En la esquina había un depósito de chatarra con muros altos y alambre espinoso que recordaba mucho la cárcel de Kerchele. Por la verja vi un perro enorme encadenado y dormido. Luego seguía una hilera de solares donde las cenizas y el hollín esbozaban lo que se hubiese alzado allí. Parecía que Mesfin guiaba el taxi hacia la única casa del final de la calle que había sobrevivido al desastre que destruyera las demás. El camino de entrada empezaba en medio de la calzada, como si la máquina de pavimentar se hubiese quedado sin asfalto al llegar allí y la propietaria se hubiera hecho cargo del asunto. Se trataba de un edificio de dos plantas con ripias en amarillo canario, color que también lucían las escaleras, las barandillas, las columnas, las puertas, además de los suelos y hasta los desagües. Una columna (sin pintar) de cubos de ruedas apuntalaba una esquina de la combada galería delantera. Había cuatro taxis aparcados fuera, todos asimismo amarillos.
El olor a miel fermentando provocó una respuesta pavloviana de mis papilas gustativas. Nos recibió a la puerta un adusto somalí, que nos acompañó a un comedor seis escalones por debajo del nivel de la entrada, donde una media docena de individuos ocupaban las mesas de merendero y los bancos, y aún había espacio para una docena más. El suelo de madera estaba cubierto de hierba recién cortada como si fuese una casa o un restaurante de Adis Abeba.
Nos lavamos las manos y nos sentamos. Enseguida se acercó una mujer pechugona que nos saludó con una inclinación, nos deseó buena salud y colocó en la mesa agua y dos jarritas de tej dorado. Tenía la córnea del ojo izquierdo de un blanco lechoso. Mesfin me dijo que se llamaba Tayitu. Una mujer más joven nos trajo luego una bandeja de inyera, con generosas raciones de cordero, lentejas y pollo.
—¿Ves? —dijo Mesfin, consultando el reloj—. Aquí puedo comer en menos tiempo del que tardo en echar gasolina al taxi. Y es más barato.
Comí como si hubiese pasado por una hambruna. Tenía razón aquella camarera que me había recomendado el restaurante; aquello era lo auténtico.
Después, por una ventana lateral que daba a un patio en pendiente, vi que subía un Corvette blanco, del que salió una pierna torneada, la piel color café con leche, zapato de tacón y esmalte de uñas del tono que B. C. Gandhi llamaba «rojo jódeme». Luego apareció como surgido de la nada un cabritillo y se puso a bailar alrededor de aquellos elegantes pies.
Pronto, una encantadora dama etíope bajó los peldaños cautelosamente para no tropezar con los tacones.
—¿Por qué deja suelto el cabritillo ese chico bobo a esta hora? —preguntó por encima del hombro al somalí—. Cualquier día lo atropellaré.
Llevaba el cabello, de un castaño dorado con vetas rojizas, cortado con un estilo desenfadado y asimétrico que dejaba el cuello al aire. Vestía una chaqueta a rayas granates con falda y blusa blancas.
La Reina con mayúsculas, pues tenía que ser ella, nos saludó con una inclinación de la cabeza mientras avanzaba hacia un despacho junto a la cocina. Pero de repente se detuvo y se volvió como si hubiese visto una visión. Nos observó con fijeza. Yo vestía traje y me había aflojado la corbata; ¿resultaría poco apropiado? En el recinto del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro estaban representadas todas las tribus de Abraham y no me sentía más extranjero que mis pacientes o el personal. Pero allí, al ver que llamaba la atención de ella y de todos los presentes, volví a sentirme ferengi.
—¡Alabado sea Dios, alabado sea Su Hijo! —exclamó la Reina, llevándose las manos a las mejillas. Alzó las gafas oscuras hasta la frente y vi unos ojos desorbitados de asombro.
Me volví para mirar detrás de mí, creyendo que tal vez se dirigía a otra persona. Su expresión, burlona al principio, se tornó jubilosa y dejó al descubierto una dentadura perfecta y blanquísima.
—¿No me conoces, niño? —me preguntó, acercándose, precedida por su fragante esencia de rosas.
—Me levanté, —todavía desconcertado—. Rezo por ti a diario —me dijo en amárico—. No me digas que he cambiado tanto…
La miré; así de pie, era mucho más alto que ella. Me quedé mudo. Cuando la había visto por primera vez ella era una madre, y yo sólo un niño.
—¿Tsige? —pregunté al fin.
Se lanzó a mis brazos, me besó las mejillas, se echó atrás para examinarme mejor, luego me atrajo de nuevo hacia ella y nos rozamos las mejillas una y otra vez.
—Dios mío, benditos sean María y todos los santos, ¿cómo estás? ¿Eres tú? Endemenneh? Dehna ne woy? ¿Cómo estás? ¿Es posible que seas tú? Doy gracias a Dios por que estés aquí…
Después de seis años en Estados Unidos, sólo en aquel momento, allí de pie en aquella casa amarilla, en sus brazos, con aquella hierba cortada bajo los pies, me sentí a gusto en aquella tierra, sentí que bajaba la guardia y se me relajaban los músculos del vientre y el cuello. Tenía ante mí a alguien que formaba parte de mi pasado, alguien de mi calle, a quien quería y a quien siempre me había sentido vinculado. Besé sus mejillas tan vigorosamente como ella las mías: ¿quién pararía primero? Yo no.
Tayitu atisbaba desde la cocina, y otras dos mujeres miraban desde las barandillas de arriba. Los demás comensales se interrumpieron para observarnos. Eran personas desplazadas, igual que nosotros, y entendían muy bien aquellos encuentros, esos momentos en que ves bajar de pronto flotando por el río un pedazo de tu viejo hogar.
—¿Qué haces aquí? ¿Quieres decir que no has venido a verme?
—He venido a comer. ¡No tenía ni idea! Vivo en Nueva York desde hace seis años. Sólo tenía previsto quedarme hoy. Ya soy médico. Cirujano.
—¡Cirujano! —exclamó ella, echándose atrás para juntar las manos sobre el corazón; luego me besó el dorso de las muñecas, primero una, luego la otra—. Cirujano. Eres un niño valiente, mucho.
Se volvió hacia nuestro público y añadió con el tono de un director de coro y todavía en amárico:
—Escuchad todos, incrédulos, cuando mi bebé estaba muñéndose y él era pequeño, ¿quién creéis que me acompañó al sitio adecuado del hospital? Él. ¿Quién llamó al médico, que era su padre, para que visitase a mi hijo? Él. ¿Y quién se quedó luego conmigo mientras mi bebé luchaba por la vida? Él y sólo él. Fue el único que estuvo a mi lado cuando murió mi pequeñín. Nadie más estaba allí conmigo, si supieseis… —Las lágrimas corrían por su rostro y en un instante el ambiente del local pasó de la alegría del encuentro a una tristeza profunda, como si ambas emociones estuviesen invariablemente unidas. Oí chasquidos solidarios y ísks de los hombres. Tayitu se sonó la nariz y se enjugó el ojo bueno, mientras las otras dos mujeres lloraban profusamente. Tsige era incapaz de hablar, no alzaba la cabeza… Tardó un poco en sobreponerse. Por fin se irguió, los labios separados para sonreír valerosamente, y proclamó—: Nunca olvidé su bondad. Todavía ahora, cuando me acuesto, rezo por el alma de mi bebé y luego por este muchacho. Vivía en mi calle, enfrente de mí. Lo vi crecer, convertirse en un hombre, asistir a la Facultad de Medicina. Ahora es cirujano. Tayitu, devuelve el dinero a todos, porque hoy es un día de fiesta. Nuestro hermano ha venido a casa. Decidme, hombres de poca fe, ¿necesita alguno de vosotros otra prueba de que Dios existe?
Sus ojos relucían como diamantes y elevaba las manos con las palmas hacia arriba, hacia el techo.
Pasé los minutos siguientes estrechando solemnemente la mano a todos los presentes.
Más tarde tomé asiento con Tsige en un sofá del salón del piso de arriba. Se había quitado los zapatos de tacón y sentado sobre los talones. Seguía teniéndome la mano cogida y me acariciaba cada poco la mejilla proclamando su alegría por verme.
Yo tenía previsto regresar a Nueva York aquella tarde, pero ella insistió en que Mesfin se fuera.
—Puedes volver en otro avión más tarde —propuso.
—¿Estás segura de que encontraré un taxi aquí? —pregunté, fingiendo hablar en serio.
Echó la cabeza atrás y soltó una risotada.
—¡Hay que ver cómo has cambiado! Antes eras tan tímido…
Por la ventana divisé seis o siete cabritillos en un gran recinto alambrado. Detrás había un gallinero. Un muchacho de aire soñoliento y cabeza estrecha y alargada estaba allí sentado, acariciando una de las cabras.
—Es primo mío —explicó Tsige—. Se le ven las marcas de los fórceps en la frente. Tiene algunos problemas, pero le gusta cuidar de los animales. Tendrías que venir cuando celebramos Meskel el día de Meskerem. Matamos las cabras y los pollos ahí fuera. No sólo hay taxis sino también coches de policía. Vienen a comer aquí de las comisarías de Roxbury y el South End.
Me contó que se había marchado de Adis Abeba pocos meses después que yo. Un cliente del bar, un cabo del ejército, quería casarse con ella.
—Era un don nadie. Pero con la revolución, hasta los soldados rasos se volvieron poderosos.
Cuando rechazó sus propuestas, la acusaron falsamente de actividades imperialistas y la encarcelaron.
—Compré mi salida de la cárcel a las dos semanas. Mientras estaba en Kerchele me confiscaron la casa. Vino a verme, fingiendo no tener nada que ver con mi detención y para decirme que lo recuperaríamos todo si nos casábamos. Dirigían el país perros como él. Yo tenía dinero escondido. Ni siquiera miré atrás. Me fui.
»En Jartum esperé un mes a que me concedieran asilo en la embajada norteamericana. Trabajé como criada para los Hankin, una familia inglesa muy amable. Aprendí inglés cuidando a sus hijos. Fue lo único bueno de aquella estancia. No me importa el frío de Boston porque cada día de frío me recuerda lo bueno que es estar fuera de Jartum.
»Trabajé duro aquí, Marión. En Quick-Mart… a veces hacía dos turnos. Luego trabajaba cinco noches a la semana en unos aparcamientos. Ahorré y ahorré. Fui la primera mujer etíope taxista de Boston. Me aprendí la ciudad. Encontré trabajo a otros compatriotas. Mozos de almacén, ayudantes de aparcamiento, taxistas o dependientas en la tienda de regalos de un hotel. Presté dinero con intereses a etíopes. Tayitu trabajaba para mí en el bar, así que cuando llegó, alquilé esta casa. Ella cocinaba. Luego la compré. Ahora, Dios santo, hay mucho que hacer: moler tef, preparar inyera, limpiar pollos, hacer wot, barrer la casa. Hacen falta tres o cuatro personas. Los etíopes llegan a mi puerta como corderinos recién nacidos, con todo lo que tienen en un hatillo, con las radiografías aún en la mano. Procuro ayudarlos.
—Eres realmente la Reina de Saba.
Esbozó una sonrisa picara. Pasó al inglés, idioma que nunca le había oído hablar.
—Marión, ya sabes lo que tenía que hacer para alimentar a mi bebé en Adis Abeba. Y luego en Sudán caí aún más bajo… era como una bariya —aseguró, empleando el término de argot para «esclava»—. Aquí se dice que en este país puedes llegar a ser cualquier cosa. Me lo creí. Trabajé duro. Así que cuando me llaman «Reina de Saba», pienso: «Sí, de bariya a reina».
Le conté a Tsige que el día que me marché de Adis Abeba tan precipitadamente la había visto bajar de su Fiat 850.
—Y hoy, ¿qué es lo que veo antes de ver tu cara? Tu bella pierna saliendo de un coche. Lo último que vi de ti en Adis Abeba fue también tu bella pierna saliendo de un coche. Quise despedirme entonces, pero no pude.
Se echó a reír y se bajó la falda recatadamente.
—Me enteré de que habías desaparecido poco después que Genet. Nadie sabía si habías participado en el secuestro.
—¿De veras? ¿La gente creía que era un guerrillero eritreo?
Se encogió de hombros.
—No pensé que tuvieses nada que ver con ello. Pero cuando vi a Genet, no me lo negó ni confirmó. Me quedé desconcertado.
—¿Cómo pudiste haber visto a Genet? Se marchó el mismo día que yo. Precisamente por eso tuve que irme… ¿La viste en Jartum?
—No, Marión. La vi aquí.
—¿Que viste a Genet en América?
—Aquí. En esta casa… ¡Dios mío! ¿No lo sabías?
Sentí que me faltaba el aire, que el suelo se abría bajo mis pies.
—¿A Genet? ¿No sigue luchando con los eritreos?
—No, qué va. Vino aquí como refugiada, lo mismo que todos nosotros. La trajo alguien. Llegó con su bebé en brazos. Al principio fingió no reconocerme. Tuve que hacerla recordar. —Endureció el gesto—. Mira, Marión, cuando llegamos aquí somos todos iguales. Eritreos, amharas, oromos, gente importante, bariyas, fuese cual fuese su condición en Adis Abeba eso no significa nada. En Estados Unidos empiezas de cero. Aquí les va mejor a quienes allí no eran nada. Pero Genet vino creyéndose especial, no como los demás…
—¿Cuándo fue?
—Hará unos dos años, tal vez tres. Me dijo que había perdido el contacto contigo, que no sabía adonde habías ido. Hablaba como si ignorara que habías huido de Adis Abeba.
—¿Qué? Mentía. Fueron los eritreos quienes me ayudaron a escapar. Ella era su estrella… su gran heroína. Tenía que saberlo.
—Es posible que no confiara en mí, Marión. No llegué a conocerla nunca como a ti, jamás crucé más de dos palabras con ella. Y la gente cambia, ya sabes. Cuando uno deja su país, es como una planta que se arranca de la tierra: hay gente que se vuelve dura, no puede volver a florecer. Recuerdo que me dijo que había enfermado en la guerrilla. Creo que también se cansó de la lucha. Tenía un bebé. Unas mujeres de Nueva York a las que conocía le ofrecían un trabajo y ayuda para cuidar del niño. Así que la verdad es que no tuve que hacer nada por ella.
—¡Santo cielo! —exclamé, hundiéndome en el sofá; me alegraba de no haberlo sabido antes, de no haber sabido que estaba en Nueva York—. ¿Sigue aún allí?
—No. —Tsige vaciló, como si no estuviese segura de si contarme el resto—. Hubo muchos rumores. Lo que oí fue que… conoció a un hombre y se casaron. Sucedió algo y ella casi lo mató. No sé exactamente por qué ni cómo. Lo único que sé es que está en la cárcel. A su bebé lo dieron en adopción… —Vio mi conmoción—. Lo siento. Creí que estabas enterado… Podría averiguar si sigue en la cárcel.
—¡No! —Negué con la cabeza vehementemente—. No lo comprendes. No quiero volver a verla jamás. —«Sólo querría verla para escupirle a la cara», pensé.
—Pero ella era tu hermana.
—¡No! No digas eso —repliqué con aspereza. Nos quedamos callados. Si mi reacción le había parecido inesperada, no podía reprochárselo. Tuve que esperar unos minutos a que remitiera aquella confusión total—. Lo siento, Tsige —dije al cabo, cogiéndole la mano—. Debo explicártelo. Verás, Genet no era mi hermana, sino el amor de mi vida.
—¿Estabas enamorado de tu hermana? —preguntó mirándome asombrada.
—¡No es mi hermana!
—Perdona. Por supuesto.
—¿Qué importa, Tsige? Lo fuese o no, lo cierto es que yo estaba enamorado de ella. No podía cambiar mis sentimientos hacia Genet. Pensábamos casarnos cuando acabara Medicina…
—¿Y qué pasó?
—Que mi hermano me traicionó. Y ella también. —Resultaba muy difícil de explicar, así que utilicé una expresión en amárico—: Fueron almohadas el uno para el otro.
Acababa de decirle a Tsige lo que nunca había contado a nadie, ni siquiera a Hema. Había estado a punto de explicárselo a Stone en el restaurante, pero al final no lo había hecho. Sentí un gran alivio. No omití detalle: el que se me acusase falsamente, la mutilación genital de Genet, la muerte de Rosina, la sospecha de Hema de que el responsable era yo. En los seis años que llevaba en el Nuestra Señora del Perpetuo Socorro no había confiado aquella historia a ninguno de los amigos íntimos que había hecho (Deepak, B. C. y varios estudiantes).
Tsige, con la mano en la boca, me miraba asombrada y compasiva. Por fin bajó la mano y movió la cabeza, pesarosa.
—Tu hermano quiso acostarse conmigo —me dijo, sonriendo al reparar en mi asombro—. Bueno, erais pequeños entonces, aunque no tanto; tendríais catorce o quince años. Shiva fue muy directo. «¿Cuánto por acostarme contigo?».
Se echó a reír ante aquella audacia, mirando por la ventana y conjurando mentalmente aquel tiempo lejano.
—¿Y lo hizo? —pregunté por fin, con la garganta tan seca que las palabras podrían haber incendiado el tej que tenía en el estómago. No imaginaba lo importante que era su respuesta.
—¿Si hizo qué?
—Acostarse contigo…
—Oh, cariño. ¡No! —Me pellizcó la mejilla—. Menuda cara has puesto. Oh no, no. —Respiré hondo, tras haber aguantado la respiración—. Pero si hubieses sido tú habría sido distinto. Si me lo hubieses pedido… Te lo debo, Marión. Todavía te lo debo.
Estaba seguro de que me había ruborizado. Genet se había esfumado de mis pensamientos con la misma rapidez que había aparecido.
—No me debes nada, Tsige. Perdona, no debí preguntártelo… es algo personal, es asunto tuyo.
—Seguro que tienes muchas novias, Marión. ¡Un cirujano en Nueva York! ¿Cuántas enfermeras comparten tu almohada, eh? ¿Adonde vas? ¿Por qué te levantas? ¿Qué pasa?
—Ya es tarde, Tsige, más vale que me…
Tiró de mí hacia abajo con firmeza, de tal modo que casi aterricé encima de ella. Me abrazó. Aspiré intensamente el olor de su cuerpo y su perfume. Tenía los ojos clavados en su cuello, su barbilla, su pecho. Más de una noche en mi habitación de la residencia de personal del Nuestra Señora del Perpetuo Socorro había pensado en ella, pero nunca imaginé que pudiese llegar a tocarla realmente. Era cirujano general titulado, pero me sentí de pronto como un adolescente lleno de granos.
—¡Te estás poniendo colorado! ¿Te encuentras bien? Oh, la Virgen me asista, válgame Gabriel y todos los santos… Aún eres virgen, ¿verdad?
Asentí, avergonzado, y ella reaccionó con lágrimas en los ojos.
—¿Por qué lloras? —pregunté.
Ella sólo movía la cabeza, examinando mi cara mientras se enjugaba los ojos.
—Lloro porque es tan bello… —dijo por fin, cogiéndome las mejillas entre sus manos.
—No es bello, Tsige. Es estúpido.
—No, no lo es.
—Me reservé para Genet. Sí, lo sé… es ridículo. Pero luego, cuando ella y Shiva… me refugié en los estudios. Lo peor es que aún la amaba. Mi hermano no, pero yo sí. Me sentí responsable cuando estuvo a punto de morir. ¿Puedes creerlo? Shiva se acostó con ella y me sentí responsable yo… Luego, cuando Genet y sus amigos secuestraron el avión, volvió a traicionarme. No le preocupaba lo que pudiera pasarnos a Hema, a Shiva y a mí. Pero al menos entonces, el día que huí de Etiopía, me libré de ella. Cuando llegué aquí, procuré olvidarla. Tenía la esperanza de que hubiese muerto en aquella guerra estúpida… su dichosa guerra. Y ahora me entero de que está aquí. Tal vez debería marcharme del país, Tsige. Irme a Brasil. O a la India. No quiero estar en el mismo continente que esa mujer.
—Cállate, Marión. No digas tonterías. ¿Cuánto tej has bebido? Éste es un país grande y tú un gran hombre. ¡Olvídala! Mira dónde estás y dónde está ella. Está en la cárcel, ¡por amor de Dios! —Me acarició el pelo y me acercó a su pecho—. Eres el tipo de hombre con el que sueñan todas las mujeres.
Yo estaba excitado. Ni aún queriendo, no había nada de mi vida que pudiese ocultarle. Ni mi vergüenza ni mis secretos ni mi embarazo.
Me besó en los labios, un breve roce exploratorio primero, luego un beso pausadamente indagatorio. Pude sentir cómo me invadía la adrenalina, cómo las reservas de testosterona no utilizada y almacenada proclamaban su disponibilidad. «Así que es de este modo como va a pasar —pensé—. El día que apruebo el examen quirúrgico. Muy apropiado». Tendí las manos hacia ella.
Tsige suspiró y se echó atrás, empujándome para que me levantara, luego se alisó el pelo. Su expresión era seria, como la de un clínico al emitir un dictamen después de un examen físico minucioso.
—Espera, Marión mío. Te has reservado todos estos años, lo cual no es poca cosa. Quiero que te vayas a casa. Después de que lo hayas pensado, si me quieres, aquí estaré. Puedes volver o podemos irnos, hacer un viaje juntos. O ir yo a Nueva York y que tomemos una bonita habitación de hotel. —Leyó el desencanto en mi rostro—. No te entristezcas. Lo hago por amor a ti. Cuando tienes algo tan valioso como esto, has de pensar cuidadosamente en cómo vas a desprenderte de ello. Si no me lo das, lo entenderé. Si me eliges, me sentiré honrada y te haré honor. Ahora pediré un taxi para que te lleve. Vete, cariño mío. Ve con Dios. No hay otro como tú.
«Así es mi vida —me dije mientras el taxi avanzaba trabajosamente entre el denso tráfico hacia el aeropuerto Logan—. Extirpé el cáncer del pasado, lo eliminé; crucé los altiplanos, bajé al desierto, surqué el océano y pisé una nueva tierra; fui aprendiz, pero ya no le debo nada a nadie y acabo de convertirme en capitán de mi barco. Mas cuando miro hacia abajo, ¿por qué veo todavía en mis pies las viejas zapatillas manchadas de barro y alquitrán que enterré al principio del viaje?».