro del armario, supe que si quería vengarme, tenía que estar dispuesta a perder la vida. Sólo ha habido un hombre en mi vida digno de semejante sacrificio, Marión, tú. Pero era demasiado estúpida para saberlo cuando era joven. Demasiado estúpida.

»Aunque él no lo merecía, ya no podía contenerme. Mira, al amarlo, había sucedido de nuevo, Marión: había querido ser grande. Me creía destinada a la grandeza como académica, como intelectual, y mi grandeza residía en estar con él.

»Comprendí por primera vez lo que era el proletariado: era yo, siempre lo había sido, y entonces necesitaba actuar para el proletariado. Cogí mi navaja y empecé a cantar muy bajo.

»Ellos no podían verme, pero yo sí a ellos. Abrí la puerta del armario con una intención respecto a él: cortar el tallo de su fuerza, cortarlo como un tallo de alheña, algo que sólo puedes hacer cuando has amado a alguien tan por entero que no has dejado nada atrás y no te queda nada… todo está gastado. ¿Comprendes? —De hecho, lo comprendía demasiado bien—. De lo contrario, le habría dicho a ella: «Cógelo y quédatelo. Buena suerte». En vez de eso, salté sobre los dos.

»Los acuchillé, pero no gravemente como me había propuesto, pues escaparon. Esperé a la policía. Tenía la sensación de haberme quitado las esposas que había llevado en las muñecas todo el tiempo. Había estado buscando grandeza, y entonces la encontré. Me había liberado justo en el momento que terminaría mi libertad. —Observó mi rostro atento y sonrió—. Genet murió en la cárcel, Marión. Ya no existe. Cuando te quitan a tu hijo, mueres tú, y también el niño que crece dentro de ti. Todas las cosas que importan han desaparecido, así que estoy muerta.

Una pequeña parte en mi interior pugnaba por decir: «Me tienes a mí, Genet». Pero, por una vez, me contuve para pensar en mí mismo, para salvarme.

Sentía por ella una clase de compasión nunca antes experimentada: era un sentimiento mejor que el amor, porque me liberaba, me libraba de ella. «Marión —me dije—, ella encontró por fin su grandeza, la halló en su sufrimiento. Una vez que tienes grandeza, ¿quién necesita más?».